51| Narciso.
El suave vaivén de la copa de los arboles danzaba tiernamente entre los epacios de azul infinito; tan puro, quieto y pacífico.
Mientras que el sol penetraba entre sus altas ramas con sumo cuidado, acariciando sus rostros, jugueteando con sus ojos abiertos y curiosos, que se deslizaron hacia la imagen de ese hermoso joven de aura soltaria que vuelto un ovillo, dormía plácidamente a su lado.
Aun lo veía...
Casi podía escuchar su respiración.
Casi podía tocarlo con sus temblorosas manos...
Casi..Casi.
El sol se deslizó por las cornisas de sus opacas pupilas mientras la última visita abandonaba el cementerio; arrebatándolo de sus vagos y embusteros recuerdos con un simple: ''Que pase buena tarde'' articulado con tenue voz.
Marco no contestó más que con un ligero movimiento de cabeza oxidado, lento y a penas visible para el hombre que cruzó el umbral y que rápidamente, pareció ser absorbido por la luz del atardecer.
Sentado en su puesto, Marco esperó varios minutos sin mover un solo musculo. Sentía que debía reponer energías; fuerzas para levantarse y continuar con las últimas tareas que lo llevarían a culminar ese día laboral lleno de extrañezas y ambiguos sentimientos.
Así, al cabo de un corto periodo de tiempo, cerró el cancel, colocó las pesadas cadenas y sin animo, miró a través de los barrotes; las farolas comenzaban a encenderse de apoco, titilando hasta iluminar por completo las calles.
Suspiró, jugueteando con las llaves atrapadas entre sus manos indecisas. «Ya es hora...» pensó, mirando el resplandor de la última lámpara encendiéndose a lo lejos y tragando saliva con dificultad.
Dirigió sus pasos hacia las oficinas, escuchando el peculiar sonido que sus pies hacían al arrastrarse sobre la tierra y la grava; andando como un condenado a muerte.
En la distancia, el parloteo de las secretarias se extendía a un volumen meramente aceptable dentro de la oficina; finalmente, volvían a reír después de un largo tiempo de silencios amargos y pesados.
La tristeza se les iba de apoco y la vida las mandaba a llamar de nuevo, gritando a todo pulmón entre la monotonía: '' ¡Están aquí! ¡Siguen vivas! '' devolviéndoles con ello, los manjares de los cuales el luto les había privado.
Marco llegó al umbral como de costumbre, deteniéndose al filo de la puerta, percibiendo que aquella charla amainaba repentinamente con su presencia.
— ¡Buenas!— lo saludó Perla, la más joven de las secretarias, ocultando el pesar que le inspiraba aquel cuerpo empequeñecido entre los pliegues de ropa. — ¿Listo para ir a casa?— preguntó con un ligero temblor en la voz.
El portero apenas y la miró; asintiendo levemente y guardando silencio por medio minuto, hasta que despegó sus labios y formuló el primer conjunto de palabras que al surcar el aire, rompían con ese estricto protocolo que él se había autoimpuesto semanas atrás.
— ¿Sabe dónde está Rob?— preguntó, ignorando la alegría que había suscitado en aquel delicado rostro femenino. La joven sonrió y señaló el techo —Está arriba, en su cuarto. ¿Quieres que lo llame?
—Gracias. — se negó lacónico y ensimismado entre los remangues de su chamarra.
Caminó hacia las escaleras ubicadas en la habitación contigua, dando paso con su retirada, a que las secretarias cuchichearan algo entre sí; acto que el portero tuvo a bien ignorar por completo.
Su cabeza estaba tan llena de miedos que consigo llevaban un sinfín de preguntas deseosas por encontrar respuesta, que la idea de prestar atención a lo que pasaba a su alrededor no rondaba en sus propósitos; no podrían hacerlo, no si quería encontrar dichas respuestas de existencia dudosa.
Para ello, había tomado una decisión irrevocable. Mientras tanto, su apática mirada repasaba cada delgada ranura del suelo bajo sus pies: inmerso en su color oscuro, lo notó desgastado y cada baldosa mostraba rasguños y grietas blancas y marrones; algunas más significativas que otras.
