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☢️ El mal es real ☢️

HOPE

☢️ El mal es real ☢️

Casas de Bajos Recursos de Cheshire

El mal es real y habita aquí, habita en mí, en ella, en él, en los viejos que encuentras sentados como indios arrinconados contra alguna pared, en una esquina, o hechos un ovillo en el pavimento que precalientan sus cuerpos. Rezan, piden y oran... Oh..., sólo rezan, piden y oran una minúscula petición: «La extinción».

¿Quieres conocer el verdadero terror? Atrévete a dar el paso que dará un vuelco a tu paz mental y estilo ignorante de existencia.

Ven, yo te mostraré.

Es divertido estar aquí.

Realmente es muy divertido vivir aquí; del otro lado; del lugar antisocial que sueña con destruir al Reino; del lugar que muchos aseguran conocer por la mundana información que les ofrecen en sus escuelas privadas y de uniforme, pero que ninguno está seguro de que sea verdadera y confiable; porque ninguno a estado de este lado invisible y delgado de la línea que divide su mundo del mío, del «nuestro», el de los Shoah. El de Tatiana, Jerry y Gregory; a ellos ya los conocerás.

Somos los amos de este lugar. Nadie nos puede y nada nos hiere. Este mundo es una masa plástica y distorsionada que puede romperse —y lo hará— sólo cuando los Shoah quieran o decidan dar la orden de acabar con el dolor. Oh..., el bendecido y bienintencionado dolor que nos volvió fuertes, que nos salvó de la colisión en la que nuestros padres o madres nos dejaron para sobrevivir.

¿Y..., aun con todo eso, sigues ahí de pie, sólo mirándome y sin opinar?

¿No quieres entrar?

Vamos, te reservé un lugar.

Aquí, junto a mí.

Es sólo un paso. Da un solo un paso.

Si quieres te ayudo.

Es muy sencillo. Yo lo he hecho y no me va mal. O... ¿tú me ves mal?

Si te molesta mi apariencia...

Bueno, mi fiel gabardina de piel no debe escandalizarte, mis botas de cuerdas estranguladas no deberían incomodarte, mi camiseta rota y llena de agujeros no son de tu incumbencia, y mis pantalones negros y ceñidos a mis piernas flacas y largas no deberían asustarte, muchacha estúpida. O..., ¿muchacho estúpido? Oye, yo no juzgo. Al final, lo que importa es el placer. ¿No?

¿Qué pasa? ¿Sólo porque luzco como la Santa Muerte vas a huir de mí? Si fuera normal o sólo mascullara palabrotas en tu oído, te quitarías la tanga sin poner objeción y me la entregarías para que la oliera, olfateara tu experiencia o virginidad, las ganas que tienes de que pueda entrar en ti y reclamarte como llevas queriendo que haga desde que me conociste.

Al final todas las mujeres son unas recatadas que ansían abrirse cuando un hombre les ofrece su mundo.

Ellas no se parecían a las chicas que crecen por estos lugares. Los del otro lado son diferentes a los míos. Aunque varias de sus costumbres o adicciones eran las mismas que las nuestras, no terminábamos de vernos como dos opuestos que sólo pueden existir si nos mantenemos alejados, si no convivimos con los hijos de los padres que traicionaron a los «nuestros» hace años; porque éramos diferentes, teníamos problemas que afrontar y eso les hubiera costado su dichosa utopía monótona e idealista.

Sólo porque nacimos con el cerebro algo descomunal e indiferente a ciertas emociones, no nos vuelve una amenaza mortal para los del otro lado. He escuchado historias... Soy un espía y adicto a las sombras que tiende a romper sus propias reglas para crear unas nuevas. No por algo era el líder de este lugar olvidado por los clanes que encerraron a nuestros padres en la Cumbre de Cheshire.

Una rocosa, picuda e inclinada cárcel de máxima seguridad que estaba rodeada de arbustos con rosas azules, cuyas numerosas espinas estaban envenenadas. No merodeaban los guardias reales en ese lugar de concreto, con pisos de piedra cantera, recubierto de amuletos mágicos que ayudaban a dormir —pero no a pulverizar— las fuerzas del mal que los volvían más inteligentes y astutos que la gente normal del otro lado.

