23 - Derecha
Estoy en shock.
No puedo creer la cantidad de personas que está llegando a ⚡ SOLA ⚡ estos últimos días. (O al menos, la agregan a sus listas de lecturas). Según mis estadísticas, ayer más de 600 personas (únicas) entraron a la novela.
¡Es una locura! 🔥🔥🔥
Gracias, gracias y gracias. 💞💞💞
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⭐ NaiiPhilpotts ⭐
La ventilación es angosta y apesta a tierra. Poco a poco, el aroma a sistema solar de mi cabello me abandona hasta perderse en la nada. Hasta hacía minutos, creía que no era claustrofóbica, pero he empezado a pensar lo contrario. El miedo a los espacios cerrados se hace presente: nunca había estado en un lugar tan angosto.
Estoy rodeada por metal y polvo. Lo único que veo atrás y adelante es metal. Metal frío y entallado, tubos de ventilación que recorren cada piso del hospital . Tubos en los cuales se refleja la luz de la linterna del celular que tengo aferrado con metros de cinta médica a mi mochila.
Syria está atada a uno de mis tobillos y lo único que hace es lloriquear a cada gateo que doy: sabe que es una mala idea. Sin embargo, además de tirar la puerta abajo, no se me ocurrió otra cosa. La cerradura electrónica de la puerta estaba muerta y, romperla, podría alertar a las demás criaturas que anduvieran cerca.
Estoy consciente de que esto es una locura, pero no tengo opción. Es esto o nada. Es esto o morir en un subsuelo en el que nadie sabe que estoy. Por ello es por lo que decidí convertir a los ductos de ventilación en mis mejores amigos.
O casi. Aún no nos llevamos muy bien.
Con la idea de que pronto podré ver la luz del sol, continúo arrastrándome por la ventilación. A veces, mis manos palpan humedad que vaya a saber de dónde sale o mi rostro termina enredado entre telarañas y pelusas del tamaño de un rascacielos. Son difíciles de evitar porque es difícil moverme y, sobre todo, ver. La linterna a veces se comporta como mi enemiga al reflectar su luz en el metal, lo cual me enceguece por unos segundos que me saben a eternidad.
Hace unos días había probado mi idea y, sin Syria ni el equipaje, no me pareció tan mala. Con cuidado, quepo a gatas y, en caso de emergencia, incluso puedo sentarme con la espalda contra una de las paredes del ducto bastante encorvada. Además, si quiero recostarme puedo hacerlo. Tener la posibilidad de tomar una siesta no parecía nada mal.
Abrir el ducto sí que fue otro tema: la mesa de noche sobre el escritorio y una tijera jugando al papel de destornillador. Pronto, me recibió una lluvia de tierra en la cara e, incluso, una colilla de cigarrillo me golpeó e ojo. Fueron varias las horas con las que me entretuve al pensar cómo demonios había llegado a parar ahí.
Pero ahora lo única que me preocupa es encontrar cómo bajar. Me muevo lento y me es difícil precisar cuánto es lo que he avanzado. Además, las sensaciones físicas no cooperan: tengo calor por el esfuerzo físico que estoy realizando, pero frío a causa de la falta de oxígeno y las corrientes de aire que bailotean alrededor de mi cuerpo por el ducto. Me siento nerviosa y aterrada en partes iguales; la adrenalina no deja de fluir por mi torrente sanguíneo, pero temo que en algún momento se acabe y termine rendida.
Una vez que la semilla del miedo echa raíces en la oscuridad es muy difícil que algo la debilite. El sol y la compañía son sus enemigos: yo no tengo a ninguno de los dos.
Por otro lado, cada vez que me freno a tomar aire, el metal cruje y amenaza con desprenderse de donde sea que esté afianzado. No solo temo encontrarme con alguna clase de monstruo infantil —y ni tanto, por los que ya he visto en otros sitios— que habita en la oscuridad de estos ductos de ventilación, sino también con desmoronarme y terminar por hacerme daño en el suelo, y quedar inhabilitada, a merced de las criaturas reales que tuve la mala suerte de conocer.
Mi momento de descanso se termina y, cuando los goznes chillan lo suficiente, continúo mi camino, no sin antes cambiar de posición. Tengo todo el cuerpo acalambrado, así que quito correa de Syria de mis pies y la sostengo con mis manos mientras giro mi cuerpo hacia el lado contrario. Por un instante, creo trabarme y mi corazón se empieza a acelerar al punto que la sangre taponea mis oídos, sin embargo, puedo darme la vuelta sin mayores dificultades. Mis piernas pasan a estar adelante. Ahora, iré arrastrando el trasero como una niña que juega en el parque y se niega a caminar. Sigue siendo incómodo, pues debo encorvar la espalda. Pero ahora Syria se ve de mejor humor ya que puede lengüetearme la cara cada dos por tres, y no se siente tan abandonada.
Me arrastro y con mis pies empujo la mochila que mantengo aferrada y firme con mis manos. Debería haberme sacado el hoodie, pues el calor se me hace sofocante. No obstante, sacarme la ropa no está entre las comodidades que me brinda el ducto y resulta una tarea imposible de cumplir. Sin embargo, podría ser peor. La ventilación es lo bastante grande y resistente como para que yo quepa junto con Syria y mi mochila de campista.
Giro mi cabeza hacia atrás y no soy capaz de ver nada, está tan oscuro como lo que tengo por delante. Suspiro y sigo moviéndome. A veces, entre las rendijas de la ventilación alcanzo a ver atisbos de luz de alguna lámpara de emergencia agónica que me pone los pelos de punta.
Veo pasillos abandonados sacados de cualquier escenografía postapocalíptica, pero ninguna señalización verde que avisa dónde está la tan ansiada salida.
El cansancio me recorre de pies a cabeza. Me duelen los brazos del esfuerzo que me fue levantar la mesita de noche y llevarla hasta encima del escritorio
Los ruidos exteriores al tubo son cada vez más infrecuentes, por lo que creo que las criaturas no se han percatado de dónde estoy. Me arrastro con el trasero un poco más y gracias a la luz de la linterna observo que enfrente hay una bifurcación.
Izquierda o derecha.
—¿Izquierda o derecha, Syria? —pregunto.
Dos ladridos.
—¿Derecha?
Un ladrido-estornudo a modