2| Recorrido en Tierras Santas.
— ¡Buen día Bob! —saludó el portero una vez llegó a su centro de trabajo.
Portando una chamarra de piel marrón, llevaba en mano un pequeño vaso de café humeante, mientras le entregaba su mejor cara al buen hombre. Roberto, el velador del cementerio y su jefe inmediato, le entregó una de sus acostumbradas sonrisas amistosas.
— ¡Marco! ¿Y ese milagro que llegaste temprano? — exclamó el hombre, extendiendo sus brazos hacia los lados en un gesto de alegría y asombro.
—¿Pues que le digo?, ¡Hago milagros don Rob! Además, tuve una epifanía. Al ser mi primer trabajo serio, debo comenzar a llegar más temprano para rendir mejor.
Roberto soltó una carcajada, incapaz de creer en lo que el joven le decía, pero siguió el juego de igual forma. —¡Por mí mejor, muchacho! Nada más que no quieras cobrar horas extras, que yo no te he pedido que llegues antes. — advirtió —. Aunque, no estoy seguro de que debas llamarle a esto un trabajo ''serio'' muchacho.
Roberto, un hombre de 68 años, bajito y rellenito; de cabello canoso, sonrisa simpática y agradable, se acercó a él con su caminar tambaleante. En sus manos, se paseaba el gigante manojo de llaves con las que retiraría los dos candados del cancel.
—Bueno, es un decir... ¿Y Don Martín? —preguntó Marco, curioso, asomando como podía su cabeza entre las rejas.
—Ya sabes, está con sus plantas, allá dentro. ¿Quieres ir a buscarlo? Aún no es hora de abrir. Nada más firma tu entrada antes de que se te olvide —y con esto, retiró el último de los dos candados que mantenían cerrado aquel enorme cancel. Al abrirlo hizo un gesto de inconformidad ante su rechinar oxidado.
Tal como Roberto dijo, Martín, el jardinero del cementerio, se encontraba ensimismado con los coloridos pétalos de sus adoradas flores.
Esa vez, Marco tuvo la suerte de dar con él en el primer sitio donde inició su búsqueda. Ubicándolo junto a los mausoleos más viejos que quedaban justo del lado izquierdo del cementerio, a varios metros retirados de la puerta.
Desde que entró a trabajar allí, cada vez que necesitaba del jardinero, no sabía por dónde empezar a buscar. El cementerio era enorme y Martin podía estar en cualquier rincón del terreno.
Sin embargo, siempre le agradecía a su ancha espalda, encorvada la mayoría del tiempo, por ser un buen punto de referencia para distinguirlo de los otros dos jardineros; los cuales, a diferencia de Martín, solo iban un par de veces a la semana.
Se acercó con cautela al fornido hombre, quien le daba la espalda y parecía no haber notado su presencia hasta entonces. Él era mayor que él por siete años y que, muy a su pesar, lucía de su misma edad.
—¿Está bien que tenga su jardín personal en un área pública? ¿Señor? — Marco, con un falso tono de respeto, mientras se inclinaba un poco hacia adelante, mirando por encima del hombro de Martín.
—¿Has visto los demás cementerios? ¡Son deprimentes! Descuidados y feamente abandonados solo porque quienes los ocupan están muertos y no pueden decir nada. ¡No tienen ni un gramo de vergüenza! — respondió con naturalidad el hombre sin siquiera inmutarse ante la repentina presencia del portero.
—Tienes razón. No puedo negarlo, aunque quisiera. Tus flores le dan un ''Je ne sais quoi ''. Lo hacen parecer una especie de ''Paraíso Terrenal.'' — comentó divertido, haciendo énfasis en el nombre del cementerio.
— ¡Tienes buen ojo, Marco! — exclamó el jardinero, incorporándose para mirar desde otro ángulo el jardín que plantaba —. ¿Qué te trae tan temprano por acá? Llegaste una hora antes de abrir. Eso es raro. Por lo menos en ti.
—Mmm, nada especial —respondió, mirando el jardín que tenía frente suyo—. ¿Estas flores son...?
—Aves de paraíso. Bonitas, ¿no?
—Bastante — coincidió con el jardinero, distraído en esas flores que le resultaban tan peculiares.
Sus tonos naranjas eran preciosos, pero su figura, como el nombre lo decía, le daban la apariencia de un ave. Una peligrosa, cuya cabeza ensangrentada, reclamaba las viseras de su víctima.
—Oye, Marco... Ya, deja de aguantarte...
Marco lo miró confundido. — ¿Qué?
—¡Ya, ve a darle una vuelta al lugar! ¿No viniste temprano para hacerlo? — Martín sonrió mientras soltaba un par de palmadas en la espalda de su joven amigo, logrando que este se tambaleara.
—¡Ey! ¿Cómo supiste que venía a eso?
—Solo lo sé. Siempre tienes que aguantar mi alegato sobre lo maravilloso que es todo este terreno, y a estas alturas, puedo notar tu curiosidad a veinte cuadras de distancia. Ve a darle una vuelta — hizo un movimiento de cabeza para reafirmar lo antes dicho —. ¡Ah, pero eso sí! ¡No pises ni una sola flor y no te acerques demasiado a las tumbas!
—¿Qué? ¿Por qué?
— ¿''Por qué'' qué? ¿Por qué no puedes pisar mis flores? Simple, te golpearé si les haces daño a mis niñas —Marco negó con la cabeza, rodando los ojos.
—No, porque lo de las tumbas.
—Ah, bueno, eso es porque hay difuntos muy quisquillosos. No quisieras ofender a alguno de ellos... Si lo haces, no te dejarán en paz.
—Estás jugando... ¿Verdad?
Martín se encogió de hombros. —Puede que solo sea una broma mía, así como puede ser que no...
El jardinero encajó sus verdes ojos en los del portero, con un gesto serio, haciendo que el silencio entre ambos se hiciera cada vez más pesado, hasta que, con una gran sonrisa, gritó sin más, dándole una suave patada en el proceso —. ¡Órale pues! ¡Sáquese por allá!
Marco asustado por su repentino grito, le dio un golpe en el brazo, pero este, riendo, continuó. —¡Ya vete! ¡Que el tiempo pasa muy rápido y te tomará algún rato recorrer el cementerio! ¡Ah, por cierto! Para la próxima haz menos ruido si planeas asustarme —Advirtió, cuando Marco se había alejado un poco.
La manera tan peculiar que tenía Martín de decir las cosas, como si todo fuese un juego, hacían de él un hombre extraño a los ojos de Marco.
Era el jardinero principal, por decirlo de alguna forma, y con ello, el encargado de mantener en óptimas condiciones el cementerio.
Las flores que plantaba y cuidaba eran sin duda parte de su trabajo. Sin embargo, reparaba las fuentes que de vez en cuando se estropeaban y les daba mantenimiento, ya que, según explicaba, ''tenía tiempo libre''.
Si la electricidad fallaba, era él quien saltaba a la acción para repararla. La fachada, los suelos, el drenaje. Martín, cuando se ofrecía la oportunidad, ayudaba en ello y hasta en más.
En pocas palabras, hacia lo que fuera con tal de conseguir que ese lugar hiciera honor a su nombre y con ello, pareciera un Paraíso.
Además, fuera de la mano de Martín que se encargaba de los ''detalles'', gran parte de las tumbas tenían mausoleos vistosos de piedra labrada a mano. Con hermosos ángeles, musas, e incluso estatuas que simbolizaban la muerte. Capillas y cruces con diseños góticos de exquisita elegancia que encantaban a las pupilas de cada visitante.
A simple vista, solo los adinerados se podían dar el lujo de enterrar ahí a sus muertos y construirles su nueva morada para la eternidad de una manera lujosa pero innecesaria.
Siguiendo las advertencias de su amigo, Marco recorrió cada rincón, sin dejar uno solo sin inspeccionar.
Los enormes pasillos variaban en tamaño y anchura; siendo algunos tan estrechos, que le daban la impresión de que se quedaría atrapado entre sus fauces de cemento y piedra, sintiendo la asfixia conforme avanzaba.
Otros pasillos por lo contrario, eran demasiado anchos y parecían crecer a lo largo; volviéndolo una hormiga solitaria en un desierto de piedra rodeado por corredores sin fin aparente.
Andando entre maravillosos murales, más viejos que el mismísimo Rob, el portero admiraba la belleza que habitaba en esas paredes. Cuidando sus pasos y asegurándose de no dejar nada, ni la más mínima esquina, sin conocer.
Tenía un mes trabajando allí, y jamás había cruzado más allá de los baños de la entrada y la recepción. No conocía muchos cementerios, por lo que le resultaba difícil comparar su sitio de trabajo con algún otro.
Maravillado, a dónde fuera que volteara, había algo cada vez más bello que ver.
Era placentero poder pasear en un sitio cuyo estilo parecía pertenecer en su mayoría, al ostentoso periodo barroco.
Siendo el gótico, la segunda influencia que podía apreciarse en algunas columnas y sus altas bóvedas.
Sin embargo, entre tantos sitios que encantaban a la vista, había algo más, cuya belleza parecía inquebrantable e insuperable.
Erguido, orgulloso e inerte, el enorme ángel caído que custodiaba celosamente la tumba de Emilio Ramírez, era la imagen de la belleza misma.
Las rosas que alrededor de la lápida se encontraban, eran un espectáculo de la naturaleza.
Su color carmín, su exquisita fragancia, sus enormes hojas verdes y sus suaves y aterciopelados pétalos. Las letras sobre la lápida, escritas con fuente deliciosa, que resultaban ser de fácil lectura, estaban llenas de elegancia y delicadeza.
El piso de mármol, veteado en azul oscuro, rodeaba la estatua junto a una hilera de altos pinos que marcaban el camino hacia la tumba. Allí, escondida a un costado del frente, con vista a la lápida, y del mismo color del mármol a su alrededor, se encontraba una banca para dos personas.
«De cerca se ve gigantesca». Pensó Marco, alzando la vista para poder abarcar al ángel con la mirada. «Ahora entiendo él porque está al frente de la entrada...»
Con lentitud, dirigió su atención hacia la solitaria banca, cuya existencia le era desconocida hasta ese momento.
Recordó que ese chico de gabardina negra, jamás se sentaba en ella. Optando así, por sentarse en el frío suelo donde solía rezar, mirar y quizás, hablarle a su difunto.
«Si me lo hubieran dicho, no lo habría creído.»
Le era tan extraño pensar que alguien, todos los días sin falta, fuera al cementerio para visitar el nuevo y ya permanente, domicilio de su ser querido.
Ese joven, desde que Marco comenzó a trabajar allí, fue de los primeros, después del personal, en cruzar esa enorme puerta.
A veces se quedaba solo un rato. Quizás una hora. En la que limpiaba la tumba, regaba las flores, rezaba y se permanecía allí, sentado sin hacer nada, con la mirada perdida en las palabras grabadas que formaban aquel nombre.
Así, desde que él se encargaba de la puerta, más de tres veces le tocó verlo marchar a la hora de cerrar.
Pensando que hacía poco que perdió a su familiar, no le dio mucha importancia. Sin embargo, se llevó una gran sorpresa al saber que el difunto tenía al menos, 9 años de ausencia.
«Después de tanto tiempo, él aún sigue visitándolo. Sin faltar un solo día.»
Se estremeció al pensar que, el amor que alguien puede sentir por otra persona, era tan inmenso como para hacer que todos los días fuese a visitarlo después de muerto, era algo que jamás había creído posible, puesto que ni el más cariñoso de los hijos, frecuentaba a su padre fallecido con tanta vehemencia.
Sabía que Emilio no era el padre de aquel chico, pero era evidente que se trataba de alguien importante. De alguien especial para ese joven.
«Sería bueno preguntarle...» la idea brotó de la nada, pareciéndole lo más estúpido del año.
Además, de ser capaz de formular sus dudas ante el joven: ¿Por qué tendría que decirle algo tan personal a un desconocido? Incluso él se ofendería y pensaría lo peor de ese atrevido que formuló semejante pregunta.
La Aurora terminó su espectáculo matutino; el reloj cumplió con su trabajo de manera impecable y la vida continuaba su curso, como siempre.
Pero Marco, no se movió de su sitio; inmerso en sus pensamientos. Se preguntaba qué clase de persona era el tal Emilio. ¿Un actor? ¿Un diputado? ¿Un cantante?... ¿Un hermano?
—Disculpe, ¿Se le ofrece algo? — dulce y suave al oído, esa voz sonó a sus espaldas, sacándolo de sus pensamientos mientras una sombra perteneciente a un hombre alto y de complexión algo delgada se ubicó a lado suyo —. Un gran trabajo, ¿verdad? —comentó el dueño de esa voz, al no recibir respuesta.
Los ojos de Marco lo enfocaron temerosos. Tragó saliva y respondió.
—Buen día, disculpe mi atrevimiento. ¡Y sí, es una pieza excepcional! —comentó, tratando de que no le temblara la voz debido a la impresión —. Bueno. Con su permiso joven, me pasó a retirar — agachó la mirada y se dirigió a su puesto con un andar nervioso.
El tiempo había pasado, tal y como dijo Martín, tan rápido, que no se dio cuenta.
Mientras tanto, el dueño de esa melódica voz lo seguía con la mirada, manteniendo sus aires de serenidad y elegancia. Era él. El tipo extraño que siempre estaba frente a esa tumba.
Notando el portón abierto y a Bob de pie a un lado de la entrada, Marco aceleró el paso, sintiendo como su rostro se coloreaba con rapidez.
Roberto lo observó de pies a cabeza y solo bastó con verle la cara al joven, para que dejase escapar una fuerte carcajada que resonó entre el silencio.
—Te reprendería por no estar en tu lugar, pero... ¡La cara que pusiste valió la pena! — exclamó burlón.
— Me alegra saber que mi desgracia le hace aún más amena la mañana.
— ¿No lo sentiste llegar? — se apresuró a preguntar el buen hombre.
Marco solo negó con la cabeza, tomando asiento junto a la puerta mientras jugueteaba con sus manos para intentar calmarse. Estaba aún más rojo por el acto falto de misericordia de Bob.
— ¿Llevaba mucho allí? — el portero lo miró, curioso.
—Bueno, para cuando te detuviste a contemplar la estatua, tocó el cancel, te llamó un par de veces, pero no hiciste caso. Así que abrí la puerta y para hacerlo más corto; fácil fueron cinco minutos en los que el pobre tuvo que verte de lejos, preguntándose a qué horas te quitarías de ahí.
— ¡¿Tanto?! No exagere. No es necesario hacerlo más penoso. ¿Por qué no me habló, don Roberto?
—¡No lo escuchaste ni a él, que toca el cancel como un desquiciado! ¿Me hubieras escuchado a mí? — preguntó, llevándose las manos hacia su inexistente cintura —Calma esos nervios, muchacho, puedes estar tranquilo — lo consoló Bob, al ver el rostro preocupado de su joven empleado—. Si temes que se haya enojado al verte plantado allí, vuelve a respirar. Que no le molestó en lo más mínimo.
—¿Usted cree?, Soy un maldito desconocido invadiendo su propiedad.
—Ay, pero qué exagerado eres muchacho— Roberto le dio una palmada en la espalda—; Si digo que no le molesto, es porque no hacías más que mirar la lápida y no a la estatua.
Roberto hizo un gesto con la cabeza señalando al ángel. Marco siguió su vista, obediente.
El joven estaba arrodillado, dándoles la espalda como siempre. Mostrando ese halo de serena soledad y tranquilidad.