Con las manos clavadas en los bolsillos, acarició la superficie fría de las llaves que al chocar una con otra, desmitificaban su presencia. Y así, sin mucho ánimo, subió las escaleras con total lentitud.
Tomándose su tiempo. Repasando cada resquicio y mancha plasmada en sus escalones. ¿Cuántas veces no había pisado esos peldaños, motivado por frívolos asuntos que en su momento, eran su mayor preocupación? Marco era incapaz de contarlas.
Tal vez, porque eran parte del pasado y este no importaba ya. O era, quizás, debido a que le dolía ver la belleza de la vida cuando vendados se tenían los ojos, con fin de ignorar la realidad que siempre se mostraba sin pudor alguno ante él.
En su corto recorrido, los muros captaron su atención, obligándolo con cierta tristeza, al mirarlos mientras ascendía: Su pintura amarilla y descarapelada suscitaba en él una nostalgia que pronto, una vez abandonase el cementerio, lo acogería entre sus manos para siempre.
Una vez en la cima, apartó la vista de los muros, del suelo, del techo donde una lámpara colgaba amarillenta y pálida; para así, dirigirla al otro lado del estrecho pasillo. Allí se encontraba la puerta que marcaba para él, su amenazador final.
Terriblemente agobiado, esperó al pie de ésta, mientras lidiaba con un montón de ideas que iban y venían; con temores y culpas que quizás, no le pertenecían pero que él tenía a bien adjudicarse. Atento a sus zapatos enlodados, contaba los segundos para terminar con aquello e irse de una buena vez.
No era mucho lo que debía hacer o decir. Solo unas cuantas palabras...«Tomé una decisión...pero no significara nada si no doy el primer paso que la convertirá, de una simple idea, a la acción en sí.» escuchó a Roberto toser al otro lado.
Llevaba varios días enfermo. Y por más que iba a que le recetaran, nada de lo que le daban parecía ayudarlo. Su tos era molesta a ciertas horas del día. Y sus estornudos parecían levantar los techos y amedrentar los suelos.
Para cuando se armó de valor abrió sus labios resecos, tomando una gran bocanada de aire y entonces, lo llamó: La voz de Roberto sonó al otro lado y el joven recibió su respuesta. Giró el picaporte con cierto temor, adentrándose en esa habitación impregnada de persistente pero bien querido, aroma a cálido añejo.
Rob estaba sentado al filo de su cama, lustrando sus zapatos viejos. Esos que utilizaba durante el día entre las horas de trabajo mientras, ahora, en la comodidad de su habitación, calzaba unas viejas chancletas de color tinto.
— ¡Marco! ¿Qué te trae por estos rumbos?— le preguntó el buen hombre sin mirarlo — .¡Mira nomas! ¡Me agarraste en el mero momento!— exclamó, con su conocido tono alegre mientras exageraba su tarea; más por costumbre que por intentar arrebatarle una risa a su portero. — ¡Pero, siéntate hombre! ¡No te quedes ahí parado, que cobran lo mismo!— señaló un silloncillo, viejo y roído que estaba junto a la puerta.
Sin embargo, su portero se negó rotundamente al permanecer inmóvil y callado. Por su parte, Roberto no insistió. A esas alturas, sería una pérdida de tiempo y saliva intentar hacerlo.
Habían pasado semanas enteras desde que Marco volvió a su puesto de trabajo, y desde entonces, de sus labios no dejó brotar ni una sola palabra sin antes pensarla detenidamente y saborearla entre sus labios pálidos y agrietados.
El buen hombre suspiró al recordar el rostro magullado con que Marco se presentó a trabajar semanas atrás. Con heridas en el rostro y en sus manos, junto a su persistente mutismo, parecía contar cientos de historias a las mentes activas de sus compañeros de trabajo; El joven pasó esa primera semana en completo ensimismamiento, incapaz de despegar labios aun si hubiese querido hacerlo. En dicho tiempo (y a su debido momento) todos, incluyéndose, intentaron hacerlo hablar.
Arrancarle un gesto genuino de alegría, de conformismo tan siquiera... Pero era inútil, puesto que ni siquiera Marta, quien conseguía sacar sonrisas a todos con su sola presencia, había logrado separarlo de su silenciosa coraza.
¡Cuán lamentable era verla tan preocupada jurando y perjurando que su conducta cambiaria al pasar de los días!
Por mera comodidad y optimismo, todos decidieron confiar en sus palabras, guardando su preocupación impulsada por un mal augurio. Era lamentable, tanto así, que inclusive Rob, se cegó ante tal posibilidad, deseándola con esmero.
Pero, Diciembre llegó y terminó en un abrir y cerrar de ojos, trayendo un Enero más a sus días que en menos de una semana, llegaría a su fin. Pero,desgraciadamente, la actitud del joven portero se mantuvo casi inamovible.
Inquietaba verlo en semejante estado: Su rostro pálido y aún más desmejorado con el pasar de los días, se alzaba entre leves sonrisas que desaparecían en el aire apenas uno se atreviera parpadear; Sus ojos lanzaban miradas vacías, su cuerpo, revelaba movimientos y pasos dados maquinalmente.
Era claro hasta para el menos observador, que Marco no quería hablar con nadie. Precisando soledad administrada en grandes porciones, prolongada en cómodos silencios y profundos pensamientos de calibre desconocido para ellos.
''No quiero volver a verlo así''
Fueron las palabras que una vez le dijo Martin al velador. En aquel entonces, el buen hombre no entendía el motivo de aquella tristeza plasmada en el rostro de su querido Jardinero. Pero ahora, sin él a su lado...habiéndole permitido a los días correr sin resentimiento alguno, sentía en su pecho el ''porqué'' de aquel semblante.
«Si estuvieras aquí... ¿Qué harías para ayudarlo?» Le preguntó Roberto al vaho de ese recuerdo, fingiendo demencia mientras lustraba sus zapatos ante un bulto que no se diferenciaba de un costal de huesos.
Pasó un minuto en completo silencio. Tal vez dos...o cinco...cierto es que Rob no los contó. Cuando por fin, Marco habló: — ¿Fue usted quien le dio mi número?— fue la pregunta que pudo formular el joven. Ronca y desacostumbrada a su propio sonido.
— ¿Te causó algún problema?— preguntó sin embargo el bueno de Bob.
—Conteste, por favor...
Roberto tomó aire, mirando hacia la pared de enfrente y deteniéndose en su tarea. Le era grato escuchar la voz del portero después de tanto tiempo, aun si de sus labios, no salieran más que reproches roncos y torpes.
— ¿Quién más podría habérselo dado a parte de mí?... — dijo encogiéndose de hombros al cabo de medio minuto— . ¿Las muchachas? Ellas ni siquiera tienen tu información. Con suerte saben tu primer nombre...
—¿Puedo saber...por qué se lo dio?
— ¡¿A qué viene esto tan de repente?!... ¡Hace semanas de eso!— Lo miró, intentando buscar algún signo en aquella faz que le indicara a que terreno estaba entrando. Pero ahí no había nada. — Debes saber, muchacho, que si le di tu número fue porque parecía ser importante. Déjame advertirte de una vez, que si vienes a buscar una disculpa, no te la daré, ya que no me arrepiento de haberlo hecho. ¡Mírate nada más...! ¡Aun tienes la rajada en la frente! — lo señaló— ; ¿Te imaginas lo qué hubiera pasado si me hubiera puesto rejego y no se lo hubiera dado? ¡Nunca te hubiera llamado, nunca habría llegado la ayuda y ahorita, quien sabe...podría estar tu cara pegada en todas las esquinas con el cartelón ese de ''desaparecido''!
El joven permaneció cabizbajo unos segundos, carburando la información. Mientras tanto, Roberto lo miraba de pies a cabeza con lastimoso gesto. Era increíble lo mucho que Marco había adelgazado. Demacrado y pequeño, daba la impresión de romperse al primer silbido del viento.
—Ya... ¿Ya no duele? — preguntó Roberto, menguando el tono de su voz, refiriéndose a las heridas del portero. Sobresaltando así, al silencio mismo.
Marco negó y el buen hombre asintió.
