28| Escalofrío.
Un suspiro de alivio terminó por liberarlo de la presión en la que se ahogaba a la vez que se dejaba caer en la silla donde, todos los días a excepción de los domingos, se sentaba a esperar al motivo de su trabajo para así, llevarlo a cabo con la mejor de las sonrisas. Para entonces, los pasos se alejaban, perdiéndose entre la distancia junto a las voces y risas de aquel trío de hombres que hasta hace hora y media lo atormentaban con su desconocida y, en su debido momento, inexistente presencia. Marco le sonreía abiertamente a la pared frente a él, dichoso por que las cosas fueron más fáciles de lo que imaginó nunca. ¡Jamás se había sentido tan feliz de haber sido, casi, ignorado por completo! Admirado de su gran suerte, agradecía el hecho de que Martin hubiese mandado, junto a su solicitud de apoyo dirigida a la dichosa empresa de jardineros para la cual trabajó una temporada, una carta donde relataba de manera breve pero concisa los arreglos que se proponía a llevar a cabo. Básicamente, sin quererlo...sin siquiera saberlo, Martin había salvado el día nuevamente desde la distancia que los apartaba junto a la ignorancia del tema en cuestión. «Aunque en primer lugar todo esto fue su culpa» Recalcó el portero.
Rato atrás, para cuando Marco celebraba la ausencia de los desconocidos personajes que tantos nervios le causaban, puesto que veinte minutos habían pasado y ni rastro de ellos, los hombres llegaron al cementerio como si invocados hubiesen sido, alegando que la camioneta había tenido una falla técnica y que aún no podían arreglarla desde hacía una semana y por ello sufrían terribles molestias al momento de encender el motor. Tocaron el cancel con una moneda, como todos los que llegaban al cementerio y encontraban, en dadas ocasiones, la puerta abandonada; mientras vociferaban un relajado y sonoro: ¡Buenos días! Que estremeció a Marco.
Siendo el portero arrancado de la compañía tranquilizadora de Jonathan, el trío de sujetos fue guiado por el joven hasta la zona señalada.
Los tres, dueños de distintas complexiones muy marcadas entre sí, captaron la curiosidad de Marco que no pudiendo evitarlo, los escrutó, aunque discreto y respetuoso, con cada mirada que les daba mientras tembloroso e incómodo, hablaba un poco de la ubicación del patio a arreglar. Uno de ellos era alto y delgado, de gorra y barba espesa que parecía haber venido al mundo cansado, cuyo nombre era Ramón, según escuchó durante el tiempo que pasó con ellos. Este alto muro de carne, fue el último en saludar a Marco y curiosamente, el primero en cruzar el umbral mientras que, un tal Matías, de estatura promedio, ojos pequeños y sonrisa bonachona que resaltaba blanca entre su morena piel, le seguía un par de pasos atrás. Este hombre, resaltando entre los demás por sus modales, lo saludó cándidamente; como si fuesen amigos de toda la vida mientras empujaba ligeramente al último integrante del trío; que dueño de una regordeta complexión y una estatura baja, callado, pero de semblante amable, simplemente se limitó a sonreírle al joven de la puerta.
Con ese simpático grupo de hombres siguiéndole el paso, Marco caminó entre las tumbas, escuchando y respondiendo las preguntas que el tal Matías le hacía durante el trayecto. Entre sus dudas, brotó aquella pregunta que todos los trabajadores se hacían en esa tierra santa: ¿Dónde está el señor Martin Garza?
Y a la que Marco dio la única respuesta conocida: No lo sé.
Una vez en el terreno, los hombres se limitaron a escudriñar la zona, cuchichear entre si y señalar algunas partes que creían importantes resaltar, solo acudiendo al portero un par de veces: Una para preguntar el tipo de flor que Martin quería en el muro, y otra, para pedirle los planos. Fuera de eso, prescindieron del portero. « ¿¡Tanto para esto!?» pensó cuando por fin se hubieron ido. «Rayos... ¡me preocupe por nada!»
Con la cabeza echada hacia atrás y apoyada en la pared, cerró sus ojos, riéndose de sí mismo y recordando aquella curiosa maña que tenía de ahogarse en un vaso de agua. ¡Hacía ya un tiempo que no se estresaba inútilmente de esa manera! Después de todo, ese tipo de nervios solo existían si debía hablar en público y bueno, su trabajo solo consistía en saludar y desear buen día, buena noche o buen fin de semana.
― ¡Ja! ¡Por fin dormirás esta noche!―creyó escuchar.
Era la voz de Martin: Tan gratificantemente burlona, sonando a su lado, proviniendo desde la memoria de aquel día de escuela en el cual, Marco, casi se veía obligado a exponer ante la clase entera solo porque el enorme grandulón que había tomado como compañero de equipo no llegaba aun.
En ese recuerdo tan vivido, lo veía ahí, aun trepado en el barandal de un tercer piso. Sonreía como, lo que Marco gustaba denominar, un idiota. Un idiota aferrado con sus grandes manos a los barrotes que se encontraban entre sus piernas bien asidas a las mismas barras de metal. Portaba esa chamarra marrón que imitaba burdamente el cuero y que tanto le gustaba al jardinero. Sus cabellos dorados y revueltos entre si eran la muestra viviente de que el tipo se había quedado dormido, despertó de la nada y salió corriendo a toda velocidad al instituto una vez vio lo tarde que era sin siquiera intentar acicalarse. Como siempre, sus cabellos brillaban entre su alboroto, gracias al sol que se encontraba iluminando sus espaldas. La campana del receso había sonado entonces, y ya todos sus compañeros de salón abandonaban el aula en grupos conformados por números pares e impares, listos para tomar su merecido descanso.
― ¿En serio, en serio, en serio pensaste que te abandonaría? - le había preguntado divertido, ignorando la mirada de reproche que Marco le había estado lanzando desde el momento en que abandonaron el aula, volviendo sus pies al suelo y rodeando con su brazo el cuello del futuro portero de cementerio, por primera vez en sus vidas: ― Me presentaré de nuevo― dijo, con esa escandalosa voz ronca que transmitía energía, confianza y a veces, valor― Lo haré porque presiento que fui ignorado las primeras cinco veces en las que me llamaste babotas, idiota, y cabezota: Mi nombre es Martin. Un placer, mocoso victimizado por los impulsos del sujeto al cual silenciosamente acabas de llamar idiota mentalmente como por novena vez en la semana...o mejor dicho: Un placer, Marco.
―Te equivocas.― repuso Marco, alejando su cabeza de la de Martin, que parecía no tener ni una pizca de sentido del espacio personal- te llamé Vejestorio encimoso.
― ¡Rayos! ¡Estuve cerca!― Martin extendió su mano libre, esperando que el joven la estrechará. Marco lo pensó con detenimiento, y después de unos segundos de observar aquella enorme mano callosa, la estrechó, disimulando una mueca torcida que en verdad quería ser una gran sonrisa.
―Un placer, Vejestorio encimoso...o mejor dicho, Martin.
«Ahora que lo pienso, debe ser una especie de brujo» pensó, volviendo al presente. «Eso de siempre llegar al momento justo para salvarme el trasero, es admirable. Incluso ahora que no está aquí, de alguna manera lo hizo. Es algo como una súper mamá. Una mamá varonil, muy fea, y pesada...» mientras intentaba ahogar una carcajada al imaginarse a su amigo envuelto en prendas de Doña Florinda, Jonathan se acercó sigiloso y apenas perceptible hacia el portero, que se cubría la boca en su vano intento por aguantar la risa. -Te ves más relajado- observó John, sentándose en el suelo, junto a la silla de Marco.
- ¡Y así estoy! ¡Me siento como un tonto por preocuparme tanto! Apenas y me notaron junto a ellos. ¡Era como una sombra! -Exclamó radiante de felicidad. - Jamás me sentí tan feliz de ser ignorado en la vida.
