9| Mi Dulce Princesa.
De un momento a otro, el ambiente se volvió denso.
Era como si la espesa capa de neblina, creada por el frío día y combinada con el ligero humo de las velas, existiera con el único fin de hacer de ese momento uno aún más funesto y memorable.
Asfixiando así los sentidos marchitos por el llanto de los familiares y el lamento silencioso de su joven guía.
El triste cántico de un coro conmocionado, impulsado por los desgarradores gritos, el llanto desenfrenado, el gélido y tempestuoso cielo, hacían de aquella escena la más triste de las tragedias. Una que nunca debió haber sucedido.
Liliana, alguna vez alegre y amorosa, era transportada en aquella pequeña caja de color plata que se hacía llamar ataúd, muy a pesar de haber sido hecho para un frágil y pequeño cuerpo infantil.
Era doloroso ver lo diminuto que era entre las manos de dos enormes hombres, envueltos en un profundo color negro. Cada uno, ubicado en un extremo, sostenía el diminuto cuerpo que alguna vez saltó y corrió; llenando de vida y amor, los corazones de sus padres y con ello, los largos y desolados pasillos de aquel que representaba su tierno hogar.
La niña que alguna vez arrancó cientos de risas amorosas, ahora extirpaba miles de lágrimas apenadas, llevando tras de sí, una modesta multitud de personajes rotos, que caminaban de la mano con la pérdida y la falsa resignación. Porque, al final de cuentas, ¿De quién era la culpa?
¿Quién fue el culpable de que tan terrible evento se celebrara esa tarde de octubre que apenas comenzaba?
La cantidad de factores, candidatos a ser la odiosa y absurda respuesta a esa pregunta, eran bastantes. Si se pensaba más a fondo en ello, un sinfín de ''quizás' aparecían en el horizonte.
Quizás, fue culpa de los padres. Sí, esos mismos que ahora cruzaban ese cementerio con la cara manchada de lágrimas y el dolor de la pérdida tatuado en sus jóvenes rostros.
¡Sí, ellos! ¡Que la descuidaron por un minuto en el asiento trasero del auto!
Después de todo ¿Quién podría ser tan desalmado como para caminar unos cuantos metros lejos del vehículo e ir al cajero automático, dejando a su pequeño tesoro desprotegido dentro del automóvil?
Seguramente, fue culpa del asesino, quien ahora esperaba su juicio, sentado en la delgada butaca metálica de una gris celda. Sonriendo al evocar los "agradables" momentos que compartió con la pequeña Lily, sin sentir remordimiento alguno.
¡Sí, de él es la culpa!
De él que, nadando en su enfermedad repleta de depravación y narcisismo, creyó que era una buena idea llevarse a esa bella criatura y hacer con ella lo que le viniere en gana. Limitándose a tirar su cadáver mancillado en un contenedor de basura, una vez vio que ya no le servía de nada su cuerpo putrefacto.
Tal vez podría ser culpa de la madre del asesino. Porque no lo "educó" bien. Porque no lo cuidó", ''Porque no fue "capaz" de detectar que algo fallaba en la mente de su hijo desde una temprana edad.
Pensando en ello. Quizás, no fue la culpa de ninguno de ellos. Seguramente fue por la negligencia de los policías.
¡Sí, de ellos!
Quienes no encontraron a tiempo al culpable, ya que este no fue condescendiente con su búsqueda y no dejó suficientes pistas en la escena del crimen. No por lo menos, hasta que el depravado violó, torturó, asesinó y desechó a la dulce Liliana.
O puede ser que fuera la culpa de todos esos factores que juntos, se encargaron de dar fin a la vida de la pequeña. Así, al final de cuentas, ellos no eran los verdaderos culpables.
