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Capitulo 1: Volver a vernos

La chica se debatió entre llamar o no a la casa frente a ella. Después de todo, había pasado mucho tiempo fuera y no sabía si la persona que buscaba seguía allí. Sus manos sudaban y su corazón se aceleraba mientras se limpiaba el sudor en su blusa. Pensaba que era mejor irse, pero después de un rato frente a la casa, logró vislumbrar a la persona que buscaba.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! —saludó Soledad con entusiasmo, aunque, tal vez eran los nervios que le daban una sensación eufórica.

—¡Eh, mira nada más, si eres tú! —respondió Ana, su voz claramente sorprendida, como si no pudiera creer que Soledad estuviera allí después de tanto tiempo. —Han pasado años desde la última vez que nos vimos. No te quedes ahí, pasa.

Soledad sonrió aliviada al escucharla. Ana seguía siendo la misma: sus ojos negros brillaban como estrellas, sus camisas demasiado grandes para su cuerpo aún le daban ese toque único, y su cabello seguía siendo recogido en una coleta algo despeinada. Aunque estaba más madura, tenía el mismo aire familiar que le había dado tanta seguridad en el pasado. Definitivamente, su buena amiga seguía siendo la misma, se le veía feliz y más mayor que la última vez que se vieron, pero considerando que la última vez que se vieron fue hace ocho años, tenía sentido.

Se sintió aliviada y algo nerviosa por verla de nuevo. En ese entonces, antes de la mudanza, solían ser muy unidas, y temía que ya no tuvieran la misma cercanía.

Ana invitó a Soledad a entrar. La casa de Ana era grande y, como todas las casas del lugar, tenía un patio amplio y muchas plantas, tanto para decoración como para consumo. Se sentaron en unos troncos que habían sido pulidos por el paso del tiempo al sentarse en ellos, estaban bajo la sombra de un palo de yuyugas, que daba una refrescante sombra. Soledad miró hacia la calle y vio que ahora los postes sí tenían lámparas. Seguramente, por la noche, se vería muy iluminado.

Soledad se sentó mientras observaba cómo Ana se movía de un lado a otro, preparándole algo de beber y llenándola de preguntas. Sonrió con impotencia al darse cuenta de que eran tantas las preguntas que no lograba responder ninguna.

—Ana, cálmate, ve más despacio. No logro captar todas las preguntas a la vez.

—Es que hace tanto que no te veía —replicó Ana con entusiasmo—. Desde que te fuiste y ahora que has vuelto, ¡cuéntame! ¿Qué has hecho todos estos años?

Soledad le devolvió una sonrisa amarga. La vida no había sido justa para ella, y sabía que explicar su historia no sería fácil. Acaso su amiga, a quien siempre consideró su hermana, la juzgaría, la llamaría una zorra, una puta sin valor por lo que hizo...

Ana, al notar la expresión de su amiga, dejó de hacer preguntas. Le pasó un vaso con jugo de naranja agria, se sentó frente a ella y preguntó con cautela:

—¿Qué pasó para que pongas esa cara?

—Ah... —Soledad suspiró profundamente, lo que tomó por sorpresa a Ana—. Verás, cuando me fui de aquí conocí a alguien y me enamoré —comenzó a contar.

Era la típica historia: conoció a un hombre varios años mayor que ella. Él la cortejó y, al poco tiempo, se enamoraron. Pero con el tiempo, él empezó a insistir en tener relaciones. Ella no quería, pero terminó cediendo. La experiencia distó mucho de ser como en los libros; fue dolorosa, incómoda, incluso aterradora. Él no mostró paciencia ni consideración. Soledad, sin embargo, se convenció de que aquello era amor. Cada vez que el dolor la hacía querer gritar, cerraba los ojos con fuerza y repetía en su mente: "Él me ama, y yo lo amo. Esto es lo que hacen las parejas que se aman."

Con el tiempo, las relaciones continuaron, y eventualmente quedó embarazada. Estaba feliz: ese bebé era la prueba de su amor, pensaba. Fue entonces cuando decidió ir a su casa para contarle la noticia, pero quien abrió la puerta no fue él, sino una mujer mayor, de la misma edad que el hombre. Aun así, pensó ilusamente que podría ser su hermana, así que preguntó por él. La respuesta de la mujer la sorprendió, aun cuando un pequeño eco en su mente le decía que ese sería el caso.

—¿Qué necesitas de mi esposo? —le dijo la mujer al escucharla preguntar por él.

Soledad no respondió, no podía. Estaba helada. Todo tenía que ser una... aún así, simplemente sonrió, dio media vuelta y se fue, bloqueando cualquier posibilidad de contacto. Pero él siguió buscándola, y al final no tuvo más remedio que volver a casa de sus padres.

Aunque sus padres no dijeron mucho, ambos reaccionaron con profunda tristeza. Su madre, María, lloró desconsolada, mientras su padre, Ricardo, salió a fumar en silencio. A la mañana siguiente, su madre la llevó al médico para un chequeo del embarazo. El médico confirmó que tenía dos semanas de gestación.

La familia decidió enviarla al pueblo donde ella había nacido, un lugar más tranquilo donde podrían protegerla de él. Allí, en una casa modesta, Soledad intentó comenzar de nuevo.

—No sé qué decirte... —murmuró Ana, impactada por la historia. Su amiga había dejado de comunicarse con ella hace algún tiempo, y pensó que era extraño, pero a lo mejor estaba ocupada—. ¿Has pensado en qué harás ahora? —estaba preocupada por su amiga.

—Por el momento, necesito encontrar un trabajo. Sé que será difícil, porque no todos quieren contratar a una mujer embarazada, pero debo intentarlo.

Ana se rascó la mejilla, pensando.

—¡Ya sé! —exclamó de repente—. ¿Recuerdas a doña Rosa, la que vive a dos cuadras de tu casa? Ella necesita ayuda con su nieta. La niña tiene cinco años, y doña Rosa se hace cargo porque su hija, Sofía, murió durante el parto.

—¿Sofía murió? —preguntó Soledad, sorprendida.

—Sí. Como hace tanto que no estás aquí, no lo sabías. Sofía se casó con Marcos y quedó embarazada. Él se fue a buscar trabajo a otra ciudad, y aunque manda dinero, ella tuvo complicaciones durante el parto y falleció. Solo quedó la pequeña Elizabeth.

—Vaya, hay cosas que uno no puede controlar.

—Lo sé. Doña Rosa no paga mucho, además tendrás que hacer todo el quehacer y cuidar de la niña, que no es nada tranquila. Por eso mucha gente no quiere trabajar con ella. Pero si te interesa, puedo llevarte esta noche para que hables con ella. Eso sí, tendrás que decirle que estás embarazada.

—Eso sería perfecto. Gracias, Ana.

—Ni lo menciones —respondió Ana, agitando la mano—. Pasaré por tu casa en la noche y vamos juntas.

—De acuerdo.

Charlaron un poco más antes de que Soledad regresara a casa, cargando un poco de esperanza sobre su futuro incierto.

Mientras regresaba a casa, un mensaje llegó a su teléfono. Al ver el nombre en la pantalla, su corazón se detuvo: Arturo no había dejado de buscarla. Lo sabía, aun cuando había cambiado su número ya tres veces. Él siempre lograba encontrar la manera de llamarla. Mientras sus dedos temblaban sobre la pantalla, Soledad dudó por un instante. No contestar era fácil, pero bloquearlo significaba aceptar que él siempre encontraría el modo. Con un suspiro profundo, hizo lo que debía: borrar ese número de su vida, otra vez.

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