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8. Hechos catastróficos.

23 años | Demián.

Junio

La casa estaba hecho un lío, las horas pasaron más rápido de lo que pensé y cuando salí de la empresa, me encontré con todo patas arriba. Había cajas por doquier, cosas en el suelo y un griterío perteneciente a la nueva habitante: Aibyleen Whittemore.

—¡Amo la habitación! —grita otra vez, abalanzándose sobre mí cuando me ve salir mi habitación—. Es tan grande y espaciosa, cabe todo y aún faltan cosas.

—Me alegra que te guste —la abrazo y beso su pelo—. ¿Te llegó todo?

—Sí, absolutamente todo —se aleja y mira hacia su habitación—. Bueno, lo demás lo compraré aquí.

—Eso es lo de menos... —miré mi teléfono cuando esté sonó.

¿Estás ocupado?

No, ¿por qué?

—Por cierto, Sebastián llamó y dijo que ya había llegado a Italia —dijo mi hermana—. ¿Crees que gane?

—¿Sebastián? Él ya es el campeón sin siquiera subirse a un auto —le sonrío y Aiby concuerda.

El teléfono vuelve a sonar y esta vez es una llamada entrante, Aiby me abraza una última vez y sale disparada a su habitación, chillando de felicidad.

—Sé que no puedes vivir sin mí, pero dame un respiro, ¿sí? —la molesto.

—¿Estás en la oficina? —cuestiona con voz ronca, frunzo el ceño.

—No, estoy en casa —digo—. ¿Estas bien?

—No —susurró y una alarma que desconocía se activó en mi cabeza—. ¿Puedes venir?

—Sí, ¿dónde estás? —tanteé el bolsillo de los jeans buscando las llaves del auto mientras bajaba las escaleras.

—En mi departamento —se sorbe la nariz—. Trae algo de comer, de preferencia pollo —me detengo a mitad de la escalera ante sus palabras—. Ah, también trae algo para los cólicos.

Suelto todo el aire que sin saber estaba reteniendo, cierro los ojos y sacudo la cabeza.

—Bien, estaré ahí en veinte minutos —le informo saliendo de la casa—. ¿Necesitas algo más?

—No he ido al súper y Andrés bajó antes de tiempo —gruñe, ya no me alarmo al escuchar el nombre que le tiene a su menstruación—. Una caja de tampones y dos paquetes de toallas sanitarias. Las más grandes que consigas, ¿vale? Estoy en una masacre.

—Demasiada información —digo y la escucho reír, subo al auto y coloco el teléfono en el soporte para poner el altavoz—. Comida, toallas sanitarias, tampones y pastillas para los cólicos. ¿Se me olvida algo?

—No, creo que no —suspira y escucho como se queja al otro lado de la línea—. ¡Ah, sí! Un tarro gigante de helado de vainilla.

—Entendido, jefa —enciendo el vehículo y salgo de la casa con rapidez—. Nos vemos en un momento, ¿okey?

—Está bien —suspira por milésima vez—. Te odio.

—Y yo a ti —con una sonrisa de idiota cuelgo el teléfono, consciente de que esas palabras no tienen el significado que deberían.

Dos meses. Los dos meses más satisfactorios de mi vida, sin temor a equivocarme. Las cosas están saliendo bien; Aibyleen se mudó oficialmente conmigo, Sebastián está intentándolo, pues lleva un mes sobrio y Anggele... Bueno, Anggele es increíble.

Ella se está soltando conmigo, lo sé, lo noto. Anggele es dura, pero conmigo no puede. Lo percibo en el aire, cuando se me queda viendo fijamente sin que yo me de cuenta, como susurra un «¿Qué me estás haciendo?» en medio de la madrugada cada que ella se queda conmigo o yo en su casa.

Si supiera que yo me hago la misma pregunta a todas horas.

Anggele tiene el poder de hacer lo que quiera conmigo y si eso es peligroso, estoy encantado de correr el riesgo.

La primera parada fue en KFC para comprar dos hamburguesas, la segunda fue en la farmacia para comprar el resto de cosas que me pidió la rubia por teléfono. No pasé por alto la mirada de la vendedora, pero decidí ignorarla.

¿De verdad es sorprendente ver a un hombre comprar toallas sanitarias? A mí parecer, es lo más normal de la vida. Para mí, al menos.

Tener una hermana te educa con respecto a estos temas, yo era una especie de esclavo para Aibyleen y no me avergüenza decir que la acompañé infinidad de veces al súper para hacer sus compras personales.

Llego al pequeño edificio de Anggele, estaciono en el lugar correspondiente y me bajo con el montón de bolsas, pensando en cómo subir en el estrecho ascensor que tanto odio. Eso era lo único que detestaba de visitar a Anggele, tener que usar esta chatarra vieja.

Dos minutos subiendo hasta el quinto piso, incluyendo el trayecto del pasillo, toco el timbre y espero a la rubia. La puerta se abre y una desastrosa Anggele me recibe.

—¿Por qué te tardaste tanto? —se queja, me quita las bolsas y se encamina hacia la cocina.

