8._Juicio
Zamasu estaba sentado en la pendiente de un montecito en medio del bosque, viendo a un grupo de esos niños jugar mientras practicaban sus poderes telequineticos. Con el brazo apoyado en su rodilla que había subido casi a la altura de su rostro y a ratos mordiendo una manzana, el dios permanecía ensimismado. Llevaba varios días vigilando a esas criaturas como si en ellos estuviera buscando respuestas a preguntas desconocidas. Soluciones a dilemas que estaban proliferando en su conciencia, en su ego, en su alma, pero que no tomaban forma concreta. Mas sus voces lo complacían y apartaban ese silencio molesto de él. A ratos, aunque no lo dijera en voz alta, hasta se le hacían graciosos.
–Señor Zamasu– lo llamó uno de los niños cuando él estaba por morder su manzana– Mire lo que puedo hacer– le dijo al extender las manos hacia delante para levantar una roca enorme que desenterró del suelo con su telequinesis. Lo hizo tan rápido que no pareció esforzarse.
– El poder mental de esta especie es impresionante– pensó Zamasu mientras observaba la roca volar por encima de dos de los niños– Me preguntó si serían capaces de...
Las apreciaciones de Zamasu se vieron interrumpidas debido a que tuvo que intervenir para que esa mole no aplastará a uno de los chicos. Usando su propia telequinesis sostuvo la roca y regaño al pequeño por su imprudencia. Con cuidado Zamasu devolvió la piedra a su sitio poniéndose de pie para ir hasta el niño.
–Sera mejor que ensayes eso cuando Mizu este cerca– agregó al pasar junto a él para internarse en el bosque e ir en busca de la mayor de esa especie.
Habían pasado diez días desde que esos seres habían despertado y desde entonces su aspectos era exactamente el mismo, pero el de Mizu era diferente. En ese tiempo aquella criatura sin características de género comenzó a desarrollar algunas. Si cabello creció, su cintura se acentúo, sus caderas se ensancharon y su voz tomó un tono más dulce. Zamasu la encontró dormida entre un montón de hojas secas que posiblemente ella había apilado. A su lado habían dos niños y entre sus brazos un bebé que estaba despierto chupando su mano.
Zamasu se paró a su lado para verle. En su universo no habían humano como Mizu y esos niños. Al menos él no podía recordar ningún mortal semejante, aunque la verdad desconocía mucho de la vida en su universo y no por falta de atención, sino porque era tan grande que ni siquiera sus millones de años de vida serían suficientes para conocerlo por completo. La vida era tan vasta y se movía tan rápido que incluso para los dioses era imposible abarcarla por completo. Ellos estaban en otro plano, viviendo otro tiempo. Los días para los dioses podían valer lo que un siglo para los hombres o lo que una vida para una mosca.
Mizu se agitó entre sueños. El bebé sobre ella parecía estarla incomodando por lo que Zamasu lo tomó por la ropa para luego acomodarlo en su brazo izquierdo e hincarse junto a Mizu para despertarle. Ella solo cambio de posición y siguió durmiendo para fastidio de Zamasu que al alzar la voz acabó por hacer llorar al niño. Eso sí hizo a Mizu abrir los ojos y sentarse sobre las hojas viendo a todos lados. Los otros dos niños despertaron también, pero estos lo hicieron con mucho ánimo poniéndose de pie para luego echarse a correr.
–No se alejen mucho y no coman esos frutos rojos que crecen en los arbustos– les recuerdo Mizu poniéndose de pie.
–¿Por qué les pides que no coman esas bayas rojas?– le preguntó Zamasu devolviéndole al bebé.
–Son venenosas para nosotros– contestó Mizu– La primera vez que probé unas estuve casi una semana retorciéndome de dolor y está sangrando por la boca– Mizu acunó al bebé entre sus brazos con ternura antes de continuar– Este planeta es muy hermoso y tiene muchos recursos que nos permitirán desarrollarnos aquí, pero también tiene muchos frutos, animales, minerales y demás cosas que son nocivos para nosotros. No es nuestro planeta por lo que no está preparado para recibirnos, como nosotros no lo estamos para evitarlo. Pero estoy seguro de que con el tiempo nos adaptaremos.
