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10- El año que se marchó Iván.

Al fin, en abril se derritieron las nieves y, aunque hacía mucho frío, Iván pudo salir de nuevo con Linda. El día que se marchó nos dió un beso, a los dos niños y a mí. Me dijo que los cuidara y supe que algo había cambiado en él. Presentí que aquella no era una despedida normal como tantas veces había sido. Ese día su despedida sonaba a un adiós. Me dije a mí misma que no podía ser, que eran imaginaciones mías, por ser la primera excursión de la primavera, estaba más preocupada y me hacía ideas equivocadas. Iván era una persona muy responsable, no iba a dejarme sola con los dos niños. ¿O si?.

—Vuelve pronto, Iván, cuídate, te quiero. —Me despedí de él, con un nudo en el estómago.

—Adiós, Andrea, cuida de los niños. Yo también te quiero —respondió él.

Los niños dijeron adiós a su padre desde la entrada de la casa, él los abrazó a los dos y los besó.
Algo le pasaba por la cabeza. Lo vimos salir con la moto por el sendero lleno de maleza. No volvió la vista atrás en ningún momento.
Me quedé allí plantada en la entrada de la casa, con los dos niños a mi lado y una terrible soledad se apoderó de mí.

Los niños, con su vitalidad, me sacaron de mi ensoñación, entramos en la casa y me dispuse a organizarme para llevar a cabo todo el trabajo pendiente.
Fui a ver a las vacas y a las gallinas. La vaca parecía preñada otra vez. Era sorprendente porque en ningún momento habíamos visto al toro. Pero debía haber un toro por fuerza.
Las gallinas seguían poniendo huevos, los recogí y me dirigí de nuevo a casa. Entré en la cocina y los niños venían detrás de mi. Los puse a jugar en el comedor donde la estufa estaba encendida. Al acabar el trabajo me senté con ellos y jugamos un rato.
El primer día sin Iván pasó sin pena ni gloria. De noche, Sergio, que ya casi tenia tres años, preguntó por su padre. Ana era muy pequeña todavía.
Acosté a mis dos fierecillas y fuí a encender el radio-transmisor para comunicarme con Iván y con José como cada noche.
Entonces me dí cuenta de que Iván no se lo había llevado. Lo había olvidado. Me quedé mirando las dos radios sin saber qué pensar. ¿Había sido un olvido o quizás había querido desconectar de nosotros?
Cogí uno de ellos y busqué el canal donde conectábamos con José.

—Aqui sola 1, ¿me oyes solo 2? —hablé, intentando que la preocupación no se reflejara en mi voz.

—Aquí solo 2, hola, Andrea, ¿cómo va todo hoy? Parece que ya viene la primavera —comentó.

—Hola, José, hoy ha salido Iván y se ha dejado el transmisor, si lo ves avísame por favor —Le pedí.

—No te preocupes, Andrea, si pasa por aquí te llamará desde mi radio —prometió, dejándome un poco más tranquila.

—¿Tienes pacientes en el hospital? —inquirí.

—Hoy tampoco ha venido nadie, no queda gente en la ciudad.

—Se habrán marchado todos al campo. Es donde hay alguna posibilidad de sobrevivir. Deberías hacer lo mismo —sugerí, pues su situación en la ciudad debía ser muy precaria.

—La verdad es que empiezo a planteármelo para finales de verano —espetó, dejándome sorprendida.

Hablamos un rato de los niños, de la vaca que parecía otra vez preñada, del día que habíamos pasado y de lo que haría el día siguiente. Cuando cortamos la comunicación el silencio dentro de la casa era denso, sólo se oía el crepitar de la leña en la estufa. La noche me ahogaba por momentos, la incertidumbre sobre Iván me mantenía despierta y tenía la sensación terrible de que no lo volvería a ver. Llegó la mañana y me levanté antes de que se despertaran los niños. Hice todo el trabajo de exterior que pude y después desayunamos los tres juntos. No me gustaba dejarlos solos mientras estaba fuera, así que los abrigé y me los llevé a plantar semillas en el huerto. Me ayudaban a su manera. Hablaba con ellos y les contaba cuentos mientras trabajaba. Cuando veía que estaban cansados los sentaba a jugar con piedrecitas.

Después de comer, mientras ellos dormían la siesta, aproveché para ver si las abejas ya estaban activas.
Luego me ocupé de hacer tortillas de patatas que luego congelaba para nuestra reserva de alimentos.
Esa noche también hablé con José, como las siguientes, pero cuando le preguntaba por Iván, siempre me decía que no lo había visto.
Hacía dos semanas que se había marchado, y no sabía nada de él, me preocupaba que estuviese herido en la carretera, o peor aún que hubiese muerto. No sabía lo que hacer porque no podía dejar la casa e irme a buscarlo, además, en mi fuero interno, creía que se había ido voluntariamente y no pensaba volver. Así que estaba muy nerviosa.

—Aquí solo 2, ¿Me oyes, Andrea? —preguntó, con un tono de voz distinto al habitual.

—Aquí sola 1 si, te oigo, José, ¿todo bien por ahí? —indagué preocupada.

—No del todo, tengo un problema.

—Dime, José, ¿Qué problema tienes?
¿Puedo ayudarte? — Me ofrecí, pues él nos había ayudado con las vacunas de los niños y además había cogido cariño a aquella voz que cada noche conversaba conmigo.

—No lo sé, Andrea — murmuró desanimado.

—Prueba a explicarme lo que te ocurre, veré lo que puedo hacer —dije, intentando ofrecerle mi apoyo.

—He tenido un accidente tratando de encontrar material médico, me he roto la pierna y creo que también alguna costilla. He conseguido sentarme, pero no puedo moverme, no tengo comida ni agua —explicó con dificultad.

—¿Tienes algún paciente ahora? —pregunté.

—No, por suerte estoy solo. Desde hace un mes no viene nadie por aquí.

—Está bien, José, voy a ir a buscarte con la furgoneta, ¿podrás aguantar hasta mañana? —pregunté de nuevo, para asegurarme.

—Sí, creo que sí — contestó dubitativo.

—Está bien, mañana vamos los niños y yo a buscarte, llevaré agua y comida para que te recuperes.

—Necesitaré tu ayuda para inmobilizar la pierna, Andrea. ¿Podrás ayudarme? —inquirió.

—José, he dado a luz en casa con la ayuda de Iván, si he conseguido eso, puedo ayudarte a ti en lo que sea —aseguré, mientras ya estaba pensando en todo lo que tendría que preparar.

—Está bien, Andrea, te espero mañana. Descansa.

Antes de acostarme dejé preparada una mochila con la comida de los niños y la nuestra.
Esperaba que la furgoneta tuviese suficiente gasóil para ir y volver.
Me acosté y por primera vez desde que se fue Iván , no pensé en él sino en José que, aunque no lo conocía en persona, me necesitaba y estaba dispuesta a hacer lo que estuviese en mi mano para ayudarlo.

Me levanté más temprano de lo habitual, atendí a los animales y levanté a los niños.

—Vamos Sergio, Ana, hoy nos vamos de excursión cariño, vamos a vestirnos y nos iremos con la furgoneta.

—¿Dónde vamos, mamá? —Preguntó Sergio.

—Vamos a ir a ayudar a un señor que se encuentra en apuros, cariño — expliqué de forma sencilla para que me entendiese.

—¿Veremos a papá? —preguntó, despertando el dolor por su ausencia.

—No, cariño, a papá no lo veremos, pero tenemos que ayudar a ese señor porque él nos ha ayudado antes también — expliqué.

—Pero, mamá, ¿dónde está papá? —preguntó con una mirada tan parecida a la de Olga, que me costó reaccionar.

