12- Sentimientos.
Aquella primera noche no pude dormir casi nada.
Me acosté junto a mis hijos y, cuando apagué la luz, los ojos se me llenaron de lágrimas. ¿Porqué lloraba? Por todo y por nada.
Volverlo a ver, hablar con él y tenerlo a mi lado. Todo ello era un sueño de adolescente. Y él ni siquiera se acordaba de mí.
¿Cómo afrontaría el día a día con él a mi lado? Y lo que era peor, ¿Qué haría cuando se recuperase y se fuera al hospital de nuevo?
Lo había reencontrado sólo para volverlo a perder de nuevo. Él nunca había sentido nada por mi.
Al cerrar los ojos veía los suyos, azules, y mi corazón latía apresurado.
La noche se hizo eterna. Le oí cuando se acostó, con las muletas caminaba despacio, entró a su habitación y escuché cuando se quitó los zapatos y algún pequeño gemido de dolor.
Me levanté temprano como siempre. Le puse un poco de comida a la perrita, que devoró en un minuto y salí a ver a la vaca y a las gallinas.
Recogí los huevos y me di cuenta de que a la vaca le faltaba poco para parir.
Esperaba que el alumbramiento fuera bien y tuviéramos leche ese año también.
Me pregunté qué estaría haciendo Iván, ¿estaría bien o le habría pasado algo?, y me detuve sólo un momento a pensar en José. Tenía que tomar antiinflamatorios para la pierna y debía guardar reposo.
Una boca más, pero de momento nada de ayuda.
El peso de todas las tareas recaía en mi.
Me acerqué al huerto, en el que ya había empezado a sembrar, y lo regué. Atravesé el río y miré las abejas, que estaban ya muy activas, lo que significaba que haría buen tiempo y que podría recoger ese mismo día un poco de miel.
Después me dirigí a casa de nuevo, donde nadie se había levantado todavía, y preparé el desayuno.
Me asomé a mi habitación, los dos niños, Sergio y Ana, dormían a pierna suelta. Salí y sin querer miré de soslayo hacia la otra habitación, que tenía la puerta entreabierta. Le ví dormir por primera vez y me entretuve durante diez segundos, mirando embobada, hasta que me di cuenta y seguí con mis labores cotidianas.
Eché más leña a la estufa porque todavía hacía frío.
Recogí lo que no me había dado tiempo de recoger la noche anterior.
Mi mente iba de un lado a otro buscando cosas que hacer para no sentarme a pensar. Me di cuenta de que la perrita estaba a mi lado todo el tiempo, así que le puse más comida. Se la iba dando de poquito en poquito porque en su extrema delgadez debía de tener un estómago muy pequeño. Decidí que si sobrevivía otro día le pondría de nombre Vida. Ya que se aferraba a ella con uñas y dientes.
Con dos huevos y harina que recolectamos el año anterior hice tortitas finas y saqué mermelada de moras que también había hecho el año anterior.
Estaba todo preparado en la mesa. Aproveché que todavía dormían y me fui a recoger algo de leña para reponer la que habíamos utilizado durante el invierno.
A las nueve de la mañana, cargada de troncos, dejé mi carga en la leñera y entré a casa.
Mi corazón dio un vuelco cuando vi que Ana y Sergio estaban en la habitacion de José y éste, que ya estaba vestido, les iba entreteniendo mientras le ataba los zapatos a Ana.
—¡Buenos días dormilones! —exclamé con una sonrisa en mis labios—. El desayuno está preparado.
Los niños se sentaron en sus sillas y yo me senté en la que habitualmente usaba Iván. José se sentó en la que quedaba libre.
Repartí el desayuno y comimos en silencio.
—Siento ser una carga para ti, Andrea. Te estoy dando mucho trabajo y no colaboro lo suficiente —comentó José, verbalizando los pensamientos que había tenido yo esa misma mañana.
—No te preocupes, desde que Iván empezó a salir cada vez más seguido, me he acostumbrado a hacerlo todo sola. Si entretienes y vigilas a mis fieras, ya me estarás ayudando mucho —respondí sincera, sirviendo a Sergio otra tortita con mermelada.
