40. Incendios en la lejanía
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El todoterreno se agita cuando Gabriel esquiva un trozo salido de la banquina que debería coronar los costados de la que fue una de las autopistas más importantes del país. Da un volantazo y gira con brusquedad para subirse al césped.
Con una maniobra envidiable, vuelve a reincorporarse al asfalto y tomamos el desvío del puente aéreo. Verlo me hiela la sangre, pues la vista panorámica de la ciudad es desoladora. Los focos de humo pujan en el horizonte, cada vez más cercanos, y yo no puedo entender qué es lo que harán ahí.
La sensación de vacío que genera ver sitios abandonados y desolados nunca se quita, incluso, por momentos siento que se hace más fuerte. El arraigo de saberme allí es destructivo. No queda nada de lo que fue alguna vez la sociedad montresalina, solo hay esqueletos vacíos. Moles de concreto que perdurarán hasta que algo más fuerte acabe con ellas.
Cada salida al exterior, para mí, es única. Todas te dejan sabores diferentes y la sensación de acecho nunca se apaga. Pero la adrenalina que te da salir a las calles y recorrerlas es también inexplicable; nunca sabes qué te puede ocurrir, con qué te puedes encontrar, si será tu última vez fuera.
Me resulta imposible no sentirme ansiosa con esta. Es la primera vez que tengo compañía humana en una exploración. A pesar de lo de recién, Gabriel conduce con cautela y, como oficialmente estoy recuperada, me permitió salir con él a buscar suministros. Las heridas están mejorando y al final resultaron más leves de lo que imaginaba. Ya no necesito de cuidados ni medicinas.
Por fortuna, Gabriel toma la salida 23, hasta la zona a la que nos dirigimos y sé que falta poco para nuestro destino.
—Entonces... gusto favorito de helado. ¿Helado de chocolate o de fresa? —Estoy tentada a decirle que de seguro es de vainilla, pero no estoy lista a hacer una broma con connotación sexual— Tienes cara de clásico —opto por decir con una sonrisa traviesa mientras lo señalo con el rostro antes de girarme para seguir mirando por la ventana. Por el retrovisor veo que Syria va acostada en la parte de atrás, dormitando. Su collar, que alguna vez fue de un rosa pálido, luce ennegrecido. Pienso que es hora de conseguirle uno nuevo.
—Ninguno de esos. —Frunce el entrecejo como si le hubiera dado a escoger entre tener vómito o diarrea—. Mi favorito es el de pistacho con chispitas de chocolate.
Hago silencio mientras espero por sus risas. Volteo con cuidado y lo observo a los ojos con seriedad .
—¿Qué? —inquiere con confusión.
—¿Cómo es que acaso existe un ser humano que... ¡qué elija ese gusto como favorito!?
Gabriel frena de golpe y retumbamos. La ruedas hacen un chillido abrumador y Syria se despierta en medio de gruñidos de confusión, atontada.
—¡Oye! ¿Por qué eres tan mala? —se queja—. ¿Qué tiene de malo que me guste el helado de pistacho? Mi abuela hacía uno casero muy rico.
—¡Idiota! —Le doy un puñetazo en el brazo y él comienza a sobarse la zona herida como si le hubiera arrancado un pedazo—. ¡No frenes así! ¡Es peligroso! Y... no. Tú... tú eres el malo. Solo un villano podría comer helado de pistacho.
Gabriel se ríe y vuelve a poner en marcha su vehículo. La intersección 23 es igual que todas las zonas rurales por las que estuvimos conduciendo, incluso se parece al que fue mi hogar con los pastizales amarillentos a causa del crudo invierno. No tiene nada destacable. Nunca busqué sola por estos lados, es cerca del centro de la isla. A pocos kilómetros, está el hito que une las tres intendencias, un monumento de un metro y medio de alto, de concreto y con forma fálica pintado de blanco.
—El helado de pistacho no es mi favorito, tranquila —aclara, y yo ruedo los ojos—. Tenías razón. Soy clásico, aunque mi favorito es el de vainilla —sonríe con honestidad y me siento sucia por mi anterior pensamiento; paso saliva en seco—. Aunque también me gusta el mousse de limón... ¿A ti?
«Otro clásico», pienso.
—A mí me gustan todos, no tengo favorito. Pero si tuviera que elegir, escojo la menta con chocolate.
