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47| El Hijo Innoble


Jonathan despertó por desgracia o desdichada suerte, que hubo de arrebatarlo del plácido sueño en el que se había sumido gracias a un constante golpeteo de ignorada procedencia tan persistente cuan molesta.

Él, perteneciendo a esos vientos de antaño, se levantó, alejando las mantas con hastío, colocándose un par de tenis que le quedaban cerca, y tiritando por el frío que hacía a semejantes horas.

Si el destino existiera, diría que fue el quien, manchado de carmín, se atrevió a guiar sus pasos torpes entre la oscuridad, directamente a la habitación donde Emilio reposaba; donde se suponía, debía estar justo como la última vez que lo vieron antes de apagar las luces e ir a descansar: Amarrado, calmado y a esas alturas de la noche, con el telón de sus parpados desplegado, cubriendo el néctar de sus ojos miel. Pero la obviedad que hay en la casualidad, junto al sonido que brotaba al otro lado de su puerta, también llevó
consigo parte de culpa.

Una delgada línea de luz amarilla bailoteaba bajo la puerta de Emilio, justo al otro lado de esta. Atraído por el inesperado resplandor, Jonathan se acercó y con trémula voz, pronunció su nombre en un susurro que era incapaz de llegar a oídos de su amigo.

Definitivamente, el molesto ruido que lo guío hasta allí provenía de su cuarto. Motivado por el recuerdo de aquel último episodio donde Emilio golpeaba su cabeza contra la pared incontables veces, abrió la puerta con lentitud, preparándose para lo peor. Pero... allí adentro, no había nadie.

El cuarto, vacío y helado, solo mostraba una cama abandonada con cuatro tristes pedazos de cuerda amarrada a la nada. La luz que vio bajo la puerta, era, efectivamente, la luz del foco que se tambaleaba peligrosamente desde el cable adherido al techo que lo sostenía fervientemente.

La ventana, a sus anchas abierta, permitía entrar un viento inusual que en su despreocupada naturaleza, hacía que las ventanas chocaran contra el muro, azotándolas con cierto placer. Alarmado, pensó en llamar a Mar al ver que su amigo se había deshecho de las ataduras y al parecer, había desaparecido.

Pensó hacerlo...debía...pero el danzar lánguido de las cortinas parecía incitarlo con cierta malicia para que asomara la cabeza y viera a través del marco. Lentamente se acercó y así, con el frío viento chocando contra la punta de su nariz, a varios metros de distancia, fue capaz de divisar la silueta de su amigo.

Allá. de pie, a mitad del enorme patio, el mayor cruzó mirada con John; invitándolo con su inercia y silencio a cruzar e ir a su encuentro.

—Emilio— lo llamó, pasmado —, ¿Qué haces?... ¡Vuelve!— y pidió, como un padre que a regañadientes habla al travieso de su hijo; temeroso a que dé un paso en falso y todo se estropee.

Pero, ¿Qué podría estropearse a esas alturas? En la manecillas del reloj se dictaba un cuarto para las cuatro y en el cielo aún se mostraba la brecha enorme que los alejaba de la luz solar. John agradecía enormemente a esa ligera luz que provenía del cuarto, aun tambaleante, aun brillante.

Por su parte, Emilio no se movió ni un centímetro a favor del menor, sino todo lo contrario. Como si no lo hubiera escuchado, dio media vuelta y a paso lento, se adentró en la oscuridad de la noche, no sin antes, girarse una vez más hacía la imagen de su pequeño amigo.

Sin expresión en su rostro, parecía una marioneta de hilos delgados que no podían evitar que su cuerpo se tambaleara cual ser sin alma, volviéndolo ante los ojos del menor, un ente espectral sin voz ni palabra que removió la tierra bajo sus pies descalzos y terminó por perderse entre la noche.

Jonathan analizó torpemente la situación mientras corría a su habitación por pura inercia, tomando la linterna que anteriormente, ambos usaban para alumbrar el interior de su refugió y con ello, un suéter, que fue poniéndose a medida que volvía a la habitación de Emilio. Miró una vez más la lejanía.

A pesar de su edad, aun no se llevaba muy bien con la oscuridad. Sintió un escalofrío, y una absurda necesidad de gritar al verse en semejante situación. Subir las escaleras, llamar a Mar y notificarle de lo sucedido era la mejor opción que tenía y a la que, de haberlo querido, pudo haber acudido sin problemas desde hacía minutos atrás. Pero...por desgracia, al sopesar sus mayores temores, no pudo hacer más que cruzar la ventana, sintiendo la electricidad de la adrenalina recorrer su cuerpo una vez hubo puesto el primer pie fuera sintiendo al aire helado chocar contra su rostro.

