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SÓLO UN BESO

La mañana no empezó demasiado bien para mí: mis padres me llamaron por teléfono para exigirme su cuota de almuerzos. Ese mes, lo había olvidado por completo, me tocaría pasar por casa y comer con ellos el sábado y el domingo. Era una costumbre que adoptamos cuando me independicé y debía ir como mínimo dos veces al mes. Por fortuna, aún era martes, así que tenía tiempo de hacerme a la idea. Salí de casa con premura y, cuando ajusté la puerta y quise cerrarla con llave, me di cuenta de que me la había dejado dentro.

—¡No puede ser! ¿Qué hice para merecer esto?

En el rellano, una mujer me oyó exclamar y me dirigió una mirada de lástima.

No tenía mucho tiempo, de modo que decidí ocuparme del asunto de las llaves cuando volviese de la entrevista. Necesitaba el trabajo para poder seguir viviendo sola; con mis veinticinco años, volver de nuevo al nido no entraba en mis planes. Me acerqué a la parada del autobús justo a tiempo de ver cómo se iba el que tenía que tomar.

—Desde luego, hoy no es mi día —musité para mis adentros.

Miré la hora en mi móvil dándome cuenta de que, si esperaba al siguiente bus, llegaría tarde, por lo que decidí tirar la casa por la ventana y buscar un taxi. Para ello, me acerqué al borde de la carretera, sin darme cuenta del gran charco que había delante de mí…

Justo lo que os imagináis que podría pasar ocurrió: un coche amarillo estridente circuló junto a la acera salpicándome la ropa con el agua del suelo.

Me quise morir allí mismo. Mis pantalones se mojaron junto a mis zapatos y solo tenía ganas de llorar, pues ya no tenía ni tiempo, ni llaves para volver a cambiarme de ropa.

Llegué a las oficinas con el taxi y ascendí de dos en dos los peldaños de las escaleras del edificio. El departamento de recursos humanos estaba en el cuarto piso, por esa razón subía deprisa, concentrada en las posibles preguntas del entrevistador y mis consiguientes respuestas.

No lo oí bajar, ni lo vi, ni siquiera lo presentí, pero al girar en la escalera tropecé de frente con él desparramando mis currículums y sus documentos por el suelo, cayendo al suelo debido al impacto contra su cuerpo. Enseguida se acercó a mí preocupado y enfadado al mismo tiempo.

—¡¿Se puede saber adónde va tan rápido?! ¿Se ha hecho daño? ¡¿Es que no puede mirar por dónde va?!

En ese momento, iba a lanzar una mordaz respuesta, pero alcé la vista y me quedé atrapada en sus ojos color caramelo.

No sé qué pasó en aquellos minutos, ¿o fueron horas?

Quizás se trató tan solo de algunos segundos, pero mi corazón se detuvo y dejé de respirar. Ningún pensamiento coherente pasó por mi cabeza en ese momento. Mientras tanto, él quedó atrapado también en mi mirada azul. Me tendió la mano y no pude moverme. Continuábamos conectados a través de nuestros ojos, como si una fuerza invisible nos mantuviera inmovilizados. Sin apartar su mirada, no sé cómo, pero pudo agarrarme de la mano. Cuando rozó mi piel, miles de estrellas se encendieron en mi universo interior.

¿Qué me estaba pasando?

Él también reaccionó a mi contacto, lo supe por sus pupilas dilatadas, que habían duplicado su tamaño en segundos. Entreabrí mis labios en un vano intento de respirar normalmente y él apartó un segundo sus ojos de los míos para centrarse en mi boca. Me di cuenta de que estaba temblando, no sé si solo yo o él también se estremeció con mi contacto, pero intenté incorporarme y tratar de ponerme en pie.

—Lo siento, no lo vi venir —susurré apenas, con un hilo de voz.

En ese momento, llegaron otras personas que nos ayudaron amablemente a recoger los papeles del suelo mientras seguíamos con la vista fija en el otro, como si quisiéramos grabar la imagen frente a nosotros en nuestra alma.

