4- Visita inesperada.
Los días se hacían cada vez más difíciles, los pequeños roces en la convivencia, que se suavizan cuando hay que ir a trabajar, nos desesperaban. Nosotros que amábamos la libertad, que habíamos disfrutado sintiendo el viento en la cara, subidos en la moto, disfrutando del sol, ahora estábamos prisioneros en un piso de 60 metros cuadrados. Nos tropezábamos el uno con el otro por casa y, a veces, tomábamos la decisión de desaparecer en una habitación para calmarnos y no tirarnos los platos a la cabeza. El sexo era nuestra vía de escape, pero ahora debíamos tener cuidado porque los preservativos no nos iban a durar mucho más. Habíamos calculado mal y nos quedaban pocos. No nos podíamos permitir un embarazo en estas circunstancias, así que decidimos salir a buscar una farmacia que aún estuviera abierta, o algún supermercado que todavía tuviese.
—Iré contigo, Iván, no quiero que vayas solo, no sabemos cómo estará la situación en las calles, el otro día escuchamos disparos, tengo miedo, no quiero quedarme sola —supliqué tratando de controlar la ansiedad.
—Andrea, arriesgarnos los dos así por unos preservativos me parece una locura, creo sinceramente que deberíamos replantearnos bajar por ellos —comentó por enésima vez Iván, tratando de convencerme.
—Si no lo hacemos, acabaremos locos. Sabes que estos últimos días no los estamos llevando bien. Y sólo llevamos un par de semanas de abstinencia parcial. Yo creo que por nuestra salud mental necesitamos bajar.
—Está bien, sé que tienes razón, pero también podemos probar otras cosas, sin llegar a la consumación podemos jugar. Nos ayudaría a desestresarnos sin peligro de que te quedes embarazada —argumentaba él para evitar tener que exponernos al peligro de la calle.
—Si, tienes razón, pero yo sigo creyendo que debemos ir los dos a la farmacia. De paso podemos traernos medicación y vitaminas, también mascarillas y gafas de protección para los dos, por si tenemos que volver a salir, para que vayamos más protegidos —argumenté dándole más razones para bajar—. ¡Déjame ir contigo!
—Está bien, vayamos juntos —Cedió al fin.
Decidimos bajar por la mañana, ya que por la tarde era más probable encontrarnos con gente. El barrio donde vivíamos tenía dos farmacias, primero miraríamos en las más cercanas, si no teníamos suerte saldríamos del barrio y buscaríamos en otra parte de la ciudad.
Era el 21 de febrero, aunque la fecha daba exactamente igual, en el calendario habíamos ido marcando los días. Hacía mucho frío, más del habitual en esas fechas. con los anoraks puestos, las mascarillas, el gorro y guantes de látex bajo los de lana. Bajamos a la calle después de casi 4 meses de estar encerrados en casa.
Lo primero que noté fue el frío, pero luego la sensación del viento en la cara, respirar aunque fuera con la mascarilla y sentir el sol en la cara era maravilloso después de tantos días encerrados. Una sonrisa se dibujó en mis labios y, aunque quedó oculta bajo la mascarilla, Iván la vio reflejada en mis ojos.
Caminábamos de la mano, atentos por si aparecía alguien sospechoso, aunque a aquella hora no había nadie en la calle, eran las nueve de la mañana. La mayoría de las tiendas estaban cerradas desde hacía meses, la frutería de la calle atendía por un agujero en la persiana del local. Más adelante el supermercado había sido saqueado. Estaba en condiciones deplorables, con todos los productos que aún quedaban, por el suelo.
Continuamos andando y vimos la farmacia abierta, aunque sólo atendían por una ventanilla. llamamos al timbre y apareció una mujer de edad indeterminada, podría tener los sesenta o bien unos treinta mal llevados. Nos vendió lo que le pedimos y nos cobró. Habíamos conseguido 4 cajas de preservativos, algodón y gasas, las mascarillas y las gafas protectoras.
—Debemos volver a casa, pero antes podríamos entrar en el supermercado para intentar encontrar algo que nos pueda ser de utilidad —sugirió Iván, señalando el local, que hacía poco tenía pasillos bien iluminados, con estanterías repletas de productos, y que ahora estaba a oscuras...
