13- Intrusos.
Los días pasaban volando, demasiado rápido, estaba inmersa en el trabajo de cosechar y conservar el máximo de alimentos posibles y la mayor variedad de ellos.
El huerto, las abejas, los árboles frutales, todo ello prácticamente se recolectaba sobre las mismas fechas.
Me faltaban manos para todo. Además, por suerte o por desgracia el ternero nació muerto, con lo cual tuve que congelar su carne y además ordeñar a la vaca tres veces al día.
Hice quesos, flanes , cuajadas y Yogures. Me pasaba todo el dia ocupada en alguna tarea.
Recogía la fruta según iba madurando y la que no nos comíamos la congelaba para más adelante hacer mermeladas.
José me ayudaba con los niños, gracias a ello yo tenía tiempo para todo.
Todas las noches, después de cenar, solíamos salir a la entrada de casa y nos sentábamos a tomar el fresco.
En esos momentos era cuando debía concentrarme para no mirarle a los ojos. Sus ojos eran mi perdición.
Hacía mucho tiempo que se había ido Iván, y echaba de menos sentir a alguien conmigo en mi cama. Me sentía sola por las noches aún teniendo a los niños conmigo.
Si le miraba a los ojos se encendía mi cuerpo.
A los catorce años no entendía de pasión ni de deseo, anhelaba estar con José, pero de manera platónica, como mucho mi imaginación llegaba a los besos y caricias.
Ahora era adulta, tenía experiencia, mis anhelos iban más allá de las simples caricias, deseaba a José por más que me lo negara a mi misma. Pero sabía que sería una locura si sucumbía al deseo.
Su pierna estaba todavía enyesada, pero ya habían pasado casi dos meses desde que tuvo el accidente y pronto se quitaría la escayola, de ahí a que se marchara era cuestión de poco tiempo.
Además estaba Iván, aún tenía esperanzas de que regresara con nosotros.
Mas los sentimientos no atienden a razones y por más que intentaba controlarlos, era ver sus ojos y ya estaba perdida.
Él parecía no darse cuenta de nada, o disimulaba muy bien.
Un simple roce de manos y saltaban chispas en mi corazón.
Aquella noche ocurrió algo que nos cambió a los dos.
Estábamos en la entrada de casa, los niños durmiendo, había hecho limonada y estaba fresquita. Era finales de julio.
De pronto oímos un ruido de motor que provenia del camino.
Pensé que se trataría de Iván, que por fin volvía a casa.
Pero cuando ya estaba dispuesta a recibirlo, apareció un todoterreno con cuatro ocupantes en su interior.
Nos quedamos inmóviles un momento y enseguida José con la pierna escayolada cogió la escopeta para protegernos.
El coche se detuvo en la entrada del camino y de él salieron cuatro personas. Eran hombres de una edad indeterminada, barbudos y sucios; y dos de ellos llevaban armas.
—¡Mira lo que tenemos aquí! —exclamó uno de ellos, con una sucia sonrisa maquiavélica.
—Una bella damisela y un príncipe tullido —añadió otro de aquellos hombres, consiguiendo que el miedo me atenazara la garganta.
—¿Qué queréis? —gritó José.
—¡Uy, que bienvenida más arisca! —exclamó otro de los hombres, acercándose.
—Vemos que tenéis un pequeño paraíso particular aquí, y queremos que lo compartáis con nosotros —habló el que parecía ser el cabecilla de aquella banda.
—Por favor, si queréis comida os daremos pero no nos hagáis daño —supliqué mientras trataba de deslizarme dentro de la casa.
—¡Bueno, sólo nos divertiremos un poco! Luego os dejaremos tranquilos...
Aquellas palabras me aterraron, sentí la bilis en mi boca, temía por mis hijos, temía por mí misma, no teníamos la más mínima oportunidad de defendernos de esos cuatro individuos. Miré a José y vi en sus ojos el mismo miedo que yo sentía.
—¡No os acerquéis más! —gritó José apuntando con la escopeta al que estaba más cerca.
Se echaron a reír los cuatro y uno de ellos sacó una pistola.
Todo sucedió en un instante. Sonó un disparo y luego otro, vi caer al hombre que se había acercado y a José también, cubierto de sangre, los otros tres sujetos se abalanzaron sobre su compañero pero éste estaba muerto. Yo estaba totalmente paralizada por el terror. No podía moverme, uno de ellos se abalanzó sobre mi y me tiró al suelo al grito de zorra.
—¡Vamos a hacerte pagar lo que le habéis hecho a Santi! —exclamó furioso uno de ellos, agarrándome del brazo.
Me cogieron por el pelo entre los otros dos y me arrastraron hacia el coche en el que habían venido.
Yo suplicaba que me dejaran y al mismo tiempo rezaba por que mis hijos no se despertaran por el estruendo de los disparos, afortunadamente las habitaciones daban a la parte trasera y eso mitigaba el ruido.
Me subieron al capó del coche y me sujetaron las manos entre dos mientras el tercero me bajó los pantalones y la ropa interior.
Me di cuenta con horror que querían violarme.
Desde donde estaba no veía a José y supuse que lo habían matado. Peleé con todas mis fuerzas, pero ellos eran tres contra mí. Me sujetaron de los brazos y de las piernas y el tercero me violó. Sentí un dolor lacerante en mi interior, me sacudí, intenté patearles pero era inútil. Cuando el primero acabó, comenzó otro y después el tercero. El dolor era insoportable, sentí que me desgarraba por dentro.
Yo pedía que me dejaran, suplicaba que parasen ya, pero no me hacían caso, incluso se reían y se jaleaban entre ellos.
De pronto se oyó un disparo, y luego dos más. Después los tres agresores cayeron al suelo.
Llena de sangre, en parte mía y en parte de esos hombres me incorporé como pude y vi a José que, sangrando, había llegado hasta el primer hombre y le había quitado la pistola. Había disparado contra los otros tres y después se había desplomado en el suelo de nuevo.
Me acerqué a él y me tiré a su lado llorando. Intenté escuchar su corazón y cuando comprobé que estaba vivo todavía lo abracé. La sangre le manaba de una herida en el pecho, en el lado derecho. Lo arrastré con dificultad hasta meterlo dentro de casa y lo tumbé en el sofá.
—No te vayas, José, quédate conmigo, ¡aguanta por favor! —suplicaba mientras intentaba detener la hemorragia.
Abrió los ojos un momento y en un susurro me dijo "lo siento" y volvió a perder la conciencia.
La rabia me llenó de vitalidad y, a pesar de estar dolorida, saqué el instrumental médico que habíamos traído y me dispuse a curarle, aunque no sabía muy bien cómo hacerlo.
Le quité la camiseta que llevaba cubierta de sangre, vi el agujero de la bala y la sangre que salía por él. Le di la vuelta, provocando un quejido en José, y comprobé que había un agujero de salida. Eso no sabía si era bueno o malo, pero me ahorraba tener que hurgar en la herida para sacar la bala.
Utilicé alcohol para desinfectar la herida y después decidí ponerle dos puntos de sutura a cada lado de la herida. Nunca había cosido a nadie, así que lo hice de la mejor manera que pude.
Lo senté para poder vendarle mejor y cuando acabé lo volví a colocar tumbado y me fuí a duchar para quitarme toda la suciedad y la sangre que cubría mi cuerpo y mi espíritu. Me froté fuerte, casi hasta despellejar mi piel, en un vano intento de deshacerme de toda la suciedad del horror vivido. Al terminar regresé al sofá y me senté a su lado, encogida sobre mi misma, sintiéndome sucia y utilizada. Y lloré.