—Bueno, yo también lamento lo ocurrido, que tenga un buen día — pronunció en un susurro.

Su voz, apenas audible, me llevó a un universo paralelo, en el que no existía nadie excepto nosotros dos. Mas la realidad se impuso y alguien me colocó en las manos un montón de folios, despertando por fin a mi conciencia que gritaba a todo pulmón que llegaba tarde a la entrevista.

—¡Discúlpeme, llego tarde!

Acabé de subir las escaleras y alcancé sin más incidentes el lugar de la entrevista. Respondí todas y cada una de las cuestiones sobre mi formación y experiencia, le hablé de los idiomas que dominaba y de mis estudios universitarios. Me pareció que le había causado buena impresión a la entrevistadora y salí bastante satisfecha de mí misma. Los únicos puntos que jugaron en mi contra fueron mis pantalones manchados, mis zapatos estropeados y mi expresión de soñadora loca que se había quedado plasmada en mi rostro tras el encuentro inesperado en las escaleras.

Para evitar más accidentes fortuitos, bajé por el ascensor hacia la calle, bastante más tranquila, pero intrigada por el inesperado cúmulo de emociones que había sentido al tropezar con él. No conocía ni su nombre, ni si trabajaba en aquella empresa. Lo único que tenía claro era que, por mi tranquilidad espiritual, sería mejor que no lo volviera a ver. Me había quedado tan ensimismada en sus ojos que no podía dejar de pensar en él.

Decidí ir a casa caminando, no tenía prisa, y, en el trayecto, pasaría por casa de mis padres para recoger una llave de emergencias que me guardaban. Ya podía oír a mamá…

—¡Hola, mamá! ¿Estás en casa? —grité a través de la ventana del comedor.

Mis padres vivían en una casita adosada, pero como me había dejado las llaves, no podía entrar sin pedir permiso como hacía siempre, de forma que opté por llamar a lo loco en vez de utilizar el timbre, como las personas normales.

—Enseguida te abro, Hanna. Deja de gritar, que vas a escandalizar a todo el barrio —respondió mi madre desde el interior.

Esperé paciente que me abriera la puerta. Mientras tanto, miré el reloj y comprobé que solo habían transcurrido dos horas desde que salí de casa. Habían ocurrido tantas cosas esa mañana como en todo el mes anterior. Probablemente, no me darían aquel trabajo por mi aspecto desaliñado, pero por fortuna tenía otra entrevista en dos semanas.

—Pasa, Hanna. ¿Por qué no entras con tu llave como haces siempre?

—Mamá, vengo a buscar las llaves de emergencia, me he dejado las mías dentro de casa con las prisas —le expliqué del tirón.

—Siempre tienes la cabeza en las nubes —aseveró, como ya esperaba— . No me extraña nada que te las dejes dentro de casa, algún día te dejarás la cabeza… Ahora te las traigo.

Pasé al comedor y me quedé esperando que regresara con ellas para marcharme.

—Hanna, cariño —al escuchar su tono de voz temblé—. Cuando vengas a comer el sábado, quiero que te arregles un poquito más que de costumbre porque tendremos visitas.

—¡Mamá!, ¿de verdad es necesario que venga? Sabes que no me gusta socializar. Tengo que fingir que me caen bien, cuando en realidad lo único que quiero es que se vayan y me dejen tranquila. ¿Al menos los conozco? —pregunté con una vaga esperanza.

—La verdad…

—Ya veo. —Asentí mientras me llevaba las manos a la cara—. No los conozco de nada. Serán de la edad tuya y de papá. ¡Voy a morir de aburrimiento, mamá!

—Bueno…, vendrá un hijo de la pareja —murmuró tratando de que cambiara mi expresión de desagrado—. Los conocimos en el último viaje que hicimos tu padre y yo. ¿Recuerdas que te lo comenté?

