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6-El viaje.

Durante los primeros kilómetros pasamos por zonas donde todavía quedaba gente. En esos primeros contactos con otras personas, nos dimos cuenta de lo aislados que habíamos estado, la sociedad tal y como la conocíamos, ya no existía. Nuestro bebé, Sergio, a pesar de lo chiquitín que era se estaba portando muy bien, comía, dormía y sólo lloraba cuando tenía hambre. Al partir de Barcelona Intentamos encontrar una señal de radio en la furgoneta, queríamos escuchar noticias de la situación actual de la pandemia, pero nos resultó imposible. Circulábamos a una velocidad constante y no quisimos parar en ningún pueblo por miedo a que nos robasen o nos hiciesen daño. Así que después de tres horas de viaje, cansados, nos detuvimos en un camino lateral de una zona boscosa. Al salir de la furgoneta el olor de los pinos nos invadió, también el de algunas plantas aromáticas, creando la falsa sensación de que hasta aquél rincón no podía haber llegado el maldito VT5. La vegetación y los animales habían proliferado en toda la zona.
Nos dispusimos a reponer energías antes de seguir camino y encontramos una zona con sombra, nos acomodamos en el suelo. Llevaba al niño en la mochila portabebés y se había quedado dormido después de tomar su biberón. Nosotros comimos un poco de embutido. Todavía teníamos algún fuet. El gato, descubría los nuevos olores y estaba desconcertado, pero nos seguía a todas partes.

—¿Hasta dónde llegaremos hoy? Este sitio es precioso, Iván, hacía muchísimo tiempo que no salíamos de la ciudad —comenté mientras deslizaba la palma de mi mano por la hierba, sintiendo el frescor y el aroma de las plantas que nos rodeaban.

—Habría que hacer, por lo menos, unas seis horas de viaje cada día. Vamos muy despacio y me parece que tardaremos dos días en llegar a cantabria —calculó de cabeza Iván, recostado en el tronco de un árbol. Y añadió—. A partir de allí habrá que ir todavía con más cuidado, para encontrar el lugar adecuado donde instalarnos.

De pronto oímos unos ruidos de pasos atropellados, cercanos, y una voz que cantaba una melodía triste que ninguno de los dos conocía. Nos miramos a los ojos sin saber qué hacer.

—Escóndete con el niño, Andrea, procura no hacer ruido, yo me quedo y procuraré deshacerme de esa persona enseguida —decidió Iván mientras me ayudaba a ponerme en pie y me empujaba hacia la espesura.

Rápidamente me oculté detrás de unos matorrales, en una zona más frondosa. Desde mi posición no podía ver lo que ocurría pero lo oía todo, me dio la impresión de que aquella persona no estaba del todo cuerda. Iván intentó empezar una conversación coherente con ella, pero le respondía de manera inconexa. Aquél pobre hombre era esclavo de su locura: canturreaba con voz monótona frases sin sentido, entre las que repetía que todos se habían ido pero él se quedaba a enterrar muertos.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en aquél pobre hombre que andaba solo, que había perdido la cabeza y se encontraba inmerso en un mundo de fantasía y horror. Por lo que se le había podido entender se deducía que era un sobreviviente, de un grupo de gente más o menos numeroso, que había ido muriendo.
Y él, los había enterrado a todos. Debía ser de los pocos que eran inmunes al VT5.

Iván no pudo hablar con él de forma racional, pues el hombre, que parecía tener unos 50 años , no era capaz de mantener una conversación normal. De todas formas, Iván le dió un poco de fuet para que comiese y el hombre desapareció por el camino por el que había venido.

—Puedes salir, Andrea, ya se ha ido. Vamos a recoger las cosas, ya he cogido al gato, subamos a la furgoneta y salgamos de aquí cuanto antes —apremió, deseoso de dejar atrás aquel encuentro tan extraño y perturbador. Un encuentro que nos recordó lo frágiles que somos las personas y lo difícil que es a veces superar el horror, para continuar viviendo, cuando todo lo que conoces se desmorona a tu alrededor.

