22| El Llanto del Heliotropo.
― ¿Escuchaste eso? ―preguntó, levantando la vista y buscando a su alrededor.
― ¿El qué?
―Alguien llora.
―No escucho nada. ¿Será el viento, de casualidad?
―No, no es él. Es apenas audible...
―En ese caso, ¡que pérdida de tiempo! ― escupió―. Mejor calla y siéntate. Tuviste una noche muy ajetreada. Debes descansar. ¿Quieres dormir un poco? Adelante, puedes hacerlo. No te molestaré.
―Es raro que seas tan complaciente —observó John, extrañado—. Gracias, pero por el momento, quiero saber quién llora.
―Y yo quiero que te tomes un respiro. —repuso impaciente—. Vamos Johnny, siéntate ycierra los ojos. Descansa un rato.
Su voz se escuchaba tranquila, dulce, suplicante. Pero el tenue llanto del que John hablaba sonaba a lo lejos, como cientos de voces conformando una sola pena.
Un suspiró brotó de la nada y entonces, continuó:
― ¿Tanto quieres saber?― habia resignación en el tono que empleó, al ver que ese joven no atendía a su petición.
John, por su parte, asintió. —La curiosidad nunca ha sido un pecado.
―Bien. Es un pobre diablo, nada más― explicó―. Un pobre diablo que tardó en llegar a la despedida. Que demoró sus pasos desde la lejanía. ¿Quieres saber más? Está sufriendo. Justo como tú sufriste aquella vez. Y está esperando, justo como tú lo has estado haciendo todo este tiempo.
»Ahora que te lo he dicho, sabrás que no existe nada en esta tierra capaz de menguar su dolor más que el tiempo y la terrible espera. La cual, pocas veces, viene acompañada de paciencia. Ahora ven, recuéstate y déjalo solo en sus desgracias. Porque me temo, querido, que el obtendrá con mucha más facilidad lo que tu esperas desde hace años.
» La pregunta aquí es: ¿Quién es más desgraciado de entre los dos? ¿Él o tú? Es bueno mirar nuestra situación antes de siquiera lamentarse por personas ajenas....¿En verdad quieres compadecerte de alguien cuando tú, eres a grandes creces, el más condenado de los condenados?
John dudó.
Emilio siempre lograba convencerlo a pesar de que pusiera resistencia. Abandonando su sitio, caminó hasta la banca y se tendió sobre ella.
—Vamos, eso es....recuéstate. ¿Quieres que te cante? ¿Qué acaricie tu cabeza? ¿Qué sostenga tu mano?...—John tomó aire—. Duerme, querido. Ahora que puedes.
Jonathan, percibía la fria superficie de la banca de mármol azulado.
Cruzó sus manos sobre su barriga, cerró los ojos y con un suspiro, se entregó a la helada brisa de otoño que lo acobijaba entre sus ventosos brazos.
Intentando ignorar los silenciosos lamentos que acudían a él, con desespero.
Un ave emprendió vuelo desde los bajos suelos de una tumba de empolvadas esquinas, asustándolo con su fuerte aleteo y su salida inesperada.
Soltando un graznido y dejando largas y finas plumas negras tras de sí, surcó con prisa los cielos empolvados en ceniza.
Su pequeña y regordeta figura llegó en cuestión de nada hasta la lejana brecha de árboles que rodeaban el cementerio.
Muchos de ellos ya a medio despelucar, mostraban sus retorcidas ramas en decadencia entre la neblina que los envolvía mientras difuminaba sus torcidos brazos desnudos; extendidos hacia ningún lugar determinado.
Demostrando que incluso la naturaleza, desconocia hacia dónde debia dirigir los trazos de su maravillosa creación.
Marco apartó la vista de aquella brecha, sintiendo un ligero cosquilleo en la garganta.
Sus dedos se hallaban entumecidos.
Y sus pasos, aunque luchaban por ser ágiles y ligeros, le parecían pesados y torpes, provocando que tropezara un par de veces.
Soltó un estornudo repentino. ―No, por favor ― se quejó ante la terrible idea de haber pescado un resfriado.
Los tiempos cambiaban.
