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7- Creando un hogar.

Cuando vimos el pequeño prado nos pareció un paraíso escondido sólo para nosotros. Después de comprobar que no había nadie por allí decidimos quedarnos.
El pequeño riachuelo con aguas cristalinas, la casita pequeñita, todo parecía hecho a nuestra medida. El acceso era únicamente el camino que habíamos recorrido el día anterior, por tanto, estaríamos más seguros, ya que quedaba muy oculto entre la maleza.
Lo primero a lo que nos enfrentamos fue a abrir la puerta sin romperla para entrar al interior.
Estuvimos dando vueltas al tema, dudábamos si romper una ventana o intentar forzar la cerradura de la puerta... Pero se me ocurrió que quizás hubiera una llave de emergencia escondida en algún macetero o debajo de la alfombra.
Buscamos por todos los sitios donde se nos ocurrió, hasta que al fin Iván las encontró dentro de una regadera.
Abrimos la puerta y, antes de dejarme pasar, Iván me cogió en brazos entrando por la puerta como si fuera nuestra luna de miel y estrenáramos casa. Era tan emocionante todo... Sería nuestro hogar, el pequeño nido donde criar a nuestros hijos.
Aquel día fue una locura, primero inspeccionando el interior de la casa. Después los exteriores y los alrededores.
En el proceso, estábamos emocionados por todo lo que íbamos encontrando, un generador de electricidad de placas solares, un congelador en el sótano lleno de comida, botellas de vino y algunos embutidos colgados. Encontramos botellas de aceite de oliva, también conservas.
En la planta baja había una cocina con nevera y placa de inducción. Un comedor grande con un reproductor de CD's. Una televisión, una estufa de leña, sofá y mesa con sillas.
La casita tenía dos habitaciones.
Fuera encontramos un establo vacío y un pequeño corral donde había una gallina esmirriada.
Sacamos de la furgoneta todas nuestras cosas, que no eran muchas, y las fuimos guardando. A Sergio le montamos su cunita en la habitación doble, era pequeño para dormir solo.
Ese primer día por fin comimos caliente tras salir de la ciudad. Incluso abrimos una botella de vino para celebrar que por fin teníamos un hogar. No bebí casi nada, porque tenía que cuidarme debido al embarazo.
A Sergio ya no le detectamos más fiebre, fuera lo que fuese lo que había provocado esa fiebre ya había desaparecido.
El gato pasó todo el día investigando la casa y los alrededores, marcando su territorio, se le veía feliz también a él.
Por la noche, el bebé se quedó dormido después de un baño, nosotros también nos duchamos por fin después de varios días, relajados y tranquilos tras el estrés de los últimos acontecimientos, nos sentamos en el sofá, nos abrazamos y nos besamos en los labios. Hacía tanto que no lo hacíamos que se incendió mi interior.
Le acaricié la nuca con una mano mientras con la otra le rodeaba la cintura y lo atraía hacia mi.
Él me acariciaba la espalda y luego los pechos que,
con el embarazo, se habían hinchado y estaban muy sensibles. Me besó de nuevo y entreabrí la boca para profundizar el beso. Íbamos muy rápido los dos, pasó a besarme el cuello y a bajar por el escote de la blusa que llevaba.
Iba desabrochando los botones al tiempo que me besaba cada vez más abajo, los pechos el ombligo, provocándome deliciosos escalofríos al deslizar su lengua sobre mi piel, nuestra respiración se aceleró, me desabrochó los pantalones y bajó aún más abajo.
Yo le quité la camiseta que llevaba puesta y le acariciaba la espalda los hombros y su pecho musculoso, su piel se notaba suave y caliente. Le desabroché el pantalón y ambos nos los quitamos quedando en ropa interior.
No dejábamos de besarnos ni un instante, le desnudé y también me quite toda la ropa que llevaba puesta todavía. Necesitaba sentir su piel contra la mía. Conocía cada centímetro de su cuerpo y lo recorrí con mi boca. Iván se estremecía ante el contacto húmedo de mi lengua. Desnudos en el sofá nos tumbamos y entró en mi interior. Me llenó y me sentí completa otra vez. Sus movimientos eran lentos y suaves por miedo a hacer daño al bebé, pero yo necesitaba más.

