14- Cerrando heridas.
José empezó a preocuparse por mi estado cuando mi aspecto empeoró y ante cualquier ruido me sobresaltaba.
—Andrea, no duermes lo suficiente, creo que deberíamos hablar esta noche de lo que te preocupa y buscar la manera de solucionarlo —comentó una noche , tras haberme asustado con un golpe.
—No es nada, tengo miedo, ya se me pasará—. Contesté rápido pues no podía hablar de ello de momento. No estaba preparada para hacerle frente.
—Bueno, pero esta noche necesito hablar contigo, Andrea —insistió, mirándome serio.
Durante el día, no quería alejarme mucho de la casa y dejarlos solos, pero tenía que ir a buscar la miel y recoger la fruta madura antes de que los pájaros se la comiesen.
Decidí que iríamos todos, como cuando estaba sola y me llevaba a los niños, también pensé en coger el todoterreno de aquellos indeseables, aunque me daba asco, miedo y me recordaba lo que me habian hecho aquel día.
Lo comenté en el desayuno y José me preguntó si estaba segura, le dije que sí, aunque en realidad temía sufrir un ataque de pánico. Depués del desayuno salí sola hasta donde había abandonado el coche. Me acercaba a aquel vehículo como si se tratase de un monstruo, los pies me pesaban cada vez más y las lágrimas amenazaban con ahogarme. Mi cuerpo se negaba a tocar aquel coche pero hice un esfuerzo sobrehumano y me subí a él. Temblaba de pies a cabeza mientras miraba el capó del coche.
Los recuerdos de lo sucedido se agolpaban en mi mente, el dolor se intensificó, las lágrimas se derramaron por mis mejillas. No había sido buena idea, en aquellos momentos no podía moverme. Estuve llorando y temblando lo que me pareció una eternidad, hasta que alguien abrió la puerta del coche. Pero yo no era capaz de salir de la espiral de terror en la que me encontraba.
—¡Andrea, reacciona! —exclamó José, sacudiéndome por el hombro.
Llevaba unos minutos llamándome y yo no lo había oído.
Me cogió de la mano y estiró de mí para sacarme del coche. Debido a mi estado, no era capaz de reconocer quién estaba a mi lado. Me asusté muchísimo y empecé a pegarle presa del pánico, no lo veía a él, veía a aquellos hombres, que me arrastraban de nuevo al horror. Entonces me abrazó.
—Soy yo, Andrea, soy José, no tengas miedo, ya ha pasado todo —susurró en mi oído.
Sus palabras llegaron a mi cerebro y me sacaron del estado de pánico en el que estaba sumida.
Entonces me abracé a él llorando sin control.
Estuvimos así un buen rato, hasta que logré calmarme un poco y me solté de su abrazo.
—¿Qué voy a hacer ahora? Tengo mucho miedo, José —confesé con la voz rota.
—Es normal que tengas miedo, pero te ayudaré a superarlo, cuentas conmigo. No estás sola —Me tranquilizó.
—Tengo que recoger la fruta para el invierno y la miel. Y tengo tantas cosas que hacer, José, que no voy a poder sola. ¿Dónde está Iván? ¿Porqué me ha dejado? —inquirí, con las lágrimas cayendo por mis mejillas, aunque sabía que no obtendría respuesta.
—No lo sé, te ayudaré yo, antes que nada voy a quemar el coche, Andrea, lo quemaré y lo dejaré en el camino de entrada, parecerá un accidente y la gente no verá el camino. Así estaremos más seguros.
Ven con los niños, se han quedado en casa —expresó con voz suave.
—¿Solos? —pregunté, saliendo por un momento de mi dolor para centrarme en mis hijos.
—Sí, no quería que te vieran así. Ven, límpiate la cara y los ojos. Te dejaré en casa con ellos y yo me encargo del coche. Después iremos a por la fruta con la furgoneta, hoy la recogeremos casi toda. La miel te la dejo a ti, yo no sé nada de abejas —expuso con voz firme.
Al escucharle tan seguro de sí mismo, conseguí serenarme y me sentí un poco más segura. Me acompañó a casa y estuve con los niños hasta que regresó. No le pregunté cómo lo había hecho, no quería saberlo, con tener la certeza de que se había deshecho del maldito coche ya tenía suficiente.