La nueva estación amenazaba con provocar más de un dolor de huesos y un escurrimiento nasal.
Más de un ronquido en el pecho y más de un lagrimeo provocado por alergia.
«Estos tiempos...» pensó, pasando el dorso de su dedo índice bajo las cuencas de su nariz y esbozando una sonrisa al recordar esa frase que leyó más de una vez entre los renglones de un viejo libro de hojas amarillentas.
Caminó, achicándose dentro de su chamarra y saltando las raíces retorcidas y enmohecidas que Martin se había negado a apartar de las tumbas.
―Son obsequios que la naturaleza da a las lapidas abandonadas ya hace tiempo. ¡Y yo no soy nadie para cambiar su potestad! Así que, ¡levanta los pies, flojo! que no estorban tanto como dices. ―le dijo Martin cuando, molesto por tropezar cada tres pasos gracias a esos retorcidos regalos, el portero le aconsejó quitarlas.
―Está bien, levantaré los pies, señor lunatico de las flores ― escupió, respondiendole de nuevo al recuerdo que se desvanecía frente a él.
Para cuando llegó hasta la tumba de la niña, vio gustoso que el par de coronas seguían en su lugar.
¡Cuánta rabia le habría dado de no ser así!
El que robasen crucifijos sin dueño no le parecía gran crimen. Pero, el que pensaran en robar una corona ya destinada, le revolvía el estómago.
«Solo porque están muertos, no les da el derecho de tomar lo que con tanto amor y respeto se les dio como ultimo presente.»
Caviló, observando la dos enormes coronas que no cupieron dentro del mausoleo.
Adornadas con flores amarillas, blancas, rosas y naranjas, las enormes y redondas aureolas portaban un letrero de tela empapado que comunicaba el pesar de una familia que se apellidaba "Rodríguez".
Así, mientras sus ojos recorrían cada detalle de aquel triste tributo, notó como pequeñas gotas, adheridas en los suaves pétalos de flor, resbalaban cuando el aire las batía un poco; haciéndolas caer y perderse entre el verde pasto.
Marco suspiró.
«Le pediré permiso a Roberto para colocarlas en ambas puertas de la cripta. No debieron de haberlas dejado aquí »
Y dispuesto a volver para pedir aquel permiso que se sentía de más, ya que era claro que Roberto aceptaría gustoso, dio unos cuantos pasos, sintiendo el crujir de la tierra bajo sus zapatos.
― ¿Estás bien?― alguien preguntó al otro lado de la cripta.
Casi como un ligero murmullo que acompañó el sonar de sus pasos.
Se detuvo al instante, dejando su pie izquierdo a medio paso, suspendido a centímetros del suelo, prestando atención a aquella voz.
―Está haciendo mucho frio. Dudo que allá adentro sea cálido. Mira, te traje flores. ¡Son heliotropos! Las flores que te prometí. ¿Las ves? Son muy bellas...
El portero reconoció la voz al instante.
Era ese hombre que había llegado desde temprano. Aquel familiar al que no avisaron de su terrible pérdida.
Sus tenues palabras, sonaban llenas de afecto desquebrajado que se combinaba de cuando en cuando con el sorber de su nariz, tomando aires de nostalgia cada que hacia una pregunta.
Marco, inmóvil, se preguntaba a quien iban dirigidos esos afectos.
«¿Hablará solo, creyendo que no lo está del todo?» llegó rápidamente a esa conclusión.
Después de todo, él, en algún momento de su vida, lo había hecho creyendo que el ser a quien dirigía sus palabras, se encontraba frente a él o en todo caso, escucharía su conversación de un modo u otro, estuviese donde estuviese.
Sabiendo que su inocente acto de escuchar conversaciones ajenas no era correcto, con sumo cuidado, dirigió sus pasos hasta la orilla del pequeño cuarto funerario.
Asomando la cabeza un poco para alcanzar a ver un algo. Esperando ver al señor sentado en la escalera, con la cabeza gacha y el ramo colgando de sus manos, rozando la tierra.
Sin embargo, una imagen distinta a lo que había imaginado lo recibió de repente, castigando su curiosidad y arrebatándole cruelmente amargas y silenciosas lágrimas que no parecían pertenecerle a él o a su dolor.
