11-Reencuentro.
Le reconocí de inmediato y me dió un vuelco el corazón. ¿Cuánto tiempo había pasado?. Ya tenía veintiocho años, así que habían pasado trece años desde la última vez que le había visto. Mis emociones estaban desbordadas, pero tenía que hacer un esfuerzo por controlarlas para poder ayudarle. No parecía que él me reconociera. Posiblemente yo no signifiqué nada en su vida y por eso no sabía quien era.
Dejé de lado esos pensamientos y me centré en ayudarle.
—¿Dime, cómo puedo ayudarte con la pierna? —pregunté señalando a mi alrededor para que me explicara lo que nos haría falta.
—Está bien, Andrea, vamos a hacerlo entre los dos, ¿estás dispuesta? —inquirió.
—Dime qué quieres que haga —asentí, acercándome a él.
Los niños me miraban sin comprender, me veían nerviosa y empezaron a tener miedo.
—Un momento, José —y dirigiéndome a ellos comenté— Ana, Sergio, venid aquí un momento, voy a ponerle bien la pierna a José, quiero que le déis la mano para que no tenga miedo y le duela menos, ¿Me ayudáis? —pregunté mirándoles a los ojos, para transmitirles seguridad.
Ambos asintieron con la cabeza, se colocaron al lado suyo y le cogieron de la mano. De esa manera, al ayudarme, parte de su nerviosismo y del mío se mitigó un poco y pude concentrarme en José.
—Vamos allá, Andrea, tienes que estirar de la pierna y girar un poco a la derecha para recolocarla. Yo intentaré ayudarte —explicó él.
Parecía fácil dicho así, pero yo tenía miedo de hacerle daño y empeorar la fractura, temblaba.
José, al mirarme se dió cuenta de que tenía miedo.
—Espera un momento, Andrea, creo que tienes miedo y te comprendo, si quieres esperamos a que te hagas a la idea y luego lo intentamos —dijo, aunque la mueca de dolor delató su sufrimiento.
—Pero debe dolerte mucho, José —afirmé, tratando de controlar mis nervios y todos los sentimientos que se agolpaban en mi interior.
—No me pasará nada por aguantar un poco más —mintió.
—No, adelante, si pude dar a luz y sacar adelante a dos criaturas, puedo colocarte la pierna bien —decidí al ver su sufrimiento.
—Tendrás que buscar un punto de apoyo para hacer fuerza —explicó.
Miré a mi alrededor para encontrar algo que me ayudara.
—El armario me servirá —decidí, ya más segura de mí misma.
—De acuerdo, ahora coje la pierna y, lo más rápido que puedas, estiras y rotas al mismo tiempo.
Reuní mis fuerzas y me concentré en su pierna. Sudaba y me temblaban las manos, pero estaba decidida a colocarle la pierna en su sitio como fuera.
—A la de tres, José. Uno, dos,¡y tres! —exclamé.
Estiré con todas mis fuerzas, roté como me había dicho y le coloqué la pierna como mejor pude.
Al soltar su pierna temblaba descontroladamente, del esfuerzo, la concentración y el miedo.
—¡Muy bien, mamá!, ya está arreglada! —exclamó con inocencia Sergio.
José tenía el rostro contraído por el dolor, pero alzó el pulgar para decirme que estaba bien.
—Muy bien, ¿Y ahora qué más hago? —inquirí, dispuesta a continuar con la tarea.
—Ya está, mamá —dijo Sergio, consiguiendo una sonrisa de José a pesar del dolor que debía estar sufriendo.
—No, cariño, aún tengo que sujetar la pierna para que no se vuelva a poner mal —expliqué.
—Mira en la consulta de aquí al lado, creo que habrá vendas de escayola, tráelas y las pones en remojo un momento, mientras tanto me pones una venda suave debajo.
Seguí sus instrucciones y le puse la escayola lo mejor que pude. Tardó muy poco en secarse y entonces me dijo que debía ir al baño urgentemente.