En un momento dado, recordé que aquellos desalmados todavía seguían allí, fuera, llena de rabia salí y los introduje como pude dentro del coche, me senté al volante y me alejé el máximo posible de la casa. Los saqué del vehículo y los apilé uno encima del otro, saqué gasolina del depósito como había aprendido con Iván. Los rocié con ella y les prendí fuego.
Estuve mirando un rato cómo ardían hasta que el dolor y el recuerdo de José inconsciente en casa me devolvieron a la realidad y volví a casa.
Aquello me ayudó a superarlo en gran medida.
Llegué a casa y me ocupé de José, lo llevé a su habitación arrastrando, lo subí a la cama y con el esfuerzo caí sobre él. Me tumbé a su lado y me dormí.
Desperté dolorida y lo primero que comprobé fue cómo estaba José. Su respiración era profunda, escuché su corazón y se oía fuerte, rítmico.
Las lágrimas que no había derramado en la noche se escaparon de mis ojos de madrugada. No podía dormir más y me levanté. Volví a ducharme y froté mi cuerpo hasta dejarlo rojo. Me vestí y salí como todos los días a ordeñar, recoger huevos y regar el huerto. Recogí lo que estaba maduro y volví a casa enseguida. Tenía miedo de cualquier ruido.
Eran las 9 y ya tenía casi todo lo más urgente del exterior hecho. Lo que faltaba podía esperar. Limpié la sangre del porche y entré para limpiar el suelo del interior.
En casa, los niños estaban durmiendo, José parecía dormido también, pero me acerqué para comprobar su respiración.
Estaba sudando, tenía fiebre. Seguro que era una infección, pero necesitaba que despertara para saber lo que podía darle. De momento le puse en la frente compresas frías para bajar la temperatura.
Los niños se despertaron y, sorprendidos por ver a José en la cama, me preguntaban si estaba malito.
Les dije que sí, Y se conformaron con esa explicación, era la ventaja de que fueran tan pequeños.
Despertó a las doce de la mañana, me avisaron los niños y enseguida fui a verle.
—José, tienes fiebre, tengo que darte antibióticos, ¿qué te doy? —pregunté
—Dame amoxicilina de momento, ¿Tú cómo estás? —inquirió, a punto de ponerse a llorar.
—Bien, yo estoy bien físicamente, mentalmente es otra cosa pero ya me ocuparé de ello más adelante.
Oírlo hablar me había tranquilizado un poco, si conseguía acabar con la infección se pondría bien.
Impulsivamente me abracé a él y le susurré al oido.
—Gracias por salvarme la vida, si no fuera por ti habrían acabado conmigo y mis hijos.
Me abrazó suavemente con uno de sus brazos y en esos momentos se creó un vínculo entre los dos. Habíamos escapado de la muerte por los pelos. Ambos habíamos resultado heridos y ahora ya no nos considerábamos tan seguros como antes.
Me ocupé de su herida y la desinfecté de nuevo, yo trataba de no pensar en nada más, sólo quería que se salvara, ya ni tan siquiera pensaba en él como hombre.
Lo que me aterraba ahora era haberme quedado de nuevo embarazada de alguno de aquellos individuos y, por desgracia, no podía hacer nada al respecto.
José mejoraba por momentos, le quité la escayola y ya empezaba a caminar con una muleta. Había perdido mucha sangre y eso ralentizaba su recuperación.
Por mi parte las heridas físicas que me hicieron habían sanado, pero las heridas psicológicas todavía no. Me asustaba que José me tocara por la espalda, o me cogiera la mano.
Dormía cada noche inmersa en terribles pesadillas que me sobresaltaban y me impedían descansar. De modo que cada vez tenía peor aspecto, estaba demacrada y ojerosa, siempre cansada, pero siempre alerta a cualquier ruido.
Estaba aterrada.
Pasados quince días desde el incidente me bajó la menstruación y pude respirar tranquila, por suerte no estaba embarazada.
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