42| El cuarto vacío.
Cuando Jonathan volvió a su presente, un torrente de lágrimas escurría por sus mejillas mientras el velo del recuerdo liberaba sus pupilas perdidas. Sus manos engarrotadas; el sudor perlando su frente y empapando sus cabellos despeinados en una coleta que amenazaba con soltarse y liberar sus hilos negros. Sentado al filo de su cama, con la espalda encorvada y desnuda, el dolor de quien ha permanecido horas en una misma posición se encendió agudo e insoportable junto a sus adormecidos sentidos. Sus brazos, pesadas cadenas parecían portar al igual que sus pies, clavados al suelo y rodeados por pequeños fragmentos afilados, adheridos a su alfombra azulada; se miraban punzantes y desafiantes ante cualquier movimiento en falso. El hablar de las aves, con su dialecto armónico e inteligible para el ser humano, pasó de ser un factor ausente, a convertirse, de la nada, en un brote de armonía que comenzó a acentuarse desde una lejanía distorsionada que sus oídos recibían con incomodidad. Cuando su canto por fin recobró su estructura natural a los oídos y el agrado del joven, éste intentaba desperezar sus pies. Empezando de la punta de sus dedos, hasta llegar a los músculos de sus piernas. Elevándolos un poco y girando sus tobillos con lentitud, obteniendo el tronar de sus huesos y encontrando cierto placer en ello. Clavó su vista en la pared de enfrente, no prestando atención a la blanca pintura que recubría ésta, ni a su oscuro reflejo en la TV. Ignorando inclusive, aquel detalle inusual que resbalaba del muro con lentitud. ¿Qué hora era? Esa pregunta era al parecer más importante que los ríos que resbalaban al suelo. Miró el reloj junto a su mesa de noche, parpadeando varias veces para poder distinguir los números perfilados en verde. Eran las siete de la mañana y para su sorpresa, la noche se le había escapado en un abrir y cerrar de ojos que él no había planeado.
Suspiró, sintiendo temblar todo su cuerpo en el proceso. Hizo acopio de fuerzas y con dificultad se levantó, caminó en dirección al baño de su habitación, ubicado justo al lado de su televisor e ignorando por completo los filosos fragmentos que se encajaron en la planta de sus pies completamente desnudos. El sopor en sus brazos que sentía insoportable, y el hastió provocado por la coleta que se había desecho por completo, lo mantuvo distraído mientras pasaba por enfrente de aquella blanca pared donde un líquido negro escurría, pegajoso, maloliente y abundante dentro de sus múltiples riachuelos... nuevamente... ¿Qué día era? Otra pregunta que era mil veces más importante que aquel banal e inesperado detalle.
Encendió el televisor, sintonizando las noticias y subiendo el volumen para poder escuchar desde cualquier habitación de la casa. Abrió el segundo cajón del pequeño estante donde la pantalla se mantenía inerte, y hurgando en las pocas cosas que había ahí dentro, sacó unas tijeras. Plateadas y brillantes destellaron ante sus ojos, tan filosas y letales si se les daba un mal uso.
Abrió el grifo y el agua de la regadera cayó, chocando contra el suelo moteado en marrón. Se miró al espejo durante un par de minutos mientras la temperatura del agua que corría se normalizaba a sus espaldas. El cuero cabelludo entonces le ardía. Seguramente se había estado rascando la cabeza durante esa larga noche de la que no tenía recuerdo. Lanzó sus hilos negros hacia atrás, tediado por un repentino calor que hacía de aquella suave caricia, la más insoportable de todas. Algunos cabellos quedaron atrapados entre sus dedos descubiertos y al contarlos, notó con cierta frialdad restos ya secos de sangre atascados en sus uñas. Topándose una vez más con el arma pecaminosa que tanto deseaba ocultar manteniéndola enredada en la negrura de sus guantes. Al alzar la vista, posó sus manos en el lavabo; recargándose y viendo como su reflejo le brindaba una mueca que lo obligó a palpar su rostro para desvanecerla. Advirtiéndose cansado y malogrado. Acarició sus cabellos una vez más, teniendo más consideración con su roce. «—Me gusta cómo se te ve el cabello largo» le había dicho Emilio años atrás en algunas ocasiones cuando Mar se hartaba de verlo con tanto cabello. «— ¡Ni que fueras vieja para traer semejantes greñas!» le había dicho Mar cuando pequeño. Sonrió al recordarlo, casi escuchando su voz al otro lado del cuarto. Y avergonzado de repente, ver su reflejo se volvió insoportable. Tragó saliva, tomó las tijeras y observó en ellas su imagen distorsionada.