—Bien, te ayudaré a levantarte y te conseguiré unas muletas.
Miré por varias habitaciones y consultas, y tras una intensa búsqueda encontré dos muletas y una silla de ruedas.
Lo llevé todo donde estaba él con los niños y, al entrar, me los encontré a los tres sentados, José les estaba contando un cuento y, tanto Ana como Sergio, estaban embobados.
—Ya estoy aquí. Te ayudo a levantarte y te llevo en la silla de ruedas al baño. Después comeremos algo y nos vamos a casa juntos —Lo solté todo de carrerilla, sin pensar, sin darle opciones de negarse, pues era la única opción viable para él y para nosotros.
Me miró y asintió con la cabeza.
—Antes tenemos que ir a hacerme una radiografía de la pierna para ver cómo ha quedado.
Me llevaré instrumental médico y medicación. Necesitaré tu ayuda para recogerlo todo —pidió, con la mirada suplicante más tierna que había visto nunca.
—Está bien, pero no podemos entretenernos, esta noche tenemos que estar de vuelta en casa —espeté, tratando de contener mis emociones.
Le levanté como pude del suelo, lo senté en la silla de ruedas y él me guió a través del hospital hasta un baño asistido. Le dejé dentro y salí para que tuviera algo de intimidad.
Cuando terminó fuimos a la cafetería del hospital y allí comimos los cuatro, José tenía hambre y le cedí parte de mi comida, estaba bastante delgado.
Eran las dos del mediodía, teníamos tres horas para recoger todo, hacer la radiografía y marcharnos.
Ana se sentó en su pierna sana y Sergio iba de su mano mientras recogíamos material aquí y allí.
Luego me guió a su habitación, pequeña pero limpia, con una cama individual, una mesilla de noche con una foto familiar y un armario de donde saqué toda su ropa y la coloqué en una mochila que encontré allí mismo.
Todo esto lo hacía de forma mecánica. Esperaría a llegar a casa para pensar y permitirme sentir.
Por último me guió a radiología, me explicó cómo tenía que hacer la radiografía y luego lo acompañé a la camilla dispuesta para ello. Estaba llena de polvo, pero no nos importó, me dio una medalla y su reloj de pulsera, un anillo y un llavero.
Le ayudé a colocarse bien y después los niños y yo nos fuímos a la cabina de aislamiento y puse en marcha el aparato. Al finalizar, José miró las placas y me felicitó.
—Genial, Andrea, ha quedado muy bien alineada, creo que no tendré problemas para caminar cuando me quite el yeso.
Tras oírle me quedé más tranquila.
Salimos por urgencias, ayudé a subir a la furgoneta a José, luego los niños y, una vez dentro todos, me fui a recoger todo lo que habíamos ido reuniendo y lo llevé a la furgoneta.
Cuando ya me disponía a subir para volver a casa, lo ví aparecer por la esquina.
Era pequeñito, muy delgado, sus ojillos marrones me miraban con una súplica en ellos. Me agaché y lo llamé.
—Ven, pequeño, ven aquí, chiquitín.
Poco a poco se fue acercando hasta que pude cogerlo.
Era una perrita pequeña, estaba escuálida. Me recordó a la gallina de la granja y la subí a la furgoneta. No podía dejarla allí, moriría de hambre. De hecho, no sabía si llegaría a sobrevivir de lo delgada que estaba.
Así que cuando entré en la furgoneta la metí conmigo y nos fuimos a casa.
Conducía con cuidado, pues con cada traqueteo en los baches, el gesto de José cambiaba.
Me obligué a no mirarlo mientras conducía. Me obligué a no pensar.
Por la ciudad, José me iba guiando para indicarme cómo salir sin perdernos. Yo tenía ciertos edificios como referentes para tomar la dirección correcta para llegar a casa.
