Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

9 - Éxtasis de la destrucción

Me divertí mucho escribiendo este capítulo. Lo sentí muy cinemático o como un videojuego... Cuando lo terminen ya me dirán. 
🤭🤭🤭

No sé por cuánto tiempo me quedo así, si dormito o si estoy despierta. Parece que han pasado horas, pero también pudieron haber sido minutos o tal vez unos pocos segundos. No obstante, cuando siento que mi cuerpo comienza a entumecerse y que ya no tengo fuerzas para temblar por el temblor y la desesperación. Decido moverme.

Volteo hacia atrás y noto que Syria me mira, aburrida. Hace un rato decidió ir a tomar una siesta a los asientos traseros. Le sonrío como un acto reflejo, sin sentirlo de verdad, y ella menea su cola en respuesta. Me acomodo nuevamente en mi asiento y, aunque ya sé que es inútil , tomo nuevamente mi móvil.

Intento marcar, pero no funciona. Soy estúpida por querer comunicarme con alguien cuando las líneas están totalmente caídas. Nada da un resultado positivo y la sensación de estar atrapada en una pesadilla que no tiene salida se acrecienta en mi pecho.

Enciendo el auto y manejo con precaución hasta la intendencia. Allí debe haber alguien que podrá ser capaz de explicarme lo que ha sucedido. Necesito ver a alguien, a quien sea, para saber que esto es un simple error, un simple delirio. Confío en que allí podrán ayudarme con el paradero de mi madre, al fin y al cabo, ella trabaja en ese lugar.

Tengo miedo de toparme con otro dron, pero desde que logré ocultarme no los he vuelto a ver. Por momentos, creo que quizá también lo imaginé. Sin embargo, mientras más me interno en el centro, más confirmo que es verdad.

Estoy en una ciudad fantasma.

Al principio, debo esquivar varios obstáculos y me veo obligada a frenar de golpe unas cuántas veces. Sin embargo, cuanto más ingreso en el caso central, noto que solo hay un carril libre para conducir. Está completamente despejado y conduzco por él a pesar de ser una dirección contraria a las estipulada por la ley. Me siento extraña por ir en contramano, mientras a mi lado veo el reflejo de un embotellamiento que en extremo caótico. Los coches están mal estacionado a montones, con las puertas abiertas e, incluso chocados. Varias de las esquinas están cerradas e incluso hay una furgoneta que me impide el paso varias calles antes de llegar a la intendencia. Intento hacer marcha atrás, pero me encuentro incapaz de doblar; tengo que retroceder demasiado como para poder encontrar otro camino.

La Casa de Gobierno de Nueva Francia está cerca, al final de una calle sin salida extremadamente cuidada y pintoresca. Me bajo del coche, dejándolo estacionado en el medio de la avenida Eliseos. No lo aparco con cuidado, solo lo acerco a la orilla y me subo a la acera, golpeando sin querer un contenedor de basura. No le veo sentido a ser cuidadosa. Mi miedo está transformándose en una furia incontenible y me agobia no saber qué hacer.

—Syria, baja —ordeno. Ella me obedece y tomo mis cosas y la correa. Ella se estira y, con timidez, se sube a un macetero con fresias y lo orina como perro macho. Por alguna razón, siempre lo hace así.

Caminamos con cuidado, cualquier ruido lejano nos sobresalta. Nunca me percate de lo silenciosa que podría llegar a ser una ciudad, tampoco, creí que podría llegar a extrañar su ruido.

Me duele la cabeza y la caminata no me ayuda. Los analgésicos ya han dejado de hacerme efecto y no sé si sería correcto tomar más. Con cada paso que doy, me retumba y creo que podría estallarme, siento como si miles de agujas penetran en mi cerebro de manera aguda y el movimiento repercute en mis cervicales y en mi vista.

«Vista», pienso. «En cuanto me siente a descansar, deberé ponerme un rato lo lentes», finalizo mientras palpo la mochila en busca del estuche que no sé si traje. Mis dedos lo tocan y lanzo un suspiro de alivio, agradezco no haberlos quitado cuando regresé de la universidad.

Cuando estamos por recorrer los últimos metros, un estruendo nos saca de nuestro eje. Le damos la bienvenida a las nubes abarrotadas encima de la isla y a la formación de una gran tormenta eléctrica que amenaza con comenzar en cualquier instante. Me fascinan las tormentas, sin embargo, este no es momento para distraerme y mirar los hermosos haces luminosos que parten el cielo.

Mi primera impresión de la intendencia es la de que nadie ha venido a trabajar, aunque a estas horas, todos deberían estar en sus puestos. No hay nadie en la garita de seguridad y me es extraño pasar sin que el oficial que pide la credencial de identidad te frene y pregunte la razón de tu visita.