Zamasu recordaba que Gowasu le había contado de como él, cuando era un dios joven, tuvo que trasladar especies completas de un planeta a otro que contaba con mejores condiciones para albergarlos, así como también tuvo que enseñarles de manera indirecta las formas para conseguir ciertos recursos. Ese tipo de intervenciones estaban permitidas, pero él nunca tuvo la oportunidad de hacer algo así. Tampoco se mostró interesado en ello. Para Zamasu era como mover un problema de un punto a otro nada más. Sin embargo, sabía muchas cosas como dios que era. Un conocimiento que se rehusaba a entregar a Mizu y su gente con la excusa de que supuestamente eran descendientes de una civilización avanzada.
Mientras veía a Mizu tranquilizar al bebé, Zamasu observó que ella había desarrollado sus pechos. Hace días lo venía notando, pero esa mañana el proceso parecía haber terminado. Tenía curiosidad por saber cómo había conseguido algo así y le preguntó casi de una forma cándida e infantil.
–Bueno... estos cuerpos en realidad son artificiales. Nuestros más hábiles científicos decidieron desarrollar estos vehículos para lidiar con la falta de recursos como también con los cambios atmosféricos y climáticos que se produjeron en el planeta y nos estaban afectando seriamente. Son mucho más eficientes que un cuerpo humano natural y también están dotados de algunas ventajas como lo son poder desarrollar características sexuales dependiendo de nuestra elección de género. Claro que una vez se escoge si quieres ser un macho o una hembra no puedes volver a modificar la naturaleza de este cuerpo. La mayoría de nosotros toma esa decisión cuando ha alcanzado la madurez.
– Así que un cuerpo sintético– pensó Zamasu sonriendo para sus adentros con algo de arrogancia– Eso explica porque no puedo sentir tu ki– agregó cruzando sus brazos de forma relajada– Eso quiere decir que tomaste la decisión de ser una mujer– le dijo en busca de continuar la charla.
–Sí. Siempre sentí que lo era y también me parece que la figura de una mujer dará más confianza a estos niños– le respondió Mizu y siguió hablando con el dios mientras se echaba a andar.
Zamasu la siguió poniendo las manos tras su espalda, entelazandolas de manera algo tensa, y avanzando lento un paso atrás de ella. Mucho habían estado hablando esos días y pese a ello, él seguía manteniendo la distancia. Esos humanos no le causaban tanto disgusto como esperó, pero estaba lejos de decir que le agradaban. Sin embargo, observarlos le ayudaba a mantener a esos espectros y voces lejos, pero también lo hacían reflexionar bastante.
Una cosa que Zamasu siempre reprochó a su maestro fue su pasiva postura ante el mal en el universo. Zamasu sostenía que teniendo el poder para erradicarlo debían hacerlo, sin embargo, viendo a esos niños se cuestinó cuál era el mal del universo al que él se refería exactamente y todavía más importante era responder a la pregunta: ¿realmente se puede erradicar el mal? Los niños de Mizu, a su tierna edad, manifestaban conductas egoístas y hasta malvadas a veces. Se peleaban de forma violenta o se quitaban las cosas los uno a los otros. Ellos nunca vieron algo así, pero actuaban así. Zamasu siempre dijo que los hombres tenían una conducta autodestructiva, que aquello era connatural en los humanos, mas nunca consideró lo difícil que podía resultar para ellos luchar contra esa parte de su naturaleza. El esfuerzo por hacer lo correcto, por no actuar motivados por los deseos egoístas debía ser descomunal y sobretodo una batalla constante que debía conllevar muchas derrotas. La lucha del bien contra el mal se libra primero en si mismo y Zamasu lo entendió teniendo que combatir sus impulsos por destruir a esa gente que sabía que terminarían tal y como lo hicieron sus ancestros.
