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39. ¡No hay nada más en mí!

28 años | Anggele

Noviembre



Siento el cuerpo tenso, la cabeza me duele y el corazón me palpita fuerte dentro del pecho...

Cierro la puerta de la habitación para que mamá y papá no escuchen. Me siento en el suelo, apoyada contra mi mesita de noche. Mama grita y papá también. Están gritando mucho y eso no me gusta. ¿Por qué gritan tanto?

—¡Todos me lo dijeron! ¡Todos me lo advirtieron! —exclama mamá con la voz rota. Está llorando. No me gusta que mami llore—. ¡No les creí! Eres un infeliz, poco hombre...

—¡Jamás quise que esto pasara! No puedes recriminarme nada, Miranda —le dice papá. Está furioso. Todos los días ha estado furioso—. No fue mi intención, pero solo sucedió...

Se hace un silencio, me cubro los oídos cuando oigo a mamá sollozar con fuerza, como todas las noches. A veces, debo ir a su habitación para abrazarla. Eso hace que deje de llorar.

La puerta se cierra con fuerza. Papá se fue. Me levanto del suelo y salgo de mi habitación, bajo las escaleras con cuidado. Mamá dice que puedo caerme y hacerme daño.

Arrugo la nariz cuando veo a mamá sentada en el suelo, se tapa la cara con las manos. Cuando estoy frente a ella, sus ojos buscan los míos. Sus bonitos ojos están rojos.

—Ya no llores, mami —le seco las mejillas con los dedos.

—Ya no voy a llorar, bebé —me da besitos en las manos y me sienta sobre sus piernas—. Eres lo más importante para mí, lo que más amo en este mundo, mi nena hermosa.

—Yo también te amo, mamá...

Me despierto sobresaltada, empapada en sudor, con las lágrimas bajando por mis mejillas. Un sollozo me rompe el pecho cuando me encuentro con la oscuridad de lleno, me siento con rapidez, sin saber en dónde estoy.

—Hey, shhh —los brazos de Demián me rodean desde atrás—. Todo está bien. Solo fue una pesadilla —besa mi sien, apretando mi cuerpo contra el suyo—. Ya pasó.

—Demián... —respiro hondo, intentando llevar aire a mis pulmones.

—Calma, preciosa —dice con suavidad, frotando suavemente mis brazos en un gesto que resulta reconfortante—. ¿Estás bien?

—Sí —susurro, pero en realidad no lo sé.

—Todo está bien —la luz de la mesita de noche se enciende, atrayéndome a la realidad. Solo fue un mal sueño. Un mal recuerdo. Las manos de Demián buscan mi rostro y secan mis lágrimas—. Estoy aquí, todo está bien.

Sus ojos marrones consiguen llevar algo de tranquilidad a mi cuerpo, cierro los ojos y dejo que me lleve contra él. Nos recostamos sobre las almohadas y el latir pausado de su corazón me llena de paz.

—Todo va a estar bien —besa mi frente, acaricia mi espalda y mi cabello con dulzura—. Estaré aquí para ti siempre, amor.

[...]

Abro y cierro las manos en puños cada tres segundos, intento no perder los nervios. Tal vez quisiera recuperarlos, porque no sé que es tener cordura desde el lunes por la mañana. Siento como si me viera desde afuera, como si flotara lejos de mi cuerpo.

No siento. No pienso. Prácticamente no soy una persona.

El sonido sordo del ascensor me saca de mi mente, lleno mis pulmones con aire fresco y camino por el pasillo hacia la oficina de Demián.

—Hola, Mariana —la saludo con una sonrisa.

—Señorita Stevenson —me sonríe de vuelta—. Bienvenida, que alegría tenerla por aquí.

—Sí, yo... —carraspeo—. Vengo a ver a Demián...

—Uy, bueno, ahora está en una reunión con unas personas —señala la puerta de la oficina—. El señor McCain está con él.

—Oh, sí, la reunión con Santiago Stone, ¿cierto? —ella luce sorprendida ante mis palabras—. Demián me lo dijo ayer, creo que lo olvidé.

—No se preocupe, de todos modos, ya no deben tardar.

—Entonces, lo estaré esperando...

La puerta de la oficina se abre en ese momento, un hombre alto y muy, muy apuesto sale de la misma. Su ceño está fruncido, pero no dice nada, Demián sale detrás de él junto con Sebastián.