Nuestros padres vivían ahí, apartados de sus hijos y de todo mal que pudiera envolvernos para transformarnos en sus réplicas. Vivían ahí excepto las mujeres —más o menos normales— del Reino que desertaron por voluntad cuando la rebelión comenzó.

Nuestros hombres las preñaron como vacas que vincular con el mundo que nos dividía, sólo para joder aún más al Reino. Ellas se convencieron de que nuestros hombres sentían verdadero amor hacia sus ingenuos corazones, por eso decidieron irse; pero no era cierto, porque los «nuestros» no pueden sentir amor, cariño, respeto, al menos no como los normales creen que es correcto amar a otro ser humano.

Para los «nuestros» es una cuestión de poder y dominio: si lo quieres, lo tomas; pero si no puedes tenerlo, tienes que romperlo.

Una de ellas, de los casos que preñaron y desertaron junto a los «nuestros», fue mi madre. Era una mujer simpática; no bonita o hermosa, pero sí fuerte y leal. Flaca y plana por donde sea que quisieras buscar para despellejarla. Ruda y tierna. Dentuda como un animal de carga, de pelo y ojos como el pelaje oscuro de un gato. Sus ojos eran extremadamente grandes, y sus pestañas como las de un caballo. Era una cría de quince años cuando mi padre se obsesionó con ella y la secuestró, la violó y me dejó a mí en su vientre. El cautiverio la convenció de que mi padre y ella estaban destinados a conocerse de una u otra forma.

Murió cuando me dio a luz. Si lo pienso de otro punto de vista, más allá que el de la culpa natural que debería sentirse en estos casos, cuando entiendes el concepto de la muerte y esas cosas que te hacen normal y sociable..., en realidad, mi madre fue la primera víctima inocente que maté. Eso me hizo respetado entre los niños, los adolescentes, jóvenes adultos, adultos y ancianos, cuando salía a explorar las demás casas de Cheshire mientras crecía. Porque yo era el primero y único en ese lugar que tenía un pasado como ese, que nació porque su madre murió en el parto. Era temido, venerado, admirado por todos los críos con madres de aspecto considerable para sobrevivir en estos lugares.

Yo era el rey de este falso y pirata Reino de coronas de papel periódico y cartón, el mismo que desechaba la basura y comida cruda o expirada para los «nuestros».

Todos se inclinaban como girasoles, asentían con pavor, se deslizaban hacia atrás, o, cuidaban sus espaldas cuando me veían pasar, cruzar de una esquina a otra o sólo cuando me recargaba en una pared de ladrillo para descansar.

Sí... Todos, excepto Tatiana, temían de mí. Ella nunca estuvo asustada o mostró indicios de querer estarlo, sólo para complacerme o no tener problemas conmigo. Al contrario, ella llamaba a mis travesuras y bromas, algo mustio y aburrido. Es más, quería que la confrontara, porque le gustaba, le quemaba la sangre... No creía que mis juegos eran lo suficientemente buenos o dignos de respeto. Siempre me observaba, me miraba, me sonreía con ojos de mujerzuela coqueta. Ella despedía un olor apetecible que erizaba los vellos de mi nuca.

Me la cogí a los catorce años, cuando ella aún tenía trece. Fue mi amiga con derechos. A veces estaba conmigo por días, iba y venía como una gata salvaje, marchándose por semanas o meses hasta que un día cotidiano volvía a saber de ella como si nunca se hubiera ido. Era más fácil para mí fingir que no existía, que sentarme a esperar su visita.

Me negaba a considerarla algo cercano a mí. Aquí nadie tiene amigos, familia, seres queridos o conocidos, sólo socios o secuaces que podrías integrar en tu grupo o banda de supervivencia. Porque aquí se desataban guerras que ganar todos los días. Guerras reales, sucias, sin remordimientos, de la clase que tiñen las calles de sangre y carne humana.