Subimos todos en la furgoneta y nos dirigimos hacia los frutales, estuvimos un rato recogiendo lo que estaba maduro y después los dejé a ellos recogiendo almendras y me fuí a las colmenas.
No tardé en recoger la miel. Todavía hacía buen tiempo y estaban activas, así que recolecté una buena cantidad ya que ellas tendrían tiempo de reponerla para pasar el invierno.
Recogí algunos espárragos verdes y hierbas aromáticas.
Cuando me reuní con José y los niños todavía no habían acabado de recoger las almendras. Les ayudé y también recogimos aceitunas.
—Tendré que volver a recoger más aceitunas porque están verdes todavía —comenté con José.
—Volveremos todos mañana, los niños se lo han pasado muy bien y podemos buscar espárragos todos juntos, así encontraremos más y quedarán para el invierno —decidió él, ofreciéndome su ayuda y el apoyo emocional que necesitaba en aquellos momentos.
Regresamos a casa y antes de entrar miré hacia el camino de entrada aprensiva.
—No puede entrar nadie, Andrea, está tapado y camuflado, no volverá a pasar lo mismo. Te lo prometo —Me aseguró.
—Gracias, José.
Le toqué la mano mientras se lo agradecía y una sensación conocida se expandió por mi cuerpo, lo miré y en aquellos ojos azules vi una expresión de ternura que me conmovió.
Por la noche, después de acostar a los niños nos sentamos en el sofá, ya que desde aquella noche fatídica no me había vuelto a sentar en la entrada de casa.
Puso su mano encima de la mía y me estremecí de miedo, entonces suavemente retiró su mano y colocó la mia sobre la suya.
Así, en silencio, estuvimos escuchando música suave hasta que nos acostamos.
Quizás fué el shock al enfrentarme al coche donde me habían violado, la promesa que me hizo José, o tal vez la sensación de paz al tocar la piel de su mano bajo la mia, pero por lo que fuera, esa noche pude dormir sin pesadillas.
Me levanté temprano y José también. Ordeñé a la vaca y las dejé salir al prado, cogí los huevos de las gallinas y limpié el establo.
Mientras tanto José preparaba el desayuno y ayudaba a los niños a levantarse. Al volver a casa desayunamos todos juntos y hasta los niños se dieron cuenta de que estaba mejor.
Sergio me dijo que estaba muy guapa.
Ana se me abrazaba y me decía mami bonita.
Ellos se habían dado cuenta también, a su manera, que yo no estaba bien.
Pasó agosto y parte de septiembre, por las noches José y yo nos sentábamos en el sofá en silencio, noche tras noche, escuchando música suave. Empezamos poniendo mi mano sobre la suya y poco a poco él pudo tocarme sin asustarme.
Me cogía la mano pero no iba más allá.
Mis sentimientos, que habían sido tan intensos antes del incidente, habían quedado relegados a un segundo término.
Pero poco a poco emergían de nuevo. Cuando se le escapaba una caricia inocente, me quedaba petrificada, pero no de miedo, como interpretaba José, sino por la fuerza de un sentimiento que creía haber superado.
Tenía miedo, un miedo atroz de lo que se estaba despertando en mi corazón.
Todavía tenía presente el abandono de Iván, todavía quería que volviese para retroceder en el tiempo y olvidar lo que había pasado, pero eso no era posible.
Aunque regresase nada volvería a ser lo mismo.
Pero a José lo tenía allí todos los días y sus ojos azules me hipnotizaban, como lo habían hecho años atrás.
Una de aquellas noches me pidió que le contase porqué habíamos tenido dos hijos en tan poco tiempo. Entonces le expliqué la historia de Olga, mi amiga del alma y cómo le prometí que cuidaría de su hijo.
—Cada día que te conozco me sorprendes más. ¿Así que Sergio no es realmente hijo tuyo? —Se sorprendió.
—Para mí, es tan hijo mío como Ana —afirmé orgullosa.
—¿Ana nació aquí verdad? —preguntó.
—Si, el primer año que llegamos. Yo vine embarazada —expliqué, recordando aquella emoción al notar la vida que crecía en mi interior.