La carretera por la que circulábamos era una via secundaria que cruzaba por el centro de algunos pueblos, pero que la mayoría de las veces los rodeaba, y necesitabas tomar un desvío para poder entrar en ellos. Siempre procurábamos evitar pasar por el interior de los pueblos, aunque cuando no era posible evitarlo, lo hacíamos sin aminorar la velocidad. Nos daba miedo la gente, primero por el contagio de VT5 y luego por lo que la gente desesperada pudiera hacernos.

En una ocasión estábamos circulando por el interior de un pueblo de tamaño medio, las calles estaban desiertas, no se observaba ningún movimiento, pasamos por delante de una gasolinera y decidimos probar suerte para repostar. Lo cierto es que no teníamos muchas esperanzas de poder conseguir combustible, pero al bajar de la furgoneta y acercarnos al surtidor nos quedamos sorprendidos, ¡Había gasóil! Miramos a nuestro alrededor y, tras asegurarnos de que no había nadie en la zona, llenamos el depósito de la furgoneta y de paso también el de Linda. Encontramos un bidón y lo utilizamos para llevarnos más combustible. Aquello sí que había sido un golpe de suerte. Lo más sorprendente era que en aquel pueblo, en el que fácilmente hubiesen vivido unas cinco mil personas, no hubiese sobrevivido nadie. Quizás se habían marchado del pueblo todos, o tal vez se habían reunido en algún lugar todos los que sobrevivieron.
De todas maneras no nos paramos a comprobarlo, aunque antes de continuar el viaje,caí en la tentación de entrar en la tienda y llevarme alguna bolsa de patatas fritas. Después, con Iván a mi lado, recogimos de la tienda todo lo que resultaba comestible o útil de algún modo. Había CD's de música variada y aunque fuese algo supérfluo decidí llevarme uno de canciones infantiles.

Seguimos nuestro camino. Paramos a dormir sobre las nueve. Escogimos un lugar apartado, en un camino de tierra que quedaba oculto desde la carretera. Antes de que cayera la noche, montamos la tienda de campaña y dormimos en los sacos. Me acosté con Sergio en mis brazos. Estaba preocupada pues desde hacía una hora había empezado a llorar y no conseguía callarlo. Le habíamos cambiado el pañal, dado un biberón, acunado, cantado... pero no había funcionado nada. Le dije a Iván que me trajera el termómetro para tomarle la temperatura. Se lo puse y descubrimos que tenía fiebre. Era un verdadero problema, pues no disponíamos de ningún pediatra al que preguntar, teníamos antipiréticos infantiles y leímos los prospectos con tal de averiguar la dosis que debíamos darle. Estaba muy preocupada por no saber lo que tenía el bebé. Le dimos la dosis para su edad y peso y poco a poco le bajó la fiebre y se calmó, pero esa noche no pude dormir nada.
Al amanecer, Sergio volvía a tener fiebre y la sombra del VT5 planeaba en nuestros pensamientos, llenando de miedo nuestro corazón.
Con el embarazo estaba especialmente sensible y no pude evitar que de mis ojos escapasen lágrimas de preocupación.

A mediodía ya habíamos llegado a cantabria y bajamos la velocidad de conducción. Ambos íbamos pendientes de cualquier lugar que pudiera ser apto para vivir con niños y poder instalarnos. Sergio continuaba con un poco de fiebre y le dábamos la medicación tal como indicaban las instrucciones. Comía muy poco, pero deducimos que era porque le dolía la garganta, pobrecillo.

Iván parecía muy cansado, le sugerí que me dejara conducir pero no quiso, así que estuve pendiente del niño todo el camino. Cuando ya nos íbamos a detener para comer algo, de pronto, vimos a lo lejos en la carretera un tronco de árbol cruzado en medio de la calzada.

—Esto no me gusta, Andrea, mira ese árbol, no parece que se haya caído accidentalmente. Voy a dar la vuelta y a meterme por la otra carretera —Decidió de improviso.

—Si, a mí también me parece sospechoso —corroboré—. Mira, justo aquí hay un desvío a la derecha lo podemos tomar y así no tendremos que pararnos —comenté señalando la carretera.

