8| Dos Ceremonias.
«¿Un funeral?» Pensó Jonathan, atraído por el repentino ruido a sus espaldas.
Se levantó de su lugar, interrumpiendo sus oraciones y girándose, vio como las pesadas cadenas qué aseguraban la entrada, caían al suelo, dando oportunidad a que una de las puertas se abriera con un simple soplo de viento.
Otro sonido fuerte lo obligó a dirigir su atención hacia una zona más retirada, donde el jardinero, solo reconocible por el color de su cabeza, abría las puertas de un mausoleo con dificultad; tosiendo y maldiciendo con hastío.
John se sacudió de sus rodillas y gabardina, restos de tierra y hojas que llegaban a hacerle compañía entre las brisas. Vio marchar a Roberto con un gesto abatido, negando con la cabeza y tal vez, hablando consigo mismo en su andar, dejando a Marco, de pie frente a la enorme puerta, perdido en su silencio.
Dudando, Jonathan arrugó la solapa de su gabardina y se dirigió en dirección al portero.
Sin embargo, en el corto trayecto camino a Marco, no pudo evitar notar aquello que saltaba a la vista por sí solo. El movimiento que había en la nada que los rodeaba hasta entonces.
A lo lejos, vio nacer una ligera luz sobre el pabilo de una vela que pronto se transportaría y daría vida a docenas de sus iguales. Iluminando así, aquel pequeño mausoleo abandonado, abierto y atendido con rapidez después de tantos años en el olvido.
Con ello, vio al velador, quien volvía una vez más sobre sus tambaleantes pasos. Cruzando a toda velocidad el sendero por el que iba Jonathan, obligándolo a detenerse para no chocar contra él.
Pronto, el buen hombre llegó al encuentro del jardinero y entonces, ambos sostuvieron una corta pero alterada charla. En sus rostros, siempre afables, sostenían un semblante sombrío.
Y el jardinero, apretando sus delgados labios, apenas y levantaba la vista. Prestando especial atención en lo que Bob le explicaba. Entonces el buen hombre señaló en una dirección y asintiendo con la cabeza, el Martin fue hacia el lugar indicado, abandonando su pala y dando enormes zancadas.
—¡Joder! — escuchó al portero, entonces, rompiendo el extraño ambiente con su voz.
Al enfocar su atención de vuelta en él, lo vio peleando con la manija inferior del cancel; la cual, era introducida en un agujero ubicado en el suelo con una anchura que le permitía a la puerta atrancarse por completo y permanecer abierta.
—¿Necesitas ayuda? —le sonrió John a poco más de un metro de distancia.
Marco, sin siquiera girarse a él, respondió lacónico, inmerso en su labor. — No, gracias John. Esta palanca siempre hace lo mismo...
Y con ello, molesto, aplicó más fuerza hasta que la palanca cedió, consiguiendo que el portero se tambaleara. Él entonces, cancel hizo un fuerte sonido, soltándose de las manos de Marco, abriéndose con violencia, golpeando el muro y resonando con su estruendo.
—¡Qué ruido tan...! —escupió, cerrando los ojos en un gesto de desagrado y mascando su ira en el proceso.
—No les vendría mal una buena aceitada a las vigas —coincidió John, manteniendo un suave tono de voz y adelantándose para detener el cancel que hacía estremecer toda su estructura y prolongaba el llanto de los barrotes.
—Sí, pero no ha de molestar tanto. Siempre se nos olvida el aceite. ¿Qué te trae por aquí? —Marco lo miró de pies a cabeza, dándole una sutil sonrisa mientras fingía ver un reloj inexistente en su muñeca—. Aún no son las tres...
—Vi mucho movimiento por este lado y sentí curiosidad.
—¿Curiosidad? ¿Por un entierro? —Marco bufó despectivo. Era una pregunta retórica que no esperaba respuesta.
El tono de sus palabras era ácido y se miraba bastante irritado como para abrir la puerta de una patada y estrellarla contra la pared.
Los ojos de Jonathan escrutaban al portero, entristeciéndose por un momento mientras en su rostro, su sonrisa amable se volvió hasta cierto punto forzada.
—Hace un día maravilloso —dijo Jonathan, en cambio. Mirando hacia el cielo mientras metía sus manos dentro de los bolsillos de su gabardina.
Su negro cabello, sujetado en una mal hecha coleta baja, era acariciado por el viento que parecía tener una ciega devoción a la presencia de ese extraño joven.
Marco alzó la vista hacia el cielo. — ¿Tú crees? En lo personal, nunca me han gustado los días nublados. Mucho menos los fríos o lluviosos —contestó el portero, volviendo la vista al suelo y pronunciando esas palabras sin ánimo suficiente para hacerlas más audibles.
—¿No? Es una lástima... En verdad —John señaló con un ligero movimiento de cabeza la elegante y monumental tumba que era atendida después de tanto tiempo. A varios metros del vestíbulo, se destacaba por las luces que eran encendidas en su interior—. He de suponer que no podremos comer juntos esta vez.
Marco hizo una ligera mueca de inconformidad y se encogió de hombros, llevando sus manos dentro de sus bolsillos. —Me temo que no... hoy no. El inquilino no ha de tardar en llegar junto a su caravana...
—Ya será en otra ocasión —asintió—. Bueno mejor te dejo. No han de tardar. El difunto, sus familiares, quizá su amante; sus hermanos. Y si es muy joven, o si tiene mucha suerte, sus padres. Si es un anciano, sus hijos y nietos...
Las palabras de John acariciaban la distancia que los separaba. Lentas, precavidas con un ligero tono de tristeza y resignación. Sin embargo, a medida que hablaba, cada vocablo se tornaba frío, pesado.
Casi cruel e inhumano.
—Jamás se sabe con certeza qué entrará por esas puertas —terminó por decir el joven, dispuesto a volver con Emilio—. Solo procura estar atento. Quien quita y con algo de suerte, puedas ver aquello que te has negado a mirar todo este tiempo...
¿A caso eso era una advertencia? Marco no logró comprenderlo.
Vio como Jonathan se giró, dispuesto a marcharse, no sin antes dedicar una última hojeada a la casita de cantera pulida que de a poco, conforme la arreglaban y lavaban, se transformó en un hermoso mausoleo repleto de vida. Una sardónica e inusual para un sepulcro.
Rodeado de cálidas luces y dulces perfumes provenientes de enormes coronas llenas de flores blancas, rosas y amarillas que eran introducidas por la puerta de atrás, la tumba parecía un buen sitio en el cual descansar.
Atiborrado de varios ramos de flores cuya presencia radicaba en decorar las pequeñas bardas que hubiese adentro, el mausoleo fue abierto de par en par para recibir a su nuevo y permanente huésped.
El inconfundible aroma de la cera derretida baño cada rincón del cementerio, mientras las hermosas velas, comenzaban a llorar con pasmosa lentitud. Su figura, alta y regordeta, estaba repleta de garigoleados esculpidos en su estructura. Inundando el lugar con sutiles notas de vainilla y haciendo de la atmósfera, un bello pasaje trascendental.
Y así, sobre grandes candelabros de exquisita hechura, las velas viejas, esas que venían de varias generaciones atrás, reiniciaban su ciclo. Consumiéndose lentamente una vez más. Interpretando a la perfección, la absurda tragedia de la vida qué de comedia siempre intentaba disfrazarse.
El sol, por su parte, se hallaba arropado por un montón de nubes grises. La brisa soplaba con fuerza mientras entonaba una triste canción de despedida que solo estando en total silencio y con el corazón abierto, sangrante de anhelos y lejanos recuerdos, sería capaz de escuchar.
—Oye, John... ¿Dónde vas a estar? —Marco lo detuvo con un hilillo de voz. Tenía miedo y su estómago comenzaba a revolverse.
—Me encuentras en el sitio siempre. No es como si tuviese otro lugar al cual ir— John hizo un ligero movimiento de mano, avisando su partida.
