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No hay un solo día en el que me pregunte si acaso llegué tarde a la fila cuando Diosito estaba haciendo la repartición de la «buena suerte». Y es que, a lo largo de mi vida, siempre me he visto rodeado de situaciones desfavorables, como por ejemplo, ser atrapado cuando cometía travesuras, ser víctima de bullying en la primaria, decepciones amorosas, detención escolar, sacar el número uno en los sorteos de las exposiciones de la escuela, entre otras cosas más que me frustran de tan solo recordarlas.

Y lo peor que me pudo haber pasado en este mes, es romper por accidente el florero de mi madre; el mismo que papá conserva como reliquia importante de su último viaje juntos a España antes de que ella falleciera. Joder, eso me hubiese costado el castigo de mi vida si un amigo no me hubiese ayudado a encontrar un restaurador profesional que reconstruya el florero y lo deje como nuevo.

No obstante, ahora que acabo de recibir la llamada de Carlos, el restaurador, diciéndome que mi florero ya está listo, no tengo quien me pueda acompañar a Seattle a recogerlo. Y es que, una de las desventajas de ser menor de edad, es no poder viajar a otro estado sin el permiso de tus padres. Así que concluyo que mi hermano me puede ayudar en esto. Él es muy hábil, sabrá darme una pronta solución en los próximos minutos.

Me llevo el móvil al oído mientras espero, paciente, a que él responda del otro lado de la línea telefónica.

—¿Aló, Nico? —contesta después de la cuarta timbrada.

—Hola, Estefano —inicio diciendo con timidez, aunque él ya está al tanto del problema con el florero de mamá. Solo que no sé si tenga la disponibilidad de poder conducir doscientos setenta y ocho kilómetros ahora mismo—. Te llamaba para pedirte un pequeño favor.

—Claro, ¿de qué se trata? —pregunta enseguida.

—Necesito que me lleves a Seattle, ahora —indico y me muerdo el labio inferior a la vez que aguardo una respuesta de su parte.

—¿A Seattle? —La duda en su voz me hace presentir que no podrá ayudarme—. ¿Para qué? 

—Pues, ¿recuerdas que te conté que rompí el florero de mamá hace un par de semanas?

—Sí.

—El restaurador me acaba de llamar para decirme que ya está listo y no puedo tomar un bus porque soy menor de edad.

—Ah, cierto —musita—. Lo lamento, Nico, pero papá me ha pedido que lleve a Ximena a conocer la hacienda, de lo contrario, te hubiese ayudado.

Suelto un sonoro suspiro y formo un mohín de decepción.

—Vale, pierde cuidado —le digo—, veré qué puedo hacer. Gracias de todas maneras.

—¡Espera! ¿Te parece si le pido a uno de mis amigos que te lleve? —propone y las comisuras de mis labios se elevan en una sonrisa de esperanza—. Solo déjame hacer unas llamadas y te aviso, ¿vale?

—Vale —acepto.

—¿En dónde te encuentras ahora?

Miro a mi alrededor. 

—En el Pionner Square.

—Okey, espera allí. No te muevas —me ordena y asiento aunque sé que él no me puede ver. Cuelga y miro la hora en la pantalla de mi móvil antes de bloquearla.

Suspiro otra vez y me dispongo a esperar su llamada para confirmar si alguien vendrá por mí o si tengo que resignarme a pedirle ayuda a Sigrid cuando regrese a casa. Me vuelvo a sentar en las gradas donde he permanecido los últimos cinco minutos y reviso si tengo algún chat sin responder. Al terminar de hacerlo, entro a Instagram y abro la cámara de las historias para publicar una foto del parque.

Al cabo de diez minutos, mi móvil vibra en mis manos y respondo la llamada entrante de mi hermano.

—Nicolás —lo escucho decir del otro lado—, ya conseguí a alguien.

Rezo en mi mente para que no sea Marco quien tenga que llevarme. Marco es el mejor amigo de Estefano e hijo del tío Gabriel (un amigo de la familia que papá quiere como a un hermano). No me agrada ese muchacho, sin embargo, no me importaría pasar toda la tarde con él si de recoger mi florero se tratase. Necesito ir a Seattle sí o sí.

—¿En serio? —pregunto con impaciencia.

—Así es —afirma—, dentro de unos cinco minutos ya debe estar llegando mi amigo. Es Christhoper, el chico que estuvo con nosotros en la barbacoa del 4 de julio. ¿Lo recuerdas?

—Oh, sí lo recuerdo —menciono, recreando la imagen del mencionado en mi memoria. El sexi chico de los piercings que se sonrojó luego de decir que mis ojos son peculiares.

—Vale, espéralo allí que seguro ya no tardará en llegar —avisa y vuelvo a asentir con la cabeza.

—Gracias. —Termino la llamada.

Bloqueo la pantalla del móvil y me siento de nuevo. Me alivia mucho saber que el amigo de Estefano puede ayudarnos y en solo unas horas más, me habré quitado de encima este problema que me ha tenido muy preocupado durante un par de semanas. Mi padre es muy sensible y cercano a las cosas de mamá y es una suerte que se haya podido restaurar aquella pieza tan valiosa para nosotros.

Mamá falleció cuando yo era un bebé. No recuerdo nada de ella a diferencia de mi hermano, que sí pudo disfrutarla durante años y según me cuenta Sigrid, él fue quien sufrió más su partida. Se encerró en su habitación a llorar, no quiso comer los primeros días y adquirió un comportamiento rebelde. Sin embargo, gracias a la ayuda de un psicólogo, aprendió a regular sus emociones y ahora es una persona distinta.

Por otro lado, Sigrid es como una segunda madre para nosotros, ya que ella es la figura femenina que hemos visto Estefano y yo al crecer. Se podría decir que, Sigrid es esa persona en la que siempre depositamos nuestra confianza, porque sabemos que ella va a estar para apoyarnos, sea cual sea la situación. La amamos mucho y no la cambiaríamos por nadie en el mundo.

Al paso de unos minutos —un aproximado de diez para ser exactos—, una bonita camioneta blanca se estaciona a un lado de la calle y, del asiento del conductor, baja el amigo de mi hermano con una expresión relajada que denota que está de buenos ánimos. 

Cierra la puerta de la camioneta y se dispone a buscarme con la mirada, pero no hace falta que lo haga porque inicio mi camino hacia donde está. Sus ojos color café se posan sobre mí al notar mi presencia y una sonrisa tímida se forma en sus labios cuando llego y me detengo delante de él.

—Christhoper, ¿no? —Extiendo mi mano como saludo.

—Sí —responde antes de estrecharla.

No puedo evitar sonrojarme cuando noto que su mano es más grande y masculina que la mía. Mis dedos son delgados y mi mano es pequeña. ¡Qué vergüenza, Nicolás! ¡Cuánta falta de testosterona!

Alejo mis penosos pensamientos y regreso la mirada a la persona que está enfrente de mí. Christhoper no ha cambiado mucho desde la última vez que lo vi. Aunque ahora su piel está un poco bronceada por el verano, pero igual se sigue viendo bien. Está vestido con una polera Adidas de color rojo, un pantalón jean oscuro, zapatillas Vans negras y en su muñeca izquierda tiene un pequeño reloj de cuero. Ahora que lo tengo más cerca, puedo notar que sus labios son gruesos y tiene su cabello negro azabache en un perfecto corte High fade que le queda superbién.

Aún recuerdo la primera impresión que tuve con él, en la barbacoa que organizó papá para celebrar el Día de la Independencia. Vestía todo de negro, con una elegante camisa y zapatos de vestir. En un momento llegué a pensar que era Emo, sin embargo, a medida que empezó a frecuentar a mi hermano, observé que variaba los colores al vestirse, así que quedó descartada esa idea con respecto a su estilo.

—Gracias por aceptar ayudarme, de verdad, te debo una —digo mientras me abre la puerta del asiento del copiloto.

—No es nada, Nicolás. —Asiente con un gesto comprensivo y cierra la puerta para luego rodear el capó y ocupar su lugar como conductor—. Ponte cómodo que nos espera un viaje de casi tres horas.

—De acuerdo —Asiento también—, y perdón otra vez por la molestia.

Me regala una sonrisa de boca cerrada para que yo entienda que todo está bien. Okey, sí, sé que quizá le estoy agradeciendo de más, pero suelo ser así cuando de verdad siento que estoy en deuda con alguien. Al menos, eso puedo brindar por ahora, mis agradecimientos, hasta que haya oportunidad de devolverle el favor.

—Oh, espera... déjame ayudarte con eso —ofrece cuando ve que tengo dificultades para abrocharme el cinturón de seguridad.

Se incorpora para acercarse y ajustarlo. No puedo evitar mirar los piercings que tiene el rostro: uno en la nariz y otro en la ceja. Eso me hace volver a recordar que, cuando Estefano nos presentó aquella vez, le dije que me gustaban mucho, sin embargo, he cambiado de opinión y ahora me causan un poco de nervios al imaginarme cómo le han perforado la piel para ponérselos.

Otra de las cosas que he podido notar, es su delicioso perfume que se ha quedado impregnado en el interior del vehículo y debo confesar que me agrada realizar el viaje, acompañado de tan placentero aroma. Aunque quizá ya no sea tan notable cuando mi sentido del olfato se adapte a él.

Christhoper se abrocha el cinturón de seguridad e inicia el trayecto a Seattle. Como ya lo mencionó antes, nos esperan más de dos horas de viaje, así que me coloco los audífonos y pongo la reproducción de mi playlist en aleatorio. Empieza a sonar Antes de ti de Mon Laferte y automáticamente, cierro los ojos para dejarme llevar por la melodía. Esta canción se ha convertido en una de mis favoritas en los últimos tres días.

A veces pienso que mi gusto por la música que habla del desamor, lo he ido desarrollando mientras he sufrido decepciones a lo largo de mi adolescencia. Y aunque estos pensamientos sean algo incómodos ahora, siento que cada una de las letras de estas canciones, me aluden y me identifican con la historia que canta la intérprete.

Durante el resto del camino, me dedico a mirar por la ventana los paisajes y a la gente que sale de compras en los variados centros comerciales, alumnos que esperan taxis o el autobús afuera de las universidades e institutos, y algunos parques donde hay parejas besándose de manera apasionada. 

—Estefano me comentó que rompiste un florero. —Christhoper inicia una conversación cuando ve que me quito los audífonos, pues debo guardar batería para después. He quedado satisfecho con el poco de música que he escuchado.

—Sí, el de mi madre. Un recuerdo muy especial que papá me dejó conservar y que rompí en un momento de torpeza —respondo. Él frunce el ceño y me da una mirada rápida antes de volver a fijar sus ojos en la carretera—. Me pudo haber costado un castigo hasta el año tres mil.

—Vaya. Eso hubiese sido triste, eh —reconoce, reprimiendo una sonrisa.

—Como no te hubieses imaginado. Por suerte, el florero ya está reparado y dentro de unas horas lo tendré en mi habitación. Papá no se dará cuenta de que ha sufrido algún daño porque estoy seguro de que ha quedado como estaba antes.

—Espero que sí. No quiero que tu padre se sienta mal si lo descubre. A veces, los objetos suelen ser especiales para las personas y más si tienen un valor o nos recuerdan a alguien que ya no está con nosotros —manifiesta él con añoranza y sé que me entiende a la perfección.

—Pues, sí, cada objeto de mamá que él guarda, lo custodia como a su propia vida. Y es que eso significaba para papá. Ella era su vida entera, el amor que nunca más volvió a encontrar en ninguna otra mujer.

—Pero él todavía sigue teniendo un amor.

Lo miro con extrañeza.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que Estefano y tú son fruto de ese amor que tus padres se tenían. Estoy seguro de que ahora ustedes son su único amor de él. Claro que tu madre seguirá siendo el amor de su vida, pero su prioridad siempre será ustedes. Y eso, ningún florero roto, ni nada podrá cambiarlo —explica a la vez que me ofrece una sonrisa de boca cerrada—. Los recuerdos materiales se acaban, en cambio, los recuerdos vividos, perduran para siempre, Nicolás.

—¿Y los sentimientos también se acaban, Christhoper?

Él entreabre los labios para responder, pero duda y vuelve a cerrarlos. Regreso la mirada hacia la ventana para seguir disfrutando del paisaje de la carretera. No obstante, el amigo de mi hermano vuelve a llamar mi atención cuando contesta a la pregunta que quedó pendiente:

—Cuando uno siente de verdad, es difícil superarlo. El tiempo es el mejor aliado, sin embargo, duele mucho en el proceso.

Seattle nos da la bienvenida como en las películas. Esta hermosa ciudad siempre me ha encantado desde la primera vez que vine de visita con papá y Estefano. Hasta he pensado en mudarme aquí cuando termine la universidad y consiga un empleo. Pero antes, debo terminar la escuela y pensar qué es lo que quiero estudiar cuando me gradúe. Ahora no es momento de iniciar conflictos y planificaciones mentales que solo me producen estrés y un poco de ansiedad. 

Con un gesto de manos, le indico a Christhoper las calles que debe seguir para llegar a la casa de Carlos, hasta que finalmente aparca al frente del lugar. Él decide quedarse dentro del vehículo y esperarme. 