—Os encontrásteis en un año con dos criaturas pequeñas. Y tuviste que dar a luz tú sola con la ayuda de Iván —relató él con una voz cargagada de admiración.
—En resumen eso ha sido lo que ha pasado, si.
Ahora tengo dos hijos, un gato y un perro, las vacas, las gallinas y sólo dos manos para sacarlo todo adelante cuando te vayas —murmuré mirando hacia el suelo.
Al decir la última frase un nudo en mi garganta me impidió seguir hablando. Él me cogió la mano y mirándome a los ojos me dijo:
—Si tú quieres me quedaré aquí, no puedo dejarte sola —
Pronunció en voz baja.
Esas palabras me llegaron al corazón. Pero recordé que Iván se había ido también dejando a su hija sola conmigo y a él nada le unía a mi.
Quizás contase con él ese invierno, pero no me hacía ilusiones sobre la primavera siguiente o el verano.
En septiembre la cosecha del huerto había acabado, sólo algunas frutas como la uva se recogían entonces. El trabajo se redujo, ordeñaba la vaca todavía pero no le quedaba mucho para dejar de dar leche.
Nos quedaba cada vez más tiempo libre, nos sentábamos por las tardes con los niños, jugando, hablábamos del invierno, yo le explicaba que hacía frío y que la vaca ya no saldría a pastar fuera, él me escuchaba en silencio. Y cuando nuestros ojos se encontraban sentía latir mi corazón acelerado.
Pero en otoño no ocurrió nada más entre nosotros, únicamente alguna caricia espontánea, inocente. A veces pasaba cerca de mí, me rozaba con su cuerpo y yo me quedaba sin respiración.
Seguía sin recordarme, y yo no quería revelarle mis sentimientos.
El último día de septiembre se levantó lluvioso y no teníamos que salir de casa para nada. No encontré ninguna excusa para alejarme de él.
Estábamos jugando con los niños y no parábamos de chocar entre nosotros. Cada vez que nos tocábamos daba un respingo, ese día estaba especialmente sensible y lo encontraba tremendamente atractivo, sonreía a los niños y yo simplemente quería besarlo. Pero no debía hacerlo.
Esa lucha en mi interior se reflejaba en mi cara, no podía disimular. José estaba confundido y me miraba de soslayo, no entendía mi reacción.
Yo no podía explicárselo sin decirle que estaba total y perdidamente enamorada de él desde los catorce años.
Entonces, en un momento dado, corriendo por casa chocamos de frente mientras yo huía de Sergio y él de Ana. Caímos al sofá y quedé justo encima de él, sus labios cerca de mi boca, sus ojos en los míos, mi cuerpo reaccionó al instante, dejándome sin respiración. Me levanté enseguida y traté de disimular el deseo de ese momento con unas risas y siguiendo el juego de los niños. No conseguí engañarle esa vez y descubrió que me sentía atraída hacia él.
Aquella noche, después de acostar a los niños, me preguntó por lo que había pasado.
—No lo sé, José — mentí.
—Yo creo que sé lo que nos pasa, estamos solos los dos, como adultos nos sentimos atraídos, pero tienes miedo por lo que te pasó. Lo entiendo. No debes temer de mi, Andrea, no te haré nada que no quieras. Puedo esperar todo el invierno si hace falta —expresó con cautela.
—Es que tengo que confesarte algo y no sé cómo decírtelo sin quedar como una tonta, no es miedo lo que tengo, bueno, en realidad sí que tengo miedo, pero no a ti, tengo miedo de mi misma —. Traté de ordenar mis ideas sin conseguirlo.
—No te entiendo, Andrea. Te veo que reaccionas ante cualquier roce mío, te quedas parada y pareces aterrada. ¿Qué te da miedo? —inquirió con su mirada azul clavada en mis ojos.
—Me doy miedo a mí misma. Me asustan mis reacciones cuando estás cerca —intenté explicar.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó confundido.
Me quería fundir y desaparecer para siempre por haber empezado aquella conversación. ¿Cómo se lo explicaba?
Decidí decirle la verdad, y que pensara lo que quisiera.
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