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29| El Merodeador .

''No los mires. '' Le había dicho cuando era un niño de mejillas tersas y sonrosadas. Cuerpo febril y bajo. Ojos grandes, llenos de inocencia y curiosidad desmedida. Sosteniendo su pequeña mano con fuerza, su padre temblaba bajo los pliegues de su vestimenta negra, ocultando tras de sí, gran parte del cuerpo de su único hijo al que en ese momento, parecía proteger con recelo. Eran cerca de las tres de la tarde y aquel funeral apenas comenzaba, trayendo consigo familiares dolidos, conocidos apenados; tristezas y una que otra alegría manchada con falsa pesadez ya que, al final de cuentas, dejar el mundo sin unas cuantas decenas de rencores era algo casi imposible para alguien que, inexperto en la vida, había errado en su comportamiento hacia algunos de sus semejantes que, solo en dados y extraños casos, a la hora acordada de la despedida, se dejaban entrever llenos de hipocresía mezclados, cabizbajos, entre el tumulto de gente.

El pequeño observó como su padre tragaba saliva cuando le dedicó una leve hojeada de reojo, notando como su garganta se movía en ese ligero movimiento. Y entonces, con ello, su padre notó la atención de su hijo puesta en su semblante, y lo miró, negando lentamente con la cabeza, repitiendo en voz baja. ―No los mires. No lo hagas Robi...no a ellos.

Con evidente confusión provocada por esas palabras recalcadas y apenas audibles, el pequeño Roberto frunció el ceño― ¿Por qué?― preguntó, mirando a su padre, exigiéndole una respuesta con sus inmensos ojos. Después de todo, no era el primer funeral que presenciaba; además, en su mente infantil, él ya era un niño grande, ¡tenía diez años! ¡Esas escenas ya no representaban ninguna anomalía para él entre tantas ya antes presenciadas! Pero su padre solo le ordenó lo mismo, con gravedad nunca antes vista por él infantil Roberto de antaño. ― No es normal― musitó el hombre como para sí mismo, bajando la cabeza durante varias ocasiones, apretando los labios y alzando la vista con extrema cautela. Escudriñando los alrededores con algo que buscaba semejarse a la paranoia. Y aunque él, pequeño y curioso, quería alzar la vista y ver aquello que se le prohibía con tanta insistencia, el miedo pudo más y simplemente se limitó a seguir el mandato de su padre y mirar el suelo.

¿Miedo a que? Podría ser a violar el mandato de su progenitor y ser descubierto por éste; pero, y aunque gran parte del motivo por el que decidió mantener el perfil bajo fue ese, también estaba él hecho de que, efectivamente, había algo ligeramente distinto en aquel funeral. Y aunque este hecho no lo sentía, lo veía; ahí, depositado en las temblorosas pupilas de su viejo. En la cautela de sus movimientos. En la solemnidad y el profundo respeto que todo su ser emanaba a través de sus poros, su respiración, inclusive en las gotas de su sudor que caían y se fundían con la tierra suelta bajo y alrededor de sus pies. «Si mi papá tiene miedo» se dijo a sí mismo, convencido« Entonces, yo también tengo que temer.» Pasaron los minutos y el tiempo parecía cruelmente estancado. El sol brillaba con fuerza. Cosa normal en Mayo. Y el calor parecía derretirles las caras, algunas afectadas por el dolor, otras por el acoso de los rayos solares. El sacerdote, no en mejores condiciones que los presentes ahí, guió el último rezo y así, el cuerpo pasó a las entrañas de la tierra.

A esas alturas ya no se escuchaban sollozos «Raro. Siempre se ponen a llorar mas fuerte cuando entra la caja al agujero» notó Bob, apartando ligeramente la vista del suelo para ver el ataúd marrón, seguro de que con ello no violaba el mandato de su padre viéndolo adentrarse con pavorosa lentitud a los confines de la tierra.

Pronto, el sepulturero de ese entonces, con la ayuda de un joven, comenzó a cubrir el agujero, alzando y bajando la pala con soltura y gran facilidad al inicio, pero a medida que alzaba más tierra, sus movimientos se volvieron lentos y pesados. Después de un corto intervalo de tiempo, su padre soltó un tenue suspiro. El tiempo que debía pasar ahí se había acabado y podía irse con la conciencia limpia a esas alturas. ―Hoy no lloverá.― sentenció por último, girándose y halando la mano de Roberto, quien no pudo hacer más que seguirlo a medida que, inmediatamente, alzaba el rostro hacia el cielo despejado; con ese vistazo, Roberto lo entendió: Su padre le había dicho tiempo atrás sobre la importancia de la lluvia en la hora sepulcral. ―Los ángeles lloran cuando una persona buena muere. ― Le explicó el hombre la primera vez en que, después de una llovizna repentina, la mujer que lloraba la muerte de su marido, sonrió y dio gracias a Dios entre lágrimas que solo entonces parecieron ser de dicha. Por ello, Roberto se deleitaba cuando la lluvia caía, al igual que se lamentaba cuando el cielo se esclarecía.

«No era una buena persona entonces.» concluyó Roberto. Correteando las zancadas de su padre y girando, erróneamente en un acto de curiosidad, la cabeza para ver por última vez el funesto evento que comenzaban a dejar atrás. Apretó la mano que lo sostenía con firmeza sin saber que con ese ligero movimiento involuntario, su padre captó una realidad ya temida al instante. Detuvo su paso abruptamente y tomó la cabeza de su hijo, girándola sin delicadeza hacía la de él, dedicándole una mirada severa. Pero por desgracia, Roberto ya había mirado y el terror se había sembrado en su pupila.

Lo sacudió con fuerza, llamándolo por su nombre y colocando su frente contra la de él mudo niño; ―Mírame Robby. ― pidió con firmeza fingida, haciendo uso de su autoridad como padre y dejando de lado la desesperación y el miedo que lo acogían ― Ignóralo. No lo mires y sigue caminando. ¿Entiendes?― con los ojos anidados por las lágrimas y los labios ligeramente abiertos, Roberto asintió lentamente, ahogando un grito que yacía atorado en su pequeña garganta. El hombre lo alzó en brazos, con semblante asustado y preocupado; manteniendo con su mano la cabeza de su hijo recargada en su pecho. Protegiéndolo de cualquier desliz que su mirada pudiese volver a provocar. Caminando a toda prisa hasta las oficinas que en esos tiempos se hallaban en construcción. Repitiendo, apurado― No abras los ojos, Robby, mantenlos cerrados hijo.

Pero aunque hizo caso, y mantuvo los ojos bien cerrados, ya era demasiado tarde. La presencia de aquel ente rastrero envuelto en oscuridad pisaba los talones a su padre mientras que con insistente mirada desorbitada, lo llamaba, hambriento, enfermizo y desesperado. Quizás en ese momento su padre sintió su aliento. Quizás escuchó sus jadeos entre el rumor de sus manos y pies recorriendo el césped tras él. Su presencia asfixiante y pesada, penetrante e insoportable atraída por una simple mirada. Solo una mirada curiosa e inocente que lo llamó entre la multitud que acechaba.





Arrodillado en el piso, frente a la imagen de Cristo, lloraba y rezaba. Pedía perdón y suplicaba auxilio. Sus temblorosos labios se abrían y cerraban entre plegarias anhelantes y desesperadas; y aunque el sudor escociera sus ojos, no estaba en sus planes bajar los brazos e intentar secarlo para así apartar la enorme molestia que ese líquido tan simple le provocaba con tal de apartarlo de sus oraciones. La voz. Aquella maldita voz aun surcaba el aire frió que reinaba en esa habitación iluminada con velas y lámparas de aceite. Las palmas de sus manos, volteadas al techo, temblaban, fuese por el cansancio o el terror; temblaban como nunca antes lo habían hecho.

―Protégenos del mal. Amén. ―terminó por decir. Tomó aire y comenzó otra oración; alzando aun más su temblorosa voz conforme escuchaba ese marchar rastrero de aquel entonces merodear por toda la habitación. Golpeando el suelo con sus pasos. Surcando su territorio a gatas, como un ágil animal salvaje y cruel por el delirio de un hambre desmesurada. Emitiendo aquella respiración jadeante que rasgando sus sentidos al son de sus latidos desenfrenados, le exigía mirarlo. Recordándole que no estaba solo. Y que pronto, si no se cuidaba, algo aun mas terrible que la compañía indeseada le esperaba a la vuelta de la esquina.

La luz de las velas que alumbraban su habitación como tributo a los santos en los que depositaba también, parte de su fe, zigzagueaba de un lado a otro. Tronando. Riendo algunas veces. Asustándolo con su posible perecer entre tinieblas amenazantes. Sus llamas, entonces, pequeñas y esperanzadoras, enormes y traidoras, parecían titilar al son de sus suplicas y del tambor que conformaba los latidos desenfrenados de su pobre y cansado corazón.