—Vengo por la dominación mundial, Joe —susurro con un nudo en la garganta. Siempre respondo a su pregunta con esa frase y él suele darme tips político, bélicos o militares que podría implementar en mis planes de conquista mundial.

Cierro los ojos con fuerza para ahuyentar las lágrimas y entro en el vestíbulo central justo cuando ha empezado a llover. Syria a mi lado olfatea todo. Quiero creer que ha reconocido el aroma de mamá; por lo general, ella usa perfumes fuertes que se pueden oler hasta en Rusia.

—¡Mierda! —grito al subir la eterna escalinata de mármol gris.

El vestíbulo es un caos. Hay papeles, cajas, carpetas y libros desperdigados en el suelo. Sillas volteadas y un desorden generalizado similar al de la galería marítima. Sin dudarlo un segundo, camino hacia la oficina de mi madre.

El sitio vacío me genera un escozor en la espalda y en la nuca. Odio esta situación y quiero entender qué demonios está sucediendo, pero me es imposible.

Subo las escaleras del primer piso e ingreso en la primera puerta a la derecha. En la oficina de mi madre también hay un desastre. Me llevo las manos a la boca para ahogar un grito. El contenido de su bolso está desperdigado por el suelo y su teléfono celular, ese que le compré para su último cumpleaños con mis propios ahorros, destruido contra las cerámicas. Quiero creer que se ha caído por accidente... pero, pero...

Parece que alguien lo ha aventado a piso con mucha rabia o que se ha caído de un séptimo piso por «accidente». Me arrodillo junto al aparato y lo acuno entre las manos, desolada. No sé qué demonios significa esto.

Me apresuro a meter todas sus pertenencias en el bolso de cuero sintético y me la cuelgo en el hombro. Necesito seguir inspeccionando el lugar, necesito encontrar una pista de lo que está sucediendo.

Mi estómago se queja con un ruido grave que ocasiona que Syria bufe en mi dirección, molesta. La acaricio entre las orejas y me levanto, tras estirarme, del sofá de cuero que hay en la oficina del jefe de mi madre. Ya revisé casi todo el sitio y no hay nadie. Estoy segura de ello. La siesta que tomé no ayudó en nada, incluso, los momentos de sueño fueron tan intermitentes que me dejaron peor y los dolores que recorren mi cuerpo no me ayudan.

Me fijo en la hora y noto que el almuerzo debió haber sido hace mucho.

—Tú también quieres comer, ¿no? —le pregunto y ella menea la cola ante la mínima mención de la comida.

Tomo la correa de Syria y juntas subimos las escaleras del segundo piso. Allí hay dos o tres maquinitas expendedoras, unos baños grandes y la sala de juntas más amplia, al que se usa para las reuniones multitudinarias.

Lo primero que hago al subir es entrar en los aseos. Hace más de doce horas que no orino y recién me percato de ello. En el baño, no hay destrozos ni desorden. Parece como si nada hubiera pasado. Me gustaría que, al salir, todo fuera normal, como alguna clase de puerta mágica. Sin embargo, sé que no ocurrirá.

Dentro del cubículo, suelto por un momento la soga de Syria y la retraigo para que se enrolle en su arnés. Ella está igual que yo, no come desde hace varias horas y la última vez que debió haber tomado agua fue al salir de casa.

Al salir, me acerco al espejo y me observo con cuidado. No me reconozco. El reflejo que me muestran no es el mío. No veo en ningún sitio a la joven sin preocupaciones ni temores, aquella que en lo único que debe preocuparse es de sus relaciones y amistades, y en aprobar los exámenes de la universidad.

Mi rostro está surcado por un camino de lágrimas secas. Abro el fregadero y dejo que el agua corra. Formo un cuenco con mis manos y me enjuago el rostro unas cuántas veces, con cuidado de no mojar las gasas que, en cualquier momento, se caerán solas. Debí haber sido más precavida y guardar más apósitos, pero jamás hubiera imaginado que me enfrentaría a algo así. Junto más agua y esta vez me la acerco a la boca para hacer un buche; escupo el líquido y repito la acción unas cuantas veces porque necesito quitarme el sabor nauseabundo que tengo; mi aliento es sencillamente un espanto.

—No soy estúpida —me digo—. Sé que algo malo está pasando y no entiendo por qué...

No solo mi madre es la que está desaparecida, no hay nadie a mi alrededor. No vivo en un pueblito de unos cientos de habitantes, vivo en una ciudad, en la capital de un país. Me aferro con furia al lavabo hasta que mis nudillos se tornan blanquecinos

—¿¡Qué demonios ocurre?!

