20- Epílogo
En aquellos días mi deseo por José se había multiplicado y trataba de hacerle ver que le necesitaba. Pero él, por alguna razón que no comprendía, parecía dispuesto a ser una pareja asexual, aunque yo no pretendía ponérselo fácil. Durante aquellos días yo me rozaba accidentalmente con él, le acariciaba el cuello, me insinuaba continuamente, pero él se mantenía firme. a pesar de que era evidente que se excitaba conmigo. Ya empezaba a sentirme frustrada. Necesitaba sus caricias y sentirlo unido a mí, su negativa a mantener relaciones conmigo estaba afectando a mi autoestima. Un día en el que estaba especialmente sensible a su presencia, no pude remediarlo y cuando los niños se acostaron fui a su cama. Decidí que esa noche iba a ser la definitiva, si no quería acostarse conmigo me tendría que dar una muy buena explicación.
Llegué a su habitación y me deslicé a su lado, acariciando provocativa su muslo y subiendo por su ingle. Le noté ponerse rígido y me apartó la mano con brusquedad.
—¡¿Por qué no quieres acostarte conmigo?! —exclamé frustrada.
—No puedo, Andrea, no quiero que te quedes de nuevo embarazada —confesó, con la respiración acelerada.
—Pero tomaremos precauciones, José, te necesito —supliqué, tomando su cara en mis manos para darle un suave beso en los labios.
—Andrea, por favor no lo hagas más difícil, si empiezo no voy a poder parar a tiempo —susurró con voz ronca, mientras yo no le daba tregua con mis caricias.
—Pero no quiero que pares —afirmé con seguridad— quiero seguir contigo hasta el final. Te necesito, te prometo que tomaremos precauciones, mira, tengo preservativos, por favor —rogué, mientras mi cuerpo se iba incendiando.
—Tengo miedo, si falla el preservativo y te quedas embarazada serán ya cuatro hijos a mantener, no sé si vamos a poder —justificó, con la respiración entrecortada.
—No va a fallar, te lo prometo. Bésame por favor —murmuré en su oído, deslizando mis labios hasta la comisura de los suyos.En ese momento le besé en los labios y logré acabar con su resistencia. Se abalanzó sobre mí, tan hambriento como yo lo estaba, me quitó la ropa con la desesperación de un sediento en el oasis. Me besó por todo el cuerpo, desencadenando una tormenta imparable entre los dos y se acopló en mi cuerpo, despacio, envolviéndome en una ola de placer exquisito.
—Espera, José, el preservativo, ¡espera un momento! —exclamé empujando suavemente su cuerpo. Saqué el preservativo de un cajón y se lo puse. La prisa nos consumía, entró en mi interior de nuevo y nos quedamos sin respiración. sin moverse me acarició los senos, me besó en los labios hasta que su lengua penetró en mi boca despertando miles de sensaciones que habían permanecido dormidas. Le acaricié, presa de una necesidad superior a mis fuerzas. Quería que se moviera, necesitaba sentirlo, pero él decidió hacerme esperar mientras me saboreaba. Intenté moverme pero me tenía totalmente atrapada debajo de su cuerpo, me inmobilizaba con sus manos en mi cadera. Suspiré, iba a volverme loca, pero era lo que más deseaba. Mis manos recorrían su espalda y le arañaban. Al cabo de lo que me pareció una eternidad, empezó a moverse despacio, mis gemidos lo excitaban, su rostro contraído por el esfuerzo de contenerse me hacía desear más. Me movía a su encuentro en cada embate, para sentirlo más profundo dentro de mí. Fuimos acelerando hasta perder el control, y el placer me inundó, dejando mi cuerpo tembloroso y relajado al mismo tiempo.
Después de aquella noche vinieron más y la pasión se reavivó entre nosotros. Aunque el bebé demandaba mucha atención, siempre encontraba un momento para hacerme una caricia o darme un beso, los niños ya se habían acostumbrado a que me quedara a dormir con José. De esa manera pasábamos las noches juntos, estábamos redescubriendo nuestro amor. Durante el día nos escondíamos para disfrutar de nuestros pequeños momentos de intimidad, lejos de las miradas curiosas de los niños. Todo parecía tan perfecto que me daba miedo despertar y que todo fuera un sueño.
Iván venía de vez en cuando para intercambiar productos y ver a los niños. Ellos disfrutaban con su padre de momentos de diversión y alegría cuando los paseaba en Linda, a la cual ya había podido llenar el depósito. Cuando conoció a Laia, en primavera, nos felicitó y nos confesó que su pareja también estaba embarazada, así que le felicitamos a él también. Se le veía feliz con su nueva vida, y yo me alegraba muchísimo por él.
Fue entonces cuando se nos ocurrió que Iván y su pareja podían instalarse cerca de nosotros, ya que había otra granja abandonada cerca de la nuestra y, de esa forma, podrían ser nuestros vecinos. Era una manera de asegurarnos de que los niños estuviesen más protegidos si nos pasaba algo.
—Si pudiésemos crear una red de intercambio con las personas que viven a nuestro alrededor, todos saldríamos beneficiados —comenté con José una tarde.
—La idea es interesante —respondió él, mientras pensaba en mi propuesta.
—Deberíamos hablarlo por radio con los demás. Incluso se me ocurre que podemos realizar encuentros de intercambio.
—Eso sería interesante. ¿Crees que la gente se animará? —preguntó interesado—. Podría ofrecer mis servicios médicos.
Mucha gente estuvo interesada en formar parte de la red cuando lo hablamos por radio. Cada grupo familiar tenía algo que ofrecer, unos cazaban, otros tejían y confeccionaban ropa... nosotros ofrecíamos leche y huevos además de servicios médicos.
La mujer de Iván, Estela, una chica dulce y cariñosa, tuvo un hijo. José les ayudó durante el parto y ambos se organizaron para venir a vivir cerca nuestro, en una granja cercana. De esa manera ambas nos ayudábamos y colaborábamos en las tareas más pesadas. Compartíamos nuestros conocimientos y además podíamos hablar de nuestros problemas. Los niños también tendrían, más adelante, otro amigo con el que jugar.
Aunque Estela no sería nunca como Olga, que era mi alma gemela, sí que se ganó un sitio en mi corazón. Reíamos juntas viendo las travesuras de los niños, preparábamos comidas juntas y nos intercambiábamos recetas.
Los días pasaban rápidos y las noches, salíamos de nuevo a la entrada de casa con un vaso de limonada, recordando la vida de antes de la pandemia.
Las noches de luna llena, dejaba a José con los niños en casa y salía al prado, allí me sentaba en una gran piedra y miraba la luna, le pedía a Olga que cuidara de nosotros y, en la soledad de la noche, me gustaba pensar que ella me escuchaba desde el cielo y podía ver a su hijo corretear por el campo y jugar con sus hermanas.
FIN
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