— Qué bueno...— sonrió con amargura, mirando entonces, como las llaves del cementerio salían de su bolsillo para jugar en manos de aquel joven. Apretó los labios debajo de su espeso bigote y meneó la cabeza un poco. —Oye, muchacho...No has ido ¿verdad?— preguntó, conociendo perfectamente la respuesta mucho antes de que Marco negara con la cabeza. —Para cuando Enero termine, desalojaran su cuarto. Quedará vacío y entonces otra persona lo habitara ¿Eres consciente de eso, no?
Marco abrió la boca intentando decir algo. Había un nudo en su garganta y apenas pudo emitir un simple —...No puedo.
Bob asintió levemente, comprendiendo al portero: —Sonará a amenaza, pero...te arrepentirás si no lo haces. Su casera, doña Rosa... ha respetado el sitio porque el idiota ese era muy astuto y le pagaba por adelantado. Sin contar que nadie ha tenido necesidad de ocupar el lugar. Pero han pasado tres meses ya...y ella, por mucho que lo desee, no puede esperar más que lo que resta de esta semana.
— ¿Usted ya fue...?
Bob asintió —Sí... ya estuve allí. ¿Podrás creerlo? ¡La bruja de su tía piensa tirar todo a la basura! Si por ella fuera, ya lo habría botado todo...— escupió molesto— mira, no soy nadie para decirte que hacer...pero, aun estas a tiempo. — Marco permaneció en silencio. Había encajado la vista en una esquina de la pared, reacio a moverla de ahí. — Y, a todo esto...¿Qué hay de Jonathan? ¿Cómo está?
La pregunta le heló la sangre por completo. Su nombre surcó la habitación con tanta inocencia que le sorprendió la fuerza con la que impacto contra sus oídos: era como una filosa daga que supuraba letal veneno cada que dichas letras conformaban su nombre. Roberto, indiferente al impacto que su pregunta ocasionó en la mente de su joven acompañante, continuó:
— Te pregunto, ya que no lo he visto desde hace rato... ¿está bien? ¿Sabes algo de él?—Marco sentía su corazón palpitar con fuerza. Bajó aún más la mirada y simplemente se limitó a encogerse de hombros. — Así que tú tampoco sabes nada...—Suspiró Roberto, interpretando a la perfección el mutismo de su joven portero; abandonando su asiento y dirigiéndose, finalmente, hacia él— Bueno, espero que este bien. Hoy en día no se puede estar por las calles solo...ya lo viviste en carne propia. ¿No?... Lo que ocurrió, fue más un golpe de suerte, ya que no pasó a mayores...Así que, aunque está de más que te lo diga, cuídate, muchacho... — Marco no hacía más que responder con leves movimientos de cabeza mientras sentía las leves palmadas de Rob impactarse en su hombro.
Sus piernas estaban clavadas al piso. E inconscientemente, mordía sus mejillas con cierta fuerza, víctima de aquella mentira que pesaba sobre sus hombros. Sin pensarlo más, extendió sus manos hacia el velador. Las llaves se golpearon entre sí y el portero fijó su vista, finalmente, en las pupilas del buen hombre quien no pudo ver en él más que una ráfaga de determinación; dolorosa e inevitable.
No necesitando palabras para entenderlo, Roberto tomó las llaves; estaban calientes al haber sido apresadas en aquellas temblorosas manos. «Martin... ¿Qué habrías hecho en mi lugar?»
El joven se giró, haciendo un ademan ambiguo y cruzando la puerta, escuchó una vez más la voz del velador, que le decía con paternal afecto un inesperado:
—Siéntete libre de volver cuando quieras, hijo...
«Tres calles adelante. Vuelta a la izquierda. Caminar una cuadra. Vuelta a la derecha, poco antes de llegar al callejón. Dos calles adelante, y finalmente, vuelta hacia la derecha. Seguir derecho hasta llegar a la calle principal»
Se dictó una vez más, ese mantra ya bien conocido para salir directo a la calle principal.