Aquí es en donde vivo.

Casas sin seguridad, inclinadas como la torre de Pisa, que parecen edificios de diez metros con pintura roída y desgastada por las ratas y algunos escarabajos adheridos a las paredes; con baños de 2 metros por 2 metros, y altura considerable de los pies a tu cabeza; regaderas que salpican en todas direcciones; inodoros sucios con tazas sueltas (que podríamos reparar, pero no nos permiten tener armas o algún utensilio en este lugar).

¡Ah!, tampoco nos permiten tener productos de limpieza o algún otro que pueda ser usado para crear un arma química. Estamos incomunicados, atrasados, con escuelas cuyos maestros tienen absurdas faltas de ortografía y equivocados datos sobre la historia.

No está tan mal...

Los que residimos aquí de nacimiento estamos acostumbrados a vivir de este modo, con estas modestas consecuencias que nosotros (los hijos nacidos del pecado), ni siquiera provocamos o dimos la orden a nuestros padres de romper algunas de las muchas reglas del Reino. Porque gracias a ellos, los «nuestros» están condenados a vivir aquí para siempre.

A regodearnos del...

Calor...

Los gatos...

Los cuervos...

Las ratas...

Los insectos...

A refugiarnos de la...

Radiación...

Peligro...

Muerte...

Desapariciones...

Si no eres fuerte o rudo, o te pareces a tu padre o madre, bueno... Si quieres algo: lo tomas. Si no lo tienes: lo rompes.

Pero como ya dije antes: no está tan mal.

En realidad... eran sólo tres pisos con tendederos (sin lavadora), sólo con lavaderos y jabón en polvo que provocaba que la tela de tu ropa picara o irritara tu cuerpo. Por eso algunos de nosotros preferimos usar cuero, o ir desnudos de la cintura para arriba o abajo. Sin red de Wi-Fi, televisiones, computadoras, ventiladores o aires acondicionados que puedan salvarnos del maldito calor que nos envolvía como un manto de tóxica neblina que a veces descendía en el otoño o invierno.

El clima de aquí era extraño. Podía cambiar de un día para otro sin previo aviso. Hacía un calor abrasador durante semanas; lluviosas tardes con neblina otros días; vientos helados y nieve con el sol picando tu piel por meses. Nuestro clima se parecía a los estados de ánimo que teníamos los de este lado de la línea: días sin novedad, y días con granizo salido de la nada.

Qué mierda.

Salí de casa y caminé con furor por el vecindario en el que vivía. Mis botas golpeaban con fuerza la banqueta, y pateé alguna piedra en el camino a la casa de Tatiana. Mis manos formaron puños duros y apretados mientras avanzaba. Como siempre: todos agachaban la cabeza o se escabullían cuando yo pasaba. Me encontré con uno que otro anciano desnudo, embadurnado de mugre, polvo, tierra o barro que volvían sus pieles negras e irreconocibles. Estaban contra la pared, sentados como indios, implorando por «La extinción».

Oh, bendita seas extinción.

Me pregunto: ¿a qué hora llegarás?

¿Cuándo veremos esa profecía de la que los ancianos moribundos tanto hablan mientras les quema la piel el sol?

Seguí con mi camino, ignorando a todos los que fingen no temerme; la mayoría jóvenes y adultos. Quería ver a Tatiana. Deva me dijo que le estaba yendo bien en su negocio. Eso era bueno. Al fin Tatiana encontró algo en lo que era buena: Terapias de sexo. Algo así como una sexóloga, pero sin la ardua y aburrida tarea de la psicología.

Era mejor así: cuerpo con cuerpo. Piel con piel. Le gustaban los juegos y el morbo, estar con más de una persona. Odiaba la monotonía y la monogamia. Se aburría en exceso, y despreciaba los zapatos de tacón bajo. Quería más, deseaba más. Ella era experta en tener una ruleta de sexo caliente y húmedo que pudiera aprovechar sus necesidades diarias.