Sus pasos resonaron entonces sobre el asfalto conforme se alejaba, mientras que las campanas de la iglesia vecina clamaban la atención de los habitantes. Anunciando el final de una vida. Vibrando con gran estruendo, simbolizando la pena y el dolor a la perfección; sentimientos infundados por el difunto que estaría ahí dentro de poco.
La misa comenzaría y las palabras del padre, amplificadas por el eco del templo y las bocinas, llegaban a él como un murmullo que anunciaba una calamidad.
Era curioso, por qué una vez terminada la ceremonia luctuosa, después de haberse borrado el olor a muerte y perdida, esas mismas campanas sonarían de nuevo; invitando a celebrar entre risas y aplausos, un bautizo. Adornando con su clamor, un destino si no diferente, algo más lejano. El comienzo de una nueva vida, bendecida ante los ojos de dios.
Dos ceremonias: Una, simbolizando el final. La última conmemoración en la vida de un ser humano donde había llanto, soledad, miedo y dolor.
La otra, simbolizando un comienzo. Ahí, risas dichosas, abrazos cariñosos y un futuro por delante, le sustituirían en seguida. Mezclándose con los perfumes de la muerte que dejaron las flores como un aviso del destino. Dando pie al inicio de la primera misa de muchas, en la vida de un ser humano.
Contrastes notables de gamas diferentes.
«Hoy se ríe, mañana se llora» Un hecho tan simple, obvio e inevitable... que le resultaba aterrador.
—Pronto llegarán—susurró Marco cabizbajo, sentado en la silla de metal con ambos brazos colgando a sus costados —. No quiero verlos. No quiero ver sus rostros cuando lleguen y crucen esta puerta. No quiero tener que presenciar el dolor y la tristeza que se siente al perder a un ser querido...
Sus manos temblaban y por mucho que intentara detenerlas, sabía que le sería imposible. Era débil. Sintiendo tanto en un sitio donde las emociones hoy se desbordaban, mañana se secaban.
Esas personas entrarían con lágrimas manchando sus mejillas. Con ojos rojos e hinchados por la larga noche de llanto dedicado al recuerdo del cascarón vacío, sin calidez ni movimiento, dentro de un ataúd esperando inmóvil a que la putrefacción de la muerte rodeara su carne con sus huesudos brazos y los gusanos consumieran cada poro de su piel.
—¿Por qué? ¿Por qué la gente debe morir tan pronto? —su voz se rasgó en una letal combinación de tristeza e impotencia.
—Porque de no ser así, la vida no sería vida...— la respuesta vino envuelta en la amable voz de su amigo de antaño.
Alzando la vista, divisó al jardinero de pie bajo el umbral del recibidor. Marco, quien creía estar solo, desvió la vista, avergonzado. Mientras tanto, ajeno al rubor de su amigo, Martin caminó hasta él, tumbándose en el suelo, a su lado.
—Escuché que esta vez sería la despedida de una bella damita la causa de miles de lágrimas —soltó el jardinero de repente, lastimando el corazón del portero—. Preguntas ''por qué ''... Yo también quisiera saberlo. A simple vista, las cosas no deberían ser así. La vida a los jóvenes. La muerte a los ahora ancianos, Los que ya vivieron, sintieron, amaron y odiaron, todo a un mismo tiempo. Se supone que debería ser así. Pero entonces, ¿Por qué una pequeña tendría que morir?
Hubo un momento de silencio, en el cual, Marco digería la información, enternecido.
—¿Qué edad tenía? —preguntó el portero con voz débil y temblorosa. Ignorando si en verdad quería escuchar la respuesta.
—Cumpliría ocho el mes próximo.
Marco tragó saliva. Solo pasó sus manos sobre sus despeinados cabellos castaños, halándolos con firmeza hacia atrás.
—Puede que fuese lo mejor —habló Martín después de un minuto en silencio—... este mundo llega a ser muy cruel.
—Como sea, ella tenía el derecho de vivir—lo atajó—. De verlo con sus propios ojos y decidir si era o no cruel. ¿Cuál fue la causa?
Martin negó con la cabeza. —No quieres saberlo.
—Tienes razón —admitió, jugueteando con las llaves atrapadas entre sus manos—... pero tampoco quiero guiar a un pelotón de personas que lloran su perdida sin saber la causa qué los trajo a esto, en primer lugar.
Martín analizó la situación. Era consciente de que su amigo, aun cuando trataba de ocultarlo, podía llegar a ser demasiado sensible ante los sentimientos de los demás. Y sobre todo, a la muerte. Su aberración hacia este evento tan natural y mortal, brotaba de un dolor arraigado. Su amigo no era idiota. Sabía bien que dicho suceso debía ocurrir.
Sin embargo, su odio subyacía ante la muerte de gente joven. Personas que no tuvieron oportunidad de vivir plenamente, o mínimo, lo suficiente como para arrepentirse de sus acciones y omisiones.
Era consciente de que Marco podría derrumbarse y echarse a llorar. Si no lo hacía en ese momento, sería cuando estuviera a solas, en casa. Algo que era letal para el alma, según lo que su abuela le contaba en aquellos días en que era un niño.
El jardinero tragó saliva. Si Marco quería saberlo, entonces, aun si no era del todo correcto, él se lo diría y aceptaría la responsabilidad de lo que sucediera por ello.
—Fue asesinada —soltó con cierta frialdad resignada—. ¿Viste las noticias de hace un par de días? Esa de un pequeño secuestrado — guardó silencio por unos segundos —. Pues bien, en verdad fue una niña. No pudieron. No. Mejor dicho. No lograron llegar a tiempo. Fue violada, torturada y después, asesinada —tragó saliva—. Un trágico final, para alguien de su edad... Para cualquiera, a decir verdad...
Martin no levantó la vista para ver a su joven amigo. Era algo innecesario.
En su mente, el semblante abatido de Marco existía como un tatuaje de tinta negra; oscura, vibrante y espesa. Lo conocía a la perfección desde hacía mucho tiempo.
Entendía su dolor y lo abrazaba en la corta distancia que sus cuerpos imponían. Pero girarse para ver su expresión, era como inyectarse una letal dosis de malos recuerdos al corazón.
Martin suspiró y de su chamarra marrón, sacó una caja de cigarrillos. Tomó uno, colocándolo entre sus labios y lo encendió.
—Llegarán pronto ¿Sabes lo que tienes que hacer? —rompió el silencio después de un rato y el portero asintió con la cabeza—. Eso es bueno... No tengo que decirlo, pero, haz lo mejor posible. Por ella. — Martin se levantó, soltando un ligero quejido —. Ya, te dejo. Ve a prepararte hombrecito. Da una vuelta o algo. Ya cuando escuches las oraciones, más o menos a una calle, tomas tu lugar —sacudió ligeramente el brazo de su amigo.
—Sí. ya lo sé—la voz de Marco era apenas un susurro mientras respondía.
Sintió cómo la gran mano de Martín se posó en su hombro con delicadeza y lo apretó ligeramente. Seguido de esto, su amigo volvió a su trabajo, rodeado por el gris y pestilente humo.
Mientras que Marco, a pesar de querer huir, se sentía tentado a hacer lo que su amigo le había casi ordenado. Lo haría. Iría a dar una vuelta por allí. Debía despejarse e intentar olvidar, aunque eso fuese imposible, ya que...
¿Cómo podría olvidar a la muerte, estando rodeado por ella?
Esperó, hasta que vio a Bob, pidiéndole permiso para ir a cambiarse. El buen hombre asintió y llamó a uno de los jardineros que ayudaban a Martín para que se encargaran de la puerta por unos momentos.
Tentado por el gran terreno que tenía por recorrer y en el cual podía perderse sin mayor dificultad, Marco rechazaba la idea de aislarse.