Lástima.
Pura y genuina lástima era lo que le inspiraba aquella silueta delgada y temblorosa.
En cuclillas, con el ramo extendido hacia el frente y la cabeza ligeramente levantada, el señor mantenía su vista fija en la nada de un sitio abarrotado de vida caducada.
Sus ojos, pequeños y rasgados, eran brillantes. Su sonrisa despojada de varios dientes, lucia radiante. Y sus mejillas tan demacradas, estaban empapadas en sal que fluía con libertad.
―Me alegra que te gustasen. Lamento no haber podido traértelas antes ― continuaba diciendo el señor, ignorando por completo la presencia del portero―. Y también ―agachó la cabeza y apretó los labios―...lamento no haber estado ahí para ti... Soy tu abuelo. Tu familia. Debí de haber estado contigo. Con mi princesita de vainilla y miel.
El hombre llevó su antebrazo hacia su rostro, secándose los ojos como un niño pequeño que acababa de caer y raspar sus tiernas rodillas contra el duro y oscuro pavimento.
―Tómalas —suplicó, extendiendo y alzando el ramo un poco—. Son para ti. Huélelas. Huelen bien, ¿verdad? ¿Qué aroma es?― hizo una pausa―. ¡Sí! ¡Exacto! ¿Recuerdas que te dije su significado? ¿Sí? A ver. Dímelo.
Volvió a tomar otra pausa.
Y esta vez, una sonrisa de orgullo se formó en su demacrado rostro.
― ¡Qué niña tan lista! ¡Así es! ¡Así es!― la risa del hombre, bonachona y sincera, embargó aquel trozo de tierra mientras sus calladas lágrimas empapaban la tierra bajo sus pies―. ¿Qué dices?...¡Por supuesto que sí, mi princesita hermosa!― exclamó lleno de jubilo― .¡Pero por supuesto que sí!
El hombre se incorporó con jovialidad y sonoras risas que parecían no tener fin.
Su rostro arrugado denotaba felicidad, autentica e infinita.
Se despojó de su boina, dejando ver una mata de níveos cabellos. Se agachó nuevamente, y dejó la boina y el ramo en el suelo. Y juntó un poco sus manos, con las palmas vueltas al cielo
—Pero, ¿estás segura?... ¡Muy bien! ¡Muy bien! —se incorporó de nuevo, con su brazo derecho ligeramente extendido, apuntando al suelo.
Marco, al verlo tan radiante de felicidad, dio un paso hacia atrás como acto reflejo, temeroso a ser descubierto.
Bajó la vista y tragó saliva, escuchando las risas del pobre hombre que le hablaba a la nada que para él, era todo.
―Entonces, ¡amárrate bien las agujetas! — continuó el señor—. ¿Sabes cómo hacerlo?... ¡Qué lista es mi nieta! Bien, ¿Qué esperas? Amárralas rápido, que nos esperan.
Marco escuchó como la tierra bajo los pies del señor se removía, buscando alejarse de ahí.
Movido por la curiosidad, con cuidado, el portero asomó su cabeza castaña por última vez para ver al hombre marchar.
Pero, para su desgracia, en ese cachito de tierra, ya no había nadie.
Solo un triste ramo de Heliotropos que desprendía ese conocido y suave aroma a vainilla.
Esos pasos resonaban con pasmosa lentitud fuera de su escondite, mientras que su respiración, agitada y demasiado ruidosa para él, le golpeteaba el pecho con fuerza.
Gotas de sudor resbalaban por su cuello, mientras sus manos, nerviosas, jugueteaban con sus pies descalzos.
Con las piernas encogidas al pecho y su espalda ligeramente curvada por las estrechas paredes en las que se ocultaba, anhelaba no ser encontrado por el dueño de aquellos pasos presurosos, al cual vigilaba por la delgada brecha de luz que traspasaba a su pequeño cuarto de oscuridad.
Observando esa sombra recorriendo aquella basta habitación iluminada por el sol que fuera reinaba.
―¿Johnny? ¿Dónde estás? ―preguntaba el dueño de aquel andar acechante. ―Vamos...sal de donde sea que te encuentres.
