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19- Despertar.

Estaba en la cama tumbado, tan delgado e indefenso, sin moverse. Tomé su mano y la acaricié, le dije que ya estaba en casa y que debía despertar. La cuenta atrás de su vida se había puesto en marcha, quedaban tres días de suero, después quizás otros dos antes de morir deshidratado, aunque llegado el caso intentaría darle agua aunque estuviese inconsciente.

Los niños entraron a la habitación junto a mí y me abrazaron, les daba miedo ver a José, su referente masculino hasta hacía poco, tumbado en la cama y con un aspecto tan desmejorado. Intenté explicarles que seguía siendo el mismo José que se había marchado a buscar a Iván, pero que estaba tan dormido que no había podido comer nada en un tiempo.

Pasé la tarde entrando y saliendo de la habitación, le hablaba e intentaba que reaccionase, pero al no haber ninguna señal de que me oyese, el miedo empezó a hacer mella en mí.

A última hora de la noche, con los niños ya en la cama, me senté en una silla al lado de su cama, le hablé despacio, más para desahogarme que para que él me escuchase.

—José, cariño, estoy contigo —susurré en su oído— ya he tomado mi decisión y lo he hablado con Iván —confesé—. Te quiero y quiero vivir contigo siempre. Ahora sólo tienes que ponerte bien, despertar y darme un beso, te necesito y los niños también —supliqué, temblando por la emoción.

Se me hizo un nudo en el estómago y en la garganta, ya no podía seguir hablándole, las lágrimas corrían libres por mis mejillas, ya no trataba de contenerme, sola con él me sentía impotente al verlo así. ¿Qué podía hacer para que despertara? El dolor por verlo en esas condiciones, me partía el alma, no podía dejarlo solo en la habitación e irme a dormir a la otra, así que me tumbé a su lado, con cuidado de no tocarle la herida, para no hacerle daño. Le abracé por la cintura y me quedé dormida llorando.

La mañana siguiente desperté y me levanté deprisa, no quería hacerle daño. Atendí a los niños y fuimos los tres a su lado. Sergio le contó un cuento y Ana le cantó su canción favorita, pero, con su impaciencia infantil, no aguantaron mucho tiempo en la habitación y salieron a jugar fuera. Yo me debatía entre la necesidad de estar con José y la de vigilar a los niños. Desde la ventana de la habitación podía verlos, así que me quedé junto a él. Tomé su mano entre las mías y después la puse en mi vientre, sin pensarlo, le hablé de nuestro hijo.

—José, hace unos días me he dado cuenta de que estoy embarazada. ¿Te acuerdas de la última noche juntos? pues no tomamos precauciones y vamos a tener un hijo —expliqué con la mirada perdida—. Necesito que te despiertes y te pongas bien, cariño, sola no voy a poder tener a nuestro hijo. Quiero que me ayudes a dar a luz a nuestro bebé, quiero escoger su nombre contigo. No puedes dejarme así, tienes que reaccionar. Te he elegido a ti porque te amo con toda mi alma, por favor tienes que despertar —supliqué.

Las lágrimas no me dejaron ver un leve parpadeo de sus ojos, pero su mano se cerró ligeramente, casi como una caricia en mi vientre, eso sí lo noté. Al mirarlo no había nada que me indicara que había despertado, pero yo había notado ese pequeño gesto en su mano y me dio esperanzas.

Ya no lloraba de dolor sino de alegría, había movido la mano, estaba reaccionando, sólo tenía que despertar para poder ingerir líquidos y alimentarse.

Le llamé por su nombre varias veces, me incliné sobre él y lo besé de nuevo. Un pequeño gemido escapó de sus labios y abrió los ojos un instante, tomé su mano y le volví a repetir que le quería y que quería pasar mi vida con él. Por último, le dije que íbamos a tener un hijo fruto de nuestro amor. Llamé a los niños y les pedí que viniesen y le hablaran y, al escucharles, entreabrió los ojos de nuevo.