—No sé cómo puedes arreglártelas sola —continuó hablando, señalando toda la estancia.
—Cuestión de organización —repliqué encogiéndome de hombros, era mucho trabajo, pero la necesidad obligaba a esforzarse y sacar fuerzas de flaqueza.
—¿Es mermelada casera verdad? —inquirió mientras se servía otra tortita.
—Sí, la hice el año pasado con las moras de los alrededores, salíamos los tres y recogíamos las que podíamos, aunque Ana era muy pequeña todavía y la llevaba en la mochila portabebés.
En septiembre volveremos a recogerlas y haremos más de nuevo —expliqué.
Me gustaba que se fijara en esas cosas, y que se preocupara de no poder ayudarme.
Al acabar de desayunar, los niños recogieron la mesa y yo fregué los platos.
—Voy a ver si las colmenas tienen bastante miel y traeré una poca —informé antes de salir de casa.
—¿Tenéis una colmena? —preguntó asombrado.
—De hecho tenemos dos colmenas, y de vez en cuando me visto con el traje y recolecto la miel. También tenemos una vaca y un ternero de un año, y creo que pronto nacerá otro ternero.
—Eres increíble, Andrea, estás consiguiendo sobrevivir con los recursos a tu alcance, sin depender de nadie —me aduló, consiguiendo que me subieran los colores.
—Sí, también tenemos árboles frutales y almendros, dos olivos y una parra trepadora que nos dará uvas en septiembre, pero no es mérito solo mío, Iván ha conseguido los árboles en las incursiones, los trajes de apicultor y muchas de las cosas que ves.
—Me habéis dejado impresionado —añadió con asombro en su voz.
—El primer año fue el más difícil, no teníamos ni idea de los cultivos, intentábamos todo lo que se nos ocurría que podía ser útil, y a veces salía bien y otras salía mal, pero fuimos a la biblioteca y recogimos todos los libros que ves allí —expliqué mientras señalaba un armario. Con ellos aprendimos muchas cosas.
A partir de este año, en invierno empezaré a enseñar a leer y escribir a los niños. En verano haremos una escapada para conseguir material escolar.
—Eres increíble —murmuró admirado.
—No, simplemente soy una madre con dos hijos que tiene que sobrevivir —expuse con humildad.
Para mí no era una gran gesta, se trataba de supervivencia. Di por concluida la conversación, salí de casa y, en el establo, me puse el traje de apicultor. A ellos los dejé en el sofá entretenidos con un cuento.
Fui hacia el río y lo atravesé por un tramo estrecho, de un salto.
Las colmenas rebosaban actividad, las ahumé un poco para adormecerlas y saqué un poco de miel y algo de jalea real de ambas colmenas.
Haría la mermelada con miel, ya que el azúcar no nos duraría mucho.
Mientras volvía hacia casa iba pensando en José y en Iván. Quería a Iván, habíamos vivido muchas cosas juntos, le echaba muchísimo de menos y, aunque mi corazón sabía que él necesitaba la libertad, yo necesitaba saber que estaba bien. Si me hubiera dicho que se iba para siempre tal vez le hubiera convencido para que se quedara, comprendía sus razones, pero por lo menos podría haberse llevado el radio-transmisor para saber cómo estábamos los niños y yo. Esto último no lo entendía por más que me lo había preguntado mil veces desde que se fué. Sinceramente no creía que fuera un olvido.
Por ello, a pesar de que le quería, empecé a sentir cierto rencor por él.
Con José no sabía lo que me ocurría, quizás estaba influida por mis recuerdos del instituto, cuando a primera vista me enamoré de él. Pero debía hacer frente a ello y racionalizarlo, no podía dejarme llevar otra vez por esos sentimientos ilógicos. Entre otras cosas porque tenía dos hijos que dependían de que su madre estuviera con y para ellos.
Y si, como parecía, él ni siquiera me había reconocido, quería decir que muy probablemente cuando se recuperase de la pierna se marcharía de nuevo y me quedaría sola de nuevo con los niños.