La casa es hermosa, tiene un estilo moderno en el exterior, pero por dentro, conserva lo antiguo y las reliquias que Carlos ha traído desde España cuando vino a vivir a esta ciudad hace ya muchos años. Para mí es muy gratificante poder observar objetos que pertenecen a la cultura española, ya que mi familia es de allá y yo amo ese país.

Carlos me regala una sonrisa de bienvenida cuando abre la puerta.

—Joven, adelante —saluda, haciéndose a un lado para dejarme pasar.

—Hola, Carlos, ¿cómo estás? —pregunto de manera amable mientras ingreso.

Tengo la gran escalera de madera delante de mí.

—Algo cansado, he tenido muchos trabajos esta semana. Sube, por favor. 

Asiento y empiezo a subir, mirando cada escalón que hace un ruido rústico con cada pisada que damos.

—Ya me imagino.

Cuando llegamos al segundo piso, no puedo evitar mirar por todos lados las antigüedades que hay para restaurar: cuadros, repisas, estatuas de Cristo y la Virgen, lienzos, marcos en pan de oro, entre muchas cosas más.

—Aquí está... como nuevo. —Carlos saca de una caja el florero blanco de mamá—. Qué bueno que trajiste todos los pedazos rotos, eso me facilitó el poder reconstruirlo.

—¡Quedó perfecto! —Estoy tan asombrado que solo he alcanzado a decir esas dos palabras. Está completamente igual, como antes de que lo rompiera. No tiene ningún indicio de haber sido restaurado y tampoco manipulado—. Aunque, pensándolo bien, antes tenía brillo y ahora está algo opaco. 

Él se acerca y lo mira con los ojos entrecerrados.

—No hay problema, puedo aplicarle el brillo. No demoraré, será máximo una hora hasta que seque.

—Vale, puedo esperar. —Me siento en el sofá que hay al lado.

Le envío un mensaje a Estefano para que le diga Christhoper que me espere unos minutos más hasta que seque el florero y al instante me responde con un «OK». No quiero que el chico se preocupe por si no me ve salir luego de diez minutos y tampoco quiero hacerlo esperar mucho, pero en vista de que el florero va a ser sometido a una capa de barniz, es mejor que sepa que tardaré un poco.

Carlos coloca el florero en una especie de base de vidrio y se pone unas gafas de protección, luego toma una pistola de pintar y comienza a rociarle el brillo en barniz. A pesar de ser una persona mayor, realiza un buen trabajo con el tema de reparación, eso me ha dejado muy perplejo, es demasiado bueno en lo que hace.

Minutos después, alguien toca el timbre de la casa y él deja a un lado la pistola para quitarse las gafas.

—Iré a abrir, quizá son unos clientes —manifiesta el dueño y respondo con un asentimiento de cabeza.

Las personas que llegan al taller, son una pareja de ancianos que vienen a recoger una muñeca de porcelana, la cual está sentada sobre un estante. Cuando llegué y la observé, me dio una sensación de miedo, porque me recordó a un personaje de una película de terror. Pero en el rostro de los señores se dibuja una sonrisa de admiración por el magnífico trabajo que ha realizado Carlos, quien le asegura que ha tenido que reforzarle las piernas porque estaban deterioradas.

—Era de nuestra hija —me comenta la señora, dándome una mirada cómplice, a lo que yo respondo levantando los pulgares en señal de «quedó muy bien, eh». No quiero ser grosero, pero esa muñeca solo me inspira miedo.

Carlos busca una caja para que puedan llevarla dentro. La cubre con cuidado con una envoltura de esas que traen burbujas —la cual recuerdo que me gustaba y me sigue gustando reventarlas para aliviar el estrés que me genera la escuela—, y la mete en la caja, para luego terminar de asegurarla con cinta adhesiva.

«Asegúrala bien, Carlitos, no quiero que en la noche vaya por mí y me jale las patas», pienso.

La dulce pareja de ancianos se despiden de mí con un «adiós» y hago lo propio, levantando la mano en señal de despedida. Carlos va detrás de ellos para ayudarlos a bajar la caja en las escaleras y de nuevo me quedo solo en el taller.

Por un momento, creí que la hija de los ancianos había fallecido y que conservaban esa muñeca en su memoria, pero al volver, Carlos me dice que ellos viven solos y que su hija, después de su matrimonio se fue a vivir al extranjero.

—Pensé que el florero no iba a quedar como antes —decido cambiar de tema, mientras él se vuelve a poner las gafas y sigue barnizando el florero de mamá.