—Pero podría ser una trampa para atrapar a los que circulen por aquí. Voy a dar la vuelta ¡agárrate! —exclamó, asustándome.

En el desvío hizo una maniobra para tomarlo, pero en el último momento, en vez de hacerlo, dió marcha atrás y aceleró. Desde la furgoneta vimos cómo salían del bosque un grupo de personas armadas.

—¡Agáchate, Andrea!— gritó, apoyando su mano en mi espalda y empujándome hacia delante.

Justo cuando acabó de decirlo se oyeron varias detonaciones.
Por suerte no nos alcanzó ningún proyectil y dimos la vuelta a la furgoneta, acelerando sin mirar atrás.
Sergió se había sobresaltado por el cambio de velocidad y los movimientos bruscos al agacharme y lloraba. Lo abracé y le canté una canción de cuna que mi madre me había cantado de pequeña.

—Pareces preparada para cuidarlo, Andrea, yo algunas veces me desespero cuando lo oigo llorar porque no sé qué puedo hacer —confesó lleno de miedo.

—Cuando sea un poquito más grande será más fácil, porque nos dirá lo que le duele —afirmé insegura, tratando de convencerle a él y a mí misma de ello.

Lo miraba mientras respondía a Iván y me maravillaba ver a esa personita tan pequeña, profundamente dormida en mis brazos. Al mismo tiempo recordaba que pronto tendría otro bebé y que dos vidas indefensas dependerían de nosotros.
La experiencia reciente, con la trampa que nos habían tendido, los disparos y los nervios acumulados por la incertidumbre de nuestra situación, hicieron desbordar mi autocontrol y rompí a llorar.
Avanzamos hasta tres bifurcaciones en la dirección de la que veníamos y tomamos otra ruta.
No paramos hasta haber hecho más de 100 kilómetros desde el lugar de la emboscada. Finalmente encontramos un rincón apartado, al que se accedía por un camino poco transitado, cubierto de maleza. Nos metimos por aquél sendero, donde las ramas golpeaban la carrocería de la furgoneta provocando arañazos y un ruido aterrador. Parecía que el mismo bosque nos impidiera pasar. Todo era producto de los nervios y la tensión que teníamos acumulada. Pero la sensación era tan real que abrazada a Sergio temblaba de pies a cabeza.
Iván se dió cuenta y paró el vehículo. Se volvió a mirarme y sin decir nada me abrazó.
Lloré sobre su hombro, hasta no tener nada dentro de mí, entonces me di cuenta de que Iván también lloraba. No supe el tiempo que pasamos allí, sólo que cuando nos tranquilizamos era de noche. Ni siquiera montamos la tienda para dormir, reclinamos los asientos y dormimos dentro de la furgoneta.
Nos despertaron los ruidos del bosque, eran las 8 de la mañana y el sol ya iluminaba el camino. Dimos de desayunar al niño y nos pusimos en marcha.

—Vamos a seguir por este camino un tramo más y miramos adónde lleva, Iván —dije, acuciada por un presentimiento.

—De acuerdo, pero igual se acaba el camino de pronto y nos tenemos que volver... Aunque tengo la intuición de que conduce a algún lugar —declaró Iván, sinntiendo lo mismo que yo.

—Esperemos que no sea una trampa. Ayer pasé mucho miedo —confesé abrazada a Sergio.

—Espero que no, ponte el cinturón y sujeta al niño, nos vamos.

Arrancó y avanzamos despacio. Las ramas seguían arañando la furgoneta, pero al ser de día y estar los dos más tranquilos, no parecía tan aterrador. Tras un cuarto de hora el camino se ensanchó y un poco más adelante se abrió en un pequeño prado que nos dejó maravillados, estaba encajonado entre montañas, había un pequeño río que serpenteaba a un lado y al fondo vimos una casita pequeña. Parecía sacado de nuestros sueños. Paramos cerca de la casa y descendimos de la furgoneta.
Nos acercamos con precaución, por si vivía alguien allí, pero todo estaba cerrado y parecía abandonado. Miramos por las ventanas y el interior estaba vacío.
Tras comprobarlo todo, nos miramos a los ojos y al mismo tiempo dijimos.

—Este es el sitio.

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