Estoy abonada con ese tipo, o sea, de no ser porque estoy demasiado enamorada de mi novio, ya le habría guiñado un ojo.

La mirada café del castaño se topa conmigo, sonriendo, se disculpa y se acerca a mí.

—Hola —lo saludo, sonriéndole un poco.

—Hola, amor —presiona nuestros labios en un breve beso que me tranquiliza—. ¿Qué haces aquí? No te esperaba.

—Quería hablar contigo —mis mejillas se sonrojan—, pero si estás ocupado, puedo esperar...

—No, está bien —me sonríe, besa mi mejilla y entrelaza nuestros dedos para tirar de mí hacia su oficina—. Fue un gusto hacer negocios, Santiago —mi novio se despide con rapidez del pelinegro, luego ambos entramos a su lugar de trabajo—. Siéntate.

—¿Todo bien con ese sujeto? —le pregunto, sentándome en la silla frente a su escritorio.

—Sí, hoy vimos los contratos —ya en su silla, se digna a mirarme fijamente—. Si todo va bien, el próximo miércoles firmamos.

—Felicidades —juego con mis dedos, sin saber que más hacer.

Vine aquí por una razón, pero soy tan cobarde que no sé cómo empezar. «Tal vez solo diciéndole la verdad», me dice mi irritante subconsciente. O sea, sé lo que debo hacer, pero no sé cómo hacerlo.

Dios, esto es tan frustrante. Yo soy muy frustrante.

—Ya estoy cansado de todo esto —su voz me hace dar un respingo.

Arrugo la nariz y ladeo la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—Llevas tres días actuando muy extraño y eso me tiene estresado —admite, se cruza de brazos y me mira serio. Tal parece que me va a dar un sermón, lo que hace que me haga pequeña en la silla—. No entiendo cual es tu necesidad de guardarte todo para ti. Se supone que estamos juntos en esto. Somos pareja, ¿no? Estoy aquí para ti, para lo que necesites y tú solo... no te abres conmigo... ¿Qué debo hacer? —puedo ver en sus bonitos ojos la frustración que le causa mi actitud y de verdad que trato de abrirme con él, pero es tan... difícil. Los ojos se me llenan de lágrimas con rapidez, así que bajo la mirada—. Lo único que quiero es que estés bien. Habla conmigo, por favor.

Bueno, Anggele, es ahora o nunca.

—Mi padre tiene cáncer —dije con la mirada fija en mis manos.

Siento como el corazón me palpita detrás de las orejas y como el cuerpo me empieza a temblar. De pronto, unas manos se ponen sobre las mías, Demián se acuclilla ante mí, buscando mis ojos.

—Mamá me llamó el lunes para decírmelo —susurro, mi voz se quiebra dos veces—. Ella dice que debo ir a verlo, que debo perdonarlo... ¡¿Cómo carajos voy a perdonarlo?! —de pronto estoy de pie, caminando como una desquiciada por toda la oficina—. ¡Se fue! Nos dejó solas a mi mamá y a mí. Jamás se preocupó por nosotras. Solo se largó con su amante... ¿Ahora yo debo perdonarlo?

—Hey —sus manos me sujetan y atrae mi cuerpo al suyo—, escúchame. El perdón no se trata de eso, ¿de acuerdo?

—¿Entonces? —gruño, tratando de alejarme, pero él no me deja—. Él hace todas esas mierdas y yo solo debo absolverlo de todo. Gran cosa...

—No lo veas de esa manera —me pide—. Perdonar no se trata de olvidar todo lo que hizo. La cagó, sí, debe pagar por sus errores. Su consciencia está sucia, él debe cargar con ese peso. Pero, ¿y tú? Pasarás toda la vida odiándolo, te dañarás la existencia por siempre tenerlo presente. Si lo perdonas, no estarás absolviéndolo de nada, estarás liberando tu corazón.

Mis lágrimas se derraman y su frente se apoya contra la mía, cierro los ojos y dejo que me sostenga contra su pecho. Su calor me calma, me llena de valor, de fuerza. Ni siquiera sé por qué estoy llorando, solo sé que tengo un nudo en el pecho que no me deja respirar.

—¿Me acompañas al hospital? —le pregunto.