No debía acostumbrarme a él, ni encariñarme tampoco, decidí en aquel momento que le ayudaría a restablecerse lo antes posible y lo llevaría de nuevo al hospital para que siguiera su camino. No dejaría que los recuerdos de algo que sentí siendo una adolescente me nublaran la razón.
Con esos pensamientos entré en el establo y me quité el traje de apicultor, lo dejé colgado de un perchero donde teníamos colgadas las prendas de trabajo, cogí la miel y entré en casa.
Allí me esperaban Ana y Sergio. Sabían que siempre que iba a las colmenas al volver les daba un trocito de jalea real, que era un dulce delicioso.
Les di una porción a cada uno y luego otra pequeña parte se la di a José.
—¿Tú no comes? —.
Me preguntó.
—Ya he comido por el camino, el resto voy a guardarlo —expliqué.
Aquel primer día que pasamos juntos mis nervios estaban a flor de piel. Por todos los medios evitaba estar a solas con él, utilizaba a los niños para disimular mis sentimientos ilógicos hasta poder controlarlos.
No sería tarea fácil.
Después de comer volví a salir a buscar leña, luego eché un vistazo a la vaca y entré en casa cansada, dispuesta para hacer la cena y acostar a los niños.
Mi sorpresa fué mayúscula cuando me encontré con la cena preparada y los niños con el pijama puesto.
—¡Anda si ya estáis en pijama! —exclamé agradecida.
—Sí, mamá, José nos ha ayudado —dijo Sergio muy serio.
—Genial, veo que has hecho la cena, José. ¿No deberías guardar reposo? —pregunté, aunque estaba más que agradecida por la ayuda.
—Andrea, llevas todo el día trabajando, es lo menos que podía hacer.
—Gracias —murmuré ruborizándome.
—Ven, siéntate, descansa un poco y luego cenamos —habló con voz ronca, señalando el sofá donde estaba sentado.
Sin saber porqué las lágrimas asomaron a mis ojos, debía ser el cansancio, así que antes de que se dieran cuenta me disculpé y fuí al baño.
Pero Ana venía tras de mí.
—¿Mama pupa? —preguntó inocente.
—No, cariño, mamá está bien, sólo se le ha metido una cosa en el ojo —mentí para que no se asustara.
En su inocencia Ana me creyó, claro.
—Ven, yo zoplo —dijo solícita, soplándome en el ojo para ayudarme.
Cenamos todos juntos y, mientras comíamos, les iba contando lo que había hecho durante la jornada. Después los niños me explicaron también cómo había ido su día.
José quedó de nuevo sorprendido.
—Estoy tan acostumbrado a estar solo...
—¿Cuánto hacía que no tenías nadie contigo? —inquirí curiosa.
—Casi desde el inicio de la pandemia. Mis compañeros de trabajo murieron, o se marcharon con su família.
—Ha debido ser duro —manifesté, pensando en todo lo que habría tenido que pasar él en el hospital.
—Me mantenían en pie los recuerdos —comentó, con sus ojos de soñador despierto fijos en los míos.
—¿Qué recuerdos? —. Me arrepentí de hacer esa pregunta en el mismo momento de hacerla.
—Recuerdos de cuando era un estudiante. Siempre intentando ayudar a los demás. Con las ideas claras respecto a lo que quería ser, médico.
Si había esperado escuchar de sus labios que se acordaba de mí para seguir adelante, me quedé con las ganas.
Miré sus ojos azules, y el tiempo pareció retroceder catorce años atrás, cuando le ví por primera vez. La misma sensación de irrealidad volvió a apoderarse de mí.
Se detuvo mi corazón y perdí tres latidos de vida.
Rápidamente bajé los ojos al plato de comida y me concentré en controlar la estampida de mi corazón.
Así no iba bien. O controlaba mis emociones o acabaría muy mal.
—¿Y qué te ha empujado a ti para sobrevivir? —preguntó él de pronto.
—Mis dos hijos. Ellos son mi fuente de fuerza y valor, por ellos daría la vida.
Le hablé mirándolo a los ojos, con la seguridad reflejada en mi mirada.
Más tarde acosté a los niños en mi cama y les canté unas canciones hasta que se durmieron. Después me disculpé con José y me retiré a dormir también.
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