—Quedáos un momento con él, llamarle y tocarle la mano, yo vengo enseguida —dije mientras me levantaba. Salí del cuarto rápidamente y me fuí a la cocina, diluí un poco de miel en agua y se la llevé a la habitación, si conseguía que bebiese un poco de la mezcla conseguiría hidratarle y darle un poco de glucosa para que recuperase energía.

Los niños me ayudaron a acomodarle una almohada en la espalda para que estuviera un poco incorporado, lo llamé de nuevo y, cuando entreabrió los ojos, le acerqué una cuchara pequeña con el agua con miel.

Apenas abrió los labios pero me las ingenié para que tomase un par de cucharadas. Después le dejé descansar.

Cada hora intentaba darle algunas cucharadas de agua y miel, mientras tanto iba a hacer alguna tarea pendiente y después volvía a la habitación.

Así estuve todo el día y toda la noche, en total conseguí que tomara tres cucharadas de miel y un vaso de agua, pero era un gran avance, eso evitaría de momento la deshidratación, todavía tenía puesto el suero pero solo nos quedaba para dos días.

El segundo día fue más de lo mismo, aunque parecía que abría un poco más la boca y tragaba con más facilidad. añadí más miel a la mezcla, ya mantenía los ojos un poco más tiempo abiertos, no hablaba, enseguida se cansaba y se volvía a dormir. Pero la esperanza había renacido en mí y la adrenalina corría por mis venas al comprobar los pequeños avances.

Ya a última hora de la noche me cogió de la mano y me miró a los ojos, yo lloraba y vi que a él también le caía una lágrima, me tumbé a su lado y le abracé.

El tercer día, le puse la última bolsa de suero, pero ya no me preocupaba tanto pues estaba bebiendo el agua con miel y empecé a darle también leche, para que fuese recuperando poco a poco las fuerzas. Los niños se acercaron a darle un beso y él sonrió. Sergio, de casi seis años, le cantó una canción y le explicó que había conseguido lanzar una piedra muy lejos. José sonreía, yo los miraba a los dos y la alegría me llenaba el corazón.

Lo más difícil ya estaba hecho, se había despertado. La herida estaba curada, sin indicio de infección y la recuperación sería lenta, pero ahora estaba segura de que lo lograría.

Cuando hablé con el grupo donde residía Iván, les expliqué la evolución de José y me felicitaron ya que, para ellos, José no parecía que fuera a salvarse.

Me preguntaron si quería que me enviasen ayuda, pero les aseguré que de momento no necesitaba nada, que estaba dándole de comer cada hora y que el único problema era el sueño.

Iván habló conmigo y me dijo que quería hablar con los niños, mas tuve que explicarle que ellos ya estaban durmiendo. Le pedí que conectáramos antes, si le iba bien, a mediodía podía hablar con ellos. Así se estableció la rutina y, de ese modo, Iván y yo hablábamos cada día junto a los niños.
Pasaron tres días agotadores en los que apenas dormía. Las labores diarias quedaron relegadas al mínimo, me ocupaba de José y los niños.
El sexto día de su llegada a casa me dormía en cuanto me sentaba. Estaba exhausta que el cansancio me convertía en una autómata. Pero no podía descansar todavía, me necesitaban los niños y me necesitaba José. Ahora ya empezaba a darle comida sólida, dieta suave, y tenía que darle de comer yo porque él no podía comer solo.

La sexta noche acosté a los niños y casi me duermo con ellos, conseguí aguantar hasta llegar a la habitación de José para echarle una última mirada antes de acabar de recoger la mesa y dejar todo un poco adecentado. Me senté en su cama, a su lado, con mi mano en la suya, y entonces le escuché hablar por primera vez desde que se había despertado.

—Andrea, ve a descansar, no puedes mantener este ritmo mucho más tiempo, vas a enfermar —musitó.

Escuchar su voz ronca después de tanto tiempo, produjo el efecto de un huracán en mí.