—No tengas miedo, al bebé no le pasará nada —susurré en su oído con la respiración entrecortada.

—¿Estás segura? No quiero hacerle daño —gimió, intentando contenerse.

—Tranquilo, Iván, no le vas a hacer daño, te lo prometo —aseguré entre jadeos.

Tras mis palabras profundizó en mi interior y me llevó al ritmo frenético, que ambos necesitábamos para llegar al orgasmo juntos.
Esa noche dormimos relajados por fin tras los largos días de frenética preparación y el estresante viaje.
Me desperté tarde y vi a Iván dándole el desayuno a Sergio. Después vino a la cama y, tras besarme, me hizo levantar para que desayunara.

—Hoy tenemos que organizarnos y empezar a trabajar con lo que tenemos para conseguir una cierta autosuficiencia —comentó mientras desayunábamos juntos.

—Hay que buscar y vallar una zona para el huerto. Y estudiaremos qué es lo que se puede plantar ahora —dije, pensando ya en el futuro—.¿Tendremos suficiente leña para el invierno, Iván?

—No tengo ni idea, pero por si acaso traeremos más troncos de los alrededores —decidió.

—¿Qué hago con la gallina? Está en los huesos, no sé cuánto lleva aquí sola y casi sin comer —pregunté, con un poco de aprensión, ya que nunca había matado a un animal.

—Si te parece bien la dejamos de momento y le vamos poniendo de comer, cuando engorde un poco veremos —sugirió Iván mientras se levantaba para ponerse en marcha.

Los dos pusimos manos a la obra. Yo me aseguré a Sergio en la mochila portabebés, para no dejarlo solo, y me ocupé de las tareas más suaves como estudiar lo que podíamos sembrar, organizar la comida que teníamos, inspeccionar los armarios por si podíamos aprovechar alguna cosa y ocuparme del niño. Mientras Iván traía leña de los alrededores, hacía una valla para la zona del huerto y los trabajos más pesados: limpiar a fondo para quitar todo el polvo acumulado.
Casi no nos vimos durante el día, sólo estuvimos juntos para comer.

—He encontrado una escopeta de cazador en el armario de la habitación, ¿Tú sabes utilizarla, Iván? —inquirí.

—Nunca he disparado, tendremos que intentarlo y practicar —comentó, fijándose en mi reacción a sus palabras.

—No hay mucha munición, pero supongo que podríamos utilizarla sólo para defendernos —dije con voz temblorosa-. Aquí me siento segura, pero de la misma manera que nosotros hemos encontrado este lugar, alguien más puede hacerlo — reflexione en voz alta.

—Me parece bien, yo no sé cazar, así que ya idearemos la manera de conseguir comida —y añadió—
Yo he descubierto una vaca en un prado cercano, justo por el otro lado del río. Si podemos traerla a este lado y aprendemos a ordeñarla quizás obtengamos leche —comentó con una sonrisa en los labios, orgulloso de su hallazgo.

—¿¡En serio!? eso sería genial. Aunque me temo que si no tienen un ternero, no dan leche. Eso será un problema. Pero ya lo solucionaremos.

Después de comer y recoger toda la cocina, me tumbé a dormir con Sergio en la cama y por primera vez desde que empezó la pandemia un asomo de esperanza crecía en mi corazón. Tumbada en aquella habitación pensé en Olga, sentía el contacto de su hijo, pegado a mí en busca de calor y me dolía el corazón al pensar que ella nunca podría verlo gatear ni correr. Las lágrimas corrían libres por mis mejillas y me dormí pensando en ella.

Establecimos una rutina diaria: nos levantábamos temprano y, mientras Iván echaba un rápido vistazo por los alrededores para comprobar que estábamos solos, yo preparaba el desayuno. Luego desayunábamos juntos y él se marchaba a buscar leña, yo recogía el interior de la casa y me encargaba de dar de comer a la gallina y luego de cuidar el huerto. También me ocupaba de atender a Sergio.
Había sembrado judías verdes, tomates y pimientos, también calabacines y corté varias patatas a trozos y las sembré también.
Regaba el huerto cada día, gracias a que todavía había agua corriente, pero ya teníamos una solución si acaso dejase de funcionar el servicio. Sólo necesitábamos materiales para llevar desde el río una tubería hasta la entrada de agua en la casa. No tendríamos mucho caudal pero tendríamos agua corriente.
Después me encargaba de la comida, procurando utilizar lo que teníamos de manera racional.
Hasta que el huerto no diera frutos teníamos que comer de lo que habíamos traído.
Calculamos que para finales de año nacería el bebé y todavía no teníamos ni idea de lo que pasaría después.
Todo giraba entorno al parto, ¿iría bien? ¿Nacería sana la criatura? ¿Moriríamos alguno de los dos?
Mi miedo era dejar a los dos niños solos con Iván y morirme.
Pero una y otra vez me repetía que todo iba a salir bien.
Cada vez estaba más gorda, más pesada y torpe.
Llegó la primera cosecha del huerto en julio y disfrutamos comiendo ensaladas de tomate y productos frescos de nuevo. El trabajo se duplicó, ahora había que conservar los excedentes para el invierno. Hicimos conservas y congelamos algunas cosas.
Un día, Iván se levantó más pensativo que de costumbre.

—¿Qué pasa Iván?.
¿Te preocupa algo? —pregunté, acariciando su espalda.

—Sí —respondió— llevo días que le doy vueltas a un asunto, creo que debería salir y buscar más comida, quizás intentar encontrar una granja cercana para conseguir más gallinas, y heno para la vaca, si decide entrar al establo. Creo que ya tenemos suficiente leña para el invierno.

—Me da miedo que te vayas solo. ¿Y si te pasa algo? —hablé, expresando el miedo a quedarme sola.

—Es lo que más me preocupa, Andrea, dejarte sola así —explicó, tomando mi mano y besando la palma— Sergio tiene seis meses y dentro de tres tendremos otra criatura —analizó—. Pero intentaré ser muy precavido. Iré con mucho cuidado y te prometo que volveré —Me miró a los ojos al decirme aquellas palabras y después continuó explicando—. Me llevaré la furgoneta por si puedo conseguir lo que busco.

Discutimos varias noches sobre el asunto, pero finalmente me hizo comprender que necesitábamos más gallinas y heno para la vaca, cosas que sólo arriesgándonos podíamos conseguir.

Era finales de agosto cuando se fue. Al verlo marchar un nudo de miedo me atenazó el corazón y murmuré en voz baja.

—Por favor vuelve, no me vayas a dejar sola. Te necesito.

Aquella primera excursión de Iván fue la más angustiosa para mí. Me pasé todo el día preocupada, la espera se me hizo eterna. Cuando llegó ya era casi de noche, estaba cansado pero contento, pues había encontrado una granja habitada que estaba dispuesta a intercambiar productos. Ya desde un principio nos dieron dos gallinas a cambio de tomates y pimientos. Fue el comienzo de una relación de intercambio.
Estábamos tejiendo de nuevo el entramado de la sociedad.
A esa primera incursión siguieron otras hasta que el tiempo y mi estado ya no lo hacían recomendable.
Llegaba el invierno a pasos agigantados. Las temperaturas empezaron a ser cada vez más frías y ya no apetecía salir a la calle. Pasábamos las tardes en casa, sentados en el sofá. Iván me hacía masajes en los pies, que ya empezaban a hincharse, mientras conversábamos sobre los avances de Sergio, los inconvenientes del día o alguna anécdota divertida.

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