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57. Hola, Derek.

29 años | Anggele

Julio

Nueva York, Estados Unidos.

Fueron las ocho horas con diez minutos más largas de mi vida, ni siquiera sé cómo logré esperar a que el Jet llegara. Con suerte, este mismo no estaba en Nueva York, sino que seguía en Ibiza por si ocurría alguna emergencia. Vaya inteligencia la de Sebastián y Demián, técnicamente predijeron esto.

Me aferro a la puerta de la camioneta mientras la misma zigzaguea por el tráfico. Son casi las dos de la madrugada y yo estoy temblando del dolor, los escalofríos ocasionados por la fiebre y con unas ganas inmensas de mandar todo a la mierda.

—Ya falta poco —anuncia Demián, estirando su brazo para colocar su mano en mi vientre—. Aguanta solo un segundo más, ya casi llegamos...

—Demián, te amo, ¿sí? Pero si no te callas ahora, juro que te golpearé y no me voy a disculpar después —advertí, con los ojos cerrados y la mano en mi vientre.

—Okey, cerraré la boca —dice, pero de reojo veo como está sonriendo.

Dejo caer la cabeza en el respaldo y aprieto los dientes cuando otra contracción me aborda. Yo tampoco creo que sean las famosas contracciones de Braxton Hicks, eso duele muchísimo más.

—Dios, esto es horrible —me lamento, sintiendo las lágrimas picar en mis ojos—. ¿En serio quieres que tengamos otro hijo?

—Me encantaría, pero no puedo decidir por ti, mi amor, es tu cuerpo —su mano toma la mía y acaricia mis nudillos con cariño, gesto inconscientemente de su parte que me da la calma que necesitaba—. Claro, que, si solo quieres que nos quedemos con Derek, por mí no hay problema.

Y ahí está, ese Demián tan compasivo, amoroso, tierno, comprensivo y liberal del que me enamoré. Ese que no me obliga a nada, que solo sostiene mi mano y camina junto a mí sin importar las circunstancias.

—Creo que podemos pensarlo un poco, ¿verdad? —le dije, con la respiración más agitada que antes.

—Claro que sí, podemos ver qué tal nos va con este pequeño primero —besa mi mano y frunce el ceño alarmado cuando me quejo más fuerte—. Estamos a una cuadra, amor, ya casi.

Intento con mis ejercicios de respiración, cerrando y abriendo los ojos, acariciando mi vientre, pero nada. El dolor se mantiene ahí, justo donde Derek hace presión. Cuando llegamos, Demián estaciona, baja del auto y me ayuda a mí a hacer lo mismo.

A pesar de la hora nos atendieron lo mejor posible, sin embargo, el doctor seguía en camino. Me pusieron esa horrenda bata de hospital color azul con nubecitas, porque me encontraba en el área de maternidad.

—¿Te duele mucho? —cuestionó la enfermera Sandra.

—Más de lo que es soportable —hago una mueca—. ¿Todavía falta mucho?

—Estas dilatada en siete, la verdad es que hiciste bien en venir —dice—. El doctor Sanders acaba de llamar y dice que está de camino, pero, como tienes tanto dolor, vamos a aplicarte analgésicos para que te relajes, ¿de acuerdo?

—Okey —asiento, apretando la mano de Demián que está junto a mí—. El plan sin epidural sigue igual. No la quiero.

Su expresión no me dio muchas esperanzas.

—Bueno, si cambias de opinión, ya sabes que puedes pedirla —dice, sonríe y sale de la habitación.

Realmente no quería la epidural, había estado leyendo cosas por internet y no iba a correr un riesgo. No jugaría con mi salud, mucho menos con la de mi hijo.

—¿Estás segura que no la quieres? —cuestiona Demián, besando mi frente después de quitar mi cabello de ahí—. Puedes pedirla, lo sabes.

—Sí, lo sé, pero no la quiero —dije, negándome rotundamente—. Esta es la ley de la vida, ¿no es así? Quiero traer al mundo a mi hijo como se debe.

—De acuerdo —sonríe y besa mis labios.

Para cuándo me pusieron un calmante, mi corazón seguía latiendo con fuerza y el dolor seguía igual de intenso que antes. No estaba lista para esto, cuando entré al séptimo mes comencé a prepararme psicológicamente para el parto, pero jamás pensé que fuera así.

—Oh, por el amor de Dios... ¿Qué es esto? —jadeo, sentada en la camilla con los pies colgando al borde, mientras busco un poco de alivio—. Lo siento, Demián, no pienso pasar por esto otra vez...

—¿Qué tal si lo hablamos después? —ladea la cabeza y me sonríe con cariño.

—Okey, okey —aprieto los dientes y su mano con fuerza—. No, definitivamente no pienso volver a vivir esto...

