PREFACIO
Con catorce años, en el instituto, era una chica bastante tímida, con un físico poco agraciado y que siempre intentaba pasar desapercibida.
Sólo tenía una amiga de verdad, Olga, de las que te ayudan cuando te caes, aunque sea después de reírse contigo. Pero que siempre estaba ahí cuando la necesitaba. Así éramos, inseparables. A veces le pasaba los deberes de clase para que los copiara en la hora del patio y hacíamos los trabajos juntas, cuando los profesores nos dejaban.
Nuestro sueño, en aquella época, era poder estar siempre juntas.
En septiembre de aquel año, fuimos juntas al instituto el primer día. Había transcurrido todo el verano y no nos habíamos podido reunir todas las veces que nos hubiera gustado...
Ella se había ido de de vacaciones con sus abuelos en julio y yo me marché en agosto con mis padres. Entre la última semana de julio y la primera de agosto nos vimos cinco veces. Pero aquellos días ambas teníamos muchas cosas que contarnos.
Al encontrarnos en la puerta de mi casa, empezamos a gritar, saltar y abrazarnos.
Las personas que pasaban nos observaban como si estuviéramos un poco locas. Pero siendo sinceras, lo estábamos.
Éramos emoción en estado puro.
—¡Cuéntame! ¡¿Dónde has ido este verano, Andrea?! — me preguntaba Olga sin dejar de abrazarme y reír.
—¡Hemos ido a la playa! No sé dónde —comenté riendo con ella— pero a una playa espectacular.
¡Mira qué morena estoy! , ¡Tú también has ido ¿verdad?! — exclamé al ver su piel tostada por el sol, con sus mejillas rosadas, ya que siempre se las quemaba.
—¡Sí! —explotó ella, saltando a mi alrededor, mostrándome sus brazos.
Nos reíamos sin parar, comparábamos nuestro bronceado y ya hacíamos planes para ese fin se semana.
Me encantaba el primer día de clase porque siempre había novedades: compañeros nuevos, parejas que se habían formado durante el verano. Me encantaba estrenar las libretas nuevas, los libros y los bolígrafos. En la primera página de cada libreta podía verse una letra preciosa que, conforme transcurría el curso, iba estropeándose cada vez más hasta resultar ilegible.
Ese primer día de instituto cambió mi vida...
Siempre nos reuníamos en las escaleras del instituto, nos quedábamos hablando con nuestras amigas: Sheila, Vivian y Patri.
Ese año había muchos rumores sobre un chico nuevo, al parecer, era amigo de otro alumno del siguiente curso.
—Fuentes fiables me han dicho que está muy bueno —comentó Sheila, entrando en su tema predilecto
—Pero, ¿Alguien lo ha visto ya? —preguntó Olga, ya con curiosidad, pues habíamos oído cuchicheos en la entrada, de boca de otras chicas de clase.
—Dicen que es amigo de Carlos, el de cuarto A —comentó Vivian, que hasta ese momento no había dicho nada.
—¡El rubio que te gustaba el año pasado! —exclamó Sheila señalando a Olga al mismo tiempo.
—¡Calla que te oirá alguien! —exclamó mi amiga, al tiempo que le propinaba un empujón a Sheila, que reía sin poder detenerse.
Yo era la más callada, siempre estaba escuchando. Con la que más me desmelenaba era con Olga. Sheila era la que se enteraba siempre de todos los cotilleos del instituto: Sabía quién salía con quién y a quién le gustaba cada chico y chica de nuestra clase.
A mí, en aquellos momentos no me había nadie que me interesara en particular.
Nosotras estábamos en tercero y los compañeros de cuarto debían pasar por delante nuestro para subir al piso superior, donde estaban sus clases.
De pronto, Patri exclamó llamando la atención de todas nosotras.
—¡Ahí viene, ahí viene el nuevo! —exclamó zarandeando a la que estaba a su lado, es decir yo.
Todas nos giramos hacia las escaleras y vimos cómo subía. Al verlo se me paró el corazón, me quedé con la boca abierta y mirándolo fijamente. Vivian me dio un codazo en las costillas para que disimulara y ni siquiera me di cuenta.