—Mira, hoy le trajo flores —comentó Bob con un tono que se asemejaba a la ternura—, porque ya es fin de mes. Siempre me he preguntado: ¿para qué traerle más rosas? Digo, porque con tantas flores a su alrededor, debería ser suficiente.
Marco asintió. —Pero estas son blancas — observó, con seriedad una vez alcanzó a divisar el ramo de rosas. El joven, lo colocó sobre la placa con el nombre del difunto.
—Sí... Aunque es una pena, ya que al final del día desaparecerán.
— ¿Alguien las roba?
Roberto se encogió de hombros. — ¿Quién sabe? Cuando él se va, y te asomas, solo rosas rojas puedes ver. Aunque siendo tan bonitas, no me sorprendería que así fuera. El problema radica en que, nunca veo a nadie salir con semejante ramo por esta puerta, sin contar de que muchas veces, él es el último en irse.
—Entiendo — murmuró el portero.
Rosas rojas, blancas, algunas del color por el que son llamadas, existían en gran parte del cementerio. Tan solo en la entrada, dos enormes macetas repletas de ellas daban la bienvenida a cualquiera que cruzara la puerta.
En la recepción, varios floreros solían sostenerlas con orgullo; además de que era muy común verlas en las jardineras y en la mano del familiar en pena.
Sin embargo, las rosas de todos los colores, tamaños y aromas que había ahí, no se podían comparar con aquellas, eran regadas y cuidadas por la mano de ese joven.
—Las suyas, son las más bonitas, sin duda — suspiró Bob, con un brillo de orgullo adornando sus ojos —; Por lo que me han dicho las señoras que se han dado chance de hablar con el muchacho, él siembra las semillas. Las cuida hasta que crecen y al final, viene a dárselas a él. He notado que sus rosas se vuelven de un rojo carmín brillante. El verde de los tallos y las hojas es discreto, pero no menos hermoso. Parece que las flores lo estiman mucho, y se lo demuestran siendo agradecidas con su belleza y durabilidad.
— ¿Agradecidas?, ¿Por ser tocadas por él? — bufó el joven.
— ¿No lo crees?
—No me lo imagino.
—Bueno, no tienes que hacerlo si no quieres. Todos tenemos derecho a creer en lo que se nos dé la gana.... ¡Pero ya estuvo bueno!, ¡hemos hablado mucho, es hora de tomar nuestros puestos! ¡Que venimos a trabajar y a chismear de paso!
—¡Ay! Si en el día no hace más que sentarse en ese banco viejo y oxidado a esperar que el teléfono suene con algún indeseable al otro lado de la bocina...
—¡Te juntas demasiado con Martín! — exclamó el velador, riendo ante la irreverencia del joven— ¡Hago más que eso, muchacho! Es más, debería de estar dormido a esta hora. No es fácil quedarse en este lugar por las noches.
— ¿Lo dice por la desvelada?
—Estamos en un cementerio, Marco. Las únicas vidas que hay en este lugar por las noches son la mía, y la de esas flores. Nada más.
Bob lo dijo tan sonriente, tan quitado de la pena, que casi logró hacer que Marco lo tomará cómo una broma y no lo pensará demasiado. El teléfono de repente sonó desde la recepción.
—Nos vemos al rato muchacho. Y ya no abandones tu puesto —y con un movimiento de muñeca y una sonrisa, se alejó intentando correr para alcanzar a contestar la llamada.
«Solo él y las flores...nada más»
No lo había pensado de esa forma. Más bien, jamás se planteó el tipo de soledad a la que Bob era sometido por las noches.
Era divorciado. Sus hijos seguramente ya tendrían su edad; quizás una familia; con hijos y un acompañante para lo que les quedaba por vivir. Un patrimonio y un futuro alentador junto a sus seres queridos.
En cambio, a su edad ¿él que tenía? Nada. En eso era igual a Roberto.