Llevó su pulgar hacia sus labios, apresando con sus dientes su uña. Alternando miradas entre el interior y el exterior. Si le decía a Mar, sin duda alguna, lucharía contra cielo, mar y tierra para que aceptaran a Emilio en el psiquiátrico, dejando de lado el amor que le tenía al muchacho y lanzándolo a su suerte en aquella casa llena de demencia de la que tanto aprendió (para bien o para mal) gracias a las películas que miraba de cuando en cuando.

''Iré por él. ''

''Lo traeré de vuelta. ''

''Mar no tiene por qué enterarse de nada. ''


Pensamientos tales rondaron su cabeza infantil conforme cruzó el patio y se adentró en una oscuridad ajena a esa que había en los límites de su hogar.

Alumbrando su camino y ensimismándose en su chamarra, Jonathan, con pocos minutos de camino que no llegaron a ser cinco, se topó con los pies desnudos de su amigo. Descubriendo conforme deslizaba la blanca luz hacia su rostro, que Emilio tiritaba por el frío.

Su torso desnudo dejaba entrever las costillas adheridas a su piel que semejaban, con cada bocanada de aire que él tomaba con dificultad, cobrar vida propia; logrando parecer delgadas serpientes repletas de veneno letal que se alimentaban de su blanca piel, pálida como la luz de la luna; sus labios, morados y agrietados comenzaban a sangrar mientras murmuraban algo que no tenía sonido propio y que sin embargo, John intentaría descifrar años más tarde.

Con el corazón encogido Jonathan corrió a él, envolviéndolo en un abrazo que buscaba calmar su frío. ­

— ¡Idiota! ¿¡Qué haces acá afuera!? ¡Volvamos a casa!­—dijo el menor, aferrándose a él mientras éste lo alejaba con un movimiento mecánico.

Cuando John alzó la cabeza hacia él, suplicándole que no lo apartara y que volvieran sobre sus pasos, Emilio acarició su cabeza y le sonrió. ­Negó lentamente y tomó su mano sin decir palabra; guiándolo, a pesar de que él menor puso resistencia, más allá de la espesura de los árboles.

John no supo cuando fue que se resignó ante la fuerza del joven. Simplemente caminó tras él, mirando con desagrado, las heridas que se había infligido él solo. Aún se miraban frescas y encarnecidas debido a que, en veces, al despertar, cuando se le permitía tener las manos libres por escasos minutos, Emilio las volvía a abrir con cierta pleitesía, impidiendo que sanaran por completo.

Eran horrendas. Jonathan las detestaba igual que detestaba las marcas que en sus muñecas se habían formado debido a las ataduras. El, desde un inicio, se negó a amarrar a Emilio al igual que hizo con la idea de internarlo en el psiquiátrico...pero era una u otra, y además... ¡Emilio había insistido tanto en ser atado! Nunca había visto a alguien suplicar por ser privado de su libertad de esa forma.

—Emilio... ¿A dónde vamos?­—preguntó al fin, después de muchas otras preguntas que no recibieron respuesta— . ¿No sería mejor ir cuando haya más luz? Hace mucho frío...que tu no lo sientas no quiere decir que yo no tenga frío...volvamos... ¿sí? —ese era su último intento, igual de inútil que los anteriores.

Habían recorrido tanto terreno desconocido por el menor, que llegó un momento en que ya no se quebró la cabeza intentando ubicarse. La idea de caminar hasta el amanecer se le antojaba más que posible. No sabía cuánto llevaban de terreno recorrido, pero con el viento calando los huesos, el trayecto más corto llega a parecer largamente eterno.

En lo que fue hora y media de camino sin descanso ni palabra, Emilio se detuvo, consiguiendo que el menor, distraído, chocará contra él. El joven Inspeccionó el lugar con una seriedad absoluta. Apretó la mano que sostenía; con tanta fuerza, que arrebató un quejido a John. ­

—Oye, duele...—dijo, intentando zafarse.

Emilio miró el suelo, dudando, una rama crujió bajo su pie y se giró, arrodillándose; rodeando al menor en un abrazo brusco e inesperado. Entonces, el joven no tenía aroma...ese cálido aroma que encantaba al menor, había desaparecido de su piel.