Sus prendas cayeron al suelo minutos después, y pronto el frio líquido recorrió su erizada piel. Vio sangre correr bajo él, y confundido, no sabía decir de dónde provenía: ¿eran de su espalda, arañada y feamente lastimada?... ¿O de la planta de sus pies recién perforados? No podría saberlo. No ameritaba saberlo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el sonido del agua y la información que rondaba los noticieros. Sintiéndose perdido por varios minutos que nada importaron ya, al recordar con agrado que ese día, once de noviembre, se cumplía la semana en la que se le privó de aquella amada presencia.
Ese día, por fin, volvería a ver al joven portero.
*******
Alguien llamó a la puerta cuando la luz de la tarde se asomó por última vez por encima de los techos vecinos; como una delgada franja luminosa que perecía lentamente. Tres golpes sonaron con claridad, haciendo eco al otro lado de la puerta para después, dejar solo un espeso silencio entremezclado con el canto lejano de las aves que llamaban a sus compañeras para avisarles que era hora de volver a casa y así, al igual que el sol hacía con sus rayos, plegar sus alas. Por varios minutos sus cánticos vespertinos llenaron su oído. Y entonces, al pasar un breve lapso de tiempo que no se tomaría la molestia de contar, otros tres golpes, seguidos y contundentes, se sumaron a un mismo ritmo y tono mientras un suspiro brotó en forma de respuesta de entre sus labios agrietados y semi-abiertos. Entre la oscuridad de su alcoba, contó los siguientes tres golpeteos que siguieron, similares en continuidad y ritmo, mientras su celular sonaba repentinamente en aquello que sería la primera de siete llamadas constantes que le pondrían los nervios de punta.
Al inicio se vio atendiendo el sonido que su habitación inundaba; era el lento y melancólico rasgueo de una guitarra, meciéndolo en el vibrar de sus cuerdas con sopor y melancolía. Fundiéndose su cuerpo, lánguido y debilitado, prontamente con la voz de Thom Yorke que entonces demostraba un interés particular en despedazarlo con sus palabras y estrujarlo con su hermosa letra mimetizada a su mera existencia entre la oscuridad. Ahí, postrado entre las sabanas azuladas que lo envolvían pareciendo ya adheridas a su piel, Marco cubrió su cabeza con la almohada a la quinta llamada, apretándola con fuerza a la vez que hacia rechinar sus dientes. Ya no tenía lágrimas que regalar. Ni fuerza alguna para abandonar su cama e ir y silenciar aquel discurso que se elevaba para él mientras, de la pantalla del celular que lanzó con rencor contra la pared cuatro días atrás, una luz tan azulada como su persona se desprendía.
Al tercer día de su reclusión, el líquido salado se había secado por completo en aquello que él creía ser un mar incansable de penurias y lamentos. Y aunque notaba con asombro aquellas sequías agrietadas en sus ojos hinchados, la sensación de vacío aun persistía dentro de su pecho. Un pedazo...un pedazo le faltaba. Le había sido arrancado cruelmente por el egoísmo de un corazón al que tanto había querido y por el disparo de un arma, provocado por esa mano siempre tendida a él, siempre cálida, siempre firme y amistosa...