—¿Tu padre está aquí? —luce confundido, asiento a su pregunta—. ¿Por qué no me lo habías dicho?

—Porque me habrías obligado a ir a verlo —musito, sus dedos secan mis mejillas—. Vive aquí hace más de veinte años.

—¿Tú quieres ir a verlo? —me encogí de hombros. Sus dedos se apoderan de mi barbilla y eleva mi rostro hacia él—. No tienes que hacer nada que no quieras.

—Debo hacerlo.

[...]

Caminamos por el pasillo lentamente, el olor a blanqueador me inunda las fosas nasales, haciendo que me arda la nariz. Aprieto la mano de Demián con fuerza y temo dejarlo sin circulación sanguínea.

Nos detenemos frente a la puerta que la enfermera nos dijo, mi corazón bombea con fuerza y creo que puedo desmayarme en cualquier momento.

—¿Quieres que entre contigo? —cuestiona con suavidad.

—No —mi voz sale ronca, por lo que me aclaro la garganta—, debo hacer esto yo sola.

—Está bien —besa mi frente con cariño, me sonríe—. Estaré aquí, esperándote.

Asiento hacia él y suelto su mano que es mi salvavidas. Trago forzado y, como si estuviera a un segundo de entrar al infierno, me tenso de pies a cabeza e ingreso a la habitación.

El tiempo se congela y mi corazón también.

Lo observo recostado en la camilla y no logro reconocerlo, pueden ser los años, pero ahora me doy cuenta de que las enfermedades pueden cambiar el aspecto físico de las personas. Sus ojos azules están opacos, su cabello castaño lleno de canas, su estructura corporal ya no es la misma, su semblante está decaído y yo no puedo sentir ni la más mínima pizca de pena por él.

Es como sí, al verlo luego de tantos años, la Anggele insensible se adueñara de mi cuerpo otra vez. La siento ahí, en mis huesos, en mi sangre burbujeante, aferrándose a mi sistema y volviéndome la maldita perra que suelo ser de vez en cuando.

Nuestros ojos se encontraron en un instante inesperado para mí, tengo la guardia baja y mi corazón se detiene, colérico.

—Angge —susurra con voz débil, con un brillo en sus ojos que me enerva la sangre—. Hija, viniste...

—No estoy aquí por gusto —lo corté, con toda la frialdad que consigo reunir. Frunzo el entrecejo y desvío la mirada, caminando por la habitación, intentando centrar mi atención en otra cosa que no sea él y el montón de sentimientos que tengo revueltos en el estómago—. Mi madre tiene la idea de que esto puede limpiar mi consciencia, ya sabes, para que cuando te mueras yo pueda dormir en paz.

—Anggele —la voz autoritaria de Karen me corta el discurso, me giro y la observo con desagrado—. Por favor.

Vaya, ha pasado tanto desde la última vez que vi a esta mujer.

—Se supone que vine a hablar con él, no contigo —recalco sin quitarle la mirada de encima—. Suficiente tuviste con meterte en el matrimonio de tu hermana, ¿ahora también quieres estar de entrometida hoy?

—Angge...

—Supuestamente vine a limpiar mi consciencia, ¿me pueden dejar en paz? —gruño, asqueada—. Es que no lo entiendo, cuanto más quiero alejarme de ustedes, más me acerco. Esto es una mierda.

—Karen, ¿nos dejas a solas? —cuestiona mi padre otra vez hacia su esposa.

—¿Seguro? —me mira, luciendo insegura, yo pongo los ojos en blanco.

—Claro.

Ella me da una última mirada y sale de la habitación, aunque no me sorprendería que se quede husmeando detrás de la puerta.

Me apoyo contra el ventanal de la habitación, sorprendida de saber que hay lugares así en un hospital.

—Angge, sé que estar aquí es difícil para ti —comienza y mis puños se aprietan sin mi permiso—, pero solo quiero que sepas que me alegra verte después de tanto tiempo.

—Lastima que no podamos decir lo mismo —hago una mueca con los labios y suspiro.

—¿Cómo estás? —pregunta—. ¿Cómo está tu madre?

—Para lo primero; estoy bien —respondo y me tomo el atrevimiento de verlo a los ojos—. Para lo segundo; no creo que te interese.