«Tal vez, si salgo a caminar un poco a la calle, me sienta mejor» pensaba, mientras abandonaba las oficinas, abotonándose los últimos dos botones de la camiseta negra que debía utilizar en esos casos.
A pasos cortos y sin saber siquiera el porqué, Marco se acercó al enorme e inmóvil ángel de piedra.
—Jonathan —lo llamó con suavidad—, ¿te importaría si me siento junto a ti?
John, tomado por sorpresa, se giró hacia él, notando que la ira había desaparecido de aquel semblante y ahora solo quedaba un sentimiento aún más profundo y puro, que resultaba difícil desentrañar a simple vista.
—¿Pasa algo? —se levantó del suelo con rapidez, preocupado.
Marco caminó en dirección a la banca. —No. Puedes estar tranquilo. Nada más necesito descansar. Siento como si mi cabeza fuera a explotar.
Y diciendo esto, sin más, se dejó caer en la banca de mármol azul, mientras clavaba sus codos sobre sus piernas y con sus manos sostenía su cabeza con fuerza. Como si estas, lucharan porque esta no cayera y se perdiera en la desesperación.
—Escuchaste sobre la niña —suspiró John, tomando asiento a su lado.
—Estás muy bien informado.
John se encogió de hombros. —Siempre veo las noticias. Es una mala costumbre.
Su aroma, fluía con agrado ante los sentidos del portero, quien percibió en presencia, notas de lavanda, madera y vainilla. Marco cerró sus ojos y el silencio le siguió como respuesta durante varios minutos, hablando por los dos.
Marco estaba consternado por semejante noticia, mientras que John, prefirió dejar que el portero lidiara y procesara su batalla interna. Esperando hasta que el joven hablara cuando así lo creyera prudente.
Dos minutos después, el portero despegó sus labios. — Dime algo, ¿Crees este mundo obre con crueldad?
La pregunta tomó por sorpresa al joven, quien se dio tiempo para pensar su respuesta. — ''Injusto''. Esa sería la palabra con la que lo definiría.
—Injusto. Cruel. No hay mucha diferencia cuando te pones a pensar en ello.
—¿Crees? A mi ver, las diferencias son notables. Si te fijas bien, no es del todo cruel, ya que la injusticia hace infeliz al inocente y feliz al culpable.
Marco giró la cabeza para poder mirar a John. En su rostro se pintaba la confusión y el joven taciturno, notándolo, solo se dedicó a continuar, fijando su vista al frente para enfocar de mejor manera sus pensamientos.
—Sea como sea, la felicidad de una persona, independiente de si es buena o no, es genuina. Se vive y siente de igual forma, justo como la infelicidad e inconformidad. Si el mundo fuese cruel, nadie, en toda la faz de la tierra conocería lo que es sentirse feliz por algo.
Marco entrecerró los ojos. —Creo que entiendo tu punto. ¿Qué hay de la muerte? ¿Ella es cruel, o injusta?
—¿La muerte? — John parecía divertido al mencionarla—. Diría que la muerte no es más que la misma vida.
Marco bufó. —¿Qué dices?
—Si. Sin muerte no hay vida. Así como sin vida no hay muerte. Ambas se necesitan para subsistir. Supongo que no podemos definir quién es la buena y quién es la mala en esta historia, ya que ambas son necesarias y con ello, juzgadas. Para el suicida, la vida es un martirio, y a los ojos de la juventud, la muerte es una maldición.
—Me agrada. Ese es tu punto de vista entonces— Marco le otorgó una sonrisa ladeada, refiriéndose a la conversación del día anterior.
John asintió ligeramente. — Ayer no quise comentarlo...
—Si, lo noté. Aunque pensé que desecharías el tema —una triste sonrisa se dibujó en el rostro del portero, que guiaba su atención al suelo.
—Es algo triste que hagas eso—comentó John de repente.
—¿Hacer qué?
— Eso de sonreír cuando es evidente que no quieres hacerlo.
