12| Atrapado entre la Lluvia.
― ¿Y Marco? ¿No que ibas por él? ―cuestionó Bob cuando Martin entró a la oficina. Con grandes zancadas, cruzó el pequeño cuarto, rodeado por un aura pesada y densa, muy diferente a la usual.
―No lo encontré ―mintió, tajante―. Debe andar por ahí, justo como dijiste, perdido en algún pasillo.
―¿Ah sí? Ya ni la salida que diste.
Martin, sin responder nada más, entró a la habitación contigua y sacó la misma toalla con la que se había secado antes.
Se despojó de sus pesadas botas y terminó de escurrir sus cabellos, dejando para el final sus pies. Parecía agitado y con prisa, mientras su carácter juguetón y divertido con el que se le veía por lo general, se vio sustituido por la seriedad y el mutismo.
En su rostro, todo rastro de jovialidad quedó perdido en una mueca de amargura, haciéndolo aparentar su edad de repente.
― ¿Pasó algo? ―preguntó Bob, observando a Martin en silencio, recargado justo al pie de la puerta.
La blanca luz de la habitación parpadeó un poco, revolviéndole el estómago al jardinero, quien mantenía su mirada fija en los azulejos monocromos del suelo, que parecían el tablero de un juego de ajedrez gigante.
«Cómo aborrezco estas luces» pensó mientras dibujaba una sonrisa forzada en sus labios.
Martin alzó la vista y se encogió de hombros. ― ¿Qué podría pasar?
―Por eso te lo pregunto. Te noto tenso. Lo habría ignorado si en el día te hubieras estado así. Pero hasta hace unos minutos andabas radiante de felicidad ―Bob tomó asiento junto a él.
Martin se removió en la banca de metal, la cual era bastante incómoda, ya que estaba hecha con largos tubos que se calaban en el trasero. Hizo una mueca y se acomodó como pudo entre ellos. Bob sonrió y meneó la cabeza.
―Nunca te han gustado estas bancas. Ya es hora de que dejes de ser tan tacaño y nos consigas unas mejores ―bromeó Martin, palmeando el hombro de Roberto y rodeándolo en un abrazo―. Descuida, viejo. Todo va bien. Si me puse serio fue porque, bueno, el jardín de los nobles está hecho un asco de nuevo y apenas ayer lo arreglé. Me canso de tener que decirles que dejen las travesuras a los vivos...
Bob sonrió y dio un par de palmadas en la gran espalda del jardinero, arrugando su nariz. ―¿Un exorcismo se vería demasiado exagerado?
― ¿Crees que Peter Venkman y su grupo quieran darnos una audiencia?
― ¡Imbécil! ―Bob le dio un zape en la cabeza y ambos se echaron a reír.
« ¿Piensas que me engañas, reverendo idiota?», pensó Roberto, notando cómo la expresión en el rostro de Martin se suavizaba un poco.
«No puedo hablar de esto porque ni siquiera yo sé qué está pasando. Ni entiendo qué estoy sintiendo en este momento» se lamentaba el jardinero, por su parte.
Martin le devolvió el insulto a Bob con rapidez, mientras intentaba reconocer el motivo de su angustia, la cual se había depositado en su corazón acongojando su día. ―Oye, si no te importa, hoy me iré temprano. Esperaré a que la lluvia se calme un poco y me iré.
― ¿Pasa algo?
Martin negó con un gesto lento. ― Estoy cansado, hombre. Me duele el cuerpo y hasta la cabeza.
―No hay problema entonces. Después de todo, no puedes trabajar con este clima.
―Sí. Es imposible con las cosas como están ―Sus verdes ojos se centraron en la ventana de la habitación, ahogando la tristeza que quería brillar en ellos.
«No vengas a mí... No ahora» suplicó, mientras la lámpara parpadeaba una vez más, haciéndolo sentir enfermo.
— ¿Caronte? ¿Cerberos? — exclamó Marco, con una mueca de confusión— Dices cosas muy raras, ¿Lo sabes?