El motivo de tanta desdicha estaba ahí, al extremo de aquella tragedia. Ajenos a todo este escenario de desgracias, dramatizado por la inocencia de un elenco preseleccionado, la Vida y la Muerte se encontraban riendo. Saboreando las notas dulces del Whisky escocés con el humo del infortunio rodeándolos mientras ellos, tiraban los dados y hacían sus apuestas en el bar de ''Destino'' ubicado junto a la calle ''Fatalidad''
Ese hado maldito. Donde se llevaban a cabo todas sus fieras apuestas, dio paso a que le arrebataran el aliento a una hermosa damita, ya que la muerte ganó, burlándose de la Vida que erró al poner todos esos componentes en un mismo sitio, pensamiento y acto. Dejando que un angelito colgara peligrosamente entre los delgados hilos del azar y el destino; con todo un camino por delante, silenciada y mutilada.
Sí...
Fue el destino en que la vida y la muerte apostaban sin demora ni miramientos, dejando que la Muerte, eterna ganadora, cobrara su trofeo antes de tiempo y la rodeara entre su manto funesto; guiándola con dulces palabras a aquel foso de oscuridad del que nadie ha vuelto jamás.
Atreviéndose a palidecer sus rosadas mejillas con su frío tacto, a mudar sus suaves labios y a paralizar cada parte de su diminuto cuerpo.
Cerrando con un gélido gesto sus párpados y llevándose consigo toda posible alegría, anhelo y deseo que pudiese albergar su tierno corazón infantil. Dejando de ella, solo su cascarón vacío. Fuente de un terrible dolor que conformaba un eterno recordatorio que punzaba bajo cada palpitar, cada historia, cada grano de tierra santa.
Con semejante recordatorio zumbando en sus oídos, portando las ropas que la tradición del cementerio le mandaba usar, Marco sujetaba una vela encendida que, debido a su tamaño, se asemejaba a una antorcha de cera.
Con la espalda erguida y la mirada fija al pie del portón, esperaba a su cita luctuosa que se acercaba con pasmosa lentitud en aquella marcha fúnebre.
Una vez llegaran a su encuentro, debía mantener una pétrea expresión para mostrar su respeto y, al mismo tiempo, su neutralidad ante semejante tragedia. Sobre el conjunto negro que portaba, el crucifijo de plata que significaba todo para él contrastaba con sus oscuras prendas; tambaleándose por su respiración y sus lentos movimientos.
Pulcro, serio y respetuoso, se miraba diferente a como de costumbre. Cualquiera que viese al joven portero en esos momentos, pensaría que no tenía corazón al escoltar con tal semblante a una adolorida familia que mascaba con dificultad los trozos crudos de su realidad.
Sin embargo, quienes lo conocían más allá de las apariencias, lo observaban con cuidado desde lejos. Apenados por la familia y preocupados por su sensible e inexperto guía.
Jonathan, por su parte, evitaba alzar la vista más allá de la placa con el nombre de "Emilio" grabado en ella.
Sabía lo que las miradas curiosas causaban en esos delicados momentos del luto, y lo que menos quería era incomodar a la familia.
Roberto, después de unos escasos minutos, decidió entrar a las oficinas, invitando con ello al jardinero. Pero este se negó y, en cambio, se acercó un poco más a la cripta donde la ceremonia comenzaría dentro de nada, ocultándose así entre los bellos y altos jardines que él mismo había cuidado.
Quedó a unos pasos que le permitirían estar cerca de su joven amigo cuando este terminara su labor.
Mientras tanto, Marco sucumbía de a poco, como un grano de arena deslizándose entre las dunas del tiempo. Su desesperación parecía forjar su condena. Esa que serviría de balanza para hacer de su andar uno incómodo aunque no tan doloroso como el de la familia.
Con cada paso que daban hacia aquel hueco en la tierra, tan profundo que parecía llegar a los confines más inhóspitos del mismo averno, las manos de Marco temblaban.
Sintiendo cómo se le estrujaba el corazón, intentaba ignorar el llanto de las personas que iban detrás de él. Los rezos del padre, el sonido de las campanas que llevaban consigo los monaguillos y el turíbulo de plata que se balanceaba de un lado a otro, dejando escapar ese místico humo que se impregnaba entre la neblina con su delicioso aroma.