—Como te comenté, hay un chico que me ayuda aquí en el taller y con él iba a mandarte las fotos del proceso, pero en estos días no ha venido. Creo que está ocupado en un proyecto familiar —explica a la vez que le hago un ademán para que pierda cuidado—. Ya está listo. Solo espera a que seque la capa de barniz y podrás llevártelo.

—Vale.

Gracias al insoportable calor que hace en estas épocas del año, el florero termina de cercarse en media hora y Carlos me muestra una sonrisa satisfecha antes de hacerme un gesto para que me acerque. Él me entrega el florero de nuevo para que lo revise.

—¿Ahora sí quedó bien? —pregunta y lo recibo entre mis manos. Efectivamente, ahora sí ha quedado tan perfecto que papá no se dará cuenta de que ha sufrido daño alguno—. Con una franela, lo vas a limpiar de manera suave, no emplees nada de agua ni otros químicos porque puedes estropear el brillo y la pintura. 

—Entendido —afirmo con una sonrisa.

Le entrego el florero a Carlos para que lo envuelva con la bolsita de burbujas y cuando lo recibo de vuelta, lo sujeto fuerte porque soy consciente de que mi torpeza se hace presente en momentos en los que la emoción me invade. Le agradezco y me despido de él con un movimiento de manos antes de retirarme del lugar.

Doy unos cuantos pasos, alejándome de la puerta y me detengo un segundo a mitad del jardín para ver qué es lo que está haciendo el amigo de mi hermano dentro del vehículo. Pero me es imposible, ya que tiene las lunas polarizadas y estas solo reflejan la calle y la casa de Carlos. 

Le ofrezco una sonrisa de boca cerrada cuando baja el vidrio y me abre la puerta desde adentro.

—¿Todo bien? Demoraste un tiempo considerable. —Deja su móvil dentro de un compartimiento.

—Sí, solo que esperé a que seque el brillo que le habían aplicado al florero —comento, dejando la caja sobre mi regazo.

—Oh, cool. —Me muestra una sonrisa amigable y concluyo que tiene unos bonitos dientes—. Entonces, ¿ya podemos volver a Portland? 

—Sí, ya podemos volver —confirmo con un asentimiento de cabeza y enciende el vehículo.

Durante el regreso a casa vuelvo a colocarme los audífonos para amenizar el viaje. Me quedo dormido a mitad del camino y despierto minutos antes de llegar a la ciudad. Para cuando Christhoper estaciona la camioneta en el patio de la mansión, el cielo se está empezando a pintar de un naranja claro y las luces de la fachada ya están encendidas. 

—Ya estás en casa —me hace saber, acompañado de una sonrisa de lado. Me quito el cinturón de seguridad y giro para mirarlo antes de bajar.

—De verdad, muchas gracias por ayudarme y lamento de nuevo el haber molestado con un viaje tan largo —reitero, apenado. Él hace un ademán para restarle importancia.

—No te preocupes. Estefano es mi amigo y estoy para ayudarle con cualquier problema que tenga. Además, hace tiempo que no iba a Seattle, la pasé bien. —Se encoge de hombros.

—Yo también —afirmo con una sonrisa de boca cerrada—. Gracias otra vez, ya no te quito más tiempo. 

Le extiendo la mano y me la estrecha de inmediato. Ambos compartimos una última sonrisa antes de que yo salga de su camioneta. 

Camino hasta la puerta, busco mis llaves e ingreso, corriendo como alma que lleva el diablo. Subo las escaleras hasta llegar al pasillo del segundo piso y entro a mi habitación para dejar todo sobre mi cómoda y luego bajar a la cocina para no levantar sospechas. No me puedo arriesgar a que alguien me vea regresando con la caja del florero.

Me dispongo a buscar a Sigrid en la cocina. Ella se encuentra acompañada de Narel, quien le está ayudando a amasar una mezcla.

—¿Qué están haciendo? —pregunto, tomando asiento frente a ellas.

—Hoy es mi último día aquí, Sigrid me está preparando una tarta de despedida —responde mi amiga con una sonrisa triste.

Narel es mi mejor amiga. Hace un mes y medio mi padre sufrió un preinfarto que lo llevó a estar en tratamiento por varias semanas y contrató a una enfermera para que se hiciera cargo de él. Esa enfermera es Narel, una encantadora chica de casi la misma edad de Estefano y que se ha ganado el cariño de nuestra familia —en especial de mi hermano, quien está enamorado de ella— por el excelente trabajo que realizó y por lo agradable persona que es con nosotros.