Nueva Francia es una ciudad gigantesca, una de las urbes más conocidas para el turismo vacacional en los últimos tiempos gracias a nuestras bellísimas playas y los bosques dignos de postales ubicados en los acantilados cercanos al mar. Además, Montresa en un país reconocido por su alta calidad de vida y por tener centros hospitalarios eficientes y avanzados.

Bebo un sorbo de agua y aplaco un poco la sed que siento. Miro hacia abajo y veo que Syria no está. Me paralizo y, antes de poder terminar de pensar lo peor, ella entra por la puerta y mueve su cola.

—Quédate conmigo, ¡eso no se hace! —la regaño y vuelvo a tomar su correa.

Salimos al pasillo y nos acercamos hasta la puerta de la sala de juntas, ya que ahí están las máquinas expendedoras. Mi estómago ruge por la cercanía a la comida. Abro mi mochila y tomo unos billetes. Lo meto en la máquina y me tomo unos segundos mientras pienso qué elegir y si conviene seguir gastando dinero en golosinas tan costosas que no me llenarán.

Un instante después, me siento una completa idiota.

Cierro mi mochila y me la vuelvo a colgar en el hombro. Miro a mi alrededor y mis ojos se fijan en un extintor reglamentario colgado en una pared.

—Syria, vete —la espanto y ella me observa—. ¡Aléjate! —La aparto con aspavientos de pies y de manos. Con confusión, ella accede.

«Bien», pienso. «Me muero si la llego a lastimar por esta idiotez».

Y entonces, descuelgo el matafuego. Lo balanceo en mis manos y me impulso hacia adelante con todas mis fuerzas. Cuando creo que tiene suficiente impulso, comienzo a golpear el cristal mientras aparto el rostro. El vidrio cruje con una facilidad abrumadora y yo, poco a poco, me siento presa del éxtasis de la destrucción. Mis músculos se quejan por el esfuerzo y los golpes que tengo tallados en mi piel me hacen saber que aún siguen ahí.

—No te acerques —advierto mientras dejo el extintor en el piso.

Me acerco con cuidado a la maquina expendedora; con mi historial, no sería raro que terminara cortándome con los vidrios caídos o los que aún quedan en la máquina. Recelosa, meto la mano y comienzo a llenar mi mochila con diversos paquetes de galletas y de snacks, también guardo algunas latas de sodas y de jugos. Mis cosas parecen a punto de explotar.

Junto a Syria, bajamos las escaleras. Necesito un poco de aire fresco y, saber que aún sigue lloviendo con intensidad, me hace querer sentir la lluvia más de cerca. Sin embargo, cuando estamos por llegar a la planta baja, algo me detiene. El rugido de un motor enciende mis sentidos. Alarmada, termino de bajar la escalera y arrastro a Syria conmigo hasta el vestíbulo principal, detrás de unas columnas, en la recepción.

«¿Siempre estuvieron aquí?», pienso, «¿Quiénes son? ¿Vinieron por los ruidos de la máquina? ¿Me buscan a mí o son la ayuda?».

—Mierda, mierda, mierda —susurro de manera casi inaudible.

Intento controlar el temblor de mi cuerpo, pero me resulta imposible. Pronto, el murmullo lejano de una conversación llega a mí. Esa es la pauta que necesito para saber que debo ocultarme.

Me agacho tras el gran escritorio, largo y de madera, de la recepción. Noto que me cuesta respirar y que, de forma abrupta, mi mundo se ha venido abajo. Saber que atacaron a mi madre en este mismo sitio y que, después, ella volvió a casa en busca de mí, me hace sentir atrapada. Quisiera salir y pedir a gritos una explicación, pero estoy aterrorizada. El miedo me mataría antes que las mismas personas.

Los pasos resuenan dentro del hall y yo creo que estoy a punto de presenciar mi fin. En mi mente solo tengo dos pensamientos: «¡Que Syria no ladre o moriré», y... «¡Que no me encuentren o moriré!».

La diferencia abismal que hay entre mis opciones me hace replantearme mi situación. Pero el replanteo queda en la nada cuando escucho que los pasos se hacen más y más fuertes y la discusión se torna acalorada. Me cuesta demasiado entender qué es lo que dicen; las voces se escuchan raras y distorsionadas.

Pronto, a mi costado veo unos pies.

Decido que, por mi bien, lo mejor es tener espacio por si tengo que salir corriendo. Meterme dentro de alguna de las puertas del escritorio podría salir muy mal. Titubeante, gateo hacia atrás y rodeo la madera hasta apoyarme en el lateral contrario con Syria a mi lado.