Gabriel vuelve a frenar y otra vez rebotamos dentro de la cabina. Con una lentitud abrumadora, se voltea a verme a los ojos:
—Ese si es un gusto digno de un villano —declara con solemnidad y yo vuelvo a darle un puñetazo en el mismo sitio que antes.
Tras soltar una carcajada, continúa conduciendo. El viaje transcurre entre preguntas tontas y un entretenido intercambio de anécdotas. Me entero de cuándo es su cumpleaños o de cuál es su comida favorita, le cuento de mí y de mi indecisión por las carreras universitarias o que me da terror montarme en una motocicleta.
Para cuando Gabriel aparca, siento que el tiempo ha volado y que deberíamos haber seguido por un buen rato más. Sin embargo, no estamos para hacer un road trip. El peso de la realidad se encarga de hacerme entrar en mis cinco sentidos.
Bajar del vehículo es suficiente. Aquí el olor a humo es pesado e incluso se ven más focos de incendios en la lejanía. El cielo no se ve completamente azul, el humo enturbia el color como si tuviera un filtro grisáceo. Es más, en varias esquinas del aparcamiento se pueden ver cúmulos de cenizas arremolinados. La indignación me posee y no quiere pensar cuánto es lo que queda en pie de la ciudad, de mi ciudad.
—No entiende lo que ocurre y por qué tienen ese afán de quemar media isla... —susurro más para mí que para él.
Gabriel me observa con pesar y guarda silencio. La tristeza bajo sus ojos es notoria e incluso parece a punto de llorar. Sus ojos grises lucen aguados y solo puedo pensar en que lo entiendo. El peso de darte cuenta de la magnitud de lo que están haciendo es devastador.
—No estuve en esta zona —carraspea para desviar la atención y saca un mapa similar al mío—, pero hay chances de encontrar algo, porque es un supermercado que hacía ventas al por mayor —explica y yo asiento mientras lo escucho—. Espero que tengamos suerte. De todos modos, antes acompáñame por combustible.
Gabriel le abre la puerta a Syria y, cuando esta baja de un salto, se acerca para recoger nuestras mochilas y un bidón vacío. Con un gesto me pide que lo sigamos mientras camina hasta una camioneta cercana que está estacionada transversal a como debería estarlo.
Introduce la punta de una navaja para forzar la tapa del compartimiento que guarda el combustible. Tras escuchar un chasquido, el tapón se descuelga y él lo aparta. Cierra la navaja y la guarda en el bolsillo trasero de su pantalón.
Luego, se arrodilla con su mochila frente a las piernas y de ella saca una manguerilla de goma transparente, la cual mete en dentro del vehículo y comienza a succionar.
Con una mueca de intriga y asco, lo observo, intrigada, y pronto veo cómo es que el líquido sube. Gabriel empieza a toser hasta que los estertores parecen inaguantables, pero no se detiene y pone la otra punta de la manguerilla en el bidón vacío.
—¿Alguna vez has... —mi cara de asco me delata y, cuando se calma, destapo mi botella de agua y se la ofrezco—... tragado un poco de combustible?
Gabriel hace gárgaras con el agua y la escupe al suelo, con el ante brazo se limpia la boca mientras respira, agitado.
—Creo que todas —confiesa—. Es complicado agarrarle la mano al truco. En las pelis lo muestran sencillo, pero no. Aunque tengas años de experiencia en esto, podría pasarte. No tienes ni idea de cuánto líquido hay en el tanque, entonces, debes inspirar la cantidad justa de aire. Además, el sabor que te queda en la boca es horrible. He vomitado todo lo que llevaba en el estómago en más de una ocasión.
Cuando estoy por responder, él añade:
—Maldita sea, es muy poco. Necesitamos más —añade con disgusto.
Elegimos otro vehículo y, cuando está por terminar de quitar la tapa de la válvula del combustible, le toco el brazo.
—¿Puedo hacerlo yo? —inquiero—. Enséñame el truco.
Él asiente claramente interesado en mi propuesta y una sonrisa de desafío bailotea en sus labios. Me tiende la manguerilla y me explica que debo pasarla por el hueco hasta que sienta que la punta se ha sumergido en el líquido.
—Luego, es fácil, solo debes inspirar, sin tragar el combustible. Te arrepentirás —añade como si no fuera algo obvio—. Es complicado, debes dejar de hacer fuerza en el momento justo, para que caiga afuera y no dentro de tu garganta.
Lo miro con escepticismo y, antes de que me siga explicando, succiono. La manguera tiene un aroma demasiado potente, tanto que me perturba y siento que estoy en una de esas estaciones de servicio a las que le gustaba ir a mi abuelo. Es frustraste, pero el líquido no sube.
Vuelvo a chupar de a momentitos cortos, pero sigue sin pasar nada. Mis mejillas se inflan con aire y, a pesar de eso, supongo que no lo estoy haciendo con la suficiente fuerza. Sin pensarlo mucho, intento con un poco más de intensidad y de un solo soplo. Es como si intentara tragarme todo el helio de un globo sin resultado.
Pero el punto es que no sucede eso y tampoco se me pone la voz chistosa. El combustible sube sin previo aviso y es tan rápido que, aunque lo veo aparecer por la manguera transparente, no puedo reaccionar. Solo soy capaz de a hacerlo cuando toca mi lengua y llega a mi garganta
Suelto la manguera y comienzo a toser. En mi boca siento un gusto horripilante. Me quema y los químicos juguetean en mi estomago casi de forma automática. Comienzo a toser y a escupir como loca mientras Gabriel toma la manguera y la coloca en el bidón.
—¡Mierda! Este tenía el tanque lleno. ¡Mira cómo sale! ¡Bingo, Emma, lo lograste! —me felicita, asombrado, mientras yo vomito mi desayuno a un costado y Syria mueve su cola, emocionada, como si estuviéramos jugando.
***
Me agacho para recoger una lata de soda perdida y sonrío. El gesto luce extraño en mis facciones, efímero y sutil, tanto que si alguien quisiera comprobarlo, debería voltear para comprobarlo.
El olor a encierro y humedad ha penetrado dentro de mi cuerpo y creo que ahora mi sudor ahora apesta así. Me llevo las manos a mi rostro para frotarme la nariz; mi avance es con unas insidiosas ganas de estornudar constantes. Preferiría otra compañía a esa, pues me recuerda a las alergias que solían darme de pequeña.
El sitio es enorme y solo sé dónde es que está Gabriel por el haz luminoso que se escapa de su linterna varios pasillos más abajo. Su luz y la mía son lo único que luchan contra oscuridad abrumadora, el resto solo es engullido por la oscuridad que se extiende por el sitio.
A pesar de que debería estar lleno de productos llenos de cajas, las góndolas relucen por estar vacías casi vacías. Con mi experiencia previa aprendí que las cosas suelen caer en los recovecos menos pesados, engancharse entre los rieles o terminar en un rincón al que nadie podría llegar sin treparse en una escalerilla.
El gusanillo del miedo aparece cuando, de pronto, Syria se pone en alerta. Parece escuchar cosas que yo soy incapaz de oír. Empiezo a buscar a mi alrededor alguna potencial arma en caso de ser necesario..., pero, no encuentro nada. Gabriel tiene un machete, pero siento que sabe usarlo más como herramienta que como arma. Me encamino, despacio, hacia donde veo su haz de luz. Quizá puedo convencerlo de que me deje manejar el machete a mí.
Siempre que Syria reacciona de esta manera, yo no puedo evitar pensar en nuestra estadía en el Hospital Nacional de Montresa. De todos modos, aquel tiempo no fue el peor momento que tuve antes de encontrar a Gabriel.
La sola mención de su nombre, nuevamente, en mi mente dispara una alerta que no estoy preparada para asimilar:
«¿Cuándo es que me he vuelto tan dependiente de él?», pienso. Que Gabriel esto o aquello, que mi doctor, sus cuidado o sobreprotección.
Paso saliva en seco, decidida a retomar la marcha, cuando de pronto un rugido en el cielo me deja por completo paralizada. Mi cuerpo se tensa y es invadido por una seguidilla de escalofríos incontrolables. Mis manos comienzan a humedecerse y mi boca se seca. El inconfundible sonido de un avión sobrevolando una zona me alerta, pero no es uno solo, sino varios. Luego del sexto, pierdo la cuenta.
«Eso es lo que oyó Syria por anticipado», me percato.