Solo había frialdad por sentir...

Silencio por escuchar...

Y una terrible soledad que se fundiría en su pecho sin saberlo y germinaría en la intimidad de su interior.

Emilio se había ido.


Y Jonathan, motivado por un terrible presentimiento, intentó acompañarlo cada vez que se giraba para marcharse; pero igual que pasó cuando fue obligado a internarse entre la oscuridad de la naturaleza, desistió después de haber sido empujado tantas veces en que cayó, se levantó y volvió a intentar. La expresión de Emilio era siempre la misma. Pétrea e impenetrable. Parecía no importarle el dolor que infligía al menor con su rechazo.

De esta manera, derrotado y humillado, John lo miró marcharse al quinto intento; molesto, confundido y triste. Herido su orgullo y su amor, permaneció sentado allí, entre el lodo, conteniendo el llanto mientras su amigo se alejaba cada vez más entre un panorama que sus ojos ya no podían ver. «Para qué me trajo si me iba a dejar.» pensó cruzado de brazos, sintiéndose como un tonto al no poder evitar el temblor en sus labios.

—Estúpido loco —escupió—. ¿Quién te necesita? Si quieres morir de frío o sí quieres perderte en el bosque: ¡adelante!

Se levantó, sacudió sus sentaderas y después sus manos para después gritar a la dirección que Emilio tomó, recogiendo una piedra del suelo.

》— ¡Debí dejar que te metieran en el manicomio! ¡Con los locos! ¡Donde perteneces grandísimo idiota!.

Y con ello, lanzó la primera piedra, a la que seguirían muchas más que Jonathan lanzaría esa noche a la nada presa del despecho.

—¿Por qué no te dejas ayudar? ¡Siempre, siempre haces lo mismo!—fue uno de los reproches que le arrojó; sabiendo que no sería escuchado. Viendo cómo sus frustraciones quedarían atoradas entre la corteza de los arboles a su alrededor.

Cansado, con la garganta rasgada y el frío aumentando, finalmente decidió volver; luchando con las ganas de quedarse y esperar, preparó las palabras con las que al llegar a casa, le avisaría a Mar sobre la ausencia de Emilio. De esta manera, dejaría que pasara lo que tuviera que pasar.

Decidido, emprendió marcha. Con la cabeza erguida, el pecho apechugando el viento. Conteniendo el temblor de sus labios.

« ¡Soy un hombre! ¡Los hombres no deben llorar!»

Caminó muy poco, ya que realmente, no sabía muy bien hacia dónde dirigir sus pasos. Haciendo memoria e intentando ubicarse entre la oscuridad, daba cada paso con cautela.

A pesar de su corta edad, Jonathan era un niño decidido y orgulloso. A esas alturas, se había doblegado a Emilio con cierta obediencia, sin embargo, siempre había un límite. Y esa noche, Jonathan había llegado al suyo. ¡Se había humillado tanto! ¡Y todo para nada!

«No lo seguiré ya. ¡Aunque Emilio volviera arrepentido, aun si lo hiciera...ese grandísimo tonto!»

Sin embargo, un gran estruendo lo obligó a girarse atrayendo su la vista al cielo donde divisó una franja naranja, delgada y poco visible. « ¿Emilio?» sí... John era un niño orgulloso y decidido, que no daría marcha atrás...pero también, era un niño al final de cuentas. Un niño que amaba, admiraba y se preocupaba por su familia.

Dio un paso hacia aquella dirección, atónito. Meneó la cabeza y mordió su labio inferior. Dio otro paso, y otro, y otro...hasta que terminó por correr hacia el lugar donde Emilio lo había dejado; logrando ir más allá, guiado por el aroma y el brillo que aquella detonación provocó.

Con los bellos del brazo erizados, vio al infierno desatarse en una gran extensión de esa casona que de apoco se le iba mostrando conforme avanzaba.

Impulsado por un mal presentimiento, se acercó aún más a ella. Subiendo la colina, donde ésta se alzaba majestuosa y en cuya cúspide nacería la peor de sus pesadillas. Llegó hasta esa serpiente de piedra que lo guiaba a la entrada de aquel lugar maldito, siempre oculto a su vista y conocimiento.

Cruzó jardines hermosos que adornaban los alrededores de dicho lugar y así, alcanzó el cancel que cercaba los inicios de la fatalidad; abierto de par en par, invitaba a cruzar a cualquiera que así lo quisiera hacia la demencia total.

Frente a John, se cernía el naranja de las llamas que consumía de la hermosa vivienda con una furia nunca antes vista.

— ¡Emilio!

Gritó su nombre, alterado. Rasgando su ya lastimada garganta debido al frío. — ¡¿Dónde estás?... ¡Emilio!.

Jonathan cruzó el portón abierto de par en par escuchando el potente rugido del elemento que devoraba, hambriento, una parte considerable de aquella casona de existencia, hasta entonces, desconocida.

El humo se extendía sobre él y su miedo crecía siguiendo el palpitar de su corazón. Gritaba, impotente. Desesperado ante la sola idea de que su amigo estuviera, de alguna u otra forma, por los alrededores de la casa durante dicha explosión. « ¿Y si entró?...» pensó aturdido al no verlo por los alrededores. «Con lo tonto que es, pudo haber entrado, importándole poco salir lastimado» la idea le revolvió el estómago.

Por primera vez en su vida, prefería a Emilio perdido, pero vivo.

Loco, pero vivo.

Enfermo pero...


Recorrió como un loco los alrededores de la casa. Buscando en sus ventanas cualquier indicio de su amigo. Notó que la puerta principal estaba abierta. Al igual que lo estaba el cancel. Y mientras más buscaba, más caía en la cuenta de que alguien, no hace mucho, había entrado a la casona.

«Debieron entrar. No hay nadie afuera.» Y ese alguien bien podría haber sido Emilio. No había de otra ya que no había mucha gente que recorriera esos senderos a semejantes horas.

—¡Emilio!— continuaba llamándolo, buscando ahogar el ruido del fuego con su voz y llegar a él.

Durante su inútil búsqueda, creyó escuchar un chillido cuando cruzaba la ladera este, donde el fuego, distante aún, no había llegado. Era una voz femenina que le erizó la piel y por un momento, lo congeló, deteniendo su carrera sin sentido.

Esperó, con cierta impaciencia y temor, prestando oído a lo que tal vez podrían ser alucinaciones auditivas suyas. Hasta que la escuchó una vez más. Por desgracia, había gente dentro de aquella casona.

« ¿Por qué? ¿Por qué no pudiste estar vacía?»

Miró los altos muros de piedra, con lágrimas atascadas en sus grandes ojos. La voz de esa mujer sin rostro, encendió la mecha que hizo a su sangre hervir.

Si Emilio llegó a escucharlas, a ellas o a otra persona atrapada entre algún escombro, no habría porque dudar. Definitivamente, había entrado a esos muros dispuesto a todo.

Pensando solo en el bienestar del joven, John llegó a detestar, por un efímero momento, la existencia de aquellas personas. Sí esas personas vivían o morían, poco le interesaba.

«Si no fuese por ellas...» pensó con cierto rencor «Si Emilio entró por esas personas...y por eso él llega a morir...» un escalofrió corrió por su cuello, haciéndolo estremecer, acogiéndolo entre sus brazos fríos. Algo detrás suyo, de fuerte presencia, lo hizo volverse. ­­

—¿Qué?—preguntó a la nada, sorprendido, creyendo que vería a alguien a sus espaldas.

Al verse solo, el parpadear de una de las lámparas que rodeaban cada tantos metros el muro, produjo un ruido que demandó su atención. Colocó la palma de su mano sobre su pecho. « ¿Qué tonterías estoy pensando?» sintió miedo de sí mismo.

¿Cuándo fue la última vez que John había odiado de esa manera a alguien sin fundamento alguno? Su egoísmo, ese que creyó haber perdido entre los senderos de la vida que compartió con Mar y Emilio, para su sorpresa, no había desaparecido como él creía; si no, todo lo contrario. Estaba oculto en las profundidades de su pequeño ser. Alimentándose de su amor, su temor a perder lo más importante para él, y el recelo ante cualquiera que se atreviera a arrebatárselo.

La última vez que dirigió su rencor hacia alguien, fue al mismo Emilio, al que ahora, buscaba con desesperación. Sacudió su cabeza para disipar tan terrible rencor. «No. No. Esas personas no tienen culpa de nada...si él entró, es porque toda vida es valiosa; aun si es de un desconocido. Aun si nunca más vuelve a toparse el. Todo lo que él hace, lo hace impulsado por un amor a todas las cosas. Sí él entró, si está allá adentro...es porque quiere ayudar y proteger.»

John tragó saliva, mantuvo la mano sobre su pecho y respiró hondo. Frotó su cuello, estremeciéndose una vez más y alzó la vista y entonces. Prestó mucha más atención a las ventanas, todas sin excepción.