—... nunca. Lo haré, cumpliré con mi deber —informa una voz masculina—. No fracasaré.

—Claro que lo harás —responde otra persona; no sé diferenciar si es hombre o mujer—. Eres el perro de C; pero no sé si eso es bueno o malo. Mira que exponerte a todas las porquerías que se liberaron...

—Confío que estaré bien, señor —vuelve a hablar el primero con su voz distorsionada pero en un tono inmutable y neutro—. Todo por el bien del protocolo.

«¿Protocolo?», paso saliva en seco. El dolor en mi cabeza se amplía de manera visceral y flashes de una conversación que olvidé regresan a mí junto a una sensación narcótica de desconcierto.

«Fui drogada», concluyo con el pánico burbujeando en mi sangre.

Necesito confirmarlo. Despacio y con lentitud, me asomo por el borde de la madera maciza. Uno de los sujetos viste un traje de color blanco, de esos especiales que se usan en las situaciones de riesgo para no contaminarse con el ambiente, y el otro, el otro... viste un traje militar de color negro y una máscara antigás.

«¡Es él, son ellos...!», pienso, pero: «¿Hubo infección? ¿Hay una enfermedad? ¿Por qué yo me quedé?».

Syria parece percatarse de mi incomodidad y se pone en alerta, comienza a emitir un ladrido que no llega a ser ladrido, ese que suena como un gruñido suave cuando los perros escuchan algún desconocido.

—Shhh —le digo lo más bajo que puedo y ella cesa. Supongo que si no es por ella, moriré de todas formas.

«Necesitamos salir de aquí», digo para mis adentros mientras busco una salida de emergencia con la vista. Necesito encontrar una escapatoria que no sea correr frente a estos sujetos. ¡No puedo dejar que ellos me encuentren!

Pronto, un tercer sujeto, también vestido de negro, ingresa corriendo en el lugar. Sus pasos se oyen mojados y cargados de agua por la lluvia. Pienso que estoy perdida porque, desde la puerta principal, puede verme. Sin embargo, siquiera se fija en mí. Luce desesperado y al borde del colapso. La discusión vuelve a acalorarse y ya no puedo entender de lo qué hablan.

—Lo tengo dentro —grita claro, pues creo que se ha arrancado la máscara antigás—, dentro. Me pica, me destruye. Lo siento dentro y no puedo hacer nada.

Mi teléfono comienza a vibrar en mi bolsillo trasero con insistencia, supongo que se debe haber apretado algo y yo solo puedo pensar en que la vibración se oye demasiado alta.

—No puede ser... —anuncia el de blanco, desahuciado—, no es cierto. No lo es. ¡Dime que no lo es!

—¡111! —corta el de negro—. Detente. —Se oye un ruido plástico contra las baldosas— ¡No, no, no! —Enloquece el de negro—. ¿Qué has hecho? Póntela, ¡póntela, VI145!

—Ya estoy perdida. —La última persona, una chica joven, se oye asustada y nerviosa, fuera de sí—. Quiero salir de la isla, pero me dejarán aquí. Tuve contacto con los primeros... fue ínfimo, pero...

Aunque quiero seguir oyendo, es mi momento para huir. Aprovecho la distracción y me meto en un pasillo que nace a dos metros de mí.

—Duele, quema por dentro, nunca sentí algo así. ¡Mátame AG, máteme señor Unos!—Se cae de rodillas al piso y yo aprovecho para ocultarme en el pasillo—. Me dejarán aquí —balbucea entre gritos desgarradores que me paralizan—, me llevarán a...

Un disparo atronador resuena en mis oídos tras ser seguido por el silencio más mortuorio que oí en mi vida. Syria suelta un chillido y corre hacia el final del pasillo, no alcanzo a sostener la correa entre mis manos. Se escurre entre mis dedos, como las lágrimas que se deslizan por mi rostro. Antes de salir tras ella, alcanzo a ver que una chica está en el suelo y que un charco de sangre se forma a su alrededor. El hombre de negro está a su lado y el de blanco apunta con un arma.

—¡¿Por qué la mataste 111?! ¿Por qué mataste a Violetta? —Su voz se quiebra y creo que mi corazón también lo hace—. ¿Por qué mataste a tu hija?

—Conoces las reglas. Ella las rompió. —Hace un pausa—. Además —la voz se quiebra—, estaba perdida.

Y yo dejo de escuchar.

Holi, 

¿Qué creen que pasará ahora con Emma? ¿Se encontrará con este grupo de personas? ¿Quiénes creen que son y qué chuchas hacen ahí? 

¡Los leo! Amo cada una de sus teorías. 😍


¡Prontito nos vemos en el capítulo 10!

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro