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☢️ Y el cambio comenzó ☢️

ISABELLA

☢️ Y el cambio comenzó ☢️

La Carta Perdida de Jude Brenneman a Isabella Brenneman

Hija mía, mi adorada Bella, he perdido la batalla, tal como predijo el Doctor Morgan el día que tu padre y yo supimos que estaba embarazada.

Mi bonita princesa, si estás leyendo esto significa que ahora has cumplido dieciocho años. Ya eres mayor de edad. Por lo tanto, más madura y educada que hace un año y el año anterior a ese. Espero que tu padre haya sabido qué hacer o qué decirte cuando fueras más consciente de tu entorno, sin mí a tu lado. Perdóname, mi amor. No quería dejarte, no así, nunca quise abandonarte. Pero tuve qué, estaba muriendo. Mi cancer pudo haberse contenido o arrebatado de mis huesos si hubiéramos interrumpido el embarazo. Pero yo me opuse. No quise. No era nadie para impedirte que nacieras. Y yo quería verte, aunque fuera sólo un instante; quería ver esa hermosa carita y descubrir si tenías más rasgos míos que de tu padre, si tu naricita diminuta se convertiría en la mía, o esas pestañas que vi a través del ultrasonido seguirían igual de largas que cuando cumplieras trece, catorce, quince años...

Pero, y bien, si estás leyendo esto significa que estoy muerta, significa que sólo pude verte un segundo, o, tal vez morí apenas llegaste a este mundo.

Probablemente, al leer esto, me estés odiando un poquito. Y eso está bien, Bella. Está bien estar enojada con tu madre. Después de todo, fui yo quien te puso en este mundo sin una guía mía... hasta ahora.

Es hora de que sepas un par de cosas acerca de nuestro estilo de vida. Ya es tiempo. Tu padre no estaría de acuerdo conmigo si te contara sobre este secreto familiar. Ni aunque viviera lo hubiera permitido. Por eso no le dije, o, tú le dirás sobre la existencia de esta carta. Nadie sabe esto a excepción de Al García, el hombre trajeado y misterioso que te entregará esta carta en tu cumpleaños. De hecho, está aquí ahora conmigo. Ya lo conocerás. Te gustará. Será tu protector, un guardián silencioso que verá por ti hasta que tú le ordenes dejarte. Es hombre de pocas palabras, descuida.

Hija mía, si estás leyendo esto y, has llegado hasta aquí, significa que aún no has roto o echo una basura mis palabras escritas en estas hojas de papel. Lo tomaré como un empujón a contarte por qué he decidido mantener esta carta en secreto.

Bueno..., me encantaría relatarte una pequeña historia acerca del poder, el amor y la venganza...

...

Por eso, mi bonita Bella, te pido que hagas esto por mí, por tu madre, por la mujer que se sintió demasiado culpable por años, la que nunca quiso volver y hacer algo por ellos, por esos niños que no tienen la culpa de haber nacido del pecado.

Sálvalos.

Con cariño siempre, mami.

Guardé la carta en el bolsillo de mi pantalón. La leí trescientas veces. La analicé otras seiscientas. Y finalmente, deduje que, a pesar de que mi madre se sintió culpable por la discordia que ocasionaron sus actos, al final, ella no tuvo la culpa de las consecuencias que se dieron a continuación.

Sí..., fue horrible lo que pasó, lo que hizo, lo que decidió con tal de que los suyos estuvieran a salvo. Pero..., ¿ella cómo pudo haber sabido todo lo que pasaría después de... haber...?

No... Suficiente. Debo dejar de imaginar los escenarios que ocurrieron por su decisión, por la estupidez que dictó. No es sano. Pero soy una lectora empedernida, mi mente siempre está trabajando, idealizando, calcinándose con tal de mantenerse ausente de la realidad. Así que no, no fue fácil dejar de pensar en lo que mi mente creó, la sensación que corrió por mi cuerpo cuando pensé en ello, los escalofríos y el llanto que me invadieron gracias a las imágenes que ahora serán parte de mí el resto de mi vida, o, lo que dure la mentira.