Aquí estaba, de pie frente a la basílica de prostitución que albergaba a más de doscientas chicas y chicos que no tenían adónde ir o sólo les gustaba coger por diversión.

Así era aquí: sin responsabilidades, sin reglas, sólo diversión y guerras. ¿Quién dijo que no podías divertirte en el campo de batalla?

¿Qué?

¿Aún no lo has decidido ya?

¿En serio? ¿Ni con todo lo que te he contado?

Vamos...

Sólo da un paso.

TATIANA

Basílica de Prostitución

Disfrutaba el sexo. Vivía de él. Me encantaba la sensación, las pausas de recuperación, los encantos del clímax, el brillo inexorable en el sudor de los cuerpos de una mujer, el agotamiento de los hombres que no podían más con mis exigencias. Así sabía cuáles eran los que valían la pena o los que me causarían problemas. Emanaban energía que no podía dejar de quitarles. Eran los virgenes y las desfloradas quinceañeras las que me buscaban. Me pagaban bien por los tips y juguetes sexuales que les vendía, por un módico precio.

Me terminé el cigarrillo y lo apagué en el cenicero improvisado de cristal roto de un automóvil abandonado. Tengo mis contactos. A mis diecisiete años había conseguido jabón de bote con aroma a coco, champú de una marca reconocida en el Reino, y hojas de afeitar para dama. Los cigarrillos eran un cargo extra que podía manejar, pero los encendedores eran los que me traían problemas.

Hay gente muy loca en este mundo.

El vicio es mortal, pero vivir aquí también. Supongo que se trata de averiguar el punto intermedio del caos que ocasiona la guerra.

Como sea...

No pueden decirle que no a esta carita. Soy un angelito. Aunque según Jerry (mi amigo), por el color natural de mis mejillas —siempre adoptaban una rojez parecida a la del fruto prohibido de Adán y Eva—, el apodo más conveniente para mí sería «manzanita». Jerry, el finolis y bajito del grupo que pesaba lo que una minimosca y medía sólo 166 cm, era nuestra arma secreta en Cheshire. A pesar de su estatura ridícula, y peso de chiste espanta suegras, Jerry "El Fino" estaba fibroso, tenía un músculo considerable adherido a sus huesos de pollo.

¡Ah!, y era leal. Por eso a Gregory y a Hope les gustaba tenerlo en su grupo, de cerca, como a un enemigo, porque a pesar de su apariencia desvalida tenía una habilidad increíble para memorizar datos y recitarlos de memoria. Era listo el grillo. A los Shoah les convenía tenerlo en su banda. A Hope no se le escapaba ninguna, también era inteligente, poseía una frialdad y astucia calculada que dejaba de lado lo sentimental porque, y según él en sus propias palabras, no podía sentir esos afectos.

Maldito mentiroso.

Claro que sentía. Todos lo hacíamos. No éramos unos monstruos. No creo que nuestros padres lo fueran tampoco, sólo eran diferentes. Tenían problemas, un pasado, un trauma que no se trató correctamente por la falta del maldito dinero. Al fin y al cabo, la sociedad tenía la culpa de haber creado lo que por años han tratado de retener en estos lugares, en la cárcel y casas de bajos recursos de Cheshire.

Tocaron a mi puerta. Era Hope. Lo hizo con esos característicos golpecitos suyos que siempre daba a alguna puerta.

Entró. Le sonreí expulsando el humo por mis fosas nasales. Como siempre me llamó «Corcel Indomable». Rodé los ojos y le ofrecí un cigarrillo.

—¿Te está yendo bien? —me preguntó encendiendo la silenciosa arma que eran sus labios... Esos carnosos y jugosos labios que me llamaron demasiado la atención desde la primera vez que lo vi.

Aunque, no fue sólo eso lo que despertó mi curiosidad por él, fue la bondad oculta de su oscura identidad lo que me obligaba a observarlo, mirarlo fijamente por horas mientras él creía que nadie lo estaba viendo.