            El recuerdo era vivido. Su padre ya habia muerto años atrás, pero él, repitiendo inconscientemente los pasos de su viejo, vociferaba oraciones de protección como en aquella velada donde algo desconocido había llegado azotando la puerta. Donde él lloraba, pequeño e ignorante de aquello que vivía entre las tinieblas de una muerte rodeada de malicia, aterrado e indefenso. Donde su padre suplicaba a Dios con fervor. Donde se le obligó a conocer de frente una especie de existencia que sobrevivía más allá de lo que su mente aun en crecimiento podía siquiera imaginar.

Ahora, en esa noche en que el viento gritaba y golpeaba a su puerta pidiendo auxilio en tan mortífera oscuridad, donde el miedo atraía invitados no deseados, repetía aquellos mismos pasos llenos de aflicción. El escalofrió aun no abandonaba su cuerpo. Estaba ahí, clavado en su nuca, atenazándole el valor, debilitándolo y atormentándolo sin piedad al igual que sucedió en ese entonces en que su padre lo abrazaba con tanta fuerza que se sentía estrangulado mientras su cabeza era bañada con cálidas lagrimas― ¡Dios! ¡Por favor! ¡Te lo suplico! ― decía su amoroso padre, perdido entre los anchos senderos de una pesadilla que parecía no tener fin, producto de la incertidumbre y la impotencia humana. Esa vez estaba muerto de miedo. Debía admitirlo. Después de todo, solo era un niño acechado por la constante mirada del ente sentado frente a él; el ente que su padre quería alejar. El ente al que ambos temían enormemente.

Años se necesitaron para que Roberto entendiera que esa sombra, esa criatura que rondaba aun hoy los espacios de su habitación, no era más que un ente merodeador, perdido, ciego y maldito; atrapado en las tierras santas que representaban su propio limbo. De una naturaleza penosa. Carente de motivos. ¡Ojala esta situación fuese tan sencilla como aquella! Habría pensado en algún lapso de fugaz descanso. Pero por desgracia, en su presente, estaba solo. Exiliado del abrazo paternal en el que fue envuelto alguna vez. Temiendo a algo más que a una oscura imagen de paso desdichada e inofensiva una vez el odio en su existir se habia congelado. Rezando por su salvación y por la de ese joven en aquella que sería, una larga velada donde sus plegarias eran su único consuelo. Sintiendo aún, aquella mirada que nuevamente despertó un miedo, tan arraigado, que lo sentía perdido después de los años que le tocó vivir y padecer encerrado por cuenta propia entre los largos muros del cementerio. Esa mirada...mirada que no tuvo que ver para saberse sentenciado a perder algo más que su propia cordura...

''Aparta la vista. No los mires a los ojos o te devoraran el alma. ''

''Serás su presa. Su alimento...''

''No los mires a los ojos...Aparta la vista del abismo donde vagan, donde se arrastran...''

''Donde tu alma se refleja ya perdida. ''

''Aparta la vista y nunca...''

―Nunca hables de eso...si queda una débil esperanza, qué no se enteren...

― ¿Quiénes?― Preguntó ese joven temeroso, sosteniendo la mano de su pequeño hermano. Formulando la pregunta que Roberto, cuando niño, formulo casi tan aterrado como lo estaba el muchacho a su lado.

―Ellos...― Señaló con la vista la pared que daba al patio donde los rezos de ese funeral nocturno no cesaban y al contrario, se acrecentaban, semejando cánticos que parecían holgorios en ocasiones. Martin había tragado saliva, volviendo la vista lentamente al perfil de su hermano. ― Esta noche, lo que vieron... Lo que vimos.... sobrepasa todo lo que sé acerca del tema.― admitió Roberto, preocupado.

― ¿Y Qué sabes?― preguntó el Martin de diecinueve años, dudando, temeroso de saber la respuesta.

Bob meneó la cabeza, miró a Martin y sostuvo su mano con fuerza. ―Cuando llegues a casa― Dijo severamente― ambos. Enciérrense y recen. Recen porque no los siga. Porque ni siquiera los quiera...recen hasta que las fuerzas los abandonen y el sol salga de ser posible― Y con ello, impulsado por la seriedad que expresaba ese buen hombre genuinamente asustado, Martin se levantó de un jalón, sujetó la mano de Paolo con fuerza y se dirigieron a la puerta que daba a la ''casa'' de Roberto; la misma donde ahora, en su presente, recordaba aquella escena que se había llevado a cabo nuevamente en sus espaldas. Creyendo escuchar el rumor de los pasos de Martin, lo sintió caminar hacia lo que sería la sala de esa pequeña casa, abriendo la puertecita que daba a la calle, y abandonar el cementerio a toda marcha, sin perder tiempo ni aliento.

―Padre nuestro...― continuó entonces, dedicando una plegaria por el alma de Martin.





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