Capitulo 2: Arreglando la casa
Después de regresar a casa, Soledad soltó un suspiro de alivio al ver el patio donde solía jugar. Este lugar la había visto crecer, y ahora también vería crecer a su hija.
Después de contemplarlo por un rato, entró en la casa y comenzó a desempolvar el interior. Nadie había vivido allí por un largo tiempo, y la acumulación de polvo hacía evidente el paso de los años. Tras la limpieza superficial, desempacó sus cosas y acomodó su ropa en el gavetero color rosa que había sido de su madre. Recordó con claridad cómo su madre solía guardar la ropa recién destendida de las cabullas del patio después de un buen día soleado. Ese recuerdo le causó algo de nostalgia por su niñez, pero también le dio fuerza. Saber que su madre la apoyaba en esta nueva etapa de su vida le ofrecía un consuelo único.
Los muebles que permanecían en la casa también le trajeron recuerdos: las mesas de la cocina de madera fuerte y duradera, las sencillas sillas hechas a mano por su padre, y el fogón, ahora maltrecho por el desuso. Su madre, siempre precavida, le había enviado una vieja estufa eléctrica de dos hornillas, a sabiendas de que cocinar con el fogón sería complicado en esas condiciones.
Cuando terminó de organizar lo esencial, Soledad decidió descansar un rato. Sin embargo, sus sueños no fueron tranquilos.
—Soledad, tú eres muy guapa —dijo un hombre mientras tomaba su mano. Ella sonrió con timidez, pero también con incomodidad.
—Eres una niña muy guapa, y me gustas.
La escena cambió abruptamente, y Soledad vio al hombre frente a su casa, discutiendo con su padre. Su padre, furioso, le ordenaba que se marchara, pero el hombre, ebrio, gritaba que Soledad era su mujer y que nadie tenía derecho a llevársela lejos. Al no obtener respuesta de Soledad, quien permanecía dentro de la casa, el hombre comenzó a insultarla, llamándola perra, zorra, y acusándola de traicionarlo. La discusión escaló hasta que el hombre estuvo a punto de golpear a su padre.
El caos y los gritos resonaban en su mente como si fueran reales. Soledad vio al hombre extender su mano hacia ella, pero su cuerpo no respondía. Quería correr, gritar, pero estaba atrapada en un vórtice oscuro que la consumía.
Se despertó de golpe, sudando y con la respiración alterada. Sus palmas estaban frías, y su corazón latía con fuerza. Respiró profundamente para calmarse, pero los recuerdos amargos seguían invadiendo su mente.
Suspiró, mirando la pared. Las dudas y miedos que había tratado de reprimir regresaron con fuerza: ¿Para qué seguir en este mundo? Ese hombre me encontrará, no importa cuánto escape. Pero se obligó a respirar hondo y apretó la tela de su ropa. Todo mejorará. Y si no lo hace, aún no es momento de pensar en ello, se dijo.
Salió al patio, observando la maleza que había crecido en su ausencia. Todo le recordaba cuánto tiempo había pasado. Era impresionante cómo el tiempo podía transformar las cosas. Decidió que, una vez que consiguiera trabajo, contrataría a alguien para limpiar el lugar. Si no, compraría un machete y lo haría ella misma.
La pila necesitaba una limpieza urgente. Estaba llena de moho, larvas de zancudos y agua sucia. Tras vaciarla, abrió la llave para enjuagarla antes de restregarla con detergente y cloro.
—¡¿Qué haces allí?! —gritó Ana al verla.
Ana había llegado antes de lo esperado, trayendo algunas provisiones para los próximos días. Al ver a su amiga dentro de la pila, se llevó un susto tremendo.
—¡Estás loca, Soledad! ¿Qué pasaría si te caes? —Ana corrió hacia ella mientras dejaba las bolsas a un lado.
Soledad, algo avergonzada, salió con cuidado.
—Lo siento, no quería asustarte.
—No es solo eso. Tienes que ser más cuidadosa —dijo Ana, ayudándola a salir mientras murmuraba cosas como: "¿En qué piensas?", "Si te caes, ¿qué harás?".
Ambas se echaron a reír.
—¿Qué haces aquí? Te esperaba más tarde —preguntó Soledad.
—Traje víveres para que no mueras de hambre.
—Gracias. ¿Qué haría sin ti?
Ana agitó la mano, restándole importancia. Luego, mirando alrededor, añadió:
—Ni se te ocurra ir a cavar para reparar el fogón. Le diremos a mi papá que te ayude. Por ahora, cocina en mi casa si quieres.
—No te preocupes, mamá me dio la pequeña estufa que tenía en casa.
—Eso es bueno. Anda, ve a vestirte. Te llevaré a ver a doña Rosa.
Mientras Soledad se cambiaba, Ana se sentó un momento en el patio. Cuando su amiga regresó, Ana la miró con cariño y dijo:
—Te he extrañado mucho, Soledad. Crecimos juntas como hermanas.
—Lo sé. Eres mi mejor amiga.
Ana sonrió y añadió:
—Oye, ¿recuerdas cuando mi hermano y yo nos escapamos de casa porque mamá nos regañó por hacer una fogata?
Soledad soltó una carcajada.
—¿Cómo podría olvidarlo? Casi incendias tu casa.
—¡Oye! ¿Cómo iba a saber que juntar papel periódico y prenderlo iba a salir tan mal?
—Y luego te escondiste en mi casa con tu hermano. Nadie los podía encontrar.
—Exacto. Pero tu madre nos descubrió y te castigó a ti también por escondernos.
Ambas rieron, dejando por un momento atrás las preocupaciones actuales. Para Soledad, esos recuerdos y la compañía de Ana eran un alivio en medio de sus inquietudes.
—Gracias por todo, Ana. De verdad, no sé qué haría sin ti.
—De nada, para eso estamos. Anda, que doña Rosa no espera.
Soledad asintió, con una sonrisa más ligera en el rostro.
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