—Recuerdo que me dijiste algo. Pero, mamá, ¿por qué no vengo el mes que viene cuatro veces y estamos en paz? —pregunté esperanzada.

—Sabes que tu padre y yo, cuando hacemos un trato, no queremos cambios de última hora. No protestes y cuando vengas el sábado ponte guapa.

—Está bien, tú ganas, mamá. Nos vemos el sábado. ¿A la hora de siempre? —Suspiré resignada mientras tomaba las llaves de su mano.

—Sí, sobre las dos. ¡Hasta el sábado, cariño… Ah, por cierto, ¿cómo ha ido la entrevista de trabajo?

—No sabría decirte, mi aspecto era poco adecuado por un pequeño incidente, no sé si me tendrán en cuenta —expliqué, señalando el desastre de mi atuendo.

—Es que lo que no te pase a ti no le pasa a nadie. Te esperamos el sábado, Hanna.

Volví a casa pensando en la sobremesa del fin de semana: iba a ser tediosa como poco, quizás insoportable, pero mi mala memoria me había llevado a esa situación. Ahora tenía que escoger qué ropa ponerme para que los invitados no vieran mi peor versión…, aunque todavía era martes y habría tiempo de sobras para decidir.

Por el camino, llamé a mi amiga Marta para quedar con ella el sábado por la noche. Se suponía que la reunión acabaría sobre las cinco o seis de la tarde. Si escogía bien la ropa, con cambiarme una o dos prendas podría salir de casa de mis padres sin tener que regresar a cambiarme a la mía.

—¡Hola, Marta! ¿Cómo va todo? —exclamé cuando descolgó el teléfono.

—Hola, todo bien. ¿Qué haces este fin de semana? —preguntó enseguida.

—Por eso te llamaba, necesito que me rescates de una comida familiar el sábado. Mi madre ha invitado a unos amigos que no conozco de nada, tienes que sacarme de allí como muy tarde a las cinco.

Mi voz sonó bastante desesperada. Marta me conocía y sabía que detestaba las sobremesas tediosas, sobre todo cuando ni siquiera conocía a los invitados.

—De acuerdo, tranquila, te rescataré de tus torturadores… —comentó riendo.

—Marta, además quería pedirte otra cosa… ¿Puedes venir esta tarde para hablar conmigo? Tengo que contarte una cosa que me ha pasado hoy.

—Claro que sí, petarda, quedamos en tu casa cuando termine de trabajar.

Marta era la mejor amiga que alguien pueda tener, siempre dispuesta a escuchar mis tonterías. Se las arreglaba para encontrar las palabras adecuadas para hacerme sentir bien. Yo quería contarle lo que había pasado en las escaleras para, de una vez por todas, olvidarme de él. Pues desde que habíamos tropezado no lo podía sacar de mi mente.

Regresé a casa pensando en mi amiga. ¿Qué opinaría de mi encuentro fortuito? Yo no entendía nada, creía seriamente en la posibilidad de haber sufrido un ictus en plena escalera.

Después de comer, leí un rato para hacer tiempo, pero Marta llegó en un suspiro.

—¿Quieres un poco de helado, Marta? —pregunté después de los abrazos de rigor entre nosotras.

—¿Helado? ¿No me dijiste que era una emergencia? —exclamó mientras me miraba preocupada—. ¡Vamos! Trae dos tarrinas de las grandes y sentémonos en el sofá.

—No sé por dónde empezar… —musité con la vista en mi helado, un poco avergonzada.

—Pues por el principio estaría bien —dijo guiñándome.

—Esta mañana, me ha pasado de todo —comencé a relatar, mirándola a los ojos.

—Venga, cuenta. No será tan grave —me animó a continuar, dándome un ligero golpecito en el hombro.

—Ya verás —comenté enigmática y se lo conté todo con pelos y señales, incluida la descabellada idea del ictus.

—¡Ay, Hanna! Creo que ya sé lo que te ha pasado, cariño, ¡esto ha sido un amor a primera vista! —proclamó segura de sí misma.

—No, no puede ser eso. Si casi no recuerdo su cara, solo sus ojos se han quedado grabados en mi cerebro —expliqué mientras me señalaba la sien—. No sé quién es. No puedo enamorarme así de golpe de alguien…

—Hanna, créeme que sí estás colada por ese hombre —afirmó.

Estuvimos hablando largo rato del tema. No aceptaba el diagnóstico de mi amiga, que, aunque nunca se equivocaba en estas cosas, esta vez había dejado volar demasiado la imaginación.

***

Los tres días siguientes pasaron sin pena ni gloria, no tuve noticias de la entrevista de trabajo, por lo que daba por supuesto que habían escogido a otro candidato para el puesto de secretaria de dirección.

El temido sábado llegó. Por la mañana me dediqué a comprar, decidí ser buena chica e incluso compré una botella de vino cara para llevarlo a la comida. Me vestí acorde a lo que mi madre consideraba adecuado para una sobremesa con invitados, pantalón de vestir largo, camisa suelta y zapatos de tacón. Incluso me maquillé en un acto de condescendencia por ella, a pesar de haberme metido en una encerrona. En el bolso llevaba una minifalda y una camiseta corta ajustada para cambiarme antes de salir con Marta.

Cuando llegué a casa de mis padres, lo primero que llamó mi atención fue un coche deportivo amarillo chillón que me resultó conocido; había otro más clásico aparcado justo detrás, un Mercedes. Los nuevos amigos de mi madre debían de ser de clase alta para tener unos coches como aquellos.

Yo había venido caminando para poder disfrutar un poco del sol y, sobre todo, de la paz y tranquilidad, pues me iba a tocar invertir grandes dosis de paciencia para aguantar a tres desconocidos en la comida. Abrí el bolso para sacar mis llaves, pero recordé que al haber invitados sería mejor llamar a la puerta. Me abrió mi padre.

—Pasa, hija, te estamos esperando. Nuestros amigos ya han llegado.

—Todavía no son las dos, papá, ¿no han llegado muy pronto? —susurré para que no me oyesen.

—Han llegado hace un momento, Hanna. Deja que te los presente — murmuró dándome paso con un ademán de la mano.

Entramos al comedor y se acercaron dos personas de más o menos la edad de mis padres. Mi padre nombró a cada uno de ellos, Carlos y Estefanía; les saludé con dos besos a cada uno. Luego, ambos se apartaron dejando a la vista al que se suponía era su hijo: Dylan.

Al verlo, quedé impactada, mi mirada volvió a quedar atrapada en la suya y mi capacidad de hablar reducida a la mínima expresión: era él. Creo que quedé con la boca abierta… Se inclinó hacia mí, sin desviar la atención de mis ojos, para darme dos besos a modo de saludo.

Dejé de pensar con claridad cuando su rostro se acercó al mío, me besó una mejilla y despacio, muy despacio, cruzó su mirada por delante de mis ojos rozando su nariz con la mía, hasta besarme en la otra mejilla. Fueron instantes en los que mi corazón latía desbocado y, por un momento, mis labios anhelaron el contacto de los suyos dejándome desconcertada.

Todo pasó en cuestión de segundos, nos separamos y mi padre nos acompañó al comedor, donde todo estaba ya preparado. Alguien me quitó la botella de vino de las manos y me empujaron a sentarme justo delante de él, Dylan a partir de aquel momento.

No podía respirar con normalidad teniéndolo delante, el corazón se iba a escapar de mi pecho y ni siquiera podía hablar de manera coherente. En realidad, no escuchaba más que mis latidos a todo galope.

No pude comer casi nada, estaba atrapada en sus ojos y no supe ni lo que había en mi plato.

En algún momento, hablaron de mí durante la sobremesa, pero estaba tan inmersa en sus ojos que no supe qué decían. Por suerte, a las cinco, como me prometió, Marta vino a recogerme. Fui a la que había sido mi habitación y me cambié de ropa. Marta, a mi lado, me observaba con una sonrisa.

—¿Qué te pasa, Marta? Veo que te diviertes —le comenté medio enfadada.

—Hanna, cariño, si te hubieras visto como yo con esa cara de pasmada en la mesa, hasta tú te hubieras reído.

—Ya lo habrás supuesto, pero te lo confirmo: Dylan es él —afirmé fijando mi vista en algún punto impreciso de la pared.

—Me he dado cuenta, es guapo. Además, ahora no tengo ninguna duda, estás coladita por sus huesos, cariño.

—No quiero estarlo —murmuré con un mohín de niña pequeña.

—No puedes hacer nada al respecto, Hanna, ya estás totalmente embrujada.

Al salir de la habitación, un miedo irracional se me coló en el alma: ¿cómo iba a poder verlo de nuevo? No sabía nada de Dylan y, en cuanto saliese de casa, desaparecería de mi vida. A decir verdad, casi era preferible no volverlo a ver, pues desestabilizaba todo mi ser cuando lo tenía cerca.

—Hanna, cariño, no te importará que Dylan se vaya con vosotras, ¿verdad? Aquí solo se va a aburrir muchísimo.

Antes de que pudiese decir nada, Marta intervino:

—No se preocupe, nos lo llevamos.

La miré aterrorizada. ¿Venir con nosotras? Pero ¡si no era capaz de hablar estando con él!

Sin embargo, no tuve tiempo de intervenir cuando ya estábamos en el coche de Dylan. Marta se las ingenió para dejarme el asiento de delante, justo al lado suyo, y desde el lugar del copiloto pude observarlo mejor. Él estaba concentrado en el tráfico y yo no corría el riesgo de quedar perdida en sus ojos.

Tenía un perfil bonito: moreno, con el pelo castaño ligeramente más largo de lo que marcaba la moda masculina, sus brazos eran fuertes, las manos grandes agarraban el volante con seguridad. Tragué saliva y oí a Marta reír por lo bajo desde el asiento de atrás.

—¿Tenéis pensado algún sitio donde ir? —comentó con familiaridad, casi como si nos conociéramos de toda la vida.

—Bueno, siempre vamos a un bar musical, allí ponen buena música y puedes bailar, pero todavía es muy pronto. Estará cerrado —expresó contrariada Marta.

—Siempre tenemos la opción de ir a cenar, yo invito —dijo con voz jovial.

—¡De acuerdo! —decidió Marta por las dos, sin darme tiempo a reaccionar.

Circulamos por el centro de la ciudad en aquel coche amarillo chillón y entonces lo recordé todo.

—¡Tú eras el que pasó justo por mi lado el martes mojándome! — exclamé indignada.

—No lo recuerdo, el martes no recuerdo qué ocurrió hasta que chocaste conmigo en la escalera. Por cierto, ¿por qué no le has dicho a tus padres que me conocías? —interrogó, dejándome sin palabras.

Ni siquiera había pasado por mi pensamiento decirle algo así a mi madre. Si él supiese que con solo mirarme a los ojos dejaba de ser coherente conmigo misma y que no conseguía pensar con claridad, sabría el poder que tenía sobre mí. No podía dejar que lo supiese jamás.

—No recordaba el incidente del que hablas —mentí descarada.

—Creo que no me estás diciendo la verdad —dijo sonriendo.

—Por tu culpa no me dieron el trabajo de secretaria de dirección. ¡Dejaste mi ropa hecha un desastre! —le aseveré mientras le señalaba acusadora.

—¿Estás segura de que fui yo? Creo que te confundes de persona — afirmó tan seguro de sí mismo que por un momento me hizo dudar.