Pasamos por una gasolinera y paré por si acaso había gasóil. Tuvimos suerte y todavía quedaba un poco, con lo que rellené el depósito. En la tienda no quedaba nada excepto algunas cuerdas que cogí y poco más.
Seguimos adelante, tenía miedo de no encontrar el camino de entrada a casa, estaba tan camuflado que era difícil de ver.
Tras dos horas circulando, reconocí la zona donde debía estar el camino y ralenticé la marcha.
Iba concentrada en el lateral de la carretera y por fin lo encontré.
Al entrar por el sendero cubierto de maleza,José me preguntó si estaba segura de que era por allí, pues las ramas y los arbustos rozaban y arañaban la carrocería del vehículo.
—Sí, este camino es lo que evita que tengamos visitas inesperadas —expliqué, sin atreverme a mirarlo todavía.
Los niños se habían dormido, cuando paré delante de casa me dí cuenta de la expresión de José. Parecía realmente asombrado con lo que veía, salió el gato y se restregó contra mi pierna, abrí la puerta y cogí primero a Sergio metiéndolo en la cama vestido y todo. Luego hice lo mismo con Ana.
José me miraba, pero yo me había prohibido mirarle a él. Había mucho trabajo que hacer y sólo yo podía hacerlo. Ayudé a José a bajar de la furgoneta y lo senté en la silla de ruedas. Lo dejé en el comedor mientras vaciaba la furgoneta, estaba embelesado, alucinado por todo lo que veía, y eso que aún no había visto las vacas, las gallinas y las abejas.
Estaba muy cansada, pero no podía descansar aún. La perrita dormía en brazos de José, así que fui a la cocina y saqué un poco de queso y se lo tendí a él para que fuera dándoselo a la perrita.
Preparé una cena ligera y levanté a los niños para que comieran.
Los pobres estaban agotados con las emociones vividas ese día.
A las diez ya los tenía durmiendo en mi cama. A José pensé en darle la segunda habitación, era pequeña pero no tanto como la que tenía en el hospital. Había dos camas en ella, así que saqué una. Él me miraba trabajar y no se atrevía a decirme nada. Yo lo prefería así, si me hubiese dicho algo no hubiera podido controlar mis emociones y no sé que habría pasado.
Había colocado la mochila con su ropa en una silla en su habitación, y por un momento pensé que tendría que ayudarle a ponerse el pijama para dormir. Por suerte me dijo que podía solo.
Encendí la estufa de leña y por fin me senté a descansar.
Me dolía la espalda, las piernas y la cabeza, había sido un día agotador y no quería pensar, todavía no.
Cogí el radio-transmisor y puse sin darme cuenta el canal de José.
—Aquí sola 1 buscando gente sobreviviente —comencé.
—Andrea, estoy en la habitación, ya salgo y hablamos cara a cara —dijo con una sonrisa.
—Perdona, José, es la costumbre. Cambio el canal a ver si localizo a alguien —Me justifiqué.
Se rió, lo oí por radio y también en directo desde la habitación. Yo me puse roja de vergüenza.
Al cabo de cinco minutos salió de la habitación con las muletas y se sentó a mi lado en el sofá. Se había puesto un pijama azul cielo, que hacía destacar aún más sus ojos, también azules, con el pelo largo, despeinado, parecía increíblemente atractivo y también muy vulnerable.
Miles de sensaciones recorrieron mi cuerpo y mi mente en tan sólo un segundo.
Nada había cambiado en mis sentimientos, pero todo era distinto en la vida real. Traté de respirar tranquila y hablar también con normalidad. Me costaba muchísimo controlarme.
—¿Qué te ocurre? Debes estar cansada. No has parado en todo el día. Si quieres ya busco yo por radio un rato, vete a dormir —susurró con voz ronca.
Como si fuera fácil dormir con el batiburrillo de ideas en mi cabeza y el cócktel de sentimientos en mi corazón.
Sin mirarlo le dije buenas noches, le di las gracias y me fui a dormir con los niños. Aunque también vino la perrita conmigo.
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