Sin embargo, su andar no se comparaba en nada al de meses atrás; días en los que caminaba con ligereza y ritmo; mostrando a todas luces la vitalidad de un joven de 24 años que, impulsado por la abrumadora necesidad de abandonar el peligro de esas calles tan bien ocultas, miraba detenidamente cada sombra sospechosa. ¡Instinto de supervivencia divino era aquel! Pero... ¿Qué tenía ahora? Sus pasos lentos parecían querer prolongar dichas posibilidades de riesgo mientras el eco de su andar se extendía y alertaba al posible enemigo oculto tras dichas sombras que antes elevaban su adrenalina.
Tal como dijo Roberto; eran tiempos difíciles. Violentos. Desquiciados. Cualquier sujeto podría aparecer, robarlo y acuchillarlo por unas cuantas monedas que llevara consigo. Pero...« ¿Qué importaría eso?» se preguntó apático, deteniéndose para mirar la oscuridad del cielo y la de esos callejones.
En su cabeza, solo una idea imperaba cuando el sol caía «No quiero llegar a casa...sería bueno que pasara algo. Algo que me obligue a demorar mi regreso. Que me retenga suficiente tiempo. Que me impida volver esta noche...y la siguiente...y la siguiente...»
El alboroto de un par de gatos que parecían reñir entre sí a lo lejos, captó su atención durante unos segundos hasta que su ruidosa algarabía, motivó el claro ladrido de varios perros que reaccionaron sin perder tiempo. En otras ocasiones, tal ruido le habría puesto los pelos de punta, sumándosele a su urgente necesidad de salir bien librado de esos lóbregos rumbos.
Marco sonrió con pleitesía adornada de una pizca de amargura. A esas alturas, se había despojado del miedo. Y ahí, en el pecho, no había nada más que un gran hueco que parecía hacerse más grande conforme caminaba entre una docena de renglones totalmente vacíos; cuestionándose si debía seguir o simplemente abandonar la pluma y terminar antes de lo esperado. Y aunque la idea de terminar en esas sendas le era tentadora, para su desgracia, llegó a la calle principal totalmente ileso, topándose con la brecha entre el silencio de una calle peligrosa y el ruido de un camino atiborrado e incierto.
El mundo se miraba diferente.
Lo percibía, lo sabía. Habría apostado su vida, esa que ya no le valía para nada, más que para vagar en un río de concreto espeso y hediondo.
Lo que antes le molestaba y lo que hasta hace poco había conseguido amar...lo que le atormentaba y lo que en su momento le brindó paz...la música, el café...su nombre...todo lucía diferente y aun mas, en ese extraño viernes por la noche. De pie frente a la brecha que dividía dos mundos, divagaba entre si debía cruzar o quedarse en la oscuridad del anonimato. ¡Jamás lo habría creído! Poder sentirse bien en los brazos de la fría indiferencia que él solo le proporcionaba a su existencia.
Frente a él, los autos pasaban uno tras del otro; expandiendo el ruido de su andar por los alrededores. Las luces le dieron la bienvenida, encandilándolo en su descuido. Las voces de la multitud se acumularon en sus oídos junto al aroma que desprendían los puestos de comida callejera donde los clientes de siempre, se sentaban a esperar, ignorando sin complejo alguno, el insoportable smog que llegaba a calar en los pulmones « ¿Debería ir caminando? Así tardaré más...» se preguntó, cruzando dicha brecha.
Golpeado por los hombros de personas apuradas y ahogadas en sus propios problemas, con gran paciencia, esperó a que el semáforo peatonal le indicara avanzar. Admirando la gran velocidad de los enormes camiones repletos de gente ansiosa, ya fuese por volver a casa o alejarse de ella para ir a pasarla bien.
El viento que provocaba semejante velocidad despeinaba con ferocidad sus cabellos y sus narices enviaban a sus pulmones ese conocido humo negro que él, a esas alturas, tuvo a bien inhalar con agrado. Miró el asfalto frente a él, donde las llantas de aquellas enormes maquinas reinaba por un lapso de sesenta segundos antes del siguiente semáforo en rojo.
« ¿...Estás seguro? Al final de la noche, tendrás que volver a casa... ¿estás seguro de soportarlo? ¿Debería de enfrentarlo? O ¿simplemente debería... saltar?» seducido por una idea aterradora, comenzó a extender un pie al aire; lo suficiente para que el siguiente camión lo arrancara y llevara consigo sin el menor reparo.
— ¡Joven!— le gritó una mujer, tomándolo del brazo y halándolo hacia ella. — ¿Esta loco?— replicó, mirándolo con desapruebo para después, al ver su expresión vacía, soltarlo y menear la cabeza mientras se alejaba vociferando: — ¡En verdad está loco este pobre!
Escuchó sus pasos tambaleantes alejarse mientras las personas a su alrededor lo miraban, como quien tenía frente a sí, una atracción de circo. No estaba loco. Él lo sabía. Su mente trabajaba como debía; sus ideas eran claras. Es más, se atrevería a decir, que nunca habían sido tan transparentes y puras como esa fría noche en que sus pasos le pedían correr. Huir. Perderse de todo y de todos.
El semáforo peatonal volvió a ponerse en rojo y entonces, con nuevas personas a su alrededor esperando para cruzar, una voz se alzó entre ellas; diferente y meramente conocida.
— ¡Marco!— Era una voz femenina que se abría paso entre las masas— ¡Qué coincidencia! ¡Nunca nos encontramos a la hora de salir! ¿Esperas el camión? —Marco negó con la cabeza, respondiendo un simple ''Caminaré'' —Ya veo. Según recuerdo, no vives muy lejos de aquí. ¿Cuánto haces de camino?
Una pregunta común. Dotada de una inocencia convencional que a Marco le sabia insulsa. Aun así, alzó los ojos al cielo y fingió calcular el tiempo a pesar de que sabía perfectamente cuanto le tomaba ir a casa tanto en camión, como a pie; sin embargo, lo que desconocía era si en verdad se sentía con ánimo de hablar o solo era esa burda necesidad de ser cruel con alguien antes de decidir marcharse.
La señorita, por su parte, esperó ansiosa, mirándolo atentamente con sus enormes ojos color marrón. De complexión pequeña y piel ligeramente morena, Perla, la más joven de las secretarias, jugueteaba con sus manos adornadas entre pequeños anillos, pulseras discretas y barniz negro sobre sus uñas recortadas al ras de su carne.
—Caminando... treinta minutos. — Respondió finalmente el portero. —En camión, quince...
—Eso no me parece que sea muy cerca... — observó ella.
—Perspectiva, supongo...
—Si...eso creo. — Perla se miraba nerviosa, pero extrañamente alegre. Después de todo, Marco respondía con demasiada soltura (si había de compararle a días anteriores) por lo que la muchacha concluyó que había valido la pena dejar que su camión pasara de largo dos veces con tal de encontrarlo allí.
El primero de sus propósitos estaba cumplido. Por lo que, armándose de valor, separó sus delgados labios vestidos en color malva y pronunció, entre ligeros tartamudeos.
— ¿Puedo caminar contigo?— alzando la vista al formular su pregunta, pudo notar la apatía en aquel rostro marchito. Marco ni siquiera se había inmutado ante su pregunta. Encogiéndose de hombros y con su atención puesta en los dos últimos camiones que aceleraron para evitar el semáforo en rojo. Él solo asintió con frialdad.
Ambos caminaban en silencio.
La joven, nerviosa, analizaba de reojo el rostro de su acompañante. Después de mucho, por fin se había armado de valor. Habló con el portero fuera del lugar de trabajo, y con ello, consiguió caminar junto a él, dejando de lado el muro de su timidez. «Habla de algo... ¡no te quedes callada!» pensaba Perla, presionada.
—Nunca te lo pregunté pero... ¿Llevas mucho trabajando con Rob?— Marco preguntó antes, sin embargo. Sobresaltándola.
—N...no. Solo dos meses antes de que tú entraras a trabajar. — respondió. — El señor Roberto fue muy amable en dejarme trabajar para él...
— ¿En serio?— bufó— Dudo que trabajar en un cementerio sea el sueño de las jovencitas.
—Es un lugar seguro. Buena paga y no me asume mucho trabajo físico...así que... — Perla se encogió de hombros. — ¿Qué hay de ti? ¿Por qué trabajar en un cementerio?