-Entonces me alegra el que fueses ignorado. - añadió Jonathan, recargando su codo sobre su rodilla y posando su rostro entre la palma de su mano, mirando dichoso, el semblante de Marco hasta que este, se vio obligado a preguntar qué sucedía. -Curioso...―comentó John.― nadie sospecharía que hasta hace hora y media, cuando poco, sufrías terriblemente el acoso de los nervios.
- ¿¡Verdad!? Me pregunto si Bob sabia de eso.
- ¿Saber de qué?- preguntó John, aunque de aquel tema ya poco le importaba.
-Eso de que Martin había mandado junto a la solicitud un pequeño esquema explicando el trabajo que quería hacer.
- ¡Oh! ¡Así que es a él al que debemos esta alegría!- exclamó sorprendido el joven, con un deje de cruel ironía que difícilmente podría ser detectada por alguien que nadaba entre los ríos de la felicidad y con ello, de la ingenuidad.
-Se puede decir... ¿Desayunaste ya? - John negó con la cabeza. -Muy bien. Iré a pedirle permiso a Roberto entonces. - Marco saltó de su silla, ligero y vivaz, mientras lo decía. Completamente cambiado, directo y jovial comenzó a caminar -Espérame aquí. Que hoy iremos a desayunar a la fonda de Marta.
-Y ¿Qué hay con mi aprobación?- Preguntó, alzando la mirada, con indignación fingida.
- ¡No hay manera que desapruebes un desayuno gratis!
-Buen punto. ¿Crees que te dejen?
-Bob me debe una. Hizo que mi estómago se volviera una bola de nudos en vano. Tú solo...espera ahí. ¡No tardaré!- y con eso, el portero caminó a toda prisa, casi corriendo, desapareciendo en la esquina del recibidor y dejando el eco de su cantarina voz resonando entre las paredes. Escuchando los vestigios de su voz combinada con sus agiles pasos, Jonathan suspiró y enterró la cara entre sus brazos, acunados ahora sobre sus rodillas; con una tenue sonrisa asomando por sus labios, cerró sus ojos.
La música de la radio seguía sonando a lo lejos; hermosas baladas seguidas de algunas canciones más rítmicas; algunas con letras profundas y románticas. Otras, simplemente pegajosas entre sus incontables incoherencias. Todas ellas, fuesen como fuesen, eran bien recibidas por el oído de John desde aquel momento en que vio a Marco marchar entre el los pinos que marcaban el camino hacia la tumba. Desde ese instante en que se dispuso a esperar, sin quitarle la vista de encima a ese paisaje donde todo relucía, extrañamente, alrededor de ese sencillo sujeto. La música que en soledad no significaba nada y apenas era un murmullo sin forma, obtuvo sentido cuando él apareció en su campo visual e incluso después de que este se marchará. El enojo, la frustración, incluso la preocupación y la duda fueron asfixiados con su presencia. Y aunque no podía evitar preguntarse el ''porque'' de su actual y repentino estado, deseaba disfrutarlo cuanto pudiera sin ahondar demasiado en los motivos.
Ahora, sentado junto a la silla vacía, aguardaba. Apreciando con todo su ser ese momento de tranquilidad donde solo parecía estar la música, la espera, y él. Siendo presa del cansancio provocado por el insomnio, no pudo abrir los ojos hasta que un par de palmadas sonoras rompieron la tela de sueños que comenzaban a tejerse entre sus negras pestañas - ¡Muy bien! ¡Todo está listo!- habló Marco de repente, ya frente a él.