La madre de Lily. Hermosa mujer de cabellos castaños, cara redonda y ojos azules manchados con tinta indeleble de dolor, se aferraba al cajón de su pequeña mientras que el dolido padre, desviaba la mirada, vacía, pérdida y lejana. Intentando alejar a su mujer de aquel frío cajón, el nuevo hogar de su pequeña hija.
—No lo hagas si no quieres —le dijo Bob minutos antes.
Cuando los pasos, los rezos de los conocidos y el llanto de los más cercanos, comenzaba a acercarse, añadió: —Si así lo deseas, no los escuches. Si quieres, vuelve a casa. Eres demasiado joven para esto. Puedo ver que te afecta y temo que esto pueda...
—Estoy bien —Intentó convencerse el portero, acomodando el cuello de su camisa.
—Muchacho. Sé que es difícil. Hasta ahora solo habías visto féretros de hombres de más de 70 años. Personas que padecieron los golpes y las dichas de la vida. Hoy, que nuestro nuevo inquilino sea alguien qué a los 10 jamás llegó, es algo que tumba a cualquiera.
—Puedo hacerlo— aseguró Marco, tomando entre sus manos la vela que Bob llevaba consigo.
—Bien. Entonces, adelante.
El trabajo de Marco, como portero, también consistía en guiar a los familiares hasta el lugar donde su difunto descansaría lo que restaba de la eternidad. La vela era grande, algo desgastada y antigua. Pero al ser encendida unos cuantos minutos por evento, parte de su desgaste era por los años.
En ese cementerio, con casi un siglo de existencia, se acostumbraba a que, el portero designado, mostrara el camino a los familiares hasta el lugar de reposo del amigo, amante, hijo o padre. Y con ello, guiará con la luz de la vela, los senderos para él alma qué pronto, se marcharía al cielo o al infierno, según la creencia.
Era algo simple en esencia. Y así, cuando llegaron al pequeño mausoleo, el cajón fue colocado con sumo cuidado sobre un pedestal de metal junto al hueco.
Marco, al ser el guía, encendió la única vela que se encontraba muda entre la penumbra. La más importante, según la tradición del cementerio.
Todas las tumbas, sin excepción, portaban ese bello pedazo de cera esculpida; la encargada de mostrarle el camino en el más allá al difunto asignado.
Marco pensaba que todo ese evento de la vela, el guía y la luz, era absurdo e innecesario, pero al ver los rostros esperanzados de los familiares que miraban atentos la llama que se encargaría de que el alma de su hija no se perdiera en las tinieblas, reconoció el verdadero motivo detrás de esa simple acción.
«Un efecto placebo. Una esperanza de calidez para un cuerpo inerte, condenado a la frialdad de la muerte», pensó.
Las plegarias duraron poco más de una hora en la que nadie se detuvo a tragar saliva. Mientras, la sombra que las espaldas arqueadas, reflejadas en la blanca pared de la cripta, inquietaban de sobremanera al pobre portero, quien divagaba perdido en la oscuridad de sus sinuosas y deformes siluetas.
Si la muerte tuviese una forma distinta a la de ese esqueleto en negra túnica con guadaña en mano, debería ser la imagen de esa sombra. Torcida, postrada en una oración dolorosa. Cabizbaja y oscura.
Marco apretó sus labios secos, manteniéndose al margen de la situación a pesar del miedo y la incomodidad.
Sabía muy bien que, habiendo llegado a los aposentos de la pequeña Liliana, debía esperar por lo menos veinte minutos antes de retirarse.
Según le explicó Rob, la presencia del portero, ese que cuidaba la entrada al nuevo mundo del difunto, de alguna forma representaba seguridad para los destrozados familiares.