Tenía la mirada azul de niño perdido. Pelo castaño claro, largo hasta los hombros, andares desgarbados. Iba hablando con Carlos, sonreía y me miró a los ojos.
Nuestras miradas se cruzaron por un instante y pasó por mi lado.
—¡Andrea! ¡Despierta que entramos en clase! —gritó Olga, al ver que no reaccionaba.
No recuerdo lo que hicimos aquel día, pero cuando las clases acabaron y salimos al patio, yo aún no me había repuesto.
Olga me pidió que la acompañara al baño y fui tras ella. Ya dentro me asedió a preguntas:
—¿Qué te ha pasado esta mañana? te has quedado pasmada.
¿Te ha parecido guapo? —y sin esperar respuesta continuó —Yo creo que no está mal, pero tampoco es para tanto. Tú te has quedado mirando con la boca abierta.
—No sé, Olga, ha sido una pasada, lo he visto y se me ha parado el corazón —confesé a mi amiga, tratando de asimilar aquellas sensaciones que me habían recorrido por dentro y que nunca antes había experimentado.
—¡Un flechazo! —exclamó —Andrea, vamos a ver si lo vemos en el patio —dijo Olga intentando arrastrarme fuera del baño, para que la siguiera.
—Va a cuarto, creo que pueden salir a la calle. No los vamos a poder ver —dije para que se calmara, ya que necesitaba acabar de comprender lo que me había ocurrido esa mañana.
—Entonces vamos a la entrada del insti, a ver si los encontramos donde se pone Carlos siempre que sale de clase —insistió ella, sin dejar opción a negarme,
—¡De acuerdo, Olga! Pero no se lo digas a las demás, se burlarán de mi —confesé con miedo.
Fuimos esa mañana y prácticamente todos los días de aquel año a ver si los veíamos en la hora del descanso.
Además, después de las clases nos quedábamos en la puerta, cerca del lugar en el que se reunían Carlos y su grupo de amigos. Él siempre estaba con ellos.
Averiguamos su nombre, José. Yo sólo tenía ojos para él y observé que también me miraba;
Aunque no me decía nada.
Me levantaba cada día y salía de casa muy temprano para verlo antes de que empezasen las clases, a mediodía llegaba tarde a comer para verlo otra vez. Alguna de aquellas veces creí que se acercaría y me diría algo, en cambio, siempre se quedaba mirándome sin hacer nada. Cuando pasaba cerca de mí o se dirigía hacia donde yo estaba, mi corazón se detenía y perdía la capacidad de hablar. Pero nunca me atreví a dar el primer paso.
Acabó el primer trimestre y vinieron las vacaciones de Navidad. Como no íbamos al instituto, no podía verlo y se me hicieron eternas.
Por suerte tenía a Olga, ella siempre encontraba las palabras adecuadas para que me sintiera mejor.
Aprovechando que ya nos dejaban ir al cine solas, los días de vacaciones pasamos muchas tardes juntas. Ella pensaba en Carlos, que tampoco le hacía caso. Yo solo podía pensar en José.
Íbamos al centro comercial únicamente para ver si por casualidad podíamos encontrarlos.
Pero la Navidad pasó y no coincidimos en ninguna ocasión.
El segundo trimestre ya se notaba a leguas que me gustaba, que estaba coladita por él. Por las tardes, Olga y yo quedábamos en su casa o en la mía para hacer los deberes juntas. Luego escuchábamos música y hablábamos de ellos. Empezamos a arreglarnos un poquito más de lo que era habitual en nosotras. Vivian, Patri y Sheila ya se habían dado cuenta de lo que nos estaba sucediendo. Nos animaban a arreglarnos el pelo, maquillarnos...
Pero Sheila empezó a salir con un chico de otro instituto, que vivía cerca de su casa. Patri y Vivian se enamoraron y empezaron a salir juntas. Por tanto, sólo Olga y yo estábamos sin pareja y eso provocó que nos distanciáramos un poco de ellas.
Llegó el tercer trimestre y el miedo, ya que después de acabar cuarto se marcharían, tanto José como Carlos, a un instituto superior donde harían Bachillerato.
Pasaríamos mínimo un año sin verlos.
Si teníamos suerte irían a un centro cercano, pero si no... Existía la posibilidad de que no volviéramos a verlos nunca más.