Pero no... No más. Ya era hora de aceptar lo que mi madre hizo en vida y seguir con el plan. Su plan. Ese maligno y trazado de delitos que pondrán patas arriba todo lo que mi padre trabajó por años en imaginar, crear y construir con ayuda del clan.

Oh, el clan... Ahora —y después de haber leído esto— jamás volveré a ver a ninguno de la misma forma. Son extraños para mí. No fueron las mismas personas que me felicitaron esa mañana de mi cumpleaños número dieciocho, o las que se han encargado de criarme y educarme para ser la heredera de este reino dividido y fragmentado...

Sí..., me va a ser difícil sostener su promesa, aun después de conocer la verdad, y entender lo que demasiadas veces dudé que fuera veracidad sin hechos. Pero no imposible, y no porque... ahora soy la dueña de mis decisiones, de estas personas, de las que viven aquí y también a escondidas de cualquier tipo de autoridad.

Estas zonas residenciales fueron las menos adecuadas para que yo viniera a dormir aquí, pero fue necesario que residiera en este lugar por tres días. Al García (mi protector), me aseguró que ésta es una réplica exacta de las verdaderas, de esas descuidadas casas que parecen edificios, en donde viven los hijos y cómplices de asesinos sentenciados a muerte o cadenas perpetuas. Aquí yacen los solitarios nacidos del pecado... No conviviré con ellos... aún. Pasará con el tiempo, pero no ahora. No mientras no lo entienda, no entienda qué es lo que ellos han soportado por décadas, desde que mi padre los obligó a vivir en este destierro.

Esto era parte del plan de mamá: estar aquí. Papá cree que estaré en casa de Leah este fin de semana, pero no es así. Porque aquí estaba, de respetuosa, de pie, con el calor asfixiante de este entorno que hacía sudar mis piernas, axilas y espalda, que empezó a volver grasosa mi cara normalmente hidrata con cremas y productos de belleza de marca. Y eso que, según yo, salí fresca de mi casa: pantalones acampanados de mezclilla y una blusa sencilla de arcoíris casi transparente. Mi pelo rubio y ondulado estaba suelto, y mi trenza de diadema bien hecha.

Caminé un poco hasta encontrarme en medio de esta parte de la supuesta sala, comedor y cocina.

Ahogué un sollozo.

Mi visión borrosa y aguijoneada por las lágrimas, que he derramado desde que Al García me entregó esta carta (no tan anónima), se posó sobre la radiación caliente y tóxica del piso de este reducido espacio, de esta simplicidad abastecida con un sillón, un refrigerador, una estufa, una mesa desplegable con bancos rotos y cinta de aislar, y unas cuantas repisas para los platos. Las paredes estaban pintadas de un rosa pálido acogedor, con pequeñas manchas rojas de sangre y puntos de polvo de zapatos o chanclas; significaban haber matado a hormigas o cucarachas o chinches hace menos de unos minutos.

Al fondo, existía un pequeño cuarto especial para una recámara, y más allá, a la derecha de ese oscuro espacio, estaba el cuarto de lavado con un único inodoro y drenaje oxidado en el suelo pavimentado de asquerosa vista.

Fuchi, guácala.

Cubrí mis fosas nasales y cerré mis ojos vidriosos —ahora por el asco— que me provocó tener que oler este aroma de desagüe. Noté que el cuarto de lavado, era también, en donde debería lavar los trastos, mis platos... Y la ropa, mi ropa.

¡Fuchi!

Volví al espacio que bauticé como sala-comedor-cocina, y subí las escaleras estrechas de caracol pavimentadas, que me costó un mundo subirlas con mis botas de tacón. Aunque eran pocos escalones, sentí que hacía el triple del esfuerzo requerido. No sé por qué. El segundo piso era aún peor que el primero. Un cuarto más y un lavado para manos con una puerta de pésima calidad que, deduje rápidamente que era el baño.

Entré, y mi paciencia se perdió.

¡Qué asco de lugar! ¿Cómo una persona razonablemente inteligente puede bañarse en este minúsculo espacio?

Se me subió la bilis sólo de imaginarme tomando una ducha aquí. ¡Y para colmo de colmos!, también había un inodoro con aspecto desagradable y... ¡No! ¡Esto ya era demasiado! La taza del inodoro estaba levantada...

