4 - Claridad
Atención: Emma necesitará su cariño al finalizar el capítulo. 👀💖
La luz se cuela a través de mis párpados. Los oprimo con fuerza para seguir durmiendo. Creo que si logro hacerlo, el cuerpo me dejará de doler. Pero ¿por qué es que duele tanto? Despacio, abro mis ojos. La punzada de dolor se dispara al más mínimo movimiento. No logro enfocar, tengo la vista borrosa y me siento bastante perdida. Es casi como si no pudiera hilar pensamientos, como si una densa burbuja de neblina envolviera mi rostro.
Sé que en algún lugar hay luz blanca artificial y me molesta el brillo blanquecino de la lámpara del techo. Me hace doler la cabeza. Quiero que se apaguen, pero no puedo decirles que lo hagan, no encuentro mi voz.
«¿Qué me pasó?».
No entiendo nada. Me siento bastante adormecida y no sé por qué. Por poco, solo sé mi nombre. Mi cuerpo se siente pesado y liviano a la vez, flácido y macizo, áspero y suave. Vuelvo a abrir los ojos. Esta vez, poco a poco.
«Tal vez si no soy tan abrupta…».
Aleteo mis pestañas con parsimonia las veces suficientes hasta que logro acostumbrarme a la iluminación. No obstante, no me muevo. No quiero levantarme porque sé que no lo podré hacer. Decido quedarme quieta, acostada en la posición incómoda en la que estoy.
Mientras la conciencia comienza a visitarme, parpadeo varias veces más. Me percato de que tengo agua en las pestañas; me gustaría quitarla, pero mis brazos están muy lejos de mi rostro —o no, pero no responden a mis movimientos—.
Pronto, me doy cuenta de que estoy mojada y comienzo a sentir mucho frío. Demasiado. Tanto que me cala la piel.
«¿Estaré muerta?».
Respiro con profundidad y de mi cuerpo sale una tos involuntaria que me veo incapaz de controlar. Sin embargo, los estertores me obligan a mover. Duele. Todo duele.
Caigo en la cuenta de que, debajo de mí, hay más agua. Sin que yo se lo ordene, mi cuerpo vuelve a moverse. Miles de escalofríos me estremecen en mi totalidad y se repiten como si fueran parte de una coreografía programada y exacta de lo que el humano puede realizar sin siquiera intentarlo.
«Estoy temblando», asimilo, «por el frío».
Observo a mi alrededor. Creo que las formas comienzan a tener sentido. Me fijo con atención de lo que me rodea y noto que estoy rodeada de blanco.
«La bañera», dice una voz dentro de mi mente; descubro que soy yo. «Así que por eso está el agua».
Poco a poco, la escena que viví momentos atrás invade mi mente de manera fragmentada. Siento que me obligan a ver fotogramas frenéticos sin conexión alguna, como si fuera alguna clase de brutal tortura.
Duele.
Me duele la cabeza.
Y lloro.
Intento sentarme en el piso de la bañera, pero no puedo. Mi cuerpo está resentido por la posición en la que cayó. Estoy entumecida y el frío no ayuda. Quiero ordenar mis pensamientos de una vez por todas, pero me cuesta. No comprendo ni la mitad de las cosas que se agolpan en mi mente.
«Es una pesadilla», me digo a mí misma para convencerme. Seguramente, me tropecé en la ducha y me desmayé por algún fuerte golpe.
«Solo es un mal sueño».
Apoyo mis manos en el piso y hago fuerza con mis brazos para levantarme. Emito un quejido que retumba dentro de las paredes de mi cráneo. Siento que me golpeé, pero no recuerdo cuándo...
Ni cómo.
Llevo mi mano congelada hacia mi cabeza y la aparto con rapidez. El mínimo roce dispara un dolor agudo mucho mayor del que ya sentía. Jamás antes sentí algo así. Creo que la cabeza me estallará y se fragmentará como un cristal…
«La mesa», pienso débilmente y no comprendo bien por qué.
Con delicadeza, bajo mi mano y la deposito en mis labios. Otro golpe. Una costra pegajosa invade mi boca. Intento tocarla con la lengua, pero me da asco: sabe a metal.
—Mamá —llamo débilmente, me duele hablar—. ¿Dónde estás?
Necesito que me ayude. Quiero levantarme, pero las fuerzas se escapan de mi cuerpo. Me cuesta.
—Mamá —insisto—. Ven...
Sollozo. En mi mente, escucho su voz que me dice cosas bonitas y consoladoras; sin embargo, no es suficiente. No sirven de nada. El recuerdo de un momento lejano me invade. Es algo que ella me dijo cuando papá se marchó a vivir lejos, de que estaría a mí lado siempre, siempre, de que estaría conmigo porque viviría en mi corazón.
«¿Dónde estás ahora?».
Y lo recuerdo. Un grito que no es mío, el sonido de la destrucción lejana. Pronto, la escena recobra un poco de sentido en mi mente, pero para mí aún carece de coherencia.
«¿Por qué nos hicieron esto? ¿Qué fue lo que hicimos?»
A lo lejos, escucho un suave ladrido. Es Syria que está llorando, como yo. Lucho por levantarme de la bañera. Me propongo salir y, a través de movimientos mecánicos, comienzo a hacerlo. Mi cuerpo se reciente a los movimientos bruscos que me veo obligada a dar por la torpeza y a los temblores ocasionados por el frío. No tengo fuerzas ni energías. Siento que puedo desmayarme en cualquier momento.
Por un momento, me aferro de las cortinas plásticas que, por suerte, no ceden ante mi peso. No quiero volver a caerme. Miro hacia abajo y veo mi toalla tirada y totalmente mojada debajo de mí. Cierro los ojos y suprimo una imagen que me aturde. Alguien que me mira a través de una máscara, alguien que forcejea con mi cuerpo desnudo y me arroja en la bañera sin piedad.
Despacio, piso mi ropa sucia y entierro los pies en ella. Es agradable tener contacto con algo familiar, se siente normal; pero ya nada lo es. Con cuidado, camino hacia las repisas para tomar una toalla, evitando enfocar mis ojos en el gran espejo. Trato de levantar los brazos, pero mi brazo se cae, incapaz. Están tan altas que me cuesta estirarme, por lo que tomo la bata de baño de mi madre. Supongo que me perdonará esta vez por usársela; sabe que la mía la destruyó Syria.
Me envuelvo en la prenda y me dejo conquistar por su calidez; aún perdura el olor de mamá, con sus perfumes cítricos y florales. Quiero correr y averiguar qué demonios sucedió, pero en cuanto doy un paso acelerado, mis piernas fallan. Quiero creer que todo ha sido un susto y que gracias a los contactos de mi madre todo se solucionará rápido. Solo será un mal trago, algo que olvidar.
Intranquila, me resigno a no correr y camino con una lentitud que me encrespa los nervios. Me interno por el pasillo y veo que luz sale de mi cuarto. La puerta está entreabierta. Un sudor frío recorre mi cuerpo y me asomo con miedo mientras me sostengo de la pared. Tengo miedo de lo que puedo encontrarme tras esa pared.
Con cuidado, abro la puerta y las bisagras, como no, rechinan para agravar la situación. No obstante, nada cambió y me sorprende. Bastante. Esperaba lo peor. Pero mi cuarto está igual que como lo dejé minutos antes de entrar a bañarme.
«Antes de entrar a bañarme», repito mi mente con la vista fija en la negrura que se cuela por mi ventana.
Un nudo de proporciones gigantescas se asienta en mi estómago y las lágrimas vuelven a deslizarse por mis mejillas con desesperación. Dejo el umbral de mi habitación y camino lo más rápido que puedo hasta la puerta del cuarto de mi madre. Lloro del pánico y me veo obligada a taparme la boca para callar los sollozos.
Las luces de la habitación de mamá están apagadas. Con terror, meto la mano para apretar el switch de la luz que está en la pared, mientras vuelvo a maldecir que la casa no se a inteligente. No puedo hacerlo, no quiero ni imaginarme con qué locura me puedo encontrar. Sus gritos desgarradores vuelven a mi mente.
—Mamá —la llamo con voz ronca—. ¿Estás aquí?
Silencio. Enciendo la luz mientras tengo mis ojos cerrado. Sin embargo, al abrirlos, observo que no hay nadie; también todo sigue igual. Su cuarto luce impecable y está bastante ordenado porque lo limpió recientemente. Aún huele a aromatizante de pisos y el frío aire nocturno baña la habitación.
«Noche».
El miedo escarba por mi espalda y lucha contra el ápice —invisible— de esperanza que me obliga a creer que todo fue un sueño; ápice que se desvanece un momento después. Continúo mi camino por el pasillo y veo los primeros signos de destrozos. Los cuadros, que siempre reposan en una mesita decorativa que hay en el pasillo, están destruidos. Los cristales adornan el piso y me da dolor ver que la foto que nos tomamos abrazadas durante una visita al zoológico está pisada.
Esquivo la escena y me dispongo a bajar. El aullido incontrolable de Syria se hace más fuerte a medida que me acerco al piso de abajo. Un mal presentimiento invade todos mis pensamientos y me quita la capacidad de pensar. Sé que mi cada está vacía y no queda nadie. Cuando Syria llora así, es porque se siente abandonada. Y, si en la casa hubiera gente ajena, ella estaría loca de furia: no le gustan los desconocidos.
Me abrazo a la bata para sentir, aunque sea, algo. Noto que estoy tan nerviosa que mis nudillos están blancos de tanto estrujar la tela. Bajo la escalera con miedo fundado. Desde algunos escalones superiores ya puedo ver que la mesa no está. Solo quedan unas patas de hierro, negras, fijas como un esqueleto que se expone en alguna clase de museo. La parte faltante ha desaparecido y los restos de vidrio llegaron hasta el sofá.
—¡Mamá! —grito con todas las fuerzas que puedo encontrar—. ¡Responde!
Nada. Silencio, otra vez, excepto por el ladrido histérico de Syria por haber oído mi voz. Observo la escena que tengo frente a mis ojos con atención. La desesperación se me hace inaguantable.
Me dirijo hacia la cocina y en el trayecto, aunque quiera evitarlo, piso un cristal puntiagudo. Mi cuerpo me obliga a salta por inercia y choco con fuerza contra el televisor. La repisa se tambalea y no puedo hacer nada para detener la caída. Me protejo con mis brazos esperando por un impacto que nunca llega. Sin embargo, la televisión queda suspendida por la fuerza de sus cables. En un impulso, lo vuelvo a dejar en su lugar. No obstante, en cuanto lo hago, me quedo petrificada. Nuestra televisión tiene poco menos de seis meses y es último modelo. Mamá la ganó con unas rifas que hicieron en su trabajo por Navidad.
—No puede ser… —susurro—. Esto no tiene que estar… ¿Por qué no se lo llevaron?
Estática, vuelvo sobre mis pasos y comienzo a correr hacia la calle. El auto de mamá está mal estacionado, en el medio del jardín delantero. Ha destrozado varias de sus flores e incluso el buzón vintage sufrió las consecuencias del choque. Tras ello, gracias a la luz de las farolas, noto unas huellas de rueda de un vehículo mucho más grande.
Me siento desesperada y dejo que mi garganta se consuma en un grito de auxilio mientras me caigo de caer de rodillas en el umbral de mi casa.
No escuché a mi madre estacionar y marcar sus ruedas en la acera.
No escuché el vehículo que venía detrás y clavó sus ruedas en el asfalto.
No escuché a Syria ladrar.
No escuché a mi mamá gritar.
Una nueva idea se forja en mi mente. Hasta este momento, no había dejado entrar otra posibilidad en mi cabeza que no fuera la del robo. Una angustia mayor se hace presente y me pregunto cuánto más mi cuerpo será capaz de soportar.
Camino hacia la cocina ignorando el dolor de mi pie y entro en la habitación. Ya no me sorprende encontrar las cosas en el exacto lugar que las dejé antes de entrar a bañarme.
Salgo hasta el jardín y un sollozo involuntario se escapa de mi interior. Syria me escucha y comienza a ladrar con fuerza; me pide que vaya a desatarla. No lo pienso dos veces y decido ir por ella. Cubierta por la bata, abro la puerta que da acceso al jardín trasero. Los reflectores se activan con mi movimiento y me alumbran el camino.
Es de noche.
Noche.
Noche.
Noche.
Y aquí un nuevo capítulo por segundo día consecutivo. 💖
Desde su primera versión en el 2013 amo estas escenas. Emma aquí sufre uno de sus más importantes quiebres y todo su mundo comienza a desmoronarse. 💖✨
Espero que les haya gustado. 💚✨
Los leo en unos días. :)
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