—¿Y mi hermano? —le pregunto a Sigrid. Ella me da una mirada rápida.

—Estefano le está haciendo un tour por la hacienda a Ximena —contesta.

Hago un gesto de desagrado, no me agrada Ximena ni su hermano Sergio. Ellos son hijos de Manuel, un socio de mi padre que ha venido desde México a pasar unos días en la ciudad y se están quedando en la mansión. Al principio, la razón de su llegada era solo por motivos de trabajo, pero luego de unos días, me di cuenta de que la verdadera intención de papá es emparejar a Estefano con Ximena y claro, si él siempre quiere hacer las cosas a su modo.

Después de la cena regreso a mi habitación para darme una relajante ducha y descansar. Lo que más me apetece ahora es acostarme en mi cama y disfrutar de una maratón de películas de Harry Potter que tengo pendiente. Sin embargo, cuando regreso del baño y rebusco en el bolsillo de mi pantalón antes de guardar la prenda en el clóset, siento que el corazón se me sube hasta la boca cuando no encuentro mi billetera. ¡Oh, por Dios! ¡¿Dónde está?!

No, no, no...

¡Mis documentos!

Sacudo el pantalón mientras meto las manos, buscando en todos los bolsillos, pero no está y caigo en la cuenta de que se me pudo haber caído en la calle. Me llevo las manos hacia el cabello para tratar de tranquilizarme y pensar dónde se me pudo haber caído la billetera. ¡Joder! ¡Es el fin!

¿En el taller de Carlos? O...

Los repentinos golpes en la puerta me sacan de mis pensamientos.

Suelto un profundo suspiro para relajar mi expresión y con el corazón palpitándome como loco, camino hasta la puerta para abrirla y atender. Mi ceño se frunce cuando veo a Christhoper con una sonrisa al otro lado del umbral, pero esa sonrisa se esfuma en cuanto sus ojos se posan sobre mí

—¿Te sientes bien? Estás pálido —formula y solo me dedico a asentir porque aún no me recupero del susto que me he llevado al no encontrar mi billetera. Al ver que no respondo, él continúa—: Bueno, he venido porque a alguien se le cayó su billetera en el asiento de mi camioneta.

La saca del bolsillo de su polera y yo no sé cómo reprimirme las ganas de saltar encima de él y abrazarlo. No lo hago, por supuesto. 

—En serio, me salvaste la vida —bromeo mientras me entrega mi billetera y verifico que todos mis documentos estén dentro. Él me muestra una ancha sonrisa.

—Creo que te la voy salvando dos veces en lo que va del día —comenta, guiñándome un ojo—. Quizá para el final del mes me llamen de S.H.I.E.L.D para unirme a los Avengers.

—Me ofrezco para ser tu representante —contesto, levantando la mano—. Con que me den el puesto de solo cargarte el agua y el traje, me basta.

Christhoper enarca una ceja mientras una expresión divertida cruza su rostro.

—Creo que no me convendría, porque tendré que estar al pendiente de que no pierdas mi traje también —agrega, seguido de una breve carcajada que se me hace contagiosa.

—Gracias de nuevo —le digo.

Él asiente y se toma un momento para pensar lo que va a decir, pero solo me responde:

—Debo irme a casa. Descansa, Nicolás.

Y dicho eso, lo veo desaparecer por el pasillo que conduce a la escalera.

Pestañeo un par de veces y suelto un silencioso bostezo por lo cansado que estoy. Camino de regreso a cerrar las cortinas de mi ventana, preparo mi cama y me meto debajo de las sábanas. Una vez dentro, dejo mi móvil en la mesita de noche y apago la lámpara que hay sobre esta. Es hora de descansar. Han sido muchas emociones por hoy.

Ahora sí, a dormir.

Cierro mis ojos, tratando de conciliar el sueño, pero el sonido que hace mi móvil, anunciando una notificación de Instagram, me tienta a prender de nuevo la lámpara y revisar.

Una nueva solicitud de seguimiento de: Christhoper Wood.

No sé por qué, pero una sonrisa involuntaria se dibuja en mi rostro.


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¡LEER ESTO!

Hay escenas donde se mencionan al hermano de Nicolás y a Narel, esa historia es parte de mi otro libro «Estefano, un príncipe enamorado» que les sugiero que también la lean para que puedan entender mejor algunas cosas (Es opcional). La pueden encontrar en mi perfil.

Gracias de nuevo por su apoyo y espero sigan disfrutando de esta historia.



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