Caminaban entre la multitud. Gritos por aquí y por allá, platicas envueltas en murmullos, otras envueltas en descaro y libertad demasiado audibles entre el alborotado tumulto. Múltiples aromas que variaban cada cuatro pasos entre sí. Sudor, risas. Música, fruta y verduras. Juguetes y lonas de color que pintaban en suelo de diferentes gamas. Calor avasallador y rostros distintos, sonrientes, adoloridos, cansados o enérgicos. En ese sitio, una amplia sección de humanidad se encontraba amontonada como un abundante rio en cuyas pequeñas olas solo causadas en días lluviosos, toman diferentes caminos dentro del gran flujo que las arrastra. ― ¿Quieres comprar algo de aquí?― preguntó el sonriente de Marco, girándose hacia Jonathan y casi provocando un choque contra una jovencita que simplemente se limitó a sacarle la vuelta, deteniéndose así frente a un puesto de frutas coloridas y olorosas. En ese entonces una mujer, con menos suerte que la joven, se estrelló contra la espalda de John, quien, siendo cómicamente más alto que ella, se giró pidiendo excesivas disculpas como quien hubiera provocado el llanto a un bebé. Bajita y morenita, de cabellos entremezclados con negro y plata, ella alzó la vista hacia él y asintió aceptando sus disculpas con ese simple gesto; y como si nada, haló de su carrito repleto de mandado y continuó con su camino.
Marco, que vio la escena, notó lo poco acostumbrado que John estaba a las multitudes. Limitándose a encogerse de hombros con una sonrisa torcida, se volvió a la fruta, tomando una sandía con gran confianza. ― ¿A cómo?― preguntó al hombre a cargo.
― ¡Diez la bola mi estimado!― contestó, con una energía tal que Jonathan considero que una gran cantidad de cafeína recorría su torrente sanguíneo.― Mire, ¡Pruébela! - Al decirlo partía una porción de la fruta que inmediatamente, insertada en la punta del cuchillo, ofreció a su posible cliente. Marco la mordió con gran complacencia y con gesto de asentimiento, pidió otra para John.
― ¡Esta buena!― exclamó Marco, caminando y alejando sus pasos una vez su acompañante, con trabajos, sostuvo su pedazo. Dio las gracias en voz alta a medida que preguntaba en otro puesto sobre el aguacate. John aun sostenía su trozo de sandía a medio morder cuando le enjaretaron la prueba de que la palta estaba en su punto.
― ¡Amo las muestras gratis!― dijo Marco una vez abandonaron el tianguis.― Ayudan a calmar un poco el hambre.
―Esa gente no lucia muy conforme con que probaras y no compraras― Señaló Jonathan, cruzando la calle junto a Marco.
―Es a lo que se exponen. Además, no es como si no fuera a comprarles nada... cuando volvamos de con Marta, iremos básicamente de compras. Bob me encargó aguacate.
― Querrás decir Palta...
―Es absolutamente lo mismo. Dime, ¿Qué quieres desayunar? Yo siento que podría comerme una vaca entera en este momento.
―No tienes la complexión de alguien capaz de comer tanto. ¿Qué tipo de comida venden con la señora Marta?
Marco lo pensó. ― Un poco de todo. Después de todo es una fonda. ¡Mira! ¡Ya llegamos!― detuvo su paso frente a un local de mediano tamaño y color verde chillón, del cual se desprendía un suave aroma a carne, flores, y hogar. El recorrido, quitando la media cuadra panteonera que debían seguir, fue para John inesperadamente corto. Básicamente, el tianguis se ponía a espaldas del panteón, dos calles abajo relativamente cortas. De las cuales, una cuadra estaba deshabitada por el tumulto de gente, mientras que la otra, la única recorrida, marcaba el inicio del comercio callejero favorito de las amas de casa en especial. El primer grupo de puestos terminó y, cruzando la calle, justo donde continuaba el tianguis, allí a dos casas, la fonda se encontraba como una especie de tiendita de la esquina.
Apenas hubo subido los dos escalones reglamentarios, cuando Marco escuchó la voz de aquella buena mujer exclamando con auténtica alegría. ― ¡Pero mira nada más! ¡Mi marquito visitándome en la fonda! ― Dijo, abandonando la cocina que se encontraba al inicio, a mano izquierda, lanzando el trapo con el que secaba sus manos y abalanzándose hacia Marco, que la saludó y correspondió el abrazo con gesto asombrado y ligeramente avergonzado. ―Buenos días doña Marta. Ya casi tardes... ¿verdad?