La vida parecía un ciclo infinito. Toda especie crecía hasta alcanzar su auge para después iniciar su declive, pero incluso al llegar a la fase agonica los humanos se negaban a morir. La vida, incluso corrompida, siempre se abría paso, siempre intentaba seguir avanzando y para ello tenía que alimentarse, consumir recursos que no eran infinitos. No había algo que fuese creado que prevaleciera infinitamente.
Oyendo a Mizu el dios alcanzó la gruta donde ella y los niños se estaban resguardando. Ahí también ella mantenía aquella caja blanca que quedó al destruirse la nave. Durante todo ese tiempo, Zamasu quiso preguntar que había allí sin atreverse a hacerlo. Una parte de él se hacía una muy buena idea de que podía ser, por lo mismo prefería no saber. No quería destruirlo.
–Zamasu– le habló Mizu al dejar al bebé en una cuna que ella había hecho tejiendo unas hebras silvestres– Nunca me has dicho que haces aquí...¿Puedo saberlo?
–Estoy descansando– le respondió sonríendo condescendiente.
–¿Descansando? Nunca pensé que los dioses descansaran– comentó Mizu.
–¿Por qué no? Cuidar de ustedes es agotador y frustrante– le dijo Zamasu con su habitual arrogancia.
–Imagino que sí– murmuró Mizu cubriendo al bebé con una manta. Ella no lograba verlo como un dios, pero reconocía en él a alguien superior y le mostraba respeto– ¿Te irás cuando tu descanso haya terminado?– le preguntó Mizu.
Esa respuesta Zamasu no la tenía por lo que se retiró como solía hacer. Sin decir nada y tan rápidamente que Mizu solo sintió una brisa acariciar su cuerpo. Sonriendo la mujer miró la caja blanca. Lo que estaba ahí no sabía cuando debía exponerlo, pero confiaba en que tendría una señal que se lo indicara. Algo en su corazón o bien algo más significativo.
Zamasu a ratos requería estar solo. Lo necesitaba pese a temer encontrar ahí el silencio del vacío y los rumores de su agitada conciencia. Era parte de su naturaleza buscar la soledad y al amparo de ella, esa tarde, Zamasu acabó volviendo a la cabaña que lo albergo ese año en que su plan cero humanos se echo a andar. Recordaba que esa construcción estaba vieja y que en sus delirios él la había estropeado más, pero lo que encontró lo dejó perplejo. La última lluvia había causado un derrumbe que acabó sepultando la cabaña bajo toneladas de barro y piedras. No había allí más que ruinas. Tablas rotas asomándose del lodo como lápidas sin nombre. Zamasu las observó y se dio la vuelta sonriendo, pues vio en ello una metáfora a lo que había sucedido con él.
–¿Qué se supone debo hacer ahora, su excelencia?– le preguntó en su pensamiento a su maestro, casi deseando ver otra vez su espectro para que le diera una respuesta.
Pero su deseo no ocurriría. Su maestro no estaba más. Él lo había asesinado y su fantasma se había ido para siempre. Estaba solo. Solo y perdido lo que era indigno de un dios. Siguió caminando hasta la noche cuando algo en el cielo llamó su atención. Una esfera de luz brillante de color azulino parecía estarse acercando a la Tierra. Al principio no le dio mucha importancia, pero conforme las horas siguieron avanzando esa esfera se fue haciendo más grande y para cuando se reunió con Mizu, su diámetro era muy preocupante.
–Es un asteroide– le dijo la muchacha que estaba junto a los niños. Se oyó muy seria– Impactará con este planeta cerca del amanecer y a juzgar por su talla yo diría que...
La mujer no habló más y no era necesario. Si esa roca se estrellaba contra la Tierra, el efecto podía ser semejante al que tuvo el asteroide que extinguió a los dinosaurios. Mizu se veía tranquila, aunque su mirada era grave. Zamasu la vio reunir a los niños y hablarles en otra lengua. Ella le había dicho que su gente había desarrollado un lenguaje único en su galaxia. Él no entendía que decía, pero la actitud de Mizu y los niños lo hizo intuir sus intenciones.