Marta ya no podía disimular su risa, nos observaba y por el espejo retrovisor yo podía ver los esfuerzos que hacía para no soltar la carcajada. No pudimos seguir la conversación dado que llegamos al restaurante y aparcamos enseguida. Bajamos del coche y entramos en el local. Era todavía muy pronto para cenar, por lo que pedimos unas cervezas con alguna cosa para picar. Mientras nos servían, Marta inició la conversación con Dylan.

—¿A qué te dedicas? —atacó en un claro intento de obtener información.

—Soy el director de márquetin de una empresa multinacional. Estaba trabajando cuando Hanna se tropezó conmigo.

Al escuchar mi nombre, presté atención y grabé en mi memoria dónde trabajaba. Trajeron las cervezas y, mientras él y Marta hablaban, yo volví a quedarme embelesada viendo cómo movía las manos al hablar. La manera de enfatizar las palabras con sus gestos era peculiar, me gustaba verle y no entendía el porqué. Hablé poco, solo cuando me preguntaban, pero cuando por fin nos pusimos a cenar no pude dejar de mirarle. Él, en cambio, comía tranquilo.

Tenía los nervios a flor de piel debido a la tensión acumulada y el corazón me latía muy fuerte y rápido. Intentaba controlar todas esas sensaciones que provocaba en mi interior sin conseguirlo, cuando Marta me pidió que la acompañara al servicio.

—Hanna, cariño, llevas muy tensa toda la tarde. ¿Por qué no te relajas un poco y te dejas llevar? Sé que tienes miedo, pero ¿qué puede pasar? Disfruta esas emociones que sientes hoy, mañana será otro día y quién sabe lo que ocurrirá. Ahora nos iremos al pub, quiero que bailes con él y no te preocupes por mí, seguro que encuentro alguna cara conocida con la que pasar el rato.

—Tú lo has dicho, tengo miedo de lo que me hace sentir, es muy intenso y temo perder la poca cordura que me queda —confesé mirando al suelo.

—Hazme caso esta vez, disfrútalo, ya que no todo el mundo puede experimentar esas sensaciones —dijo mientras me levantaba la barbilla y me ofrecía una sonrisa de ánimo.

—Está bien, dejaré el miedo a un lado y me tiraré de lleno al mar de sentimientos que me inundan cuando estoy con él.

Después de cenar, cambié mi estado de ánimo de forma perceptible, aparcando las dudas y dejándome llevar por mis emociones. Fuimos al pub que conocíamos y Marta encontró a un viejo amigo que hacía tiempo que no habíamos visto. Me dejó sola con Dylan.

—Bueno, Hanna, ya no tienes a nadie que acapare la conversación conmigo para que puedas mirarme sin disimulo.

—Yo no hago eso, pero para que veas que no tengo por qué mirarte a escondidas, vamos a bailar —hablé, por primera vez consciente de que me estaba metiendo en un mar sin fondo.

Me tomó de la mano para acercarme a la pista de baile, mandando a mi cerebro y mi cuerpo miles de mensajes para nada tranquilizadores. La música era rítmica y rápida, pero nosotros estábamos en un universo paralelo. Nuestros ojos no veían más allá del otro y su mano no soltó la mía hasta que llegamos a una zona menos abarrotada. Desde el momento en que dejó de sujetarme, me sentí desvalida, necesitaba su contacto del mismo modo que un adicto su droga. ¿Cuándo había ocurrido? Siempre me jactaba de ser independiente; sin embargo, ahora le necesitaba.

Puso sus manos en mis caderas mientras yo colocaba las mías alrededor de su cuello. Me acerqué a su cuerpo sin perder el contacto visual, no era consciente de nada a mi alrededor y bajé la vista un segundo a sus labios. Hubiera dado lo que fuera por besarlos en ese momento, pero no tuve que esperar mucho. Como si me leyera el pensamiento, su boca descendió y posó sus labios en los míos, iluminando mi firmamento con miles de estrellas. Entreabrimos la boca para profundizar el beso, nuestras lenguas bailaron una danza ancestral consiguiendo que perdiéramos la poca sensatez que nos quedaba, enredándonos en una lucha por saciar nuestra sed. Esa sed que parecía crecer sin parar y nos iba a quemar por dentro. Le acariciaba la nuca y envolvía mis dedos en su pelo hasta que, después de una eternidad, nos separamos un instante y, sin hablar, nos tomamos de la mano y salimos del local.