Del primer piso al segundo, buscando a la dueña de semejantes lamentos. Al fin, dio con aquella ventana que le mostraba algo más que un fondo negro e impenetrable. Ubicada entre un muro cubierto por enredaderas de verde proceder, tres mujeres rodeaban la ventana que las retenía. Una de ellas, la más joven, intentaba abrirla una y otra vez. Otra, la mayor, se jalaba los cabellos, desesperada. Y la tercera mujer, intentó romperla con una silla que aventó al grueso vidrio que no daba de sí.

Habiéndolas ubicado, John saltó, haciéndoles señas para llamar su atención al inicio para, después optar por lanzar una piedra a la ventana. La mujer mayor fue quien la notó y se lanzó hacia el vidrio para ver a su posible salvador. Ella les hizo señas a las demás mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.

Era claro que no podían salir del cuarto. Ni por la puerta, ni por la ventana. « ¿Qué haré ahora? Tardaré mucho en ir por ayuda. Será demasiado tarde cuando alguien llegue» la más joven le hizo señas a John, apuntando a sus espaldas, por lo que creyó, hablaba de la puerta. Después de que le gritó una y otra vez, John pudo entender: Ciertamente, la puerta estaba trabada desde fuera.

Con un nudo en la garganta, John miró los muros de la casa. El fuego aun no alcanzaba esa sección. ¿Tendría tiempo? No podría saberlo. Estudió rápidamente el sitio donde la dichosa habitación estaba y con una señal que les indicó que pronto iría por ellas, corrió hacia la entrada.

«Tonto, tonto, tonto, ¡Eres un tonto Jonathan!»

Se decía mientras llegaba a la puerta, trastabillando. El fuego se extendía con rapidez. Pero aún le faltaba camino por recorrer. «Puedes hacerlo. Los tontos tienen la suerte consigo»

El vestíbulo, con una chimenea como punto focal de hermosa estructura de piedra, se le antojaba gigantesco y bien abarrotado por mesitas que sostenían elegantes lámparas y jarrones, figuras e incluso, servilletas de costos carísimos.

Con dos salas, una a mano izquierda y otra, la continuación, a mano derecha, sobre una alfombra púrpura llena de estampados garigoleados, conseguían dar una impresión de calidez única, digna de un hogar.

Los muros, altos y angulosos, hechos de piedra gris, se miraban elegantes, laboriosos y de estructura única. A mano izquierda la escalera, con el mismo tipo de alfombra que decoraba las faldas de la sala, y en medio, sobre la chimenea, una gran pintura de la familia donde tres hermosas mujeres, dos jovencitos apuestos y un hombre lozano, de mediana edad que probablemente, era el dueño de la casa y cabeza de familia.

A mitad del vestíbulo, John, maravillado, alzó la vista hacia la araña que colgaba del techo y cuyos adornos de costosa procedencia temblaban y chocaban entre sí, realizando un tenue sonido que en otras circunstancias, sería un deleite escuchar.

Cuadros de marcos dorados colgaban en los muros junto a las escaleras que daban entonces, a puertas que llevarían diferentes secciones de la casa. Y un silencio incompleto que reinaba junto al aroma del humo que se extendía con mayor facilidad que el fuego.

John caminó hacia las anchas escaleras, que daban a un precioso vitral que se extendía hasta el techo. El pequeño estaba impresionado. Sin duda era una casa hermosa. Una casa hermosa, que pronto, quedaría vuelta en cenizas. Sacudió su cabeza. Perdía tiempo y ellas estaban en el segundo piso, el fuego, del lado oeste y el, confundido, sin saber qué lado tomar.

Subió las escaleras de dos en dos girando a mano derecha y llegando al balcón que en un largo pasillo, le mostraba tres puertas que lo confundieron aún más. ¿Cuál podría ser?

Por mucho que intentó ubicarse, prefirió apresurar su carrera, empezando por la última puerta del pasillo; donde para su sorpresa, al abrirla, había otro pasillo que seguía tres metros adelante y giraba a su derecha, brindándole más trecho de pasillo donde una hilera de ventanas le daban la bienvenida
Al final del corredor, escudriñó la única habitación que había allí.

Estaba completamente sola. No había nada allí salvo hermosos muebles que adornaban la recámara.