Marco apretó sus labios —Lugar seguro. Buena paga — repitió— y el único trabajo físico con el que acarreo, es despegar mi trasero entumecido del asiento para abrir la puerta. — Perla rio, aun cuando él no quería hacerse el gracioso. — ¿Te burlas de mi trasero chato?— preguntó éste, mirándola por primera vez en la noche:
Cayendo en cuenta de lo pequeña y a simple vista, frágil que era. Llevando una chaqueta de suave tonalidad rosa, blusa blanca y unos pantalones de mezclilla azules; dos pasos de ella conformaban una zancada por parte de él.
Hacía frío aun, pero su pequeña frente se mostraba humedecida por el sudor y sus manos delgadas, jugueteaban entre sí, cuando no acomodaban un mechón de su cabello castaño claro, recogido en un alto moño trenzado, ya algo alborotado.
Su perfume, dulce entre los diversos aromas callejeros, surcaba su nariz con delicadeza a pesar de la distancia que había entre sus cuerpos. Sin duda alguna, era una muchacha bella y sencilla; cuya timidez solo realzaba en su feminidad.
Marco la examinó en silencio, incomodándola con su constante atención. Él lo sabía desde hace meses: Aunque buscara parecerlo, no era tan idiota como para no darse cuenta: Y ella, no era tan discreta en las miradas furtivas que le regalaba día tras día cuando descubierta por los ojos del portero, en su momento brillantes, esta apartaba la mirada, apenada.
Lo sabía... y aun así...prefería ignorarla. «Es diferente...» se dijo una de esas veces; se dijo incluso ahora, apartando su atención de ella a la vez que disminuía el paso con el fin de nivelarlo al de su compañera. Escuchando con ello el suave suspiro que brotó de aquellos labios.
En el trayecto cruzaron frente a varias tiendas de escaparates luminosos; tiendas por las que, en esos últimos meses, Marco había pasado de largo, indiferente y ensimismado en su propia soledad. Pero esa noche no estaba solo. Y Perla se detenía de cuando en cuando, mirando a través de los enormes vidrios y consiguiendo que Marco se detuviera a su lado para ver lo que ella le señalaba.
«Tan diferente...»
Cruzaron de acera un par de veces para evitar distintos grupos de personas que a simple vista, parecían maleantes o buscapleitos. Con Perla del lado de la pared, ambos aceleraban el paso solo entonces con el fin de alejarse rápidamente de dicha zona.
— ¿Qué cenarás ?— preguntó ella cuando llegaron a la zona de restaurantes y comida rápida. Marco se encogió de hombros.
— No lo sé. Tal vez pan y café.
— ¿Solo eso? Pero, si hoy no comiste nada- —La joven se obligó a callar abruptamente, avergonzada.
— Preguntaré solo para no dejarlo pasar— comentó él— ¿Cómo sabes que no comí nada?
— ¡Marta!— se apresuró a decir. — Marta nos lo dijo...
—Ya veo...— Marco la miró de reojo: Estaba ruborizada y volvía a jugar con sus manos. Sin duda alguna estaba avergonzada y él, incomodo. — ¿Tu que cenaras?— preguntó él, en cambio.
La escuchó dudar, indecisa entre cenar algo ligero o simplemente, aprovechar que era viernes y comer lo que se le antojara.
— ¡Es difícil decidirme!— expresó la joven al final.
Ignorando la decidía de Perla mientras, de apoco, sentía que aquellos rumbos ya los había pisado hace tiempo. Sus piernas repentinamente se sintieron ligeras, y sus ojos brillaron gracias a la delgada capa de sal que comenzó a formársele.
Caminaron un par de minutos más, cuando, una terrible corazonada golpeó su pecho con fuerza; percibiendo en el aire, un aroma tan familiar que lo hizo volver su vista hasta entonces perdida, al frente. Se detuvo de golpe y su corazón, reponiéndose del shock se aceleró por segunda vez en la noche. Pronto, el portero apretó sus labios. Estos comenzaban a temblar sin razón aparente. El pecho dolió. Y los ojos ardieron aún más:
—Hay... un lugar cerca. — dijo al cabo de unos segundos de duda, en los que Perla no hizo más que esperar, respetuosa ante su mutismo. —Podemos cenar allí...