La mujer se paró en medio de los chicos que entrelazaron sus manos y cerraron los ojos. Nadie podría verlo, pero juntos crearon un escudo por encima de la troposfera que provocó un inmediato cambio en la atmósfera, Zamasu lo sintió alzando sus ojos al cielo.
– Una barrera– exclamó Zamasu conservando todavía la calma– Ese asteroide no estaba ahí anoche. La velocidad a la que debe estar viajando no permitirá que...– pensó y miró a la chica– ¡Mizu! ¡La fuerza con la que el asteroide golpeara la barrera la hará pedazos!
–No podemos detener el asteroide, no con la fuerza de los niños, pero si disminuir el impacto– le respondió ella, pero lo hizo por medio de telepatía– Este mundo es nuestro ahora y lo vamos a proteger...
Zamasu miró al cielo. La luz se hacía cada vez más brillante y la circunferencia más grande. En menos de una hora ocurriría la colisión. Podía retirarse. Usar la teletransportación e irse a cualquier otro mundo. Conservaba el anillo del tiempo, podía ir a otra línea temporal, pero por alguna razón ni siquiera consideraba esas opciones. Zamasu tenía otro debate en mente. Un asteroide que impacta un planeta para nada es un evento aislado y mucho menos antinatural. No era algo en lo que un dios intervendría. Los planetas nacen y mueren todos los días. Entonces ¿por qué la idea de dejar que la Tierra fuera devastada por un evento fortuito le molestaba? Miró a Mizu y casi estaba seguro de que no experimentaba por esa persona ningún tipo de afecto o apego especial, pero...
Zamasu voló al cielo como una flecha luminosa elevándose por encima de la barrera invisible que habían formado Mizu y los niños. Desde allí podía ver la curvatura de la Tierra entre nubes y claros en los que se asomaba el mar. Al levantar la vista al firmamento, más allá de la atmósfera del planeta, Zamasu contempló aquella roca que se precipitaba contra el mundo al que él había estado llamando Cero, pues ese fue el lugar donde todo inició. Desde allí expandió su justicia al universo y de allí era originario también el mortal que detonó su locura. Zamasu tenía el poder de destruir un planeta con su energía, hacer estallar una roca por más rápido que se precipitara sobre él no fue para nada complicado. Le bastó un ataque de energía para fragmentar el asteroide y crear para los mortales ahí abajo un espectáculo maravilloso.
Mizu y los niños vieron una lluvia de estrellas fugaces doradas desaparecer en la noche, entre las plateadas estrellas que titilaban en el firmamento y la sombra de las montañas en el horizonte. Decenas de luces surcaron los cielos iluminando las ruinas de las ciudades, los fragmentos de esqueletos de hombres que todavía se asomaban entre la vegetación y a la flora misma que en ausencia del ser humano prolífero fuerte y hermosa. Como el estallido de un fuego artificial majestuoso resultó la ruptura del asteroide que amenazó la vida de ese pequeño planeta y sus nuevos habitantes. Así de majestuosa, bella y alegre resultó la primera obra digna de un dios que realizó el aprendiz de Supremo Kaiosama que mirando el mundo desde lo alto, contempló la sonrisas de los pequeños mortales y la magnificencia de la vida humana.
Zamasu tardo bastante en descender lo suficiente para que esos mortales lo vieran también. No pisó la Tierra de nuevo, No porque no quisiera sino porque tuvo miedo. Todavía no terminaba de lidiar con sus sombras y ese acto le pareció muy ajeno a lo que él era o a lo que creía ser. Callado los observó con una mirada serena casi paciente hasta que escuchó la voz de Mizu en su mente.
–Gracias– le dijo ella viéndole como si supiera que él no se quedaría para ayudarle con su tarea, pues no le correspondía.