—Cariño, papá tuvo que marcharse y volverá un día a explicarnos el porqué —dije, sin dar más explicaciones.

Mientras hablaba iba vistiendo a Ana y ayudando a Sergio.
Desayunamos un poco y nos metimos los tres en la furgoneta, el gato nos miró desde la ventana sin ninguna intención de venir. Ese era nuestro hogar, y nosotros era la primera vez desde que llegamos hacía dos años, que salíamos fuera de casa.
Abroché los cinturones de los niños y arranqué el motor. Hacía mucho tiempo que no conducía, así que muy despacio me introduje en el camino de salida.
Conduje hasta la carretera, pero no sabía hacia dónde debía ir. Hice memoria de cuando llegamos y giré a la derecha.
La carretera estaba llena de baches, las plantas invadían la calzada, daba la sensación de que no había pasado por allí nadie en años.
Me fijaba en las señales de tráfico, ya cubiertas de hierbas para ver si indicaban la dirección de Santander.
Después de media hora de circular sin saber a ciencia cierta hacia dónde, encontré una señal hacia Santander y la seguí.
Los pueblos que nos cruzábamos estaban desiertos, no había coches en la carretera, los campos estaban sin trabajar.
Los niños se durmieron y pude conducir sin pararme casi dos horas. Ya estábamos en Santander, sólo hacía falta encontrar el hospital donde se encontraba José.
Merodeé por toda la ciudad hasta encontrarlo. Aparqué en la entrada de urgencias. Bajé a los niños, y con Ana en brazos y Sergio de la mano entré en las dependencias llamándolo en voz alta. Allí no parecía haber nadie.
Estaba a punto de volver a salir para buscar en otras dependencias del hospital cuando oí una voz desde el fondo de un pasillo.
Me acerqué con cuidado.

—¡José! ¿Eres tú? —pregunté con miedo.

—¡Sí, estoy aquí! — exclamó.

Me acerque con precaución, ya que sólo conocía a José por la voz en la radio y la voz que escuchaba no se parecía a aquella.

—Estoy aquí, Andrea, por fin llegaste —murmuró con voz cansada.

Cuando oí que me llamaba por mi nombre, supe que se trataba de él y dejé las precauciones a un lado. Entré en la habitación de donde provenía la voz y me sorprendí al verlo:
Estaba de espaldas a la puerta, sentado en el suelo, la pierna en un ángulo antinatural. La habitación era una consulta, el mueble de la pared estaba abierto y se habían caído los medicamentos al suelo, una escalera estaba también tumbada en el suelo a su lado, y él se apoyaba ligeramente en ella.

—¡Dios mio! ¿Cuánto tiempo llevas así? —exclamé.

Giró su rostro y entonces le pude ver la cara y los ojos, azules como el mar.
Me quedé de pronto muda, mirando sus ojos.
Él también me miraba sorprendido. No me podía mover, hasta que Sergio habló rompiendo el silencio que se había instalado entre los dos.

—Mamá , ¿tenemos que «aduyar» a este señor? —preguntó sacándome del estupor en el que me hallaba sumida.

—Si, cariño, este señor es José y le vamos a ayudar —confirmé.

Me acerqué a él con el corazón a mil, lo vi demacrado, cansado y a punto de rendirse, pero con ojos de soñador todavía.

—Hola, José, soy Andrea, voy a ayudarte, estos son mis hijos, Sergio, que tiene tres años y Ana de dos —Me presenté con voz atropellada.

—Sergio, cariño quédate aquí un momento mientras traigo agua y comida para él —Me dirigí a mi hijo.

Ana me miró suplicante, y enseguida comprendí que no quería quedarse sola con José, así que, para tranquilizarla, le dije que ella me ayudaría a traer las cosas. Fuimos a la furgoneta y saqué la mochila con las provisiones.
Regresamos a la consulta y lo primero que hice fue darle agua.
Nuestras miradas se encontraron de nuevo y entonces lo reconocí.
Era él.

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