― ¿Cómo estas tesoro? ¿Y ese milagro que vienes a mi humilde fonda? ¡Ese viejo nunca te deja salir a descansar ni un poco!
―No necesariamente― dijo, no sabiendo cómo expresarse a la dulce mujer.
―Buenos días, señora― saludó Jonathan, entrando al local con esa tenue sonrisa que tanto encantaba a las damas. Respetuoso, inclinó ligeramente su cabeza mientras que Marta, que parecía haber ignorado el momento en el que semejante joven había entrado a su negocio, lo miró de pies a cabeza sin soltar al joven portero en cuyo brazo cruzó el suyo. Sin decir palabra, boquiabierta, le contestó el saludo a su, nunca antes visto, cliente.
―Venimos a desayunar. ― dijo Marco, señalando ligeramente con la vista al alto joven que tenía a Marta embobada.
― ¿Vienen?... ¡Ah! ¡Vienen juntos!― Marta parecía haber resuelto un rompecabezas mental al decirlo, el cual, celebró con un aplauso que significaba un ''ya veo''. ―Bueno, de ser así, deben estar hambrientos, ya es muy tarde, casi son las doce ¿Qué esperan? Pasen, pasen. Siéntense donde puedan y gusten. Ahora mismo hago que los atiendan. ― Y empujando a ambos jóvenes, los guío hacia el interior de la vendimia. Un sitio acogedor, no muy grande ni muy pequeño, sino que, siendo justo, presentaba colores alegres que daban un toque hogareño al sitio entero; Blancos por aquí, en los manteles. Verdes por allá, en las plantas; rosas, amarillos, morados y rojos, en los floreros que adornaban las mesas. Mientras que por las paredes, portando su fachada de ladrillos rojizos, el sitio semejaba una terracita donde aparte de comer deliciosos platillos típicos dados a buen precio y entregados por rostros sonrientes de personas puramente serviciales, se podía tener una amena conversación sin necesidad de alzar la voz como habían hecho en el bar durante el concierto de Jazz. ―Hay...demasiado.― Jonathan tragó saliva. Al abrir el menú, no esperaba encontrarse con tantas comidas diferentes, de las que, por si no fuese suficiente, opciones aún más bastas se extendían dando una variación de sabor al platillo en cuestión. ― ¿Cómo se puede escoger entre tanto?― preguntó angustiado y sorprendido, leyendo y mirando las escasas imágenes en la cartilla.
La mano de Marco se coló y pasó a bajar el menú de John a la superficie de la mesa. ―No te mates intentando descifrar esta cosa.― dijo, meneando la cabeza con gesto cómicamente lastimero― La primera vez que vine reaccione igual ¡simplemente es imposible! Te mareas antes de pasar al siguiente plato. Al parecer los clientes de Marta prefieren preguntarle directamente si tiene de esto o de lo otro.
― ¿Qué pedirás tú?― cerró la cartilla incómodo.
― ¡Amo los chilaquiles verdes! ¡Así que no puedo pasar sin pedir una buena ración de ellos! Pero eso no importa. Dime qué quieres desayunar, ya te diré si hay aquí o no. Aunque de cualquier antojito tradicional que se te venga a la mente habrá...
John guardó silencio un momento. Abrió la boca, inseguro, pero las palabras que esperaba decir no salieron con la facilidad con la que habían llegado a su mente.― ¿Tanto...tanto te gustan como para decir que los amas?― pronuncio al fin.
― ¡Sí!― contestó con rápida sencillez― Desde que tengo memoria me han gustado. Y cuando tengo la ocasión de comerlos, procuro hacerlo si no me antoja algo más.
Jonathan volvió la vista al menú preparando otra pregunta cuando la imagen de una chica delgada y enérgica se les acercó.― Buenos días, ¿Puedo tomar su orden?― preguntó, sosteniendo en sus manos una libretita y una pluma que hacia girar entre su dedo índice y pulgar. ―Gracias, pero nosotros aún no...