« No. No. No saldré de aquí.»
―Johnny...sal por favor. Juro que será rápido ―suplicaba mientras, reacio continuar su búsqueda en ese salón casi vacío, caminaba por los alrededores de la habitación―. Entre más te resistas... ―continuó, alejando sus pasos hacia la puerta―, peor será...
Finalmente, se detuvo, suspiró y salió.
Y con eso, John volvió a respirar.
Ahora solo quedaba esperar: ¿A qué? A que el silencio reinara en ese piso y se sintiera seguro para salir y buscar un sitio más seguro.
Abrió un poco la puertita que lo había mantenido oculto y revisó el panorama. «No hay moros en la costa. Es ahora o-»
―¡Jonathan! ―gritaron de repente.
Y ante ese grito, cerró la puerta mientras enormes zancadas se aproximaban a él. Para cuando reaccionó, el rostro sonriente de Emilio lo miraba con alegría y cierta malicia juguetona, mientras articulaba esas temidas palabras para él―. ¡Te encontré! ¡Perdiste!
― ¡Rayos! ¿¡Cómo supiste donde estaba!?―exclamó John ligeramente molesto, saliendo pesaroso de la alacena inferior donde permaneció oculto desde que inicio el juego.
―¡Soy Emilio! ¡Todo lo sé! ¡Y lo que no...¡pues me lo invento! Por otra parte, ¿Listo para asear el piso de abajo?― John menó la cabeza molesto, desviando la mirada de Emilio.
Este sonrió aún más ante la resistencia que mostraba su pequeño amigo y no dudó en apretar las mejillas del menor con cariño, hacíendo que sus frentes chocaran una con la otra en el proceso.
― ¡Vamos pequeño y feo ogro! Era el trato. Si te encontraba, tú limpiarías el primer piso. No hay marcha atrás. Lo dices, lo cumples.
Jonathan forcejeó un poco, ya que detestaba que halaran sus mejillas.― ¡Eres un tramposo! ¡Sabias donde estaba desde un principio! ¡Miraste! ¿no es así?
Emilio se encogió de hombros. ―Quizás ―admitió, soltando a John y dando un par de palmadas en su espalda―. Vamos, que no es el fin del mundo. Para que veas que soy bueno, te ayudaré con la cocina. ¿Te parece?
―¡Mejor haz tus deberes por completo! Hoy te tocaba el piso de abajo.
― ¿No has entendido el motivo del porque hemos estado jugando los últimos treinta minutos? Habíamos quedado en que, si te encontraba, tú harías mi parte. Conoces las reglas. Dos de tres. Te encontré dos veces, tu igual. Esta era la revancha. Tu mismo iniciaste con esta divertida repartición de labores. ¡Así que agradece que pienso ayudarte!― Jonathan suspiró, dispuesto a cumplir su palabra―. Ah, y Mar dijo que hoy te tocaba corte de greñas. Así que por favor, compórtate y no salgas corriendo como la última vez. No quiero tener que taclearte de nuevo.
― ¡¿Otra vez?!― John sujetó su cabeza con pesar, rodeándola con gran parte de sus brazos ―, pero si apenas comienza a rebasar poco más de mis orejas ¿Me quiere dejar calvo?
Emilio lo miró pensativo. ―Mm, interesante. Apoyo esa última idea ¡Tu cráneo es perfectamente redondo! Se vería bien a rapa.
Emilio rodeó con su brazo el cuello de John, despeinando su cabeza con rudeza.
Cuando Jonathan se zafó de su agarré, parte de su enojo había desaparecido.
—¡Quítate payaso!
―Ay, no te pongas así. Mar es todo un estilista. Y ya que hablamos de eso, creo que a mí también me hace falta una cortadita. ¿No te parece?― Emilio se inclinó un poco y acercó su cabeza hacia John, quien la frotó juguetona y bruscamente, cobrándose la jugada pasada.
Las delgadas hebras de cabello avellana se deslizaban con facilidad entre sus dedos, desprendiendo un suave aroma a jabón. Aroma que después de los años, aun recordaría con cariño y añoranza.