—Está bien, pero no nos entretendremos mucho, la gente se levantará pronto y no podemos cruzarnos con ellos, puede ser peligroso —comenté mientras entrábamos en aquel establecimiento.
Al entrar, sentí cómo me abandonaban las esperanzas. Las estanterías estaban volcadas, los productos frescos estaban putrefactos y desprendían muy mal olor. Miramos todos los pasillos, y aquí y allá encontramos cosas que quizás nos podrían ser útiles. Recogimos del suelo varias latas de comida, en otra sección pudimos encontrar pilas, y una mochila grande de excursionista. ésta la recogimos para poder llevarnos el máximo de cosas posibles si teníamos que salir de Barcelona.
En ese momento nos servía para transportar todo lo que encontrábamos que nos podría ser de utilidad.
Antes de las diez de la mañana ya estábamos de vuelta en casa.
Hicimos inventario de todo lo que teníamos y de lo que quizás sería bueno conseguir, descubrimos que tal vez nos hiciese falta un buen calzado para caminar, ropa técnica para combatir el frío, sacos de dormir, una tienda de campaña, y varias linternas con sus pilas correspondientes.
—¿Dónde podemos encontrar todo esto? en el supermercado no encontramos nada parecido —inquirí, observando a Iván
—Supongo que en alguna tienda de deportes, pero están todas cerradas desde el primer momento. ¿Conoces alguna cerca de aquí? —me preguntó, ya que llevaba más tiempo que él en el barrio.
—Lo siento, Iván, pero las excursiones y la acampada nunca fueron lo mío. No recuerdo ninguna tienda de este tipo. Quizás en el centro haya alguna pero será peligroso ir —sugerí tras pensar un momento en ello.
—Podemos intentar ir a una muy grande, tipo supermercado, que hay cerca de donde yo vivía —propuso con voz decidida.
—¿Cuándo vamos? —pregunté, dejando claro que no iba a dejarle solo bajo ningún concepto.
—Yo lo haría cuanto antes, de momento tenemos suficiente comida, podemos quedarnos hasta dos o tres meses más, racionando lo que nos queda —reflexionó tras mirar en la despensa.
—Está bien, vayamos mañana, Iván, podemos aprovechar el viaje y nos traemos a Linda, la podemos dejar en el patio interior de la escalera. Creo que ya no queda ningún vecino —murmuré apenada.
Los primeros días del confinamiento aún escuchábamos conversaciones de otras familias, pero poco a poco todas las voces se habían ido callando, y desde hacía algunas semanas no se oía nada.
—Llevo varios días sin escuchar a nadie, pero me da miedo que no me la vayan a robar —Me confesó.
—En el párquing donde está también te la pueden robar —Hablé con voz dulce pero firme.
—Es cierto, esta noche pensaré en ello.
Esa noche, un pequeño defecto nos cambió la vida. Pero no nos dimos cuenta hasta pasado un tiempo. La mañana siguiente despertamos temprano como siempre y le pregunté por Linda, ¿qué íbamos a hacer?
—Andrea, creo que tienes razón, mejor traerla aquí —aseveró convencido—. Podemos ir hoy a por las cosas que decidimos ayer y, si nos damos prisa, para la hora de comer estaremos de vuelta —planificó en un momento.
Su capacidad de análisis y planificación me fascinaba, me gustaba el entusiasmo que le ponía a todo, y exclamé.
—¡Entonces vamos!
Salimos de casa, como el dia anterior, con muchas precauciones.
La tienda a la que queríamos ir estaba a una media hora caminando, según nuestros cálculos. De allí al párquing unos diez minutos más.
Parecía irreal que 45 minutos en la calle pudiera suponer un peligro. Pero la situación estaba tan descontrolada que la gente se mataba por la comida.
Avanzamos por una calle desierta, los coches aparcados a un lado y otro de la calzada estaban llenos de polvo, tierra y hojas. Las ventanas de las viviendas estaban cerradas, y las que estaban abiertas era porque se habían roto los cristales.
En un jardín asilvestrado por la falta de cuidado de meses, vimos un jabalí. Así como los humanos nos estábamos muriendo, los animales estaban en expansión. La vegetación desbordaba los jardines e invadía zonas colindantes.
Caminábamos deprisa, en silencio, cogidos de la mano. Íbamos protegidos pero aún así daba miedo respirar profundamente.