―Pediré lo mismo que él.― atajó Jonathan dirigiéndose a la chica con respeto. Esta asentía sin ocultar sus blancos dientes por más de cinco segundos a medida que tomaba la orden; hasta que, ligera como pluma, cruzó la habitación hacia la cocina. ―Marta sí que consigue personal simpático. ― comentó Marco. ― ¡Te encantaran los chilaquiles que preparan aquí! Son picosos, pero ricos. Aunque...
En ese ambiente donde los pocos comensales disfrutaban de sus alimentos y su charla, Jonathan se sentía como un extraño. Y aunque eran aspectos llenos de cotidianidad, eran aspectos que él nunca notaba. La crueldad, la mentira, el miedo y la perfidia, por otra parte, eran cosas con las que él, aunque despreciaba en su totalidad, por desgracia convivía. En ese ambiente opuesto a todo en lo que creía, Jonathan se sentía pequeño. Extraño.
Por otra parte, por si no fuese suficiente, ese día, Marco gozaba de una vitalidad, confianza y alegría desbordantes, y de alguna manera, impulsado por sus alegrías, se mostraba ligeramente diferente ante él. Hablaba más. Saludaba, opinaba, e incluso no le importaba alzar la voz. Se desenvolvía con plena libertad y guiaba como si siempre lo hubiese hecho. Eran detalles que a cualquiera podrían pasar desapercibidos o incluso esperadamente normales. Pero para él, que adquiría un interés en aquel sujeto de semblante y sentimientos cambiantes, era algo...interesante y aterrador.
― ¿Qué hay de ti?― preguntó Marco de repente, apoyando sus codos a la mesa y cruzando sus manos. Mirándolo fijamente y con ansias.
― ¿De mí? Bueno...yo...― John vaciló. De alguna manera no había escuchado palabra de lo que el portero decía. ―Lo siento. Yo no te escuche. Andaba en otra parte, supongo.
Marco lo miró severamente. Luego, no pudiendo aguantar más, soltó una carcajada. ― ¡No te asustes!― pidió― No había dicho nada. Solo quería ve que expresión ponías. Estas muy serio. Bueno, de por si eres serio, pero, aun así, me resulta raro.
―Eso es muy cruel por su parte.
―Lo sé... ¿En qué pensabas?
―Nada en particular.
― ¿Seguro?
―Si...
― ¿estás seguro de estar seguro?
― ¡¿Qué?!― Jonathan frunció el ceño, divertido ante el gesto que se había dibujado en el rostro de Marco.
― Bueno entonces, ¡Te diré lo que yo pensaba! Mañana...
John guardó silencio y esperó la continuación de aquella oración. Pero al final tuvo que preguntar, incomodo por el largo silencio le portero―... ¿Mañana?
― ¿Qué haces mañana?― continuó como si nada.
―No. No mucho, en realidad...
― ¡Genial!― Marco chasqueó los dedos en son de victoria y guardó silencio nuevamente. Y aunque Jonathan preguntó, ya no obtuvo respuesta acerca del tema.
Cuando el reloj señaló la 1:14 el sonido de las llaves chocando contra la puerta cruzó el patio, llegando a oídos de Bob, que, leyendo el periódico, maldijo en voz baja. Arrugó la sección de noticias, lanzándola al bote de basura y mascullando algo para sí mismo, se dirigía a la puerta de la oficina.
«Es imposible. En esta vida la mala suerte la tienen otros. No uno...» y con eso en mente, mirando la grava del suelo santo, escuchó el rechinido del metal oxidado con una melodía propia tanto para abrirse como al momento de cerrarse. Pronto vio el rostro conocido del joven portero asomarse por la esquina del recibidor. En sus manos, tres bolsas de plástico repletas de fruta se encontraban, enrojeciéndolas y marcando sus pliegues entre ellas. ― ¡Traje la palta!― dijo el portero alzando una de sus manos, mostrando así la esperada adquisición.
― ¿La qué?― preguntó Bob en un grito.
―Jonathan dice que así se llama originalmente el aguacate. Y para darle gusto lo llamé así.