Sin embargo, la tranquilidad que les podría haber brindado su presencia, para él, no era más que una tortura que debía ser sostenida durante el tiempo que se le mostraba eterno entre el humo de las velas, el aroma de las flores y la tierra mojada que auguraba un pronto llanto celeste.
El calor era insoportable, y el cuello de la camisa le apretaba. Su espalda pesaba y el aire comenzaba a faltarle, desesperado por una ráfaga de viento fresco. Las paredes parecían cerrarse sobre él, y las sombras crecían cada segundo que pasaba, engullendo su temerosa persona entre la titilante llama del fuego.
«Aguanta un poco más... Tú puedes hacerlo» suplicaba su mente, mordiéndose la lengua y controlando los espasmos musculares que lo incitaban a salir corriendo de ahí.
—Padre nuestro que estás en los cielos...Santificado sea tu nombre...—los rezos del sacerdote...
—¡Mi niña!... ¡Mi querida niña! —los lamentos de la madre.
—¿Por qué? ¿Por qué me quitaste a mi hija? —la ira mascada con impotencia, dolor y desolación, del padre, que miraba al cristo del muro, mostrando su profundo desprecio. Su herida envenenada...
«Quiero irme...»
Marco suspiró cuando el momento de reclamar su anhelada libertad llegó. Sosteniendo la frente en alto, abandonó el mausoleo, dedicando una pequeña reverencia al féretro de la infanta mientras, en su lugar, dos de los trabajadores del cementerio entraban para depositar el cajón en su nuevo y eterno lecho.
Marco, quien tomó una gran bocanada de aire una vez se encontró afuera, miró ansioso a su alrededor mientras sentía como de a poco, un gran peso liberaba sus hombros.
Con desesperación, soltó los primeros dos botones de su camisa y con ello, se aflojó la corbata mal hecha, rogando porque ese día terminara y se volviera un remoto y difuso recuerdo.
Caminando a toda prisa, con la esperanza de vaciar sus pulmones de ese denso humo liberado por la combustión de la mecha y la cera, anhelaba que el golpeteo incesante en su pecho volviera a la normalidad. Algo que le parecía casi imposible gracias a ese molesto nudo en la garganta, provocado por las inmensas y corrosivas emociones de esa tarde.
«Seguirá allí, atormentándome sin dar señales de querer marcharse» pensó, resignado.
—¿Todo listo, hombrecito? — como una fogata en medio de una gélida noche, aquella voz llegó a él.
Tan colorida y alegre entre los grises de ese odioso día.
Marco, notándose sorprendido y a la vez, aliviado al ver la silueta de Martin, se giró hacia él, esbozando una suave sonrisa.
Recargado en el respaldo de una enorme cruz de mármol, su querido amigo le sonreía con gran afecto, rodeado por el tenue humo de un cigarro que moría con lentitud entre sus toscos dedos.
Marco bufó, acercándose a él y arrebatándole el cigarro. —¿No habías dejado de fumar? Eso te matará...
El portero le brindó una sonrisa cómplice, mientras daba una calada a lo que restaba de este, llenando sus pulmones de nicotina. Buscando calmar su ansiedad, su corazón, su vida...
Martin se encogió de hombros. —¿Qué puedo decirte? Soy débil. Además, para que esta pequeña basura me mate, falta mucho tiempo.
—¿Qué haces acá? La zona de fumadores se encuentra al otro lado.
—Eso explica por qué el señor de bigote raro me miraba feo. Y bueno, vengo por ti —señaló su pecho, para después arrebatarle la colilla y apresarla en su mano—. Luego te desapareces y te alejas de todos, como un pobre intento de ermitaño chafa.
Marco soltó una risita. —Uy, don atento a la orden.
Forzar un comentario burlón que aminorara la tensión y la sospecha en el corazón de Martin, era todo lo que podía hacer en un momento así. Aun cuando, para su desgracia, le fuese inútil, ya que no logró deshacerse de aquella mirada cariñosa y comprensiva que el jardinero le entregaba sin el menor reparo.
Sintió cómo ese amable hombre daba algunas palmas en su espalda con suavidad para después, guiarlo a la puerta en un compás lento, rodeándolo con su brazo que apenas rozaba sus prendas, como si fuese el ala de un guardián celeste.
A veces, para el joven portero, Martin resultaba ser igual a un padre protector.
Su empatía y todo ese amor oculto entre palabras sarcásticas y burlonas, se manifestaba en el momento idóneo. Y cuando eso pasaba, a Marco no le quedaba de otra más que dejarse llevar por la amable guía que su amigo le tendía sin esperar nada a cambio.
Aunque el portero nunca lo diría en voz alta, le agradecía infinitamente y apreciaba como nadie la paciencia y consideración que le tenía.
Para Marco, sentir la reconfortante presencia de ese tipo, era un consuelo que a veces, creía no merecer.
«Una mentalidad letal, ponzoñosa, que no me deja ser feliz» , recordó todas las ocasiones en que no lograba disfrutar su vida gracias a ese tipo de pensamientos intrusivos que le amargaban el momento.
Deseando extinguirse, alejarse de todos, no causar problemas mientras su existencia se consumía entre las sombras.
Sin embargo, desde el día en que el jardinero entró a su vida, por más que intentó alejarlo, fue consciente de que, aunque no mereciera tal trato, Martin siempre estaría allí para tenderle la mano y sacarlo del pozo pestilente en el que se veía atascado con regularidad.
Volviéndolo víctima de una dualidad incómoda donde descubrió que una parte de él anhelaba ser amada, protegida y procurada por sus seres queridos.
Su amistad entonces se forjó en lo que Marco consideraba, una batalla silenciosa entre luz y oscuridad.
Martín, irradiaba sus días con una luminosidad natural de su persona. Tan cálido y divertido, alegraba el día de quienes lo rodeaban con un simple gesto, un chiste mal contado, y con su sola presencia ocurrente y relajada.
Mientras Marco representaba la oscuridad que a veces eclipsaba los rayos solares que desprendía su amigo. Si bien, no era un amargado total, ya que también bromeaba y reía con soltura, se le dificultaba congeniar con la mayoría de las personas. Lo que le daba a su timidez y sus silencios autoimpuestos, un aire de hostilidad y en algunos casos, según quien lo viera, estupidez.
Además, su naturaleza fatalista y solitaria, lo obligaba a aislarse cuando se sentía abrumado, asustado o triste. Algo que, según Martin, no podía ser bueno para Marco, ya que esto solo lo deprimía aún más.
«En este mundo, eres el único ser que me conoce en verdad» Pensó el portero, caminando junto a su amigo directo a la entrada del cementerio. «El único que, a pesar de eso, sigue a mi lado. Hay mejores personas con las que pasar el tiempo, pero prefieres estar perdiéndolo conmigo»
«No lo merezco» se dijo el joven portero, justo como había hecho docenas de veces cada vez que el jardinero le tendía la mano para rescatarlo de sí mismo.
''—¿Eso crees? Pero todos merecemos salvación''—parecía responderle entonces. Con su verde y amable mirada, sujetaba su mano con esa característica y hermosa sonrisa conciliadora que lograba extender sus pupilas negras y apagadas.
''—No es cierto. Yo no''—contradecía el joven condenado, conteniendo las lágrimas atrapadas en sus ojos marrones.
Entonces, Martin parecía burlarse de su estupidez, tan humana como infantil:
''—Tonto. Todo ser que clame por salvación, la merece. Y si Dios no te la concede. Yo lo haré...''
Aseguraba ese hermoso ángel terrenal, alzándolo y alejándolo de la inmundicia y la putrefacción de su alma herida.
Condenándose tal vez, por la impertinencia de sus palabras, pero ascendiendo a la santa gloria de aquella mirada perdida, dueña de un errante corazón sangrante.
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