Lo siguiente que oigo son estruendos más fuertes y explosiones que parecen sacadas de una guerra. Escucho que Gabriel me llama, pero soy incapaz de reaccionar. No puedo responderle.
—¡Detente!
Pero no lo hago, y sigo adelante. Sin darme cuenta, me percato de que estoy corriendo hacia las escaleras que dan a la azotea. Syria chilla a mis espaladas y llorisquea por los ruidos. En un breve atisbo llego a ver que se oculta en la parte más baja de una estantería, tras unos congeladores que en su momento supieron estar llenos de vegetales congelados.
Comienzo a subir la escalera, pero me detengo a medio camino cuando todo el edificio vibra por lo que sea que ocurre fuera. Por las vibraciones, parece que los mismos aviones y helicópteros de siempre están sobrevolando demasiado bajo. Por un instante, creo que estamos en el target de ataque y que nos darán a nosotros, pero está claro que el caos es varios kilómetros más a la capital.
Peleo con la puerta de que da a la azotea, ajena de lo que ocurre en el exterior y ajena de lo que tengo a mi lado, y comienzo a darle topetazos con el hombro hasta que cede. Mis heridas tiran y siento algo tibio recorrer la piel de mi abdomen.
Tras forzarla, siento la mano de Gabriel en mi hombro. Volteo. Está sudoroso y en sus ojos veo genuina preocupación.
—¡Es peligroso! ¡No salgas! —grita para hacerse oír por encima de los estruendos.
Pero solo opto por quitarme su mano de encima y decir:
—Déjame. Tengo que verlo por mí misma.
Y a pesar ser mucho más fuerte y alto que yo, no intenta detenerme y me da mi espacio. Sabe que puede obligarme a bajar, si así lo quisiera, pero no juega el papel del héroe que salva a las damiselas en peligro de los libros ni intenta disuadirme de que no comenta una locura. Sin interferir en mi decisión, Gabriel asiente con su cabeza.
—Voy contigo —avisa.
Es mi turno de asentir.
La cegadora luz del día me confunde por unos momentos y el inconfundible olor a humo me envuelve. A pocos kilómetros de donde estamos, están bombardeando grandes edificios de la ciudad de Nueva Francia. El escalofrío que me recorre es más profundo de los me invadieron en toda mi vida, pues no puedo entender qué es lo que están haciendo.
El fuego y el humo tiñen el paisaje y casi puedo oír los chillidos de los habitantes fantasmas de la fue mi ciudad.
Una opción aparece en mi mente y parece ser la correcta: están probando armas en la ciudad abandonada. Sin pretenderlo, camino por la azotea hasta llegar a uno de los bordes.
—A veces pienso que... —Y de pronto no sé cómo seguir la frase: ¿qué es lo que pienso de allí? Tomo como excusa el viento que hay en la altura del edificio para meditar el resto de mi frase—. Que allí se está librando una guerra una guerra que no puedo ver.
—Lo mejor será mantenernos alejados de esta zona, ven. Juntemos nuestras cosas y salgamos de aquí cuanto antes —sugiere con amabilidad.
Lo miro, estupefacta, mientras la ira empieza a mover hilos dentro de mi propio cuerpo y me dejo guiar por ella, como si fuera su propia marioneta.
—Eso le dices porque tú no vivías ahí, Gabriel —siseo.
El dolor empaña sus ojos gris y la culpa punza por hacerme recapacitar, pero la ignoro. No la necesito en estos momentos.
—Te esperaré abajo, Emma.
Comienza a alejarse de vuelta hacia la puerta. ¡No! ¡Maldita sea! ¿Por qué lo hace? Necesito que se quede y pelee conmigo, que discuta. ¡Que haga algo, maldición! ¡Lo que sea! Tomo aire mientras clavo mis uñas en las palmas hasta herirme la piel.
Lo llevaré al límite si es necesario, pero toda la ira que contamina mi sistema, me dejará libre:
—Sí, ¡esperaremos hasta que quemen toda esta maldita isla! —grito tan alto que los bombardeos se silencian por un instante—. ¿O no? ¿Eso es lo que tú quieres, verdad?
Gabriel se voltea y, por fin, veo signos de enfado en sus facciones. Camina hacia mi y sé que se siente dolido por mis palabras. Tiene las manos hecha puños cuando se posiciona frente a mí.
—¿Qué es lo que dijiste?
La parte racional de mí sabe que estoy siendo egoísta, pero necesito expulsar el veneno que tengo en mí o terminaré yo siendo la contaminada. Lo admito. Tengo miedo de desaparecer con Montresa, y pelear con Gabriel es la llama que me enseña que aún sigo viva. Ya es demasiado tarde para apagar la mecha.
—Dije que pareciera que quieres que quemen toda la maldita isla —repito entre dientes, con una calma que me asusta, pues no era consciente de que podía hablar con ese tono—. ¿Te crees que no noté tu poco interés por escapar de Montresa? ¡Las veces que te pregunté qué podríamos hacer, me dijiste que debíamos pensar antes de actuar y no ser impulsivos! ¿Entonces? ¿Cuándo pensaremos? ¿Aguardaremos hasta que los escombros nos aplasten? ¿Es que acaso no quieres saber qué ocurrió con tu madre?
Los ojos de Gabriel se abren con sorpresa ante la sola mención de su familia. Me mira de arriba abajo.
—Emma —la advertencia está en su voz—, no hables de mi madre, si no sabes.
—¡Entonces, hagamos algo! ¡Busquemos una salida! ¡Encontremos a nuestras familias! Necesitamos saber si están... vivos —berreo al borde del llanto, asimilando una dura verdad: la posibilidad de sus muertes.
—¿Y qué quieres que hagamos? ¡Recién te has recuperado! —extiende sus brazos para darle intensidad a sus frases—. ¡Idear algo durante tu recuperación, hubiera sido contraproducente! Detente, Emma. ¡Date paz!
—¡No puedo! ¡No puedo! —Las lágrimas se desbordan de mis ojos—. Ya estoy harta de estar aquí y ver... esto. —Con mi brazo extendido señalo la ciudad en llamas que está detrás—. No sé cuánto aguantaré, Gabriel. ¡Lo sabes, lo viste!
Termino de gritar, poseída por los últimos vestigios de la adrenalina. Pero cuando se acaba, mi mirada cae al suelo, rendida. El tan solo pensar en eso me remite a recordar lo que me sucedió cuando inicio todo. A los delirios, al dolor. Mi cabeza se llena de imágenes que no puedo controlar y apretó mi mano fuerte contra el pecho. Sufro al revivir lo que ha pasado. Los recuerdos son tan fuertes que parece que lo estoy viviendo otra vez. Llevo mis manos a mi pecho, en un intento de contener mi dolor.
Escucho que Gabriel suspira y deja caer sus brazos, agotado. Yo soy desgastante, lo sé. Y lo he orillado a una discusión sin sentido solo por mi propio beneficio.
Y la realidad es que solo logré que me sintiera peor... y lo arrastré conmigo, abriendo viejas heridas latentes e infectadas.
—Detente, Emma —repite. Una de sus manos se posiciona en mi barbilla y, con delicadeza, la sube para obligarme a mirarlo.
El viento genera un impasse entre nosotros al llevarse la goma que ata mi cabello, el cual se agita con bravura cerca del risco de la azotea y cae desparramado sobre mis hombros.
Gabriel da otro paso hasta a mí y, con su mano libre, me toma la mía para entrelazar nuestros dedos. Dejo que seque una lágrima que se desliza por mi mejilla y apoya su frente contra la mía. Antes de que pueda decir algo, él termina por romper toda la distancia que nos separa y me besa antes de que el calor de la ira y el frío de la tristeza se consuman, antes de que los incendios de Nueva Francia se apaguen a nuestras espaldas.
🟡NO ES UN SIMULACRO. NO ES UN SIMULACRO🟡
Como les conté se me complicó mucho poder escribir en este último tiempo. ¡Pero he vuelto!
¿Qué les pareció este capítulo? 🥴
¡Me quedó superextenso! 👀
¿Les gustó? 🙈
¿Teorías? 🤯
¿Cómo creen que continuará esta historia? 🤔
¡Por favor, llénenme de comentarios! Necesito su motivación para estos capis finales, me está siendo superdifícil escribir y estoy llenas de miedos por terminar la novela.
Cinco capítulos y contando hasta el final. 🙈
¡Los leo!
💚
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