La gente de por aquí hace cosas espantosas cuando cree que nadie las está viendo. La mente de Hope funcionaba al revés. Rebelaba esa belleza oscura que no permitía que nadie viera, porque el temor a ser descubierto haciendo alguna buena acción era más fuerte que su valor interno.

El chico que mató a su madre cuando nació se parecía físicamente a su padre, pero sólo tenían eso en común. Aunque tuviera poco de su madre, tampoco era una replica. Hope fue nombrado así por la única monja de nuestra iglesia; tenía un gran sentido del humor. Los del Clan dicen que «Hope» significa esperanza. Para los «nuestros» fue la primera blasfemia que le hicimos a los del Reino. Tener a uno de los «nuestros» con un nombre de esa categoría fue una bofetada para su patética normalidad.

A Hope parece no molestarle ser el único con un nombre de esa magnitud, pero sé que miente cuando dice que le da igual. Quizá por eso prefiere que lo llamen Tristán. Aunque, fue idea de Jerry nombrarlo de ese modo, Hope tomó la determinación de buscarse un nombre del que pudiera apoderarse. Después de todo, Jerry "El Fino" es el que nos ha apodado desde pequeños. Gerardo "Jerry" nunca lo admiraría, ni aunque le pagaran, pero sé que bautizó a Hope con un nuevo nombre, más que con un sobrenombre como los que acostumbraba a usar con medio Cheshire, para hacerlo sentir mejor.

Es un buen amigo.

—¿Tatiana?

—¿Mm?

—¿Te está yendo bien? —repitió.

—Ajá.

Me miró con una sonrisa de labios que me prendió al instante. Abrí las piernas para él. No tenía ropa interior, y no era fanática de afeitarme el vello que crecía naturalmente en mi cuerpo. A Hope no le molestaba mi bosque. No podría decir que le excitaba, porque Hope jamás revelaba ante ninguna mujer lo que le gustara o desagradara. Él sólo se las tiraba y disfrutaba. Él sólo satisfacía sus necesidades... No a diario, como yo, pero sí eran recurrentes sus encuentros sexuales.

—¿En qué piensas? —me preguntó cuando se acercó.

Mis piernas se abrieron aún más y humedecí. Saqué un pecho para él, abrí poco a poco mi bata y revelé la bronceada piel del valle de mis senos, barriga y pelvis. El nudo de mi cinta se apretó. Mis rodillas no temblaron, no era necesario, no era nuestra primera vez. Mi cuerpo jamás reaccionaba del modo cursi o sentimental cuando se trataba de cogerme a otro hombre o mujer. Yo siempre tenía el control de mi cuerpo.

—Quiero que me cojas —dije, pero no le ordené. Sabía que odiaba que le dieran órdenes.

Tomó la cinta de mi bata y deshizo el nudo. Mis melones quedaron al descubierto. Mis erectos pezones marrones ansiaron su habilidosa lengua. Sonreí aún más. El cigarrillo aún seguía en su mano. El humo que desprendía la punta me excitó. Mi clítoris palpitó. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás a la espera de su respuesta.

—Estás ansiosa —comentó—. ¿No has tenido clientes hoy?

Sonreí. —Sí... Pero tú me conoces, sabes que siempre quiero más...

Y no era mentira.

Sentí tanto calor ahí abajo que necesité un helado chorro de agua que refrescara mi feminidad. Pero lo que él hizo, sólo provocó que la invasión me sobresaltara y gimiera ante la tortura a la que él me sometía por pura diversión. Yo estaba sentada como si estuviera en una silla eléctrica: vulnerable y ansiosa, deseando que terminara pronto su preludio, pero que no fueran demasiado rápidas sus descargas eléctricas. Quería disfrutar como los «nuestros» el famoso paso a otra dimensión durante el sexo.

Se inclinó y sopló el humo del cigarro en mi ardiente sexo. Estallé. Se me escapó un jadeo, y mordí mi labio inferior como si esa fuera la respuesta de mi precalentamiento sexual. Mis pezones, esta vez, rogaron un lengüetazo, sólo uno. Puse los ojos en blanco cuando mis plegarias fueron oídas, y la cálida lengua de Hope poseyó el centro de mis deseos, succionando, disfrutando, divirtiéndose con la carne hinchada de mi cuerpo.

—Oh... Ah... ¡Ah! —jadeé, gemí y grité con rudeza, cuando su lengua dio ligeros golpecitos al capullo que tenía atrapado entre sus dientes. Eso me ayudó a venirme en su boca.

Hope lamió la comisura de su boca, y me miró con esa expresión suya de cómplice en el crimen. Le satisfacía ver mi sonrisa embalsamada y sudor en la frente.

Se levantó y quitó la gabardina mientras me recorría y comía el cuerpo con los ojos, mientras yo tomaba la humedad de mi intimidad y me masturbaba frente a sus ojos. Sus pupilas estaban dilatas, abarcando por completo la iris oscura de su seria expresión. Me sentí como todas esas veces cuando él y yo nos cogíamos hasta alcanzar el éxtasis: experta. Ni siquiera me dolió la primera vez que lo hice. Estaba demasiado mojada y excitada que ni siquiera sentí el ardor o la incomodidad de su pene.

Me mordí la uña de mi índice, mirándolo con coquetería.

—Ve a la cama y abre las piernas.

Lo hice. Terminé de quitarme la bata, y él el resto de su ropa. Mi cuerpo bronceado y pezones erectos lo saludaron. Era morena, casi alta, casi bajita, tetuda y con buenas nalgas, atlética y bonita, tenía el pelo corto tipo hongo y bien arreglado.

Mi estilo les fascinaba a los hombres, pero más a las mujeres.

No me clasificaba. No creía en las reglas de los homosexuales: hombre con hombre. O en las de las lesbianas: mujer con mujer. Tampoco me consideraba una persona bisexual: a veces sí con una, a veces no con otro. Simplemente no me gustaban las etiquetas o pensaba que toda la gente que ocultaba sus curvas era bonita. Me había quedado en claro algo a lo largo de mi existencia: chicas o chicos tímidos son los más guapos.

Hope quedó al descubierto. Me calenté otra vez. Volví a lamer mis labios mientras mi cabeza se echaba hacia atrás, invitándolo a saborearme. Pero como sabía que a Hope no le gustaba perder el tiempo, no lo dudó y me penetró de una sola estocada, llevándose consigo el preámbulo, y estimulándome el clítoris mientras sus bolas golpeaban con fiereza mi perineo.

Amaba coger con Hope. Él cumplía una tarea importante en mi vida. Éramos amigos. Aunque él no creyera en la existencia de un lazo verdadero como el de la amistad, sabía que más allá de este vínculo que compartíamos, le gustaba mi compañía.

Mis manos acunaron sus mejillas, lo miré a los ojos como su esclava mientras su dureza me partía en dos. Intenté guiar su boca a la mía pero... como la costumbre lo dictaba, me fue imposible que cediera aun cuando estaba entregado al placer. Hope jamás había besado a ninguna chica en su vida. Coger, sí lo hacía. Pero nunca unía sus labios con ninguna mujer. Cuando le pregunté por qué, él respondió que consideraba los besos como una sumisión íntima. Creía que una mujer no debería tener el control.

A Hope le gustaba ser el macho Alfa, un superior, una especie diabólica y burlona del lado oscuro del Reino; si es que aún quedaba un pedazo luminoso de ese lado de la línea.

Masculló palabrotas sucias, y algunas en nuestro idioma de nacimiento: maga. Aunque, los del Clan lo nombraron «Latín» hace siglos, y aseguraban que maga significaba bruja en Latín; un idioma que sólo estudian los del otro lado —pero que no practican— los «nuestros» niegan sus palabras sin hechos que los sustenten.

Volo te clamare... volo te clamare nomen meum* —gruñó en mi oreja.

Lo complací. Pero lo llamé Tristán. Se hundió una y otra vez en mí hasta que consiguió lo que quería. El orgasmo que nos consumió a ambos fue avorazado por el mismo hombre sombrío, temido por todos, que se llevó todo de mí como hacía siempre que se le apetecía cogerme cuando quisiera.

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La comida aquí no era escasa, pero sí sencilla. Arroz y frijol con tortillas, sopa de ajo o habas, papas y tomates... Etcétera... Anchoas y salchichas crudas. Jamás comíamos pan o dulces como los del Reino. Nunca probábamos pavo o codorniz. Por eso muchos de los «nuestros» sufrían de anemia, virus responsables del agua supuestamente potable que nos proporcionaban los del otro lado, enfermedades de infección en los oídos, el estómago o la garganta, entre otras cosas.

Dividíamos los recursos entre nosotros. Bueno, algunos de nosotros lo hacíamos: los adultos les ofrecían sus mejores alimentos a los niños, los ancianos les daban sus mejores raciones a los jóvenes; porque les concedían asilo. A los jóvenes, los «nuestros», no les importaba que apestaran o tuvieran un aspecto al desnudo. No sabíamos por qué los adultos ayudaban a los niños, o por qué los jóvenes y ancianos tenían ese acuerdo de dar y recibir. Pero a los adolescentes, los «nuestros», no nos importaban los tratos por debajo de la mesa que tuvieran.

De cualquier modo, los adolescentes estábamos solos. Veíamos a chicos de diez años matándose por sobrevivir, vendiendo, indignándose, ahorrando los escasos papeles (dinero de los «nuestros») que teníamos.

—Vamos, nos toca —dijo Hope. Avanzamos y nos detuvimos como los «nuestros», delante de las gigantescas puertas de hierro que desprendían radiación calórica por el sol abrazador.

Hacía demasiado calor.

Los del otro lado sólo dejaban las cajas en las enormes puertas de hierro, protegidas las veinticuatro horas del día por los guardias reales, cubiertas sus caras por máscaras, para que nadie supiera sus identidades; ni siquiera entre los suyos.

Sólo nos alimentaban una vez al día: a las seis de la tarde. Sin excepción, todos —incluso los ancianos— se reunían con nosotros. Los niños corrían descalzos o con huaraches gastados por la zona, apiñados y despeinados. Los jóvenes vestían trajes de baños, y las mujeres iban en bikinis o enseñando las tetas, con lentes de sol o diferentes estilos de bolsos y peinados. Los adultos se mantenían apartados de nosotros, eran anónimos e indiferentes; actuaban como si fuéramos el filo, pero no el mango de una clase especial de cuchillo.

Nos entregaron nuestros alimentos cuando fue el turno de los adolescentes. Frijol y arroz. La delicia para los «nuestros».

—¡Miren nada más a quién tenemos aquí! —exclamó una voz conocida para los dos.

Me volteé y distinguí a Gregory, acercándose a paso de modelo hasta nosotros, presumiendo los músculos debajo de su chaqueta de cuero, y abdomen de lavadero sin vello. Gregory "Pitt" —apodado así por Jerry— era alto, unos centímetros más alto que Hope, apuesto y de facciones de ensueño, de cuerpo envidiable como el de un atleta que se la vive en el gimnasio. Era comprensible que su masa corporal fuera de ese volumen, porque su madre tenía un cuerpo más o menos igual que el suyo.

Estaba trabado, ¡obvio!

—¡Los amantes! —exclamó como si estuviera presentando nuestro número en una Obra Teatral. Hope ni siquiera se inmutó. Gregory se deslizó como si estuviera en una pista de baile, y chocó con el hombro de Hope en un gesto amistoso. Le dio un ligero codazo, y Hope lo miró y también le dio un golpecito en las costillas. Ese dar y recibir para Gregory significó un gran logro.

Mi ceño se frunció. —Oigan..., ¿y Jerry?

Una diminuta mano en mi hombro desnudo me tomó por sorpresa. Solté un ligero alarido de pasmo, pero fue sólo eso. Aquí no puedes darte el lujo de mostrar miedo, te consideran carne de gallina si lo haces.