El rostro de Perla se iluminó con la propuesta, y sus ojos brillaron aún más cuando entraron a aquella edificación gótica de candelabros resplandecientes entre las penumbras de sus angostas cúpulas.
Pero... el alma de Marco, se agrietó un poco más al percibir con gran amargura lo inevitable. Un hecho atroz que lo hizo odiarse a sí mismo como nunca antes lo había hecho.
De repente, no vio más que ruinas; vestigios de un bello imperio de elegancia y tranquilidad. Ese sitio había dejado de ser lo que alguna vez fue ante sus sentidos: el aroma del café apenas le era soportable mientras que ese extraño ente de paz, personificado en tiempo y lugar, se había desvanecido de aquellos muros vaciando los corazones de todo aquel que se hallase ahí dentro.
Perla miraba asombrada cada esquina, mientras que él, se arrepentía por haber vuelto allí solo. Su mirada no pudo evitar deslizarse hacia él enorme vitral del narciso, tan hermoso y majestuoso, que en su momento había admirado en silencio y en cuyas faldas, se encontraba la mesa donde había pasado la mitad de la velada con un ente cuya existencia ahora le sabía a duda.
Ambos pidieron un café, para empezar, habiéndose sentado al otro lado del edificio después de que Marco, con un firme tono de voz, se negara a sentarse cerca de dichos vitrales; allá, lejos de ese maldito narciso de pétalos hermosos y memorias ahora agridulces.
El silencio se prolongaba de tanto en tanto y aunque Perla intentaba sacar temas de conversación, Marco los cerraba de tajo sin siquiera saberlo. Para cuando en la tarima apareció un grupo de músicos, Perla se emocionó al instante.
— ¿Qué tocarán?— preguntó, mirándolo con sus enormes ojos brillantes. Marco hizo un gesto de duda.
— Solo sé que los jueves tocan Jazz...
— ¿Jazz? Hoy es viernes... ¿no?
Él asintió, titubeando por un momento. — Si, Gracias a Dios es viernes... — dijo, forzándose a sonreír mientras sorbía un poco de aquel café que ya no tenía sabor que ofrecerle a sus papilas gustativas:
''—No hagas eso...''
— ¿Hacer qué?
''—Sonreír cuando no quieres hacerlo...''
Para cuando los músicos comenzaron a tocar aquello que osaban llamar música, ambos habían entablado una plática lo suficientemente superficial como para dejarla de lado al iniciar la ''fiesta''.
Las personas, justo como hicieron aquella vez, se levantaron de sus asientos listos para bailar al ritmo de aquella estridente música que retumbaba con desagradado en la cabeza de Marco, quien parecía esperar con cierta impaciencia que el techo se les viniera abajo.
Por otra parte, Perla estaba fascinada; alegre. Ansiosa por abandonar su lugar y pertenecer al grupo de jóvenes que saltaban y se perdían entre las diversas gamas de luces que titilaban con rapidez.
'' — ¿Quieres bailar...?''
Creyó escucharlo decir aquello una vez más. Percibiendo por un momento, esa suave voz masculina que aunque odiaba admitirlo, encantaba sus torpes sentidos.
Entonces, alzó la vista repentinamente, justo como hizo aquella vez; pero él no estaba al otro lado. Divisando en cambio, el rostro de Perla que al igual que él, esperaba escuchar dicha pregunta.
Marco tragó saliva y dejó escapar un suspiro «No me digas que hacer» pensó, despojándose de su chamarra, subió sus mangas y abandonó su silla, extendiendo su mano hacia ella en un ademán que le pertenecía a alguien más.
—Te advierto que no sé bailar ni con instructivo, ¿aun así aceptas?— llena de dicha, Perla no dudó, tomó su mano y lo guío a la pista de baile donde, entre saltos y movimientos poco estéticos, rápidamente se perdieron entre la gente.
Era ruidoso y caluroso; y el aroma a alcohol, tabaco y sudor estaba por todos lados.
Ella, se miraba extasiada y llena de felicidad.
Y él, envuelto en una nube de falsedad...cada vez más roto, cada vez, más solo...
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