4| Contacto.
Por fin estaba solo.
Respirando su libertad, dejando que sus pulmones se viciaran con ella; mientras las risas de sus compañeros de trabajo llegaban a sus oídos, distantes y difusas, como ligero susurró del viento. Un suspiro de alivio brotó de entre sus labios.
La incomodidad que sentía minutos atrás, se desvanecía junto al extraño silencio que lo rodeaba. Y así, conforme su cerebro, aprendía a ignorar el jolgorio de aquel grupo de personas, su estómago gruñó ante el vacío.
En medio de la muerte, le resultó difícil encontrar un sitio donde sentarse a degustar su comida.
«Si me siento en la entrada y me ven, será muy obvio que evado su compañía. Podría irme con Martin, pero va a estar trabajando y por lo general, si estoy ahí, se distrae con el chisme»
Miró a su alrededor, en busca de un lugar donde poder descansar, cayendo en cuenta, de a poco, de lo silencioso que era el cementerio.
Sin las personas que visitaban a su difunto, la música de la vieja radio de Bob que siempre se apagaba a esas horas con el propósito de escuchar mejor la conversación de sus trabajadores. Y sin el ruido que generaba la pala con la que escarbaba Martin para sembrar una nueva especie de árbol... el cementerio se adecuaba cada vez más a lo que en verdad era.
Un contenedor de huesos y ceniza.
Un santuario que simbolizaba la santidad del descanso eterno.
Horas atrás, había llamado ''suerte'' al hecho de que ese lugar no fuese muy concurrido. Este factor se debía, quizás, a esas viejas historias que helaban la sangre a cualquiera que tuviese corazón frágil. Por la ubicación, o tal vez, porque ya era un cementerio antiguo y enterrar allí a sus difuntos no les apetecía en absoluto.
Además, estaba de "moda" cremar el cadáver y verterlo en una bonita urna con el único fin de esparcir sus cenizas en el lugar amado del interfecto o en su defecto, colocarlo en una iglesia.
Por ende, al no recibir nuevos huéspedes con frecuencia, las personas que se paseaban por los estrechos pasillos que separaban a cientos de familias, ya habían vivido y llorado la cruel amargura de la muerte, andando por esos parajes con una sutil sonrisa de genuino amor, a visitar a su pariente.
Inclusive, en incontables ocasiones, las risas de los niños se escuchaban a lo lejos. Como si con ello evocarán recuerdos lejanos que compartieron con ese ser amado, ahora ausente. Así, mientras limpiaban, lavaban y adornaban con flores la lápida, ese tipo de personas volvía más llevadera la estancia en ese lugar; disipando por un momento la tragedia.
Pero en este caso, ¿Qué pasaba con ese lúgubre silencio que le carcomía de a poco la cordura?
«Quería estar solo ¿no?, y ahora lo estoy...» pensó con tristeza.
Sabiendo de sobra que ese no era su deseo.
Siempre era lo mismo. Por muy animado que fuese el ambiente. Por mucho que las personas se esforzaron en integrarlo, una parte de él, le gritaba que huyera. Que se alejara de ahí cuanto antes. Que no pertenecía a ese grupo de rostros felices y voces estruendosas.
«Busca el silencio, la paz. Busca la soledad...»
Marco meneó la cabeza, recapacitando. Saliendo del agujero anímico en el que él solo se adentró antes de que fuese demasiado tarde. Disipando el cruel escalofrío que lo invadió al creerse, por un momento, el único ser vivo dentro de aquel enorme terreno, rehuyendo a su propia mente y ante el confort que le brindaba el aislamiento.
Respiró profundo.
Tomando la decisión de sentarse junto a alguna tumba cercana de la entrada. Donde pudiese escuchar siquiera, el rumor de los autos al pasar por ahí.
«Mañana, trataré de quedarme con ellos. No quiero seguir huyendo.»
—Disculpe la molestia —susurró cuando encontró un sitio donde descansar.
Era una tumba muy bonita, rodeada por dos bardas medianas, cuya altura le llegaba a la rodilla. Con un diseño de flores y enredaderas tallado en su estructura, ambas bardas parecían sostener entre su estructura el recuadro que conformaba la tumba del señor ''Mercado Pérez'', protegiéndolo en su lecho, de las inclemencias de la naturaleza.
Marco miró la lápida unos segundos, sintiéndose incómodo. No era una persona creyente. Sin duda, podría decirse que era un hereje, un pagano, un tibio ante los ojos de un religioso.
Sin embargo, el respeto que tenía hacia la muerte, como símbolo y con ello, como un vestigio de la vida de un caduco ser humano que amó, lloró y convaleció, lo impulsaba a obrar con respeto.
Le brindó como pudo, una oración torpe y a medias. ¿Cuándo fue la última vez que oró por algo o alguien? No lo recordaba. O tal vez, sí. Pero su mente deseaba deambular por los escondrijos ocultos entre cada cornisa que conformaban los mausoleos.
Una vez terminó su torpe plegaria, tomó asiento y abrió la bolsa de papel. Descubriendo en su interior varias piezas de pan relleno. Algunos de chocolate. Otros de jamón. Además de que creyó haber oído decir a Marta, que unos cuantos de piña y algunos de mermelada.
Esa mujer cocinaba delicioso. Pero, en el poco tiempo que llevaba trabajando allí, ni uno de sus típicos y bien sazonados platillos, por muy elaborados que estuviesen, podían compararse con esas piezas de pan.
De su mochila sacó un termo lleno de chocolate caliente. Eran tiempos fríos, y una taza de ese cálido elixir ancestral, saboteado por químicos y conservadores, no le caería nada mal.
Tomó una pieza de pan, bien envuelta en un pedazo de papel rojo y se lo llevó gustoso a la boca.
Mientras disfrutaba de la suave textura que le ofrecía dicho alimento, se dedicó a observar su alrededor, notando no muy lejos, una imagen alta y solitaria que se movía entre los arbustos y lápidas.
—¡Maldición! —alcanzó a escucharlo hablar, gracias al silencio y al volumen de voz que empleo.
El portero tragó su bocado con dificultad, bebiendo un poco de chocolate para no ahogarse. Por un momento, había olvidado la presencia de ese joven en el cementerio. La única alma a la que se le permitía quedarse durante la hora descanso, además del personal.
Ese sujeto, parecía buscar algo entre sus cosas, mirando de vez en cuando, la tumba de Emilio.
«¿Se le habrá perdido algo?», se preguntó el portero, terminando de degustar la primera pieza de pan por completo.
La idea de quedarse en su sitio, comiendo con calma, era tentadora. Sin embargo, él por el lenguaje corporal del joven, se notaba contrariado.
Debatiéndose entre acercarse a él o limitarse a observar de lejos.
«Él me ayudó en la mañana» se dijo «Pudo quedarse con la cadena, pero me la regresó al fin de cuentas. Le debo una».
Marco apretó los labios y de un salto, limpió las morusas que habían caído sobre la tumba, para después caminar varios metros hacia el jardín, quedando justo detrás de una de las alas del ángel de piedra.
—Voy a tener que volver —anunció el joven para sí mismo, desanimado, lanzando su negro cabello hacia atrás con su mano libre. Mostrando su rostro pálido y sus cinceladas facciones, benditas por un dios amoroso.
Marco dio un par de pasos hacia atrás, manteniéndose oculto, mientras el joven con un movimiento ágil, se sentaba en el suelo. Su rostro se miraba cansado, triste. Etéreo.
«Tenía nueve años cuando Emilio murió...y aun así, viene a verlo todos los días, desde entonces...» recordó, inmerso en aquel rostro en el cual, el ceño fruncido, que más que afear sus facciones, solo las magnificaba.
Lo vio ahí, sentado, con las piernas cruzadas y la vista encajada en la lápida.
El joven meditaba sobre qué debía hacer, dando la apariencia de haber sido reprendido por algo. Como si ahora, tuviese que aceptar las consecuencias de su fatal descuido. Sus delgados labios temblaron y el joven, cubrió su rostro con una de sus manos enguantadas, avergonzado.
«Él va a.... ¿llorar?» De repente, Marco entendió que su presencia no traerá nada más que incomodidad. «Esto está mal... ¿Qué hago aquí, espiándolo como un vil acosador? Solo quería ayudarlo, pero no estoy haciendo nada».
Marco se giró, obligándose a volver sobre sus pasos, sin embargo, en el proceso, su pie se atascó entre las canaletas que rodeaban la tumba para evitar estancamientos de agua, arrebatándole un quejido de dolor al portero. Quien ahora, no tenía de otra, que aceptar su destino.
—¿Quién es? —preguntó el joven, alarmado, inclinando la cabeza en dirección del sonido.
«Si seré idiota» pensó Marco, saliendo de su escondite con resignación; como si fuese un inútil ladrón descubierto por la policía. — ¡Perdón, no te espantes! Soy el...
—Ah, ¡Es el de esta mañana! — interrumpió el joven, aliviado.
—Sí. Bueno, el de muchas, en realidad. Pero sí.
—Ya veo... ¿Se le ofrece algo?
—No, es solo que noté mucho movimiento de este lado. Así que decidí echar un vistazo para ver de qué se trataba —respondió, ocultando las manos en los bolsillos de su chamarra—. Olvidé por completo que no éramos los únicos que se quedaban aquí a estas horas— confesó el portero.
Marco luchaba por parecer tranquilo, sin embargo, los nervios podían más que él. Sentía que las palabras se anudaban a su lengua, mientras sus orejas se volvían rojas debido a la vergüenza de ser descubierto en semejante situación.
Además, la presencia del joven lo abrumaba. Su aura y su porte lo intimidaban. Su belleza, lo incomodaba. Y su amabilidad lo desconcertaba.
El joven lo miró pesar. —Lamento haberlo asustado. No fue mi intención.
—No diría que me asustaste... así de asustar. Pero no tienes porqué disculparte — la mirada de Marco, esquiva hasta entonces, fue atraída por algunas cosas que sobresalían de la mochila del joven.
El joven siguió su mirada. —Ah, no dejaré sucio. No se preocupe, solo estaba buscando unas cosas, pero ya mismo lo recojo.
—Ah, no, no te apures. ¿Qué buscabas? Chance puedo ayudarte.
—Nada importante. Mi almuerzo es todo.
—Oh entiendo.
—Si... no suelo olvidarme de las cosas, hoy tuvo que pasar. Pero bueno, que se le va a hacer — se encogió de hombros, haciendo una mueca que denotaba desaprobación hacia su propio olvido —. Ahora, si me disculpa, tengo mucha hambre y si bien no vivo tan lejos de aquí, con hambre el camino se hace eterno.
Dicho esto, se levantó y sujetó su mochila, acomodando lo que sobresalía de esta para poder cerrarla.
Marco alternó su vista entre la tumba y el joven. —Entonces es definitivo, ¿te vas por hoy?
—Si. Quizás vuelva mañana —su mirada solo se centraba en la tumba mientras decía eso último. Un aire de tristeza y resignación lo rodeaba, mientras dirigía sus pasos en dirección a la salida—. Lamento molestarlo en su hora de descanso —agregó por fin, mirándolo fijamente sin cambiar de expresión—, pero ¿podría retirar el candado de la puerta? por favor...
—Sí. No hay problema —asintió, caminando hasta él mientras sacaba el manojo de llaves que llevaba en los bolsillos.
—Nos vemos Emilio —Lo escuchó despedirse apenas pasó a su lado.
La tristeza en su voz dejaba en evidencia que no deseaba irse, mientras que la duda en su mente, le recordaba su deuda pendiente.
—Aunque, no sé si sea mucho, pero —comenzó a decir —, Marta, la dueña de la fonda que está en la esquina de la avenida, trae comida al personal de aquí. Y yo, bueno, pedí algunas piezas de pan relleno. Me ha traído demasiados; creo que me vio muy desnutrido — rió, burlándose de sí mismo —. No sé, si quieres y te gustan, podemos compartir de ahí; es imposible que me los acabe todos.
«¿Está bien esto?», pensó, indeciso.
El chico apretó la correa de su mochila, que colgaba de uno de sus hombros. —Gracias. Pero no quisiera molestar...
«Déjalo ir. Ya dijo que no. Ya cumpliste con invitarlo».
— ¡Para nada! —respondió el portero, volviendo sobre sus pasos y tomando asiento en el suelo, justo en el área que el joven solía ocupar—. De esa manera, no tendrás que irte y dejarlo solo — Marco ladeó la cabeza, señalando hacia la tumba de Emilio.
El joven dudó.
«Ya no insistas...déjalo. Lo estas incomodando...» Pensaba Marco, sintiéndose incómodo por su propia insistencia. Pero una parte de él se resistía a hacer caso a sus propias advertencias.
—¡Además, te debo una por lo de esta mañana! —agregó Marco—. Mira, también tengo chocolate caliente; no está de más en tiempos fríos. Además, hay azúcar para que lo prepares a tu gusto.
Paseando su mirada entre Emilio y el portero, una tenue sonrisa se dibujó en sus labios.
«Se suponía que quería estar solo y, aun así, vengo a invitar a un extraño a comer conmigo... Supongo que la soledad del cementerio es demasiada. incluso para mi»
El joven se descolgó la mochila, dejándola caer al suelo, sin soltarla del todo. — ¿No es mucho pedir?
—Te estoy invitando, ¿no? ¿Te parece que comamos aquí sentados?
Jonathan asintió y Marco, le entregó una despreocupada sonrisa.
«No sé si este haciendo bien en invitarlo. Pero la verdad, no quiero estar solo... y él, parece estar más solo que nadie en el mundo. Así que está bien ¿No? Que dos almas solitarias se reúnan para disipar el vacío de una vida hueca... ¿no?»
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