Sin saberlo, la semana prometida a su duelo se había terminado y aun así, él había pasado el día entero postrado en su cama. Como un enfermo en fase terminal al que le es administrado simples sueros de ensoñación para olvidar sus malestares mientras su hora llega para cegar sus ojos a la eternidad. Ensoñaciones de gran calibre a sus penas, tan parecidas a aquella que tuvo una noche antes de recibir la terrible noticia que giraba en torno a Martin. Esa ensoñación de dulce irrealidad, donde conoció las calles por las que el jardinero corría en su infancia; los recovecos de su pequeño hogar; los secretos que nunca le fueron revelados más que en esa quimera que ahora, buscaba con desesperación al cerrar sus ojos. Un sueño casi palpable, donde por primera vez percibió aquel aroma...aroma que aún sentia impregnando su piel. Aquel abrazo, estrujando su cuerpo. Esas lágrimas, empapando su hombro...
Nuevamente, el vacío absoluto había tocado a su puerta y se había acurrucado junto a su fiel amiga, incitándolo con su presencia afónica. Consiguiendo su propósito. Logrando que Marco dejara su promesa colgando, allá, entre el tintineo de las llaves que se tambaleaban del bolsillo de Roberto; entre las miradas salpicadas en tristeza de Marta y las jóvenes secretarias, mujeres hermosas por las que no podía negar su afecto...Y especialmente, ahí, decaída cómo él, colgando entre los largos dedos de Jonathan quien, sin que Marco lo sospechase, lo había esperado, ansioso por ver cruzar su imagen bajo el portón por cada segundo qué impávido corría.
«John...» pensó de repente, vislumbrando su imagen entre la oscuridad de sus sabanas «Jonathan...a él, antes que a nadie más, le aseguré que volvería pasando la semana.» Recreó cada detalle del joven, desde su silueta alta y esbelta; su amable naturaleza y su gesto cálido y acogedor que aun entonces, se le mostraba piadoso. Cuando John le sonreía, su corazón le correspondía. Al guardar silencio, Marco se amoldaba y acurrucaba entre las esquinas de su hemisferio, contemplando su semblante y esperando con una paciencia desconocida aún para él. Y al llorar... Al verlo llorar, compartiendo amistades invisibles en un vistazo al pasado, se sintió quebrar y resurgir al poco tiempo solo para sostenerlo con lo mejor de sí mismo, ya sin peso muerto, ya sin trozos que pudieran herir. Sintiéndose capaz de hacer todo lo que a su alcance estuviera para reparar el alma de ese joven, tan similar a él... Pero entonces, ¿Que pasaba? ¿por qué en vez de resurgir, se encontraba nuevamente atascado, cuando, aquella tarde, se sentía capaz de todo? «Así te sentiste tú también, ¿verdad, John? Esa tarde, cuando te vi llorar... ¿te sentías de esta manera?» Reconoció al estar sumido en la oscuridad más espesa que jamás había alcanzado. Cuanto estimaba a esa hermosa gente que seguramente había estado esperando su llegada. Reconociendo también, lo mucho que necesitaba un abrazo. Su fragilidad humana lo pedía. Su amiga soledad también se lo decía, sabiendo que su compañía resultaba ser un peso duro de llevar en ocasiones.
Ir y buscar a Rob o a Marta, parecía buena idea. Encontrarse con Jonathan parecía la mejor de todas. Sin embargo, por que los estimaba, no quería verlos acongojados, cargando con sus heridas aun tan frescas como las que él llevaba encarnadas al pecho. «—Una excusa conveniente» habría dicho él... El motivo de sus pesares.
—''Habría dicho''— susurró, mientras los tres golpes que hasta entonces mantenían su ritmo, se multiplicaban impacientes. Más fuertes y sonoros. Y pronto, un grito ronco lo llamó desde afuera: — ¡Marco!... ¡Marco! ¿¡Estás ahí!?— su celular no dejaba de sonar, los gritos y los golpes tampoco. El portero suspiró nuevamente. — ¡Marco! ¡Sé que estás ahí! ¡Escucho tu celular desde acá!— con estas palabras, el concierto duró un par de minutos más, iniciando y terminando cuando en cuestión de segundos, movido por un solo pensamiento que brotó de la nada y sin motivo aparente más que la mera necesidad, el acongojado portero se despojó de repente de las sabanas, lanzándolas al suelo, y corrió hasta la puerta. Tropezando con sus piernas torpes, sus sosegados muebles, y sus sentimientos hechos nudo. Solo una persona pudo derrumbar la imagen de su querido amigo con tanta insistencia. «—Eres tú... ¡Eres tú! ¿¡Verdad!?..»
— ¡Jonath...— el nombre quedó incompleto entre sus labios y los despojos que alcanzaron a brotar, atrapados entre el viento.
—Así que sigues vivo...— le dijeron con una sonrisa torcida mientras un par de ojos azules lo miraron atónitos al otro lado de la puerta, derrumbando de la oscuridad de sus pupilas, la esperanza que creció en el atormentado corazón de Marco por unos cuantos segundos
*******
Por más que intentó cerrar la puerta frente aquel detestado rostro que apareció de la nada en su vida, Marco no pudo con las fuerzas que aquel hombre empleó para, con un solo empuje, entrar y allanar su casa sin mayor dificultad. — ¡Que mal huele aquí!— observó su inesperada visita, caminando por los alrededores de la pequeña sala y recorriendo cada esquina sin perderse de absolutamente nada. Pasando desapercibido el hecho de que no era bienvenido, dedicaba furtivas miradas al joven dueño de semejante cuarto empolvado, oscuro, e impregnado de un aroma que le resultaba completamente desagradable. Hizo un par de muecas antes de dignarse a tomar asiento frente a Marco, quien se mostraba impaciente, molesto y ridículamente silencioso.
—Aunque, no está nada mal...—comentó después de haber limpiado el asiento con la palma de su mano. Era un hombre de apenas cuarenta años, de cabellos embalsamados en goma para peinar y traje gris, fumigado en ostentoso perfume que siempre picaba la nariz de quien estuviera a su lado — Mínimo, es mejor que tu antigua pocilga. La taza del váter no tiene por qué estar junto a la cocina. ― dijo, trayendo al tema la antigua situación del joven portero. — es poco higiénico. Por lo menos, en este sitio parece que el baño tiene su cuarto propio...
— ¿Qué haces aquí?— lo atajó Marco con frialdad, mirándolo directamente.
El hombre bufó— ¿Qué más? — Cuestionó admirado— ¡Vengo por ti! tu padre quiere hablar contigo de algo importante, y no aceptará un ''no'' por respuesta.
—... ¿Cómo diste conmigo?— preguntó impaciente, ignorando lo antes dicho, golpeteando el suelo con su pie y buscando que esa charla fuese lo más corta posible.
— ¡Oye, oye! No me mires así, Marco. Que yo solo hago mi trabajo...
— ¿Quién te dijo mi dirección?— insistió.
—Caterina. — soltó el hombre después de meditarlo junto a un suspiro resignado. Disfrutando en sus adentros la reacción que Marco le regaló por un momento al escuchar aquel viejo nombre. El joven se echó hacia atrás y colocó su dedo pulgar e índice sobre el puente de su nariz. — Es una linda chica. Tan considerada... ¡una muchacha de familia!— Suspiró el sujeto—. ¡Hubieras visto su cara cuando le dije sobre tu padre! Supongo que la idea de verte desanimado por su posible pérdida pudo más con su eterna fidelidad hacia ti. Esa pobre chamaca no sé qué te vio...
— ¿Qué hay de mi número? ¿Cómo lo conseguiste?... Porqué eras tú el que llamaba... ¿Qué no?
Se encogió en hombros— Qué te puedo decir. Tenemos nuestros métodos, Marco.
—Si, como el de engañar a una muchacha para que les de la información que quieren. Si... métodos sucios, pero al fin de cuentas, sus métodos. — Marco suspiró exasperado. — Mira Raúl, no tengo nada en tu contra; sé que si no trabajaras para el viejo, nos llevaríamos de maravilla. Pero al no ser ese el caso, tu presencia aquí me resulta casi tan irritante como la de mi padre. Así que...— Marco se levantó, haciéndole un ademan que lo invitaba a irse de una buena vez.