–Cuida a tus niños– le respondió él– Y a este planeta– agregó antes de huir al cielo de nuevo dejando esas palabras como mandato divino y como despedida.
Así fue la primera vez que Zamasu mostró respeto y consideración a los hombres.
Escapó luego porque seguía sintiendo vergüenza y no quería considerar ese acto como una acción redentora por todos los pecados que cometió, pues estos eran demasiados. Una acción no sería suficiente. Quizá ni mil acciones podrían hacer que lo que hizo con la vida humana se viera menos terrible, ni estaba seguro de querer que así fuera...
–¿Ahora estás del lado de ellos?– le preguntó su voz en su interior– Nada cambiará. No serán distintos a los otros humanos. No importa lo que haya dicho Mizu. Los mortales nunca han cuidado de sus plantas.
–¿Quieres callarte?– se dijo Zamasu como hablando entre dientes y se detuvo a ver la Tierra un momento antes de continuar.
–Entonces es eso. Una posibilidad en el tiempo sin propósito que tienes– le respondió la voz a lo que el dios contestó sonriendo y dándose la vuelta decidiendo buscar otro mundo. Su tiempo en la Tierra había terminado. Él concedió a esos mortales la oportunidad de vivir como se concedía a sí mismo la oportunidad de creer o de intentarlo.
Pero en lugar de salir volando hacia otro planeta, Zamasu terminó siendo llevado a un sitio muy lejano, un lugar más allá de todos los universos. Para él ocurrió en un parpadeo. En un momento estaba flotando en el vacío del espacio y luego estaba en ese palacio de proporciones infinitas, de paredes inexistentes, en medio de dos hileras de columnas que flotaban sin suelo y sin cielo. Desorientado giró en noventa grados encontrándose con un individuo que lo miraba con unos ojos grandes, claros, pero inescrutables. Zamasu jamás le había visto antes y, sin embargo, supo que le debía reverencia por lo que puso una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza con una mirada cargada de temor.
–El Rey De Todo lo ha llamado a su presencia, aprendiz de Supremo Kaiosama Zamasu– le dijo aquel ser sin tomarse la molestia de presentarse y restregándole en la cara que no había alcanzado el título que pensó tener. Pero eso no era lo importante como si la razón por la que había sido llevado allí.
Callado, siguiendo la indicación de aquel ángel, Zamasu se levantó para seguirle a través de ese corredor en ese espacio silente, vasto y abrumador. No hacía falta pensar demasiado para saber que lo esperaba al final de esa caminata. Sin embargo, existía la incertidumbre respecto a su destino. El juicio por sus acciones iniciaría y sabía que sus argumentos no tenían validez para defender la hilaridad que se atrevió a llamar justicia.
Al recordar como su maestro lo había invitado a sujetar su mano e ir a excusarse ante Zen Oh Sama, Zamasu esbozó una sonrisa que llamó la atención del Gran Sacerdote que había volteado verlo por encima de su hombro. Su suerte estaba echada. Así como él impartió un juicio sobre los hombres ahora él sería juzgado por sus acciones. Tenía miedo sí, pero quién no tendría temor de acabar siendo destruido por completo, sin dejar sobre la existencia una miserable partícula que sea testimonio de que estuviste ahí.
Al fin Zamasu se encontraba ante su juez. No estaba listo ni para desaparecer ni para seguir existiendo. Lo que ocurriera con él no dependía más de él, como la vida allá en el universo no dependía más de ningún dios.
El sol iluminaba la Tierra cuando las puertas del salón del trono del gobernante de la existencia se habrían para un dios demente que apenas recuperaba el juicio.
–Mizu– la llamó uno de los niños mientras ella veía el cielo azul de la primera hora de la mañana– ¿Volveremos a ver al señor Zamasu?– le preguntó.
–No lo sé– respondió Mizu tomándole la mano– Espero que sí– agregó y llamó a los otros a la gruta. Era momento de abrir esa caja blanca, su corazón y la acción de Zamasu se lo dijeron.
Fin.
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