—Había algo de tráfico —me justifico cerrando la puerta para después seguirla—. ¿Estás bien?

—No, tengo una crisis existencial —deja la comida a un lado y busca las toallas—. Ahora vuelvo, debo solucionar un problema sanguíneo.

—Tómate tu tiempo —le digo con una sonrisa, ella asiente y sale disparada hacia el baño.

Decidí esperarla en la sala, sonriendo al ver la película de Capitán América: Civil War pausada en la pantalla de su televisor. Anggele y yo tenemos la misma pequeña obsesión con esta clase de películas. Aibyleen la heredó de mí, nuestros padres culpan al tío Daniel por eso.

—Estos son los únicos siete días al mes en los que odio ser mujer —su voz me hace mirarla, viene hacia el sofá a paso lento, recogiéndose el cabello en un moño alto y con la sudadera que le di por su cumpleaños—. Luego recuerdo lo increíble que es maquillarse y se me olvida.

Tira de la gruesa cobija que está en una esquina del sofá, se envuelve en la misma y sonrío al recibirla entre mis brazos. Suelta un profundo suspiro antes de juntar nuestros labios en un pequeño beso.

—Hola —susurra contra mis labios.

—Hola —le sonrío—. ¿Te tomaste las pastillas que te traje?

Síp —asiente como una niña obediente—, ahora debemos esperar a que haga efecto.

—¿Me vas a contar de que va tu crisis existencial? —la estrecho más entre mis brazos.

—Más de lo mismo —respira hondo—. Estoy enojada, irritada, tengo ganas de llorar y me duelen las bubis. Estoy a un segundo de morirme por los cólicos y me duele todo el cuerpo.

—Básicamente —me rio y ella hace lo mismo, le doy un beso en la frente y otro en la nariz—. Ya verás como te alivias con el pasar de las horas.

—Eso espero —apoya su rostro en mi hombro—. ¿Dónde está Aiby?

—En casa, tiene todo de cabeza —sonrío—. Mamá le envió todas sus cosas y ahora se volvió loca organizando.

—Ya me la imagino —se ríe—. ¿Y el idiota de Sebastián?

—Llegó a Italia esta tarde, correrá el sábado —le digo—. Este será un gran triunfo para él, saltará un peldaño enorme si logra vencer a los demás.

—Esperemos que gane —dice, removiéndose un poco para poder verme—. Sé que está muy entusiasmado con eso.

—Lo está —sonrío, recordando las veces que he hablado con él y en la cuáles no para de sacar el mismo tema—. Ha trabajado mucho por llegar a dónde está hoy en día. Aún si no gana, el mundo entero recordará por siempre a Sebastián McCain y su legado en la F1.

Anggele me miró a los ojos unos minutos y después me sonrió, se apretó a mi todo lo que pudo y suspiró, como si estuviera aliviada de alguna manera.

—¿Demián? —me llamó.

—¿Mmh?

—Llegó la hora de poner a prueba nuestra rara amistad slash relación —me miró fijamente a los ojos—. ¿Ironman o Capitán América?

—¿En serio? —suelto acompañado de una risa.

—¡Claro que sí! —se acomoda en mi regazo a modo que está sentada correctamente—. Es momento de ver si somos compatibles o no.

—Está bien —acepto el reto, sabiendo cuál es mi respuesta—. ¿Cuál prefieres tú?

—No, respóndeme tú —frunce el ceño—. Yo pregunté primero.

—Pero yo quiero saber —ella rueda los ojos.

—¿A la de tres? —ladea la cabeza, asiento—. Uno...

—Dos...

—¡Tres! —exclama ella y se ríe antes de decir—: Capitán América.

—Ironman... Espera, ¿qué? —cuestiono.

—¿Ironman? ¿De verdad? —echa la cabeza para atrás—. Definitivamente, no conectamos, Whittemore. No, no, no. Terminamos.

La estreché entre mis brazos sin contener la risa, los suyos rodean mi cuello mientras escucho su respiración en mi oído. Se siente tan bien tenerla así, encajamos a la perfección, aún y cuando somos totalmente diferentes.

—¿Qué voy a hacer contigo? —busco sus labios para darle un beso casto.

—Alimentarme —sonríe y me besa de vuelta—. Te odio, Demián Whittemore.

—Y yo te odio a ti, Anggele Stevenson.

[...]

¿Cómo se puede pasar de estar completamente bien a estar muy mal? La vida es tan caótica que me es difícil comprenderla de vez en cuando. Me encontraba en una etapa de mi vida en la cual me sentía satisfecho como estaba, ahora... ya no tanto.

Han pasado tres días desde que recibí la peor noticia de mi vida hasta el día de hoy.

Tres días en los cuales no sé lo que es dormir.

Tres días en dónde no sé que pasa a mí alrededor.

Tres días en los que la voz de Roxanne se filtra en mi cabeza cada cinco segundos: «Sebas sufrió un fuerte accidente. Es muy grave, Demián».