Ni siquiera avisamos a Marta de que nos íbamos. Subí a su coche y le di la dirección de mi casa, él la introdujo en el navegador del coche y condujo a la máxima velocidad permitida.

Estaba temblando como una hoja cuando bajamos del coche, abrí la puerta de casa y solté el bolso en el suelo. Nos fundimos en un abrazo desesperado y unimos nuestros labios de nuevo. Esta vez, mis manos recorrían el cuerpo de Dylan intentando arrancarle la ropa. Gemía sin control, necesitaba sentirlo más cerca, quería sentirlo en mi interior. Sin dejar de acariciarnos, caminamos por el apartamento, desnudándonos por el camino, hasta que, al llegar a mi habitación, estábamos pegados piel con piel. Acaricié su espalda y su pecho, bajé hasta su cintura acariciando con mis dedos su piel suave, descubriendo un placer sensual al ver su vello erizarse.

—Quiero ser tuya, Dylan —susurré mirándolo a los ojos.

Solo esa frase bastó para despertar su instinto depredador, nos tumbamos en la cama y sin esperar más entró dentro de mí. Permanecimos quietos un momento, sintiéndonos piel con piel, saboreando el momento, con su frente en mi frente, sus ojos en los míos… Empezó a moverse despacio provocando millones de explosiones de placer. Poco a poco, nuestra pasión tomó el mando acelerando el ritmo, me besaba y gemía sin control. Mi corazón estaba a punto de enloquecer cuando por fin llegó el clímax y caímos exhaustos en un sueño profundo.

Como todo en la vida, la mañana llegó y cuando abrí los ojos ya no estaba conmigo. Solo una nota, un adiós y desapareció sin dejar rastro. Tanto así que creí que lo había soñado todo.

«Esta noche ha sido maravillosa. He conectado contigo como nunca lo había hecho con nadie más, pero he de marcharme fuera de la ciudad, a otro país. Sé que debería habértelo dicho antes, pero no quería estropear el momento. He sido egoísta, lo sé, y espero que me perdones. Volveré en unos meses y te explicaré las razones de esta marcha tan precipitada. Solo quiero que sepas que un beso tuyo es una puerta hacia mi felicidad. Te quiero, Dylan».

Me hundí en la desesperación y lloré abrazada a la almohada. Todavía podía sentir su aroma, lo llevaba grabado a fuego en mi piel. La noche pasada con Dylan había sido una experiencia increíble, yo tampoco había conectado de esa forma con nadie.

Solo él, Dylan, y ahora se había ido.

El lunes llamaron de la empresa para decir que me habían contratado, que debería pasar un periodo de prueba de seis meses con un gerente de la empresa aquí, en mi ciudad, pero luego me asignarían a otro director más importante con el que debería viajar por todas las sucursales del mundo. Me encantaba viajar, eso no sería problema. El único y verdadero quebradero de cabeza, lo único que empañaba mi felicidad en esos momentos, era Dylan. Su desaparición me tenía sumida en la tristeza. Cada vez que llegaba a casa, recordaba con nitidez todo lo que vivimos. Fue una noche, pero llenó mi vida de luz. Sufría y pensaba en él cada vez que despertaba, por las noches soñaba con nuestro reencuentro. ¿Dónde estaba? No me llamó nunca.

—Cariño, no os distéis el teléfono. Si está fuera por trabajo, volverá, como te ha dicho en esa nota, verás como te busca. Lo que yo vi cuando estuvisteis juntos no desaparece en una noche. Vosotros dos tenéis una conexión única —Marta trataba de consolar mi corazón roto.