—¿Tan jodido me veo? —bromeó el portero—. Pero ahora que lo dices, siempre he detestado eso de las personas. Sus muecas que suplican compasión o que rozan lo absurdo al no ser lo suficientemente creíbles. Aunque a estas alturas ya no me importa.
—Eres muy severo ¿no? Algo tan humano como la tristeza, sometida bajo la presión social, no necesita la inflexibilidad de una mente radical.
Marco lo observó con atención. —Yo diría, jodida. La mayoría de las personas nos esforzamos a niveles insospechados tratando de encontrar aceptación de un grupo determinado de desconocidos a los que poco les importa la salud mental y emocional de su propia gente. Quitándole valor a su dolor. Siempre esperan del prójimo un buen trato, una sonrisa brillante y una palabra amable, aun cuando dicho individuo está planeando su muerte con alevosía para esa misma noche.
—Pero ¿por qué querrías la aceptación de un desconocido que no significa nada para ti?
—No me digas que tu no lo has hecho...
John lo meditó. —Bueno, no es como que tenga mucha interacción social más allá de lo meramente necesario. Pero hasta donde sé, nunca tuve que esforzarme por querer agradarle a alguien.
Marco suspiró, irguiendo su espalda encorvada —Ah, pero tú eres una excepción. Quieras o no, una persona atractiva atrae la atención de las personas. Y la mayoría, desea avalar y ser avalado por alguien así. Eso suma como 100 puntos de autoestima.
—De alguien muy desvalorizado —observó John—. Ya te dije que no se puede conseguir todo con belleza.
—Y tienes razón en eso. Pero todos disfrutan apreciar un bello paisaje. Caminar sus senderos y respirar su aire...
—Antes de corromperlo, supongo.
—Básicamente. Sabes cómo somos los seres humanos. No somos de fiar, después de todo, ¿Que se puede esperar de alguien que destruye aquello que ama?
Jonathan bufó, divertido. —Entonces, ¿eso vuelve al ser humano cruel o injusto?
Marco lo miró, soltando una risita genuina. Una parte de él, amaba aquella conversación. Perdiéndose con agrado entre los argumentos y las ideas de ese joven que lo miraba con genuino interés mientras esperaba sus respuestas. Sin juzgar ni tacharlo de loco. Solo, un debate. Un intercambio de ideas que al final, colisionó en una sola, mezclando sus diversas gamas de color.
—Supongo que al igual que la vida y la muerte, es la belleza y el ser humano...
John asintió. —Sí, me parece bien dejarlo así. Estoy conforme.
Marco negó con la cabeza y alzó la vista al cielo.
— Pienso lo mismo que tú. —concordó paseando sus manos por su cabeza y lanzando sus cabellos castaños y ondulados hacia atrás—. Bueno, debo terminar de alistarme John. No tienes idea de lo excéntrico que puede llegar a ser Bob. Mira que obligarme a guiar un cadáver a su tumba.
Se levantó de su asiento de un impulso, notando como por un momento, ese horrible peso en sus hombros se había desvanecido en el aire.
—Ha sido agradable hablar contigo —observó el joven, mirándolo desde abajo, demostrando un halo de dulzura que traspasaba la oscuridad de sus ojos.
Marco titubeó. —Oye, cuando termine todo esto ¿Vamos a comer a alguna parte? Sé que no te gusta dejar a Emilio. Y está bien si no quieres acompañarme, pero...
—No pasa nada —lo interrumpió John, apresurado. Presa de una tenue chispa de emoción—. ¿A dónde quieres ir?
La pregunta le fue tan agradable al portero, que no supo qué responder en el momento. Lo único que sabía, era que deseaba pasar más tiempo al lado de ese joven tan extraño y fascinante.
«Como te dije, buscamos la aceptación de terceros, John. Tal vez no te interesa la mía, pero de alguna forma, en este momento, estoy desesperado por conseguir la tuya» pensó con tristeza, viendo en ese extraño un anhelo que temía, se le escurriera entre los dedos.
«Y siendo sincero, eso no me agrada, ya que no hay nada más peligroso para alguien como yo, que luchar por la atención de alguien»
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