—Me importa, Anggele —reitera, y ahora puedo ver el enojo en su mirada, cosa que me parece graciosa y un poco hipócrita—. Aunque no quieras aceptarlo, tu madre y tú siempre me importaron.

—Tanto como para lárgate con tu cuñada, ¿no? —me rio—. Que cosa...

—Siendo sincero, eso es algo que nos concierne a tu madre y a mí, tú no tienes nada que ver con eso.

Lo juro, juro que me estaba esforzando para no explotar, pero él mismo encendió la mecha.

—¿Cómo has dicho? —me separé del ventanal, dando dos pasos hacia la camilla—. ¿Qué yo no tengo nada que ver con eso?

—No me...

—¡Pero que mierda te pasa! —y todo mi autocontrol de fue al carajo—. ¿Qué cojones te sucede? ¿Qué no me importa? ¡Que no me importa! Claro, lo dice el señor que se cogió a la hermana de su esposa como si no existiesen más mujeres en el puto mundo. ¡Eres un hijo de puta! ¿Quién mierdas crees que eres para decirme que esto no tiene nada que ver conmigo? —las palabras salen de mi boca como si fueran de acero y lo veo, las dagas atravesándolo, su mirada me lo dice. La puerta se abre, pero no soy capaz de detenerme—. ¿Qué no me importa, dices? ¿Sabes cuantas noches pasé consolando a mamá mientras tú te revolcabas con la puta de su hermana? ¿Lo sabes? ¡Claro que no! Porque jamás llamaste, jamás fuiste a verme, porque era más importante formar tu nueva perfecta familia que preocuparte por tu pasado. ¿Sabes cuánto te lloré? ¿Sabes cuánto quise que estuvieras ahí? ¡¿Tienes una maldita idea de cuanto te necesité y tú nunca estuviste?! ¡No lo sabes!

—¡Basta ya, Anggele! —interviene Karen.

—¡Tú no hables! —me giré hacia ella, entonces—. No sabes la cantidad de cosas que tengo para decirte, y si no quieres que medio hospital sepa la clase de zorra que eres, es mejor que te quedes callada —escupí en su dirección y vi su rostro palidecer.

—Está enfermo, por favor —susurra ella, acercándose a Javier, que me mira consternado.

—¡Por supuesto que está enfermo! ¿Y sabes por qué lo está? Porque todo lo que aquí se hace, aquí se paga. Y que lastima que sea de esta manera que tengas que pagar tus deudas. ¡Que lastima! —niego y me muerdo el interior de la mejilla con fuerza—. Y que suerte para mí que mi madre sea una santa, y que me haya enseñado que desearle el mal a alguien es la bajeza más horrible de todas. ¡Así que te deseo salud! Así podrás seguir saldando tus cuentas con la vida...

—¿Puedo saber que está pasando aquí? —Javier Junior ingresa a la habitación con su estúpida cara de mosca muerta.

—¡Mira nada más! El hijo perfecto, el planeado, el único reconocido y alabado por su padre, el mejor del mundo —escupo con asco—. Bienvenido a la fiesta.

—Tus gritos se escuchan hasta el estacionamiento, por favor, baja la voz —me pide, acercándose a su padre—. ¿Estás bien?

—¡Claro que está bien! ¿Es que no lo ves? —lo señalo—. Sigue respirando, eso es más que suficiente.

—Anggele, no sé que carajos pasó en el pasado, pero es hora de dejarlo atrás...

—Habla por ti —sonrío con cinismo—. Yo soy rencorosa por naturaleza.

—Escúchame, lamento si tu vida no fue como lo soñabas, pero eso no es culpa de nadie...

—¡Si tu vida fue perfecta me vale una hectárea de excremento! Me importa un carajo si él te cuidó, si te llevó a la escuela, si te hizo el niño más feliz del planeta. ¿Sabes por qué no me importa? ¡Porque tuve una madre con los ovarios suficientes para sacarme adelante por si misma! —le espeté a la cara, sin importarme en lo absoluto que me escucharan hasta la China—. ¿Pero si sabes que me molesta? Que sigan victimizando a ese ser tan despreciable que está en esa camilla.

—Te prohibido que hables así de mi padre en mi presencia —el castaño se acerca a mí, amenazante—. Ni una palabra más, ¿me has oído?