—Creo que esta vez te equivocaste en eso. Aun así, te agradezco lo que me dijiste, pues pude vivir una experiencia única e irrepetible que nunca podré olvidar —susurré mientras mis lágrimas caían sin medida.

***

Seis meses más tarde…

Ese día, iba a conocer a mi nuevo jefe, el definitivo en la empresa. Ya habían pasado seis meses desde que viera a Dylan por última vez y todavía no lo había superado. Mi vida se había limitado al trabajo y mi familia, no salía ni hacía vida social. La única que estaba al tanto de lo que me ocurría era Marta, mi apoyo incondicional.

Esa mañana, llegué a la parada del autobús cuando se acababa de marchar uno. Resultó que era el que tenía que tomar, y vino a mi memoria el recuerdo de una experiencia pasada. Me acerqué a la carretera para tomar un taxi cuando, de pronto, un coche amarillo chillón se acercó hasta donde yo estaba y paró a mi lado.

—Perdone. ¿Quiere que la lleve, señorita Hanna? —preguntó una voz, que hizo que todo mi mundo se volviera del revés al instante.

Me dio un vuelco el corazón al escucharle y las lágrimas brotaron de mis ojos. Me incliné para mirar por la ventana del pasajero y lo vi. Con una sonrisa de oreja a oreja abrió la puerta del coche invitándome a entrar…

¿Qué hacer ahora? ¿Escuchar sus excusas y perdonar su ausencia? ¿Castigarle con mi indiferencia? La vocecilla de Marta retumbaba en mis oídos: relájate y déjate llevar. En solo un segundo tomé la decisión más importante de mi vida. Me subí al auto y sin pensar en nada lo besé. Solo un beso puede derretir el hielo de la distancia. Solo uno puede hacernos olvidar el dolor de la separación. Ese es el beso del amor a primera vista.

Me derretí en sus brazos, las lágrimas de emoción que desbordaban mis ojos mojaban mis mejillas y se entremezclaban con las suyas. Tomé su cara en mis manos para asegurarme de que era real. Le acaricié sin hablar, perdida en sus ojos, hasta que nuestros corazones se tranquilizaron y puso el coche en marcha.

Me acercó a la empresa, me besó en la puerta y me prometió que después me explicaría los motivos de su ausencia. Al llegar a las oficinas, otra gran sorpresa me esperaba. Subí a recursos humanos y la mujer que me hubo entrevistado me explicó:

—Buenos días, Hanna, tome asiento. Me alegra mucho informarle que ha superado con creces las expectativas de la empresa, su trabajo ha sido impecable. Ahora, le presentaré a su nuevo jefe.

Se abrió la puerta tras de mí y escuché la voz que llenaba de magia mis sueños.

Más tarde, en su casa, después de haber hecho el amor, me contó las razones de su desaparición:

—Lo siento, Hanna, no quería hacerte daño. Nunca creí que te afectaría tanto mi ausencia —decía en mi oído mientras me acariciaba la espalda y un nudo se formaba en mi garganta.

—¿Por qué me dejaste así? Sin una explicación, sin despedirte — susurré angustiada.

—Quise contratarte como mi secretaria, pero mis superiores exigen seis meses de prueba con un mando intermedio para cualquier secretaria de dirección. No quise intervenir en tu selección, quería que demostraras a la empresa todo tu potencial, así que decidí esperar esos seis meses para volver luego a por ti. Todo este tiempo he estado debatiéndome entre seguir con el plan que tenía o volver corriendo a buscarte.

—Podrías habérmelo explicado, lo habría comprendido —murmuraba mientras le besaba el pecho desnudo.

Me incorporé y puse mis labios en los suyos, dándole un beso dulce.

—Ahora ya estás aquí, de nuevo a mi lado —susurré en su oído—. Y nunca te dejaré marchar.

Ni en mis sueños más locos pensé que lo volvería a tener entre mis brazos. Ahora era mío de nuevo, para perderme en sus ojos y morir de amor con solo un beso.

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