—¡Solo porque nunca lo habías visto de esa forma, no significa que sea extraño! —Exclamó John, riendo por la expresión del portero—. Además, intento hacerte ver que tu trabajo es más importante de lo que crees.
Ambos, yacían protegidos por las bellas alas de ese ángel grisáceo de misericordia infinita en lo que podía parecer una escena lamentable para cualquiera que odiara estar atrapado bajo la lluvia con un extraño.
Sin embargo, esto funcionaba de forma diferente para ellos, que disfrutaban de una manera peculiar la compañía del otro.
Inmersos en un mundo de extrañezas donde los temas rebuscados y poco interesantes para una mayoría, encantaban sus corazones haciéndolos latir en una misma sintonía.
Algunos mechones de cabello se deslizaron sobre el rostro de Jonathan, y con ello, unas cuantas gotas, adheridas a los gruesos y oscuros hilos que adornaban su cabeza, brillaban entre la opacidad de ese triste día que bramaba de dolor.
Con una ligera sonrisa en sus labios, Jonathan miró hacia el frente, aprovechando el silencio que se instaló entre ellos.
El camino de mármol azul destacaba en la oscuridad de la tierra mojada a sus costados, y las gotas de agua saltaban sobre su superficie en una danza chispeante.
Habitando un silencio pausado, donde el aroma de la tierra mojada traía recuerdos melancólicos, Marco habló.
—Detesto la lluvia —susurró, abrazando sus rodillas plegadas hacia su pecho y observando la danza que Jonathan parecía disfrutar.
Este último deslizó su mirada hasta el joven portero y entonces, algo se removió con violencia en su interior, golpeando su pecho.
Aun si era mayor que él, Marco se aferraba a sus piernas como un niño a punto de desbordar en llanto. Su nariz se tornaba roja de a poco. Y la derrota y desolación dibujaban en su rostro un sentimiento que lo agredía en silencio día con día.
John abrió la boca entonces, intentando articular una palabra sin dueño; una frase que consolara y aliviara su pesar. Pero le fue imposible.
Marco temblaba, pero no era por frío. Se quebraba de apoco. Sus cimientos de venían abajo y con él, los finos cristales de sal empañaron su vista, desquebrajándose en un torrente de lágrimas silenciosas que corrían con libertad sobre un rostro pétreo, inmóvil. Justo como la faz de ese ángel de piedra que los protegía de la llovizna.
—¿Marco? —lo llamó John, preocupado.
Extendió su mano hacia él, intentando tocar su hombro, pero a pesar de la escasa distancia que los separaba, se detuvo al observar su mano enguantada. Sintiendo todo intento de consuelo, inapropiado para alguien como él. Un extraño, una sombra lúgubre de la que nada sabía el joven portero.
Con ese pensamiento, la imagen de un muchacho empapado, de mirada cansada y sonrisa forzada llegó a sus recuerdos, haciéndolo dudar. «Conozco este sentimiento...» pensó, apretando sus labios.
El portero se llevó ambas manos al rostro y negó con la cabeza. —Perdón. No prestes atención a las idioteces que digo. Esto suele pasar. Más de lo que puedes imaginar. Y hoy, solo excedí mi límite. Creí que lo lograría. Que no me afectaría.
«Pero, me equivoqué. Ahora estoy aquí, llorando frente a un desconocido como un pobre y tonto niño asustado. Y ni siquiera sé qué fregados hago aquí. Nunca debí aceptar este maldito trabajo.»
Un rayo partió el cielo, iluminando por un momento la mortecina imagen en la que ambos eran los personajes principales de una absurda tragedia disfrazada de comedia.
—Marco...— la suave voz de Jonathan llegó a él como un dulce murmullo que intentó ignorar.
Una parte del portero vagaba perdida, sin rumbo alguno en un vano anhelo que aspiraba a la eternidad de un bello recuerdo. Una inmortalidad ilusoria donde él aún era feliz y no bebía del letal veneno de una soledad impuesta que él no necesitaba.
«Allí, en la eternidad de la memoria, quiero permanecer. Un recuerdo que no conoce el dolor, la tristeza, la ira o la impotencia. Una ilusión que ríe porque fue evocada con amor y ternura. Ahí es donde quiero estar»
«Por desgracia, la memoria tarde o temprano también perece... aun si se plasma en papel. Aún sí se labra en piedra. Con el tiempo, el papel se consumirá. La piedra se desgastará y se romperá, convirtiéndose en una molécula de polvo más. Todo termina. Todo llega a su fin. Todo lo amado, todo se desvanecerá»
Entonces la voz de Jonathan volvió por él, llamándolo. Buscándolo en lo profundo de sus pensamientos y la calidez materializada en un abrigo negro que rodeó al portero.
Con mirada cariñosa, descubrió a John sonriéndole, esperando paciente a que Marco volviera de aquel mundo que tanto daño le causaba cuando en la vida solo aflicción se tenía.
La mano enguanta del joven se posó sobre su hombro por fin, presionándolo ligeramente. Mirando de reojo el blanco de su camiseta, Marco alzó la vista hacia un par de mechones de cabello que caían con gracia sobre aquel rostro bien parecido, hasta toparse con la sonrisa de John.
«Un ángel...» pensó Marco de repente, contemplando aquel par de ojos negros que le susurraban algo entre el evidente silencio. Motivado por el instinto y el momento, deslizó su mano hacia la del joven, sujetándola con firmeza.
«Es como un ángel trascendental. Casi, espiritual, de no ser porque lo tengo ante mí» pensó, convencido.
Comparándolo inevitablemente con el jardinero, quien a su ver, era un ángel terrenal; un guardián divino hecho en carne y hueso que lo protegía de sí mismo y de los demonios que torturaban su mente en los días difíciles.
Pero en Jonathan, encontraba a un ser aún más elevado.
Aun sin sentir su tacto. Sin escuchar más que su nombre siendo pronunciado por sus labios, el remolino de avispas que la lluvia alborotó dentro de él había cesado con ese simple acto. Lo que a Martin le llevaba varios minutos conseguir, a John le tomó solo un par de gestos.
—Te queda bien el negro —comentó Jonathan, ruborizado. Buscando aligerar la situación.
—¡Obvio! ¡Si a mí todo me queda bien! — bromeó Marco, tratando de armarse de ánimo. Agradecido por la consideración de aquel joven cuya mano apresaba entre sus dedos.
La ligera llovizna se transformó en una tempestad abrumadora, obligándolos a abandonar las alas del ángel y correr hacia un refugio más apropiado.
Por otra parte, la luz artificial de las oficinas, cómo era de esperarse, los abandonó gracias al vendaval que envolvía la tormenta, dejándolos a solas con la mortecina iluminación de esa funesta tarde en la que la muerte cerraba su trato con la vida.
Martin y Roberto, de pie ante el umbral, fumaban plácidamente mientras miraban a las gotas de lluvia caer como delgadas agujas heladas sobre esas tierras.
Con la oficina sumida en cenicienta aura, ambos observaron la silueta de Marco correr bajo la lluvia. Cubriéndose como podía con una gabardina negra que les pareció bastante familiar. Y detrás de él, la elegante silueta de aquel taciturno joven.
—¡Marco apareció por fin! —señaló Bob, viendo como ambos llegaban a la entrada, donde el pequeño recibidor podría protegerlos de la lluvia que aumentaba su fuerza.
Pasaron cerca de 15 minutos cuando el diluvio por fin amainó. Y con ello, las personas que aún rezaban a la pequeña Lily comenzaron a abandonar el cementerio.
Así, el desfile de caras manchadas por la tristeza, se convirtió en uno de paraguas negros, rojos, tintos y uno que otro floreado. La lluvia ahogó el llanto y el dolor que proferían los familiares y con ello, llevó a su final la ceremonia.
Bob clavó su vista sobre el tumulto de gente que resignada, volvía a casa. Formando una marcha de cuerpos temblorosos y débiles envueltos en negro y paraguas multicolor que contrastaban con sus portadores.
—Iré a cerrar la puerta del mausoleo— anunció el buen hombre, soltando un suspiro resignado. Caminó hacia Perla, la secretaria más joven, quien le tendió las llaves al instante.
—Puedo ir yo, viejo— habló Martin sin mucho ánimo, apagando el segundo cigarro en esa tempestad, apreciando aquella escena.
—No. No. Yo iré. Además, ya te ibas ¿Qué no? Toma tu chamarra y vamos juntos. Te dejo en la puerta y yo me sigo derecho.
—¿Seguro? No me cuesta nada ir y hacerlo yo.
—Ya te dije que voy yo. Apúrate, que luego dices que tu jefe es un tirano.
Martin se encogió de hombros y pronto tomó su chamarra, la cual esperaba lánguida sobre una silla.
La frialdad de su vacío envolvió su cuerpo al ponérsela. Se colgó la mochila al hombro y agradeció a Karina, quien le extendió un paraguas que él recibió gustoso. Y con un ademán divertido y exagerado, se despidió de ambas secretarias, sacándoles la última risa del día.
Así, abandonaron la oficina y ambos caminaron bajo el amparo que les ofrecía el paraguas. Sus pasos hacían crujir la tierra mojada que se encontraba a sus pies. Y jugueteando con el manojo de llaves que rodaban alrededor de su dedo índice, Bob hablaba sobre el trabajo que tendrían al día siguiente, deseando que fuese un día más benévolo en cuanto al clima.
—La tumba de los nobles ¿Qué harás con ella? Llevas años intentando adornarla con tus flores. Ya viene siendo hora de que tires la toalla, hombre.
— ¿Qué? ¡Estás loco anciano! No me rendiré. Mi meta es hacer de este cementerio el más bonito de todo el país, como mínimo. ¡No me puedes decir eso! ¡Ofendes mis propósitos!
—Sí, sí. La pared es mejor escuchando y aceptando consejos que tú, pedazo de cabezón. Se me olvida ese detalle.
—Eso explica por qué siempre te veo hablar solo. ¡Pues le das consejos a la pared! —Martin esquivó el manotazo que Bob le dio, conteniendo la risa.
Ambos se llevaban demasiado bien. Eran tantos los años juntos, que de alguna forma se convirtieron en una pequeña familia. Y su casa, por muy raro y grotesco que pareciera, era ese cementerio.
—Bien, aquí te dejo —señaló Martin, dirigiéndose hacia la puerta, donde el tumulto de personas se encaminaba para abandonar los campos santos—. Nos vemos mañana, anciano. Cuídate. Y si notas algo raro, llámame y me lanzo para acá.
Bob asintió. —Hasta mañana, si Dios quiere y nos da licencia.
Martin bufó. — ¿¡Cómo no va a querer!? Si no nos aguanta aquí, menos allá, con él —exclamó el jardinero, extendiendo su brazo libre hacia el cielo.
—¡Ya, cállate y vete, hereje! —le gritó Bob, dejando escapar una risilla chistosa.
—Ese viejillo está medio chiflado —dijo para sí mismo el jardinero, mirando su espalda regordeta alejarse a paso tambaleante.
Se volvió hacia la puerta, donde vio a Marco, despidiéndose con un gesto afable y respetuoso de la adolorida familia. Junto a él, parado de manera solemne, aquel tipo.
Un escalofrío recorrió su espina dorsal. «Mierda, debo pasar junto al rarito» pensó, incómodo, armándose de valor y de la mejor de sus sonrisas.
—Ey, ¡Marco! —lo saludó, emprendiendo carrera hacia su joven amigo.