Me reí, fue inevitable. Mi cuerpo temblaba, mi corazón latía desbocado, mi cerebro no paraba de mostrarme imágenes hirientes.

Estaba enceguecida por la rabia, veía todo en color rojo.

—¡Oh, claro! Se me olvidaba que Junior tenía a su papito en un pedestal —me acerqué más a él, gracias a mi altura estuve a centímetros de su rostro—. Por que mejor no le preguntas a tu perfecta mamita y a tu buen papito el motivo de mis gritos y de mi rabia, ¿mmh? —parpadea confundido, Karen pierde color, Javier mayor abre mucho sus ojos—. ¡Oh, ¿no lo sabes?!

—¿No sé qué? —cuestiona él, consternado.

Sonrío y sacudo la cabeza.

—Yo no soy quien, para decírtelo, pero una cosa si debes tener claro —me acerqué más a él—: prepárate, porque las mentiras tienen patas cortas, y las verdades; a veces, no son color de rosa.

Di un paso atrás, sintiéndome tensa, cansada.

—Espero que esta sea la última vez que nos veamos, porque no quiero tener que cruzarme con ninguno de ustedes en mi camino.

Y me di la vuelta, con la cabeza en alto y la piel de gallina. Todo mi cuerpo se estremecía por la ira, la decepción y las ganas de gritar que seguían latentes en mi garganta. Dispuesta estaba a irme sin mirar a atrás, pero Demián estaba ahí y no sé que hacer. Sé que lo escuchó todo, su expresión impasible no demuestra nada, pero lo sé. En estos últimos años lo he aprendido a conocer.

No tenía fuerzas para dar explicaciones, él ya lo sabía todo, no tenía caso. Así que, solo seguí mi camino, dejándolo ahí.

Tenía unas ganas de llegar a mi departamento, encerrarme en mi habitación y llorar una eternidad, así que debía darme prisa. Bajé las escaleras con rapidez, temí caerme, pero seguí sin detenerme. Esquivé a todas las personas que se encontraban en la sala de espera y salí del hospital a toda marcha.

—¡Anggele! —sabia que venía detrás de mí, pero no quería detenerme—. Anggele, basta, detente.

—¿Qué quieres? —me zafé de su agarré cuando me detuvo por el brazo.

—Solo quiero saber si estás bien —murmuró mirándome a los ojos.

—No estoy bien, Demián, por supuesto que no lo estoy —espeto.

—Sé que estás molesta, pero no pagues tu rabia conmigo...

—¡Entonces déjame en paz! —exclamé, sin importar que estábamos en la calle—. Ya no doy más con esto, Demián.

Negué y las lágrimas acudieron a mis ojos.

—Angge... —intentó detenerme, porque sabía lo que iba a decir.

—Ya no puedo —negué—. Ya me oíste, ya sabes cómo soy, ya sabes porque soy así. Y lo siento, lamento mucho no ser mejor.

—Eres mejor que eso...

—No —parpadeé para aclararme la visita y poder verlo mejor—. Esa soy yo: desalmada, insensible, cruel, rencorosa, mimada, dura, fría e indiferente. No hay nada más.

—Hay mucho más, sé que hay mucho más —se acerca y sujeta mi rostro—. Yo lo he visto, sé cómo eres, Anggele...

—¡No! —me alejé de nuevo—. ¡Ya basta! Estoy harta de esta situación... ¡Ya no puedo más! —las lágrimas se desbordan y la expresión en su rostro solo me parte el corazón—. ¡No hay nada más en mí! No soy cariñosa, amorosa, atenta, detallista... No soy eso, no puedo serlo. Esto es lo que hay, esto es lo que soy. Y me duele porque quiero estar contigo, pero no sería justo para ti estar con alguien como yo —consternado y paralizado, un Demián Whittemore me observa con los ojos brillantes—. Yo no soy la mujer perfecta para ti. No cuando tú te mereces todo el amor del mundo, no cuando yo no puedo ofrecerte nada.

Y el corazón se me rompe, ese corazón que creí no sentía nada, que pensé era duro como una roca. Se rompe en mil fragmentos diferentes y tan diminutos que me da miedo no volver a encontrarlos jamás.

Me sequé las lágrimas y lo miré a los ojos por última vez antes de decirle:

—Adiós, Demián.










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