Su cabeza y finas facciones pasaron por debajo de mi brazo y me abrazó. —Hola, manzanita —me saludó su infantil y amable sonrisa.

También le sonreí. No demasiado porqué eso significaba vulnerabilidad. Y los adultos estaban observándonos. Jerry y Gregory eran diferentes a Hope. "El Fino" y "Pitt" eran carismáticos y bromistas, mientras que Hope era serio y... frío. Aunque con Hope las cosas fueran fáciles, e ibas directo al grano..., no te convenía relacionarte con él, por más deseable que te pareciera su estilo de Santa Muerte.

—¿Ya comieron? —nos preguntó.

—No —dijimos los tres al mismo tiempo.

—Bueno, esperen aquí —palmeó los hombros de Hope y el mío—. Susana está de guardia —dijo, se quitó la gabardina, y peinó en pico su corto y rubio cabello—. Esperen aquí —me tendió su gabardina, pero no la tomé. ¡Ni madres! Cayó al suelo.

Gregory me miró mal, y también a la prenda en el suelo. Volvió a mirarme, y puso los ojos en blanco. —Como sea —masculló y fue hacia la guardia llamada Susana.

—¡No soy tu puta sirvienta! —bramé antes de que se fuera.

—¡Me da igual! —respondió de espaldas a mí.

Lo vimos alejarse. Susana, cómo no, en cuanto lo vio desnudo de la cintura para arriba, se sonrojó. Ella y él... Bueno, ella le debía un favor.

No demoró en volver con alimentos no tan caducos, y darnos nuestros platos desechables con porciones adecuadas para la cena. Comimos de pie y en silencio.

Un ruido desconocido por los niños de esta generación, sonó por los varios altavoces colocados en distintas partes de las casas de bajos recursos de Cheshire. Fue un extraño estruendo; rápido y conciso. Hace años que no lo oíamos por aquí. No había necesidad. Los del Reino sólo lo utilizaban para mantenernos al corriente de sus estúpidos decretos.

Pero... éste en particular, nos cambió la vida. Las nuestras. La mía, la de Jerry, Gregory, y... Hope. Y todo porque una niña mimada se reveló contra su padre, contra el hombre llamado James Brenneman que encerró a nuestros padres y madres en la Cumbre de Cheshire.

—¡MUY BUENOS DÍAS, ELLOS! —Habló un hombre joven y animado, casi cirquero, por los únicos altavoces inutilizados de esta zona, despreciándonos mientras pronunciaba la palabra «Ellos», como una especie inferior a la suya. Gregory le lanzó el dedo del mal al altavoz principal—. ¡¿DISFRUTANDO LA CENA?!

—¡Técnicamente es desayuno, idiota! —le respondió Gregory. La banda se rió, incluso Hope sonrió un poco.

—¡CÓMO DE SEGURO YA LES HABRÁN INFORMADO, TENDREMOS UNA NUEVA ELEGIDA ESTA SEMANA EN EL REINO! ¡Y ¿ADIVINEN QUÉ, AMIGOS MÍOS?!

—¡No somos amigos de traidores! —le gritó Gregory a los altavoces.

—¡SERÁ LA PRIMERA MUJER EN ASCENDER A LA LÍNEA REAL DE ÉSTE, NUESTRO PRIMER, SIGLOOOO!

—Ajá, y a nosotros qué —dijo Gregory mientras masticaba su arroz.

—¡CUYO PRIMER DECRETO REAL SERÁ... —Mantuvo el suspenso, y añadió como si le estuviera dando la vuelta a la hoja de la libreta en donde le anotaron qué decir—: QUE LOS HIJOS DE NUESTROS ASESINOS AHORA VIVAN ENTRE...! En... En... —se asustó, todos lo supimos. En silencio, y hablando entre dientes, leyó la información hasta que... su gritó lo cambió todo—: ¡¿ENTRE NOSOTROS?!

📝📝📝
Nota:
Volo te clamare... volo te clamare nomen meum* Quiero que grites... Quiero que grites mi nombre*
Trataré de actualizar una vez a la semana. Un beso y bonita noche.

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