¡Puaj! Ascoooooooooo.

Cerré tan pronto como abrí.

Se me pusieron los ojos vidriosos. Me entraron arcadas. Quise vomitar. No, iba a vomitar. Y sí, vomité. Lo hice en lavabo de manos...

Guácala, ni crean que me voy a bañar o a hacer mis necesidades en ese lugar.

¿Cómo puede alguien vivir así?

No tenían sentido de la creación, ¿o qué?

¿Qué les pasa a los arquitectos sin creatividad de esta zona?

—Señorita, ¿está usted bien? —me preguntó Al García.

—¡No, Al, qué pregunta tan estúpida! ¡Obvio no estoy bien! —me desahogué en gritos y después escupí.

Me daba asco usar el agua que salía del grifo del lavamanos, pero tuve que. Me limpié la boca y enjuagué. Volví a escupir y cerré las llaves. Me enderecé y vi a mi protector trajeado, sin ninguna mancha de sudor, con lentes de sol y las manos inmensas y venosas, unidas por delante de su entrepierna, como tendría que estar un escolta.

Se veía sereno, tranquilo; rudo, pero en alerta pacífica hasta que vislumbrara o percibiera peligro real que pudiera lastimarme.

En definitiva, era hombre de pocas palabras porque no volvió a pronunciar ninguna desde que me hizo esa pregunta de cortesía, cuando me descubrió devolviendo el estómago y resoplando palabritas irónicas y clasistas que, decepcionarían a mi madre si estuviera viva.

Pero no. Y no pienso pedir pedir disculpas por lo que mascullo porque... con todo el respeto del mundo, ¡¿cómo puede alguien vivir de este modo?! ¡Es un asco!

Recorrí otra habitación, esta vez una enorme que era, meramente presentable, de no ser por las telarañas en las persianas, y alacranes muertos en las esquinas.

Más escaleras...

El tercer piso era al aire libre y con tendederos. También había un baño con tinaco, pero ese era a jicarazos con agua... de la que no me fié ni para lavarme los dientes. No tenían lavadora o secadora, pero eso ya me lo imaginaba. Tampoco puertas o ventanas. Una ráfaga de viento refrescante casi me empujó hacia afuera, como si hubiera querido decirme que no era bienvenida, o, como si supiera que yo no pertenezco aquí.

Quizá debí dejar que me siguiera arrastrando, pero no... Sí quería vivir.

Bajé las escaleras hasta el segundo piso. Ahí seguía Al García, inmóvil como una estatua que juega a ser el mejor en no mover ni un pelo. Su postura me recordó a los guardias ingleses que permanecen pacientemente a ser retados para desatar su entrenamiento.

Caminé hasta él.

—Dormiré en el sofá —dije—. Se ve más o menos presentable y creo que me dijiste que se convierte en cama.

—Es correcto.

—Bien, dormiré ahí por esta noche.

—¿En dónde desea que duerma yo, señorita?

—Al García, ya te dije que puedes llamarme Isabella. No es necesario usar tantas formalidades —le aclaré por enésima vez.

Odiaba que me llamaran «señorita». No me sentía como yo misma. Mi papá adoraba los estatus y el oro. Entre más tenías en nuestra tierra, mejor eras visto ante los ojos de los supremos que rendían en nuestro estilo de vida. Y a mi papá le gustaba el poder, las clasificaciones, la dictadura, los beneficios de tener tanto. Le encantaba diseñar o crear lo que otros consideraban arriesgado, poco inteligente e incontenible. ¡Y cuanta razón tenían!

Porque yo iba a traicionarlo. Iba a crear una mella en su mapa, en su plan perfecto que lo puso en primer lugar de jerarquías. Porque... fue él quien tuvo la brillante idea de no sacrificar a los hijos de nuestros criminales más famosos, de nuestros psicópatas cuyo caos nos volvió en contra los unos de los otros, de los violadores que orillaron a varias de nuestras jóvenes a matarse, de nuestros asesinos que nos asecharon y cazaron como si fuéramos conejos que ejecutar para comer.

Y me referí a ellos como «nuestros» porque... formaron parte de nuestro mundo por años, viviendo como nosotros hemos hecho normalmente, siendo seres sociables que sólo son uno con el reino. Antes de que yo naciera no existía esa delgada línea que unía a su mundo con el mío, pero que seguía siendo sólo suyo y nuestro a pesar de la barrera invisible que crearon los Eruditos para mantenerlos lejos de nuestro mundo. Cuando fueron desterrados el orden se restableció, continuó, fue perfecto, tal y como debía y seguiría siendo por siglos.

Pero siempre fueron ellos y nosotros mucho antes de aprisionarlos y exiliarlos, junto a sus secuaces y varias mujeres que sí consiguieron embarazar. Ellas decidieron irse con ellos a vivir en el desierto, a esas colinas apartadas de todo que... ahora comprobé, no valen la pena mantener de pie. ¿En esto vivían los hijos e hijas de los temidos nacidos de la muerte? ¡Era un basurero! Además no me fío de la supuesta seguridad que tengo en este lugar.

Miré a mi protector y no dudé en pedírselo.

—Al García, ¿cree que podría...?

—¿Hacer guardia mientras usted duerme? —Terminó por mí.

Asentí y dijo que sí.

Como siempre, no volvió a hablar o a intentar iniciar una conversación cuando respondió con un habitual monosílabo.

Aunque me doliera internamente tuve que hacer mis necesidades dentro de ese minúsculo y hediondo baño. Fui rápida. Cuando terminé cepillé mis dientes y cabello. Me acomodé en el sofá cama que Al García preparó para mí. Un cálido sentimiento se arraigó en mi pecho, porque yo no se lo pedí, nació de él ahorrarme la tarea. Y se lo agradecí. Él también se encargó de cerrar con doble cerradura la puerta y vigilarla como un halcón, y en mi pecho volvió a nacer esa calidez que no sabía de donde chispeaba para empezar.

Hacía calor...

Con toda la pena del mundo me quité la blusa y pantalones de mezclilla. Quedé en ropa interior. Pero como Al García miraba fijamente la puerta con esa clásica postura de manos detrás de la espalda, recto y firme, mientras me desvestía, pues... no fue tan malo.

Sin sábanas. Me hice un ovillo y miré con precisión un ladrillo mal pintado de rosa pastel. No sé por qué llamó tanto mi atención hasta que me dispuse a hablar:

—¿Al García? —susurré. No sé por qué sentí que un manto invisible, aislado de los asuntos que me esperaban una vez que el fin de semana se cumpliera, nos envolvió cómodamente en esta burbuja hogareña.

—¿Sí?

Dudé antes de preguntar: —¿Cómo se conocieron mi madre y tú?

—La carta lo explica —se limitó a responder.

Rodé los ojos. —Sí, pero... quiero oír tu versión de los hechos.

—No hay otra versión de los hechos. Esa es toda la verdad. No dude de su madre, yo nunca lo hice.

—Pero... ella...

Me interrumpió: —Su madre hizo lo que tuvo que hacer para asegurar la paz y el orden del reino. Lo que les pasó después a esos hombres y a esas mujeres fue karma, señorita.

Estuve orgullosa de arrancarle más de dos palabras a mi protector. Sonreí con gusto porque sabía que él no podía verme.

—¿Al García?

—¿Sí?

Tragué saliva. —¿Tú estás... —me corregí—, estabas con ellos? Me refiero a... a... ¿ellos? —Temí la respuesta por boca suya aunque ya la supiera.

—Sí —respondió.

Me asusté un poco. Las palmas me empezaron a sudar, así como las plantas de los pies.
—Entonces... —tragué en seco mi miedo—, ¿tú qué eras?

—¿«Qué era»? —repitió. Percibí que su tono de voz habitual de indiferencia, fue sustituido por la confusión en breves segundos durante la pregunta.

—Me refiero a... Bueno, tú sabes —dije con los nervios en su punto. Me daba miedo averiguarlo por mí misma. En la carta de mi madre no especificó a detalle qué era realmente Al García antes de que ella lo rescatara.

¿Y si eso despertaba su verdadera naturaleza? ¿Y si los recuerdos de su vida pasada lo absorbían y me mataba aquí mismo? ¿Y si me torturaba antes de asesinarme?

Sin desearlos o llamarlos, las vívidas memorias de mi madre, relatadas en esa carta, volvieron a invadir mi cerebro. Me estremecí y parpadeé con inquietud para intentar borrarlas. Pensé en otras cosas, en otras clases de recuerdos e incluso intenté dejar mi mente en blanco, pero me fue imposible. Me quedé estancada en esa maldita recreación que fue una tortura mental aún peor, que cualquier otra clase de dolor físico.

Pero... esas imágenes desaparecieron, así como el aliento volvió a mis pulmones, cuando Al García respondió: —Un criminal.

Respiré...

Respiré y respiré...

Estaba a salvo, estúpido porque al final pertenecía a uno de ellos, pero... de lo males el menor.

Me creí a salvo hasta que él comenzó a hablar de nuevo. Entonces, supe que algo perezoso y adormilado por alguna droga que tomaba para mantener su naturaleza oculta en su cueva, despabiló mientras decía en tono sombrío y crudo:

—Vivimos en las sombras, nos hincamos en rincones con la cara frente a la pared, y rezamos... Oh, como extraño rezar a veces. Lo que más me gustaba de fingir la fe, era que podíamos mezclarnos en su iglesia sin levantar sospechas. —Lo miré con ojos muy abiertos—. Porque a la casa de Dios puede entrar cualquiera. Porque Dios cree que somos sus fieles ovejas. Porque Dios nos vigila cuando cree que estamos haciendo alguna travesura. Pero..., ¿sabes lo que más me gustaba de orar entre ustedes? —Sonrió torcido y con maldad—. Que jamás sabían si era a tu Dios o a los nuestros a quienes les rezábamos. —Detuvo sus pensamientos, y me miró por encima de su hombro con aire preocupado. Era la primera vez que expresaba una emoción más allá de la frialdad o la indiferencia. Y me asustó, por Dios que lo hizo. Mi corazón retumbó en mis oídos cuando me preguntó, como lo haría un niño asustadizo a los truenos o la oscuridad—: ¿Tú crees que se sentiría decepcionado de mí si me escuchara hablar así?

Respiré de manera irregular mientras veía a su verdadero yo convivir abierta y expresivamente conmigo. Ay, Dios. Me levanté y salí corriendo por mi vida sin mirar atrás, sin recoger mi ropa o ponerme los zapatos. Subí las escaleras a gatas y trompicones, y me encerré en la segunda habitación del segundo piso. Mi corazón volvió a latir con naturalidad mientras mis manos se mantuvieron pegadas a la puerta de madera y cartón.

Miré mis manos: estaban temblando. Yo estaba helada y temblando, titiritando de un escalofrío incontenible que no podía abandonar mi cuerpo como el aire mis pulmones.

Jamás había tenido tanto miedo en mi vida.

Deseé que la puerta resistiera, que fuera suficiente el seguro o mi fuerza de voluntad al defenderme si él decidía atracarme, si decidía arrancarme la piel o matarme con torturas horripilantes como las que describió mi madre en su carta.

Detecté movimiento. Escuché que alguien subía las escaleras y... se detenía delante de mi puerta. Lo supe porque vi las sombras de sus pies. Encogí los dedos y cerré los ojos, orando a Dios que me protegiera, que entrara en el corazón de este monstruo disfrazado de oveja y lo hiciera recapacitar de sus crueles intenciones.

Creí que entraría, que se lanzaría sobre mí e intentaría hacerme daño. Creí que patearía la puerta o la rompería con sus puños. Creí e imaginé distintos escenarios en donde terminaba muerta. Pero nada malo ocurrió. Al García no tocó la puerta o intentó abrirla, tampoco intentó hablarme o pedirme disculpas por haberme asustado. No sintió empatía por mí, pero tampoco me hizo nada. Sólo se mantuvo así, de espaldas a la puerta, con su postura recta y firme, ¿protegiéndome?

Quise creer eso porque mi corazón volvió a la normalidad. Así que sí, me quedé como una ingenua e ignorante el resto de la noche.

Vi la cama. Cuando estuve un poco más tranquila me eché sobre ésta. Pegué aún más las rodillas al pecho y cerré los ojos, rogando dormirme ya.