Por una esquina vimos a alguien pasar corriendo y meterse en un portal. Por suerte todavía quedaba gente.
Llegamos a la tienda de deportes, la persiana estaba bajada.
—¿Cómo entramos? — pregunté a Iván.
—No lo sé, vamos a mirar si hay alguna entrada alternativa.
Buscamos por la portería del bloque y encontramos una puerta que daba a la tienda. También estaba cerrada, pero la forzamos un poco y cedió.
Al entrar, con el cambio de luz, no vimos nada pero cuando los ojos se nos fueron acostumbrando a la oscuridad, pudimos distinguir las estanterías. Parecía que nadie había entrado antes. Todo estaba ordenado aunque lleno de polvo. Paseamos por los pasillos, iluminándonos con linternas que habíamos traído.
Encontramos la sección de calzado y nos probamos varios modelos hasta dar con los que nos resultaban más cómodos. Después buscamos sacos de dormir, una tienda de campaña pequeña y recogimos todo aquello que nosotros creíamos que nos podría ser de utilidad.
Había barritas energéticas y nos las llevamos todas. Pastillas para potabilizar el agua, chaquetas de goretex para el frío y la lluvia. En fin, nos equipamos lo mejor que pudimos. Lo metimos todo en un par de mochilas y salimos de allí por donde habíamos entrado.
Sólo teníamos que andar otros diez minutos aproximadamente para llegar al párquing.
No nos cruzamos con nadie. Entramos al párquing y sacamos a Linda de allí. Nos pusimos los cascos y nos volvimos a casa en la moto.
Lo que nos había costado 40 minutos andando, en la moto lo recorrimos en diez.
Al llegar a casa nos esperaba una sorpresa.
En la puerta nos encontramos una carta. Alguien había venido y no nos imaginábamos quién podría ser.
Entramos en casa y cerramos la puerta. Entonces los dos suspiramos y pudimos respirar tranquilos.
Con manos temblorosas por la emoción abrí la carta en la que ponía mi nombre. Y leí en voz alta:
«Hola, Andrea, soy Olga, perdona si no entro y me marcho tan rápido, pero no quisiera que por mi culpa os contagie el maldito virus.
Tengo que pedirte un favor muy muy muy importante. Estoy enferma, me he contagiado y ya no me queda mucho tiempo. No es para mí para quien pido, aún no lo sabías pero estoy embarazada de Sergio. Él y yo nos hemos contagiado, Sergio murió la semana pasada. He ido al hospital y allí sólo me han dado una esperanza mínima. Los médicos me han dicho que cuando de a luz a mi hijo lo más probable es que yo no sobreviva, Pero si el bebé es inmune quizás pueda salvarse.
Sé que lo que te pido es mucho. Y también sé que la responsabilidad de una vida tan frágil en estos tiempos que nos están tocando vivir puede ser un lastre.
Pero te lo pido por nuestra amistad, la semana próxima, el lunes, iré al hospital a que me provoquen el parto antes de que el virus acabe conmigo. Ese día yo moriré, lo sé, pero moriré en paz si mi bebé se salva y tú cuidas de él por mí.
Si no puedes, mi bebé quedará solo y lo llevarán a un centro para huérfanos.
Por favor, ven al hospital y hazte cargo de él. Los médicos me han asegurado que si se salva, en 5 días ya no será contagioso. Entonces puedes llevártelo sin miedo.
Piénsalo y si decides ayudar a mi bebé ve al hospital este lunes y les dices quién eres. Yo lo dejaré todo arreglado para que sea tu hijo o hija. Por favor, te quiero, Andrea, salva a mi hijo.»
Gruesas lágrimas caían de mis ojos, mientras Iván me abrazaba, sin palabras para consolarme. Me miró a los ojos, rojos del llanto, tomó mi cara entre sus manos y mirándome fijamente me habló:
—Andrea, cariño, nunca ha entrado en nuestros planes tener un hijo. Pero la vida ahora mismo está vuelta del revés.
Sé lo que siempre has querido a Olga, y vas a sufrir mucho con su destino. Una manera de que ella siempre esté contigo es cuidando a su hijo.
Aún lloraba más después de sus palabras, pero la decisión estaba tomada, nos encargaríamos de cuidar a esa criatura...
Si sobrevivía.
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