—Eso dicen todas las madres, Angge, ya te veré aquí otra vez en el futuro —dice el doctor Sanders entrando a la habitación.

—Ya, pero yo no... ¡Uy! —cierro los ojos.

—Muy bien, veamos que tenemos por aquí —dice y él se pone manos a la obra.

Me recuesto en la camilla otra vez con Demián sujetando mi mano en todo momento y realmente no sé qué sería de mí si él no estuviera aquí conmigo.

Mientras el doctor me está revisando, algo en su expresión cambia y me tenso de pies a cabeza.

—¿Está todo bien? —cuestiono asustada.

—Nada, todo está bien —aclara—. Ya se rompió la fuente, ¿recuerdas la hora?

—¿Qué? No, yo no... —frunzo el ceño, intento recordar, pero nada—. No, yo no recuerdo...

—Tranquila, no te preocupes —me tranquiliza—. La fuente puede romperse antes de que empieces a dilatar, es normal. Lo que no entiendo es como no lo notaste...

—Te diste una ducha antes de venir al hospital —dijo Demián—. Pudo haberse roto ahí y por eso no te diste cuenta.

—Es lo más probable —concuerda el doctor—. Bueno, este bebé ya viene...

—¿Qué? ¿Cómo que ya viene? —me pongo rígida.

—Porque ya dilataste por completo, Derek ya viene.

—¿Qué? No. No. No. Demián... —entré en pánico y miré al castaño junto a mí—. El bebé todavía no está listo, estamos entrando al octavo mes, todavía no...

—Shhh, tranquila —su mano le da suaves caricias a mi pelo, mirándome con sus ojos de chocolate y con esa infinita dulzura—. Todo va a estar bien. Derek y tú estarás bien.

—Pero aún no está listo, él...

—Él está bien, Angge, tranquila —interviene el doctor ahora, sonriéndome.

No sé si fue por el hecho de que estaba a punto de tener a mi bebé o solo fue algo psicológico, lo que sí sé, es que el dolor se volvió insoportable y un miedo irracional invadió mi cuerpo de una forma que jamás creí posible.

—Amor, basta, ¿de acuerdo? —me pidió Demián cuando las máquinas a las que me encontraba conectada empezaron a pintar con fuerza—. Tienes que calmarte. Sí tú te asustas, el bebé también lo hace. Relájate, estoy aquí contigo, no voy a dejarte sola, ¿está bien?

—Está bien, está bien —asentí, apretando su mano con fuerza, encontrando en sus ojos la valentía que necesitaba.

En algún momento, mi mente estaba tan liada y, a pesar de todo, seguía asustada, estaba pujando con todas mis fuerzas, tratando de traer a mi bebé al mundo. Saco resistencia de dónde no tengo, con brío me concentro que no gritar y me doy aliento mentalmente, sabiendo que todo esto valdrá la pena, porque, al final, conoceré a mi hijo.

—Eso es, Angge, así es —me alienta el doctor—. Falta poco, sigue así.

—Vamos, amor —siento la voz de Demián cerca de mi oído—. Lo estás haciendo increíble.

—Solo una vez más, Anggele, con fuerza —me pide—. Ahora, vamos.

Una vez más, Anggele Stevenson. Tan solo una última vez y ya.

Yo puedo hacerlo. Yo puedo hacerlo. Yo puedo hacerlo.

Cuando creí que todo sería dolor para siempre, un dolor interminable y agobiante... Un fuerte llanto se escuchó por toda la habitación. Era un llanto furioso e incesante. Era melodía para mis oídos.

Exhausta dejé caer la cabeza contra la almohada, suspirando pesadamente, sintiendo los labios de Demián en mi mejilla.

—Te amo —me susurró cuando abrí los ojos, los suyos estaban anegados en lágrimas contenidas—. Eres la mujer más valiente y fuerte que conozco. Gracias.

—Yo te amo a ti —le susurré.

—Aquí este hombrecito —el doctor Sanders se acercó con un bulto azul entre los brazos—. Está perfectamente bien. Felicidades.

Dejó a mi pequeño entre mis brazos, las lágrimas saltaron por mis mejillas al ver su hermoso rostro. Era tan rosado, tan pequeño, tan bonito. Era un angelito. Era el niño más hermoso que había visto en mi vida.

Mi hijo.

—Es tan lindo, Demián —hablé con la voz ahogada, mientras acariciaba la fina capa de cabello rubio en su cabecita.

—Es perfecto, amor —se inclinó para besar mis labios y luego acariciar la mejilla de nuestro hijo con suavidad.

La felicidad que sentía era casi irreal. Esa dicha que llena mi corazón era algo que no había experimentado jamás.

—Hola, Derek —le susurré, lo acerqué a mi pecho y besé su pequeña naricita—. Bienvenido al mundo, mi amor.





¡Nació Derek!

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