Chasqueó la lengua. Se sentía con el tiempo sobre sus hombros. Cerró la puerta y sin demorar, volvió sobre sus pasos entrando por la siguiente puerta. Aquí también había un pasillo semejante y una habitación: La biblioteca. Trastabilló con el pie y siguió con su búsqueda. «Estoy seguro de que era de este lado. Debes ser aquí...debe-» Apenas tocó el picaporte de la tercera y última puerta que le quedaba, escuchó el claro y estridente grito de las tres mujeres. ¡Estaban al otro lado!

Al girarse alarmado, Jonathan, con el corazón acelerado y las narices invadidas por el humo, descubrió con gran pavor que el fuego comenzaba a llegar al vestíbulo. Entrando justo por debajo de aquella ladera donde las mujeres se encontraban. Se apresuró. Esta vez no podría darse el lujo de equivocarse.

—¡Voy para allá— les avisó, emprendiendo carrera y saltándose escalones.

Ya en la otra ladera, miró las tres puertas que se le ofrecían y abrió la última puerta del pasillo, no sin antes echar un vistazo al fuego que comenzaba a esparcirse en la planta baja y que pronto, subiría por él.

La sangre se fue de su rostro e incluso pensó volver sobre sus pasos y salir antes de que la puerta fuese obstruida por las llamas.

Dudó « ¿Aún hay tiempo?» mordió su labio inferior.

Con un pie listo para salir corriendo de allí y el otro, dispuesto a llevarlo hasta las mujeres, se impulsó una vez más. «Ya estás aquí. Aún queda tiempo, no lo pierdas en tonterías» Así pasó por el pasillo decorado igual que todos los anteriores y al final del camino, vio un enorme mueble tumbado en el suelo y la puerta de la última habitación abierta.

­« ¡Lograron salir!» pensó, extrañamente aliviado. «Al final, ni me necesitaron» bufó, riéndose de sí mismo. «La intención es lo que cuenta, ¿no?» llegó a la puerta, llamándolas con alegría y con las palabras '' ¿Por qué aun no salen?'' asomando por la punta de su lengua.

Los pisos de aquella habitación lujosa y bellamente decorada por cuadros esplendorosos del romanticismo y bellas cortinas doradas que combinaban con lo elaborado de sus marcos, se mostraban brillantes, consiguiendo reflejar las ventanas de alta estructura que mostraban gruesos vidrios que resultaban casi imposibles de romper en casos de emergencia.

Dotados por una superficie tan lisa y cristalina, esos pisos eran perfectos para destilar el espeso carmín que emanaba de la garganta cercenada de la mujer mayor, quién sin esperanza alguna, se arrastraba hacia la puerta dejando tras de sí la temible marca de la vitalidad derramada.

Su boca, en una curva inversa, dejaba brotar más rastros de aquel líquido que la abandonaba rápidamente.

Ella intentó alzar la cabeza, consiguiendo mostrar un poco de la herida en su garganta mientras los espasmos de la muerte le arrebataban la vida de apoco. Estiró su mano junto al pie del niño, chocando esta con algo mucho más importante que su vida misma. John siguió con su vista la dirección en que miraba la mujer, descubriendo la mirada desorbitada de la otra mujer, la de de mediana edad en cuyo pecho, una flor carmín crecía manchando su blanco vestido y uniéndose con hilillo de sangre adornaba su garganta. John la miró, con una mueca de terror que sustituyó su alegría. Abrió su boca con dificultad y de esta solo una silbante ''S'' quedó trabada.

—¿S-s-se..S-señora?— consiguió decir...

Abriendo y cerrando sus torpes y temblorosas manitas, John hallaba qué hacer, pasmado por el terror. « ¿Qué pasó aquí?...» pensó «No hace mucho las vi-»

Algo tronó entre la penumbra, sacándolo de sus pensamientos, y entonces la última mujer, cuya edad probablemente rondaba los veinte, cayó al suelo fulminada; Muerta. Intacta en su perfecta piel, lánguida por una muerte rápida; la porcelana de su cuello estaba rota, esparcida en una escena brutal acompasada por el sonido sordo de un cuerpo que cae sin vida y se vuelve uno con el suelo.

Jonathan la miró chocar contra el sólido y frio azulejo que la sostendría, y entonces escuchó el murmullo de la ropa, y el choque de los pies contra el piso; alzó la vista lentamente, temeroso de encontrarse con el mismo demonio. Sin embargo, frente a él, una visión peor le esperaba.

—¿Qué haces aquí?—escuchó preguntar entre la penumbra.

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