Raúl soltó un silbido de admiración— ¡Hoy estas especialmente temperamental! ¡Mira que vine desde lejos, y tú, ni un vaso de agua me ofreces! Llegar a este sitio, perdido entre la casi nada, es difícil. ¡Dame merito por eso cómo mínimo!
—Tengo cosas que hacer... Vete de aquí...― lo atajó Marco.
— ¿Cosas que hacer?... ¿Cómo cuáles?— Raúl se inclinó, mirándolo con fingido interés.
—No te importa. Vete de aquí. Y dile a mi padre que no quiero hablar con él, ni con su achichincle. — Marco abrió la puerta, pero el hombre no se movió de su sitio. Ni siquiera se dignó a seguirlo con la mirada.
—No soy tú mensajero. Díselo tú. — aclaró su puesto.
— ¡Largo de aquí!
—No. No puedo irme sin ti. Esta vez no...— Raúl se levantó y caminó hacia él con lento andar, cerró la puerta que Marco se empeñaba en mantener abierta y con el gesto serio, continuó— Dices que le mentí a Caterina. Pero no fue así... Tú padre en verdad está enfermo. Lo han visto ya varios doctores pero no pueden hacer nada por él. Él tiene la creencia absurda de que su momento está cerca, por lo que me mandó a buscarte con más ahínco esta vez. No quiere irse sin antes hablar contigo...
— ¿De qué quiere hablar?— preguntó Marco con el ceño fruncido, pasando saliva y desviando la vista. —No, ¿sabes qué? Mejor no quiero saberlo. Y por favor, vete de una vez...dile lo que quieras para notificarle de mi ausencia. Miéntele y dile que no me encontraste, o dile la verdad, que lo hiciste y te mande al carajo...di lo que quieras. Pero yo no iré. No pienso ni quiero hacerlo.
—Las personas cometen errores, Marco. Y como personas que somos, es nuestro deber saber perdonar...— dijo, colocando su mano sobre el hombro del joven, excusando a la conducta de su patrón. Marco miró aquella con despreció y alzó la vista hacia aquel par de ojos azules que se le figuraban desde hace tiempo engañosos y para nada fiables. — Dices que nuestro deber es perdonar... ¿Perdonar... incluso a esa persona que te arrebató la vida, el afecto, los sueños y todo lo que más amabas? — Lo encaró— Lo siento Raúl, pero yo no puedo hacer eso. Llámame inmaduro, rencoroso, estúpido...pero perdonar a alguien capaz de hacer algo semejante, me resulta imposible. Incluso si es mi propio padre del que estamos hablando.
—...él... tenía miedo...— confesó Raúl después de un breve silencio, buscando explicarle a quien no quería escuchar. — se equivocó. Pero lo hizo pensando en lo que era mejor para ti.
—Vete por favor...— pidió Marco, dividido entre el odio y el dolor, el afecto que aun residía hacia su padre, y el desprecio que crecía por éste mismo. — no quiero hablar más de esto. No quiero saber nada de ustedes.
— Marco...— intentó insistir el hombre, sintiendo verdadera pena por el joven.
— Lo he dicho tantas veces.... ¿Qué no lo comprenden? ¿Qué acaso, el hecho de haberme alejado millas de ustedes; haberme escondido entre la nada que representa este lugar, sin decir a nadie mi paradero, no es suficientemente claro? — Comenzó, con las ultimas lágrimas que podría fabricar su cuerpo anidadas en los ojos, negándose a verterlas frente a Raúl, alzando su orgullo y dejando de lado todos los sentimientos que acababa de anudar para poder hablar — ¿Eso no les dice que quiero estar lejos, solo, donde ustedes dejen de atormentarme?... ¡Quise alejarme de ti! ¡De la imagen de mi padre! ¡De mi madre! ¡De mi propia hermana!... Cuando me fui de la casa, lo hice convencido de que una vez que abandonara la ciudad, esa que me vio nacer, ya no tendría amigos, ni familia, ni apellido que yo sintiera mío. Me fui, sabiendo que desde entonces iría por mi cuenta... ¡me volví un desertor! ¡Un desamparado! ¡Un mendigo que se abandonó a la soledad!...
Raúl cerró los ojos, tomando aire y apretando los labios, asintió. —Lo entiendo. Entiendo que tu elegiste recluirte en esta vida que llevas a cuestas pero-
— ¡¿Qué yo elegí esta vida?!...— bufó Marco, indignado— No, Raúl, no te equivoques... Yo no elegí esto. ¡¿Crees que yo quería esto?! ¿Un cuarto vacío, frío, polvoriento y oscuro; Un cuarto pequeño que se me vuelve inmenso por las noches? ¿Una vida dónde solo estoy yo? ¿Dónde mire a dónde mire, no hay nadie a mi lado que vele por mí? ¡No...No, Raúl! Yo no elegí esto. ¡Esta miseria que ves, es la vida a la que se me condenó desde el momento en que vine al mundo! ¡Desde el momento en que mi padre me dio la espalda! ¡Desde el momento en que todos los demás, conforme fui creciendo, desaparecieron, se marcharon, y me dejaron solo! Yo, lo único que hice, fue tomar mi realidad y acogerla. Aceptarla y hacerla parte de mí. Yo nunca quise esto. No creo que haya alguien en este mundo que quiera sentirse solo.
Raúl no dijo nada más. Marco gritaba, y parecía deshacerse pedazo por pedazo. No había insolencia en él cuando hablaba. Solo gritaba aquello que tanto retenía su pecho. ¿Qué decir entonces? Guardar silencio fue lo mejor que pudo hacer ese hombre que advertía la respiración agitada del joven al que vio crecer desde lejos.
Dos horas pasaron después de que Raúl abandonara la casa. «— Tú mismo lo dijiste, Marco, que por mi trabajo no logro agradarte del todo. Pero cuidar de ti, aunque sea en tercer plano, también es mi trabajo. Inclinaré la balanza de tu lado y me iré por las buenas. Pero te pido, por egoísta que esto suene, que lo pienses. Aun si tu respuesta sigue siendo la misma. Aunque sepas que no cambiaras de opinión...Te lo pido, porque yo también soy padre, y no quiero pensar en lo mucho que debe doler abandonar este mundo sin antes, haber visto por última vez el rostro de tu hijo.» se giró, dispuesto a salir mientras que Marco, quien para ese entonces se encontraba sentado en el sillón, le daba la espalda en todo momento. La puerta se cerró y escuchó los pasos del hombre que ante sus ojos, era la misma sombra de su padre.
Acurrucado en el pequeño sillón para dos personas, Marco había cerrado sus ojos. La luz de la habitación, encendida anteriormente por Raúl, le molestaba. Sin embargo, no quería levantarse. Hacia frio, y se sentía pesado de repente. Nuevos problemas que no eran tan nuevos. Asuntos que debía arreglar. Sentimientos que debía vaciar, reciclar o tirar. Había tanto por hacer, y él solo, quería fundirse entre las fibras del sillón.
Cuando el sueño volvió a colgarse en sus ojos, alguien llamó a la puerta. Pero esta vez, fueron dos golpeteos apenas audibles. Inseguros, débiles que de no ser porque Marco estaba en la sala, habrían pasado inadvertidos por completo. Se escucharon un par de pasos cortos que se debatían entre irse o permanecer, y entonces, volvieron a tocar. Cinco golpes, un poco más fuertes, llegaron a él nuevamente. Y con la consigna de que Raúl había vuelto, se levantó irritado para abrir la puerta y echarlo de ahí. Sin embargo, su corazón dio un salto, que logró activar todo su torrente sanguíneo a medida que reconocía en aquel rostro, avergonzado y cabizbajo, a Jonathan, que le sonrió al mismo tiempo en que los latidos del portero se incrementaban hasta lo que él creyó ser, los confines inalcanzables de una inesperada y casi olvidada alegría.
—Buena noche— lo saludó al otro lado de la puerta, llenando cada recoveco con su suave voz.
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