Hace tres días vi a mi mejor amigo dar tres vueltas dentro de un auto de carreras, estrellarse contra la malla de seguridad y explotar tres segundos después, y todo eso desde una pantalla de televisión.

Hace tres días lo trasladaron a Estados Unidos desde Italia y lo internaron al hospital más grande y costoso de Nueva York. He visto llorar a sus padres, he visto como todos sus seguidores se acercan al hospital para saber cómo está, hace tres días que no me atrevo a ingresar a la habitación y verlo conectado a cientos de cables.

«Normalmente, cuando ocurren estos accidentes se toman medidas inmediatas para que no pase a mayores. Sebastián estuvo despierto dos horas mientras iba al hospital de Palermo, según me dijeron cuando llegó aquí, pero se desmayó y no emitió respuesta en las siguientes dos horas. Hicimos una cirugía básicamente para eliminar los coágulos de sangre que tenía por el golpe, pero su cerebro sigue inflamado. Lo mantendremos en coma mientras lo monitoreamos, pero me preocupa mucho que no responda a ningún estimulo que le hemos practicado. De manera usual, cuando sucede esto, los pacientes no suelen despertar. Haremos todo lo posible por mantenerlo con nosotros».

Recordar las palabras del doctor solo logra que mi corazón se detenga un segundo, porque en serio no sé que hacer. Es como si hubieran detenido el mundo para mí y este no tuviera manera de volver a la normalidad.

—¿Demián? —la voz de Aiby logra despabilarme, parpadeo hacia ella y la miro. Tiene los ojos llorosos y rojos, luce cansada—. ¿Ya desayunaste?

—Solo tomé café —murmuro, me cruzo de brazos y alejo el periódico de mi vista, no quiero saber nada sobre lo que está ocurriendo—. No tengo hambre.

—Yo tampoco —susurra, sentándose frente a mí—, pero no puedo descompensarme.

—Come algo —señalo el plato con un sándwich que ella misma había preparado. La veo asentir y darle una mordida.

—¿Crees que esté bien? —cuestiona en voz baja.

—Es Sebastián —susurro de vuelta—, él hace lo que quiere.

—Tienes razón —se queda ida en sus pensamientos, como en los últimos días.

Aibyleen se ha apegado mucho a Sebastián desde la primera vez que lo vio, y es que ambos son iguales. Aibyleen es extrovertida y le gusta ser el centro de atención, tal y como es Sebastián. Su amistad surgió a raíz de la mía con el primero y no me molesta en lo absoluto. Sé que él cuidará de ella tal y como lo hago yo.

—¿Podrías llevarme? —cuestiona.

—¿Al hospital? —asiente con rapidez.

—Me gustaría saber cómo está —musita.

—Vale, pero ponte algo abrigado, que está lloviendo —señalo su vestimenta que solo consiste en un short de mezclilla y una blusa de tirantes.

—Bajo en un momento —se levanta y sale de la cocina lentamente.

Intento no pensar mucho las cosas, tal vez así logre que el dolor de cabeza disminuya su intensidad. No he hablado con nadie, dejé la empresa en manos de papá y me olvidé del teléfono completamente.

Cuando Aiby estuvo lista emprendimos nuestro camino hacia el hospital, ninguno de los dos pronunció palabra, cada uno estuvo sumergido en sus pensamientos. No había ánimo alguno, pero es normal que cuando una persona importante en tu vida está mal sientas que el mundo está a punto de acabarse.

Cuando llegamos la primera en bajar fue Aiby, se abrazó a sí misma y ambos caminamos hacia el interior del hospital. El oficial de policía que Roxanne había contratado estaba en el pasillo en dónde Sebastián se encontraba no puso objeciones al verme, pues llevaba días aquí.

—¿Quieres entrar? —cuestionó cuando me vio detenerme frente a la puerta—. Sé que no has entrado a verlo.

—No quiero tener esa imagen en mi mente —fruncí el entrecejo y tragué el nudo que se me instaló en la garganta.

—Vamos, Demián —puso su mano en mi brazo—, puedes hacerte el duro con todos, menos con él.

Cerré los ojos con fuerza y terminé asintiendo, Aiby tomó mi mano y con ella ingresé a esa habitación que me generaba escalofríos. Ver a mi mejor amigo lleno de tubos, cables y debatiéndose entre la vida y la muerte me revolvía las entrañas.

Aibyleen soltó un pesado suspiro y se acercó a la camilla a paso vacilante, rodó una silla y se sentó junto a Sebastián. Percibí como su respiración se agitó al tomar su mano, se mordió el labio inferior y le susurró algo que no logré escuchar.

Mis ojos se cerraron un instante y solo pude imaginar mi vida sin el caos que Sebastián McCain generaba, me resultó escalofriante el simple pensamiento.

No quería vivir en un mundo sin Sebastián.









Y sí, se los dije: ✨Drama✨ Lo siento, pero debía pasar, ustedes saben que sí.

¿Qué les pareció el capítulo de hoy?

Fact: ¿No les encanta la amistad de Demián con Sebastian? Es que prácticamente son hermanos y los amo.

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