«No, no es cierto.» sacudió levemente su cabeza «Deja de ser tan pesimista, Marco. Recuerda, aun no estamos solos... Todas las noches, antes de dormir, alguien nos tiene en mente. Los hijos de Bob lo recuerdan. A mí, me recuerda Lucrecia y mi... No, no somos parte del olvido...»
Su mano se estiró por inercia hacia su pecho, buscando por instinto el recuerdo que la lejanía del pasado le había dejado.
Su corazón saltó. No estaba. Aquel objeto que buscaba ya no estaba colgado a su cuello, dónde siempre debía estar. El miedo lo invadió.
¿Dónde lo había dejado? Esa mañana lo llevaba consigo, como siempre, ¿Desde cuándo lo perdió? Fue descuidado.
Miró a su alrededor, buscó en sus bolsillos para descartar cualquier posibilidad y finalmente, respiró profundo, intentando calmar sus nervios.
Quizás lo había perdido durante su caminata matutina por el cementerio. De todas las posibilidades, esta era la más agradable, ya que sería más fácil encontrarlo.
Así, inició su búsqueda allí, en la entrada hasta que terminó agachándose y revisando incluso por debajo de las macetas.
—Ey hombrecito ¿se te perdió la cabeza? — hablaron a sus espaldas.
— ¡Martín! ¡Me eres oportuno! — se incorporó de un salto y lo tomó de los hombros —. ¿Puedo pedirte un favor? ¿Podrías cuidar la puerta por mí? No será mucho tiempo...
Martín alzó una ceja, mirándolo extrañado— ¿Quieres ir al baño?
—¡No! ¡No! Es que perdí algo, y debo ir a buscarlo antes de que la gente comience a llegar y lo...
—Disculpe — una mano se colocó sobre el hombro del portero, quien, apartando la vista de su enorme amigo, visualizó a ese joven alto de ojos negros y trato amable —. De casualidad ¿Esto le pertenece? — estiró su mano y de sus largos dedos enfundados en guante negro, dejó colgar una cadena con un crucifijo de plata que destelló entre los rayos del sol matutino.
— ¡Si! ¿Dónde estaba? — Marco suspiró aliviado, mientras el color le volvía al rostro y colocaba una de sus manos bajo las del delicado joven, cuya presencia jamás faltaba en el cementerio.
El joven, depositó el crucifijo en la temblorosa mano de Marco, y entonces señaló el ángel—Usted estaba allí ¿cierto? Debió caérsele cuando se marchó.
—Que idiota — musitó para sí mismo—. Gracias. No tienes idea del favor que me has hecho al devolvérmela.
—Es bueno haberle sido de utilidad.
— ¿Cómo supiste que era mío? —preguntó inocente, olvidando que ya había obtenido respuesta. El chico de ojos negros esbozó una leve sonrisa, divertido.
— Usted estaba frente a la tumba de Emilio. Es difícil que le pertenezca a alguien que no fuese usted.
— ¡Aja! ¡Con que eso era! —interrumpió Martín, colándose en la conversación y rodeando con su brazo el cuello de Marco. Se agachó un poco para observar mejor el crucifijo y soltando una risotada continuó:
»— ¡Joder! ¡Tú hermana te hubiese matado si llegas a perderlo! ¡Tienes suerte! ¡Ahora sí, podemos volver al trabajo muchachito! —dio un fuerte y amistoso golpe en la espalda de Marco y éste, solo asintió con la cabeza.
—Muchas gracias de nuevo, te debo una.
—No hay necesidad — la sonrisa de ese joven era cálida, discreta y extrañamente hermosa.
Sin decir nada más, dio media vuelta, volviendo a su lugar junto a Emilio.
«Es buena persona» pensó agradecido.
Se colocó el crucifijo de nuevo; mirándolo con felicidad, estrechándolo en la palma de su mano. Sintiéndolo frío y familiar.
Dio un último vistazo a aquella solitaria silueta, y se dispuso a abrir la puerta a sus dos compañeras de trabajo que acababan de llegar.
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