― A ti sí que te hace falta un buen corte― admitió el menor, mientras elevaba con cuidado los largos cabellos de aquella cabeza.
― ¡No se diga más! ¡Hoy le pediré a Mar que me haga un corte!
―Te rapará. Desde que llegaste, le trae ganas a tu pelo. Dice que le molesta ver hombres con cabello largo. ''Parecen niñas los condenados'' o algo así dice.
― ¡Rayos! ¿Entonces parezco niña?― John asintió―. ¿Fea o bonita? ―el niño negó con la cabeza, esbozando una sonrisa― .¡Oh vamos! ¡Admite que si fuese niña caerías enamorado por mi belleza!
Jonathan negó con la cabeza de manera exagerada, dando unos cuantos pasos hacia atrás― ¡Para nada! ¡Me gustan las niñas bonitas y no tan viejas!― exclamó riendo.
No por lo que decía, si no porque ya sabía lo que venía después de aquella inocente provocación.
―¡Pero qué maleducado! ― se indignó Emilio, fingiendo su voz a medida que imitaba pésimamente la voz de una mujer.
Se inclinó un poco y abrió sus largos brazos, listo para perseguir a Jonathan, quien ya comenzaba a emprender marcha entre sonoras risas.
Ambos, jóvenes de distintas edades, correteaban por los pasillos en total libertad.
Jonathan, dando grandes zancadas, dignas de un corredor que ansiaba volverse todo un profesional y Emilio, recortaba sus pasos para no alcanzarlo del todo; cuidando no tropezar con los obstáculos que el jovencito frente a él, evadía sin problema alguno.
Ambos riendo.
Ambos disfrutando de aquel cuarto mes conviviendo juntos en armonía. Como dos hermanos de sangre, de tiempo y afecto. Como familiares que se veían la cara todos los días desde su nacimiento.
Y como amigos que compartían vivencias, tonterías, y anécdotas que solo ellos dos entenderían y llegarian a amar debido a la complicidad que existia en ellas.
―¡Te enseñaré a no ser grosero con las personas!― exclamaba Emilio divertido.
Pronto pasaron del segundo piso al primero, donde Jonathan, corriendo hacia la salida de su hogar, tropezó en el jardín central que conformaba el recibidor.
Y ahí, prendado de la comodidad que el manto pastoso del final de la temporada tenia para él, esperó a que Emilio, quien estaba a pocos pasos lejos de él, se tumbara a su lado.
Este, fingiendo una caída fatalista, dramática y absurda, arrebató docenas de risas al pequeño Jonathan, a las cuales se le agregaron cien más debido a un ataque de cosquillas que llegó de pronto desde las delgadas y suaves manos de Emilio.
―¡Muchachos escandalosos!― gritó Mar desde la puerta, inclinándose sobre su silla para ver aquella divertida escena donde la confianza, el cariño y la felicidad imperaban―. ¿Ahora qué pasó? ¿En qué te ofendió mi muchacho ahora?
― ¡Me dijo que de mujer me quedaba cotorra!― exclamó Emilio de rodillas en el pasto, repartiendo cosquillas y esquivando las patadas y manotazos que Jonathan tiraba por reflejo.
Mar soltó una gran carcajada.
De esas que son letalmente virales y arrebatan alegría a quien la escucha.
―Ustedes dos, cuando así lo quieren, ¡sí que montan espectáculo en las tardes! Pero ya que los veo tan tranquilos, supongo que ya hicieron lo que les pedí...
―Estamos en eso, señor Mar― comentó Emilio, forcejeando con Jonathan, quien, de alguna manera, logró revocarlo en su distracción y lo tumbó al césped.
―No sé cómo le vayan a hacer, pero esta casa debe estar lista para cuando yo entre. Si no, me conocerán, par de mocosos ruidosos.
Una advertencia que la mayoría de veces solo era un conjunto de palabras y que aun así, motivaba a los dos jóvenes a realizar las tareas del hogar. Las cuales eran menos tediosas porque estaban los dos. Apoyándose. Haciéndose reír, entre bromas, chistes, o actos inocentes que terminaban causando gracia.
De tal manera, los dias pasaron con agrado y rapidez.