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A la mañana siguiente mi ropa se encontraba en la entrada de mi habitación por dos días. Estaba doblada estéticamente, planchada, recién lavada, lo supe porque despedía un aroma a jabón que olía diferente al detergente normal que utilizaba.

Si bien Al García no me ofreció una disculpa, por su comportamiento sombrío y medio aturdido para mis sentidos, supe que ese fue su modo de pedirme una tregua que nos pusiera a ambos en una misma habitación.

No me bañé ese día por mucho que lo hubiera deseado. No estaba loca, si decía que «sí», si cedía y aceptaba que esa agua de drenaje no confiable tocara mi piel... Bueno, estaría perdiendo la razón como ellos. Y... «nosotros» no podemos permitirnos parecernos a la gente del otro lado.

Hacía un calor del infierno. Apestaba, lo sabía. Sudaba y mi pelo necesitaba una buena hidratación con mis productos de belleza importados desde Francia. No traje ninguno porque Al García me ordenó no empacarlos; porque a los chicos y chicas de aquí no les permiten tener productos que puedan utilizar como armas químicas.

Estar aquí la primera hora del día me hizo darme cuenta de varias cosas...

Las casas de bajos recursos de Cheshire, en donde viven los hijos de asesinos, violadores y criminales más buscados y famosos, son vigilados las veinticuatro horas del día, de todos los meses del año, por los guardias reales de James Brenneman (mi papá).

Un arquitecto de Diseño trazó estos planos con estrategia y administración de escaso oro para que los niños de ellos pudieran vivir con las necesidades básicas. Porque no tenían champú, navajas o pinzas, cualquier artículo que «nosotros» consideráramos un intento de rebelión en contra nuestra o del Reino. Sólo una barra de jabón blanca, cepillo de dientes improvisado con cartón y cerdas blandas, un colchón y ropa. Fue idea de todos los del clan proporcionarles sólo las comodidades de una celda en cadena perpetua; según «nosotros», para que vayan agarrándole amor a su hogar. Por alguna razón creían que los hijos nacidos del mal terminarían como sus padres o madres. No se equivocaron con algunos, porque sí habían casos en donde los guardias tenían que controlar las guerras que libraban diferentes clases de bandos entre ellos.

Existían bandas y reglas que acatar; sencillas, pero importantes para sobrevivir entre ellos. Se vivían batallas que pelear todos los días para sus hijos; niños vs adolescentes; adolescentes vs jóvenes adultos; jóvenes adultos vs adultos; adultos vs ancianos. Les gustaba retarse y liberar su furia entre ellos. Rara vez asistían a la escuela, y no eran constantes con los requisitos de las calificaciones normales. Los afortunados tenían aparadores o puestos en las calles para mantenerse a flote. Los que no tenían nada robaban, destrozaban, rompían, seleccionaban a sus víctimas y las asesinaban.

Pero... cuando llegó la hora de ir a dormir del primer día, me di cuenta de que la mayoría que ejecutaban estos actos eran los adolescentes. Los niños tenían el apoyo de los adultos, porque entre ellos no existían guerras que querer cumplir; eran inocentes. Los ancianos dejaban en paz a los jóvenes adultos, porque estos les daban asilo en sus casas. Los adolescentes eran los únicos expuestos y blancos fáciles que atacar. Los chicos y chicas de diez años a los diecinueve estaban desprotegidos, solitarios y vulnerables.

La mañana del segundo día me asaltó una idea que no podía dejar de visualizar en mi mente por mucho que la intentara apartar. Pero preferí tenerla e imaginarla, a seguir reviviendo lo que nunca viví en mi cabeza por breves segundos de tortura psicológica, por lo que ahora sabía... que sí existía detrás de la cortina, detrás del telón rojo a la espera de una anticipación que comía mis cutículas y rascaba las picaduras de mosquito en mis brazos. Fue claridad absoluta para mí saber que sí había algo que explorar detrás del telón.

¿Y si era a esa edad, en donde comenzaba la naturaleza desencadenada de un problema aún mayor?

Tomé mi leche, del vaso de plástico rojo, y volví a pensar, idealizando las palabras escritas de mi madre en esa carta reveladora.

¿Y si podíamos ayudarlos?

Así fue como el cambio comenzó.

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