― ¿Y quién es Jona...?― Roberto calló al ver al muchacho que siempre oraba al pie de la tumba de su difunto, cruzar el umbral y detenerse junto a Marco. Despojado de su gabardina negra, recogidas sus mangas y su cabello sujeto en una coleta, Jonathan hablaba con Marco, sosteniendo una cantidad más grande de bolsas que el portero.
― ¿No los he presentado verdad?― preguntó el portero una vez Bob estuvo lo suficientemente cerca. ― Roberto, él es Jonathan, mi amigo. John, él es Roberto, el jefe.
Ambos se estrecharon la mano. Pero solo uno sintió un escalofrío recorrer su cuerpo al tocar la mano del desconocido que se le presentaba. Bob fingió una sonrisa y soltó de inmediato la mano del joven ―Es bueno ponerle nombre a tu rostro, muchacho. - dijo, llevándose el dorso de sus manos hacia su regordeta cintura.
―Un placer, señor.
―Lo mismo digo. Bien, Marco, vuelve a tu lugar. Que he sido demasiado consiente contigo últimamente. Sirve que le das un respiro a este muchacho.
―Claro. Solo dejo esto en la oficina y listo.―Marco pidió las bolsas a Jonathan y aunque este se ofreció a ayudarle, el portero se negó y a paso rápido se alejó.
―Anda de buen humor hoy― señaló Bob, ya a solas con Jonathan.
―Sí...
―Y por lo que veo el muy pillo te dejó cargar con lo más pesado. - señaló con la vista las manos enguantadas del chico.
―Yo mismo me ofrecí, señor.― dijo John apresurado.
―Muy amable de tu parte, Jonathan...― Bob esbozó una sonrisa, agachó la cabeza y negó lentamente, riendo ― ''Jonathan''...curioso, por fin se tu nombre.
―Aunque yo conozco muy bien el suyo, señor.
― ¿Y cómo no hacerlo? ¡Si a cada rato gritan mi nombre por todo el lugar! ― Los ojos de Bob brillaban tenuemente. Parecía feliz, satisfecho...pero algo en su semblante denotaba preocupación. Y aunque hablaba bien al muchacho, nunca se atrevió a mirar sus ojos por más de una ráfaga de segundo. ―Es un buen muchacho.― dijo al fin, mirando como Marco salía burlado de las garras de aquellas dos secretarias que, cuando tenían la ocasión, disfrutaban de hacerle jugarretas, bromas y demás, hasta lograr enrojecer sus mejillas. Y Bob lo sabía. Las risas que él aseguraba semejarse a las del grito de las guacamayas pronto estallaron mientras él joven, víctima de su poca piedad, se acercaba a la puerta, cabizbajo y efectivamente, rojo de la vergüenza.
―Sí. Lo es.― Afirmó John, siguiendo la vista del buen hombre y sonriendo ligeramente al toparse con la imagen de Marco a lo lejos.
Roberto advirtió de reojo aquel semblante; lucia tan cambiado entonces, se miraba solemne y educado ante él mientras en sus pupilas, la imagen del portero se reflejaba; su imagen,podria decirse, era la de un hombre...« ¿Feliz?» se preguntaría Bob más tarde, cuando hiciera un recuento de las cosas memorables del día. Jonathan había asentido lentamente, corroborando lo antes dicho, sin decir palabra.
―Es bueno que lo sepas...-Añadió Roberto. Abrió y cerró la mano con que estrujó la de Jonathan, apretó sus labios, tomó aire y entonces, cambiando el tono de voz repentinamente, preguntó severo, como una amenazante advertencia: ― ¿Qué hay de eso? ¿Él también lo sabe?
Sin esperar respuesta, Roberto se giró y caminó hacia Marco; le dijo algunas palabras que arrebataron una satisfactoria sonrisa al portero y sin mas, se adentró en la oficina. Sintiendo una fría y cruel mirada clavándose como una daga en su nuca. Erizándole la piel y amedrentándolo con fuerza.
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