—Cariño, estaré contigo todo el tiempo que sea necesario, no me voy a separar de ti —aseguré y, apoyando mis labios en su frente, le besé. Me acurruqué junto a él e inmediatamente me quedé dormida.

No noté cuando José me acarició el brazo, ni cuando me besó, el agotamiento me hizo caer dormida a su lado. Después de casi doce horas, cuando desperté, los niños habían cogido algo de la nevera para desayunar, y José les había pedido que me dejaran descansar. Sergio, al ser el mayor, había cuidado de su hermana. Eran las diez de la mañana y me desperté sobresaltada. Me levanté de un salto, ya recuperada y con más energía.

—Andrea, deja que intente comer yo solo, tú tienes mucho trabajo —comentó más tarde, mientras trataba de darle de comer.

—Está bien, pero si me necesitas dímelo y te ayudo —aseveré, señalándole con el dedo índice.

—Tranquila, ya me he recuperado un poco, ve con los niños —contestó con una pequeña sonrisa.

Su recuperación a partir de entonces fue rápida y yo pude dedicarme a realizar las tareas de recolección y preparación de conservas.

Llegamos a un punto en el que yo lo hacía todo sola, él se ocupaba de enseñar a los niños a leer y escribir, pues le faltaba todavía la fuerza.
Yo seguía engordando poco a poco pues mi bebé estaba creciendo dentro de mi.

Aquel año di a luz por segunda vez a mi tercer hijo: una niña.

En diciembre se cumplían los nueve meses de embarazo, y yo estaba enorme. José no hacía más que reñirme para que no comiera tanto, pero yo siempre tenía hambre. Sergio y Ana estaban encantados de tener un hermanito o hermanita y se peleaban porque Ana quería una hermanita y Sergio un hermano. El prado estaba totalmente cubierto de nieve y apenas podíamos salir fuera así que no podía pasear y tenía los tobillos muy hinchados. José trataba de dejarme descansar y entretenía a los niños con juegos y actividades dentro de casa. solía darme masajes en los pies para que se deshincharan, pero todavía no se sentía en plena forma.

Esta vez, estaba más tranquila respecto al parto porque José era médico y si surgía algún problema podría solucionarlo.

La noche que empezaron las contracciones nevaba, hacía mucho frío y José me preparó la bañera con cojines como la otra vez hiciera Iván. Esta vez tenía la experiencia previa pero José me confesó que no había asistido nunca a ningún parto y estaba muy nervioso. Estuvo a mi lado, cogiéndome de la mano hasta que le dije que estaba a punto de salir, que se pusiera a mis pies y recogiera al bebé. El bebé era muy grande, más que Ana, y los dolores de parto fueron bastante más fuertes, por más que empujaba la cabeza del bebé no salía por el conducto del parto, entonces José hizo un pequeño corte y la cabeza salió. Antes de que saliera el cuerpo ya lloraba, y cuando José me la puso en brazos pude ver que era una niña preciosa.

Le pusimos de nombre Laia y pensamos en el futuro de los tres niños. José estaba encantado con la niña, me había ayudado con el parto y estaba recuperándome, cuando me dijo que debíamos unirnos a alguna comunidad ya asentada para que, en caso de que algo nos pasara a los dos, los niños tuvieran la oportunidad de sobrevivir.

Le hablé desde la perspectiva de madre, desde la cual consideraba la idea buena, pero también le hice ver que, en la pequeña granja, teníamos asegurada la alimentación de nuestros hijos. Si algo nos pasaba seguro que podíamos avisar a Iván que se haría cargo de la situación. Decidimos hablarlo en la primavera de nuevo, para decidir nuestro futuro.

Pasó la cuarentena y, a pesar del parto, que había sido más duro que el anterior, estaba recuperada del todo y me sentía de nuevo más mujer que nunca. Daba el pecho a mi hija y por ello los tenía muy sensibles, toda yo era muy sensible y necesitaba de nuevo sentirme amada.

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