—No puedo imaginarme todo un año sin verlo, Olga ¡me moriré! —me lamentaba a diario.
—¡Necesitamos un plan para que se fijen en nosotras! —exclamaba entonces ella, enzarzándonos en la elaboración de planes descabellados.
Hablábamos horas y horas de lo que podíamos hacer, pero luego no nos atrevíamos a llevar a cabo ninguno de los planes que hacíamos. Los días y las semanas pasaban muy rápido, se acercaba el final de curso y las vacaciones, no podríamos verlos en mucho tiempo, Demasiado. Sheila nos decía a menudo que nos olvidaríamos de ellos. Aseguraba que encontraríamos a algún otro chico que nos gustase el año siguiente.
—Olga, Andrea, os enamoraréis en verano. Seguro que estas vacaciones que ya tenéis los quince años empezaréis a salir con otros chicos —Nos decía convencida, para tratar de animarnos a las dos.
—Pero tú sales con ese chico vecino tuyo, y este verano no os veréis, ¿No estás preocupada? —pregunté uno de aquellos días, en los que me sentía muy asustada por lo que se avecinaba.
—Ni hablar, seguro que lo dejamos antes del verano. Es un engreído y ya me estoy cansando de que siempre tengamos que ir con sus amigos —confesó abrazándose a nosotras—. Os echo de menos, chicas.
—Patri, Vivian. ¿ Vosotras cómo lo lleváis? —preguntó Olga, mostrando preocupación por todos.
Ellas se rieron y nos explicaron que sus padres veraneaban en el mismo cámping todos los años. No tenían ese problema, pasarían todo el verano juntas.
Pero, Olga y yo estábamos muy enamoradas de aquellos chicos, Carlos y José. Nuestros sentimientos eran tan intensos que resultaban difíciles de controlar para dos chicas de quince años.
Llegó el temido fin de curso y aún recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi, mientras salía del instituto. Se me quedó grabada su cara, su forma de andar y su pelo, y sobre todo sus ojos azules de soñador.
Yo marché cabizbaja hacia mi casa, al lado de Olga que también estaba triste. Las dos teníamos el corazón partido, de la alegría del primer día a la desesperación de aquél último, había pasado un año repleto de sensaciones nuevas para mí, que me habían llevado al cielo cuando me miraba, y al infierno cuando se había ido. Las palabras de las demás, diciendo que nos volveríamos a enamorar de otro chico ese verano o el año siguiente en el instituto, resonaban en mi cabeza, pero en aquellos momentos me parecieron una quimera.
Recuerdo aquel verano como el más triste de mi vida, fui con mis padres a una urbanización, donde habían alquilado una casita. Me pasé los días entre mi habitación y la piscina. Sola, intentando llenar el vacío de mi vida. Recordando aquellos ojos azules que me habían hipnotizado por completo, y que ya no iba a poder volver a ver en mucho tiempo.
Hablaba con Olga todos los días por teléfono, le contaba lo que había hecho y después, en voz baja, para que no nos escucharan, le explicaba planes inventados para poder volver a ver a José.
Olga me escuchaba y, al menos, no se reía de mi. Ella lo estaba pasando mal también, pero en el cámping donde había ido con sus abuelos, tenía amigas y amigos que organizaban salidas y que le hacían olvidar poco a poco a Carlos. Más tarde se enamoró de un chico de allí y se fue olvidando de él.
Para mí, en cambio, fue más difícil, no podía sacármelo de la cabeza. Por las noches miraba el móvil, donde tenía algunas fotos, tomadas de forma casual, en las cuáles salía en segundo término. Siempre estaba pensando en él. Me preguntaba dónde estaría y si él también pensaba en mí. Durante ese año, habíamos compartido miradas y nada más, ni siquiera habíamos mantenido una conversación. Aunque podría reconocer su voz en cualquier lugar.
A veces, el dolor de haberlo perdido sin siquiera tener un beso para el recuerdo, desbordaba mi corazón y las lágrimas escapaban de mis ojos, tumbada en la cama con su foto a mi lado. Tenía razón Olga, lo mío había sido un flechazo. ¿Cómo superarlo? Ni idea, sólo contaba con quince años, todavía no estaba preparada para eso.
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