La armonia no faltaba en su cotidianidad, y el amor, parecia imperar en sus vidas en su estado mas puro.
―Buen día― saludó Jonathan una de tantas mañanas que creia, estaria repleta de dicha cotidianidad.
Recién levantado, despeinado y en pijamas que solo eran ropas viejas y carcomidas, llegó a la sala, aun somnoliento. Mar estaba ahí, sentado en uno de los sillones que ellos se habían fabricado con madera, trapos y pedazos de colchón viejo.
―Buen día flojo.― saludó el buen hombre, alzando la vista para verlo―. ¿Qué te trae tan temprano por estos rumbos? Aun no son las diez.
―El hambre ―respondió el menor, tallándose un ojo y acariciando su barriga. ―. ¿Qué hay para desayunar?― su ojo izquierdo, inspeccionó su alrededor, al ser el único disponible en ese momento de somnolencia.
―No lo sé. A Emilio le tocaba hacer el desayuno, pero desde temprano salió y no ha llegado.
― ¿A dónde fue?― John, fingió desinterés.
Era domingo.
Día en que los tres salían a dar una vuelta por el centro. El par más joven, montaban por lo general en una vieja bicicleta oxidada que repararon entre los tres.
Compraban el mandado, recorrían las calles y si lo creían conveniente, gastaban en algunos dulces que degustaban sentados bajo la sombra de uno de tantos arboles que abundaban en los parques.
«Hoy no me despertó para que fuéramos juntos.» pensó con tristeza Jonathan, ya acostumbrado a dicha actividad.
―Debe andar por ahí —divagó Mar ―. No me dijo nada más aparte de que no tardaría. Pero de eso hace tres horas y mira, que no ha llegado. Si no esta aquí en media hora, desayunaremos sopa de arroz y frijoles.
―¿Otra vez? ― rezongó molesto―. ¡Ese tonto! ¿Cómo se atreve a irse sin dejar la comida lista?
―Tranquilo hombrecito. Si tanto te molesta comer lo mismo de ayer, prepara tú el desayuno. Que para eso te enseñé a prender un fosforo y a partir un huevo.
Mar se levantó de su sitio y se dirigió hacia la puerta que daba al patio principal.
Asomó la cabeza y sin previo aviso, se dejó caer al suelo del pasillo que bordeaba todo el jardín.
―¿Qué haces?― cuestionó Jonathan
― ¿Es que un viejo no puede sentarse donde le pegue la gana?—Mar lo miró de reojo y esbozando una tenue sonrisa―. Es muy temprano para estar escuchando tus preguntas mi niño. Mejor ve y pon a calentar la comida. Que presiento que este muchacho va a tardar en llegar...
«Eso fue lo que Mar me dijo. Y yo, como siempre, hice lo que me pidió. Mirando su espalda ancha a contra luz. Adivinando su expresión. Sintiendo esa extrañeza que me invadía también a mí. Después de todo, esa mañana fue la primera en que sentí que me faltaste, Emilio. Todo estaba muy callado. Bastante tranquilo diría yo. La armonía y libertad que se sentía antes de ti, dejó de existir después de que tu presencia llenara un sitio que creíamos inexistente »
Una lágrima recorrió la mejilla del joven Jonathan, que dormia sobre la banca de mármol. Perdido entre sus sueños mientras esa gota de sal escapaba con éxito de la celda que sus negras y espesas pestañas conformaban.
Así, hasta perderse en el pequeño dedo blanquecino de aquella entidad que lo miraba con cariño y cierta lástima.
Después algunos pasos se deslizaron con cuidado sobre el azulado piso de aquella tumba; tan lentos y ligeros, que serian incapaces de sacar a ese joven de su agridulce sueño, donde rememoraba alegrías y perdidas que estrujaban su corazón y parte de su alma.
Un suspiro acompañó a una risa infantil que empañó la placa con el nombre que era tan querido para él joven.
Y con ello, un aroma a vainilla afloraba entre los vientos no tan lejanos del cementerio, llorandonla despedida de aquel señor y aquella pequeña de dorados cabellos que, sonriéndose con afecto, sujetaban sus manos y se desvanecian juntos entre la blanca neblina.
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