—Martin, ¿ya te vas? —preguntó el portero, titubeando y esquivando su mirada.
Preso de una inesperada vergüenza, Marco debía evitar que el jardinero viera su rostro demacrado por el llanto que minutos atrás había liberado. Si bien, podía mostrarse ante aquel mar de extraños con una expresión natural y afable sin que nadie sospechara nada, frente a Martin, quedaba expuesto no solo su llanto, sino su dolor pausado y, sobre todo, su mentira.
Su amigo, fingiendo demencia, asintió. —Sí. No tengo nada más que hacer aquí. Por lo menos, hoy —admitió, encogiéndose de hombros.
—¡Me alegra! ¡Por fin te tomarás un descanso antes de tu hora!
—¿Quieres que te espere? ¡Hace tiempo que no vamos a casa juntos!
Marco titubeó. —Pero... tú vives al otro lado. —se notaba nervioso, evitando cuanto podía la mirada de Martin, quien luchaba por hacer contacto visual con él, buscando su rostro con insistencia.
—Oh, pero tengo planeado pasar por la panadería de Tía Meche. Así que me queda de camino, además...
—Lamento mi indiscreción —interrumpió John con suave voz—, pero el joven Marco y yo habíamos quedado en ir a cenar hoy, después de salir. Por ello me temo que no podrá acompañarlo hoy.
El portero dio un pequeño salto al escuchar sus palabras y, sin embargo, no se atrevió a negarlo.
—¿Ah sí? —Martin no ignoró a Jonathan, quien se interpuso entre ellos. Y haciéndolo a un lado, buscó con insistencia la mirada de Marco, que lo último que quería era preocupar a su amigo.
—Será para la próxima, Martin —mencionó, y ante el incómodo silencio, añadió—. Pero no tienes problema, puedes acompañarnos...
—No gracias. Vayan ustedes —interrumpió Martin.
Su voz se agravó mientras su mandíbula se tensaba. Sintiéndose ligeramente herido por la manera en que su amigo actuaba e irritado por la presencia insistente de ese extraño que no le quitaba la vista de encima.
Era una mirada tranquila y apacible. De no ser por aquella escena donde John era el único partícipe, hubiese caído ante la tentación de ser amigo de tan agradable chico.
Después de todo, esa aura de silencio y soledad parecía haberlo abandonado. Por lo menos, durante ese breve momento, donde se miraba bastante accesible y normal.
Después de charlar un poco con Marco, el jardinero decidió retomar su partida al no conseguir contacto visual de su amigo. Rindiéndose por completo.
—¡Bueno, nos vemos, hombrecito! —anunció. Alborotó sus cabellos como siempre solía hacer al despedirse de él. Y mirando a John: —Con su permiso, joven.
—¡Que tenga una magnífica noche! —le deseó John, haciendo una leve reverencia que tomó por sorpresa a Martin.
«Parece ser un tipo... en teoría, normal», pensó Martin mientras veía que detrás de él, venía un anciano a toda prisa.
«Entonces, lo que vi, ¿solo fue un acto de añoranza exagerada? Puede ser. Después de todo, si quería tanto a ese tal Emilio, creo que es normal que aún llore su ausencia...»
Cavilaba, girándose para darle un último vistazo a ese par mientras el hombre eclipsaba su visión por unos segundos.
«Pero entonces, ¿por qué? ¿Por qué siento esta presión en el pecho...»
Con ambos pies fuera del cementerio, mientras el cancel y el portón se cerraban ante él, la terrible visión de un rostro deformado por una larga y anormal sonrisa sardónica, de pie tras Marco, lo despedía con crueldad.
Las piernas le flaquearon y los ojos le ardieron.
«¡Marco!», intentó gritar, pero aquella mirada que fue incapaz de observar cuándo John, preso de la devoción, le hablaba al concreto que lo separaba de Emilio, ahora lo engullía. Lo enterraba en una horrenda desesperación que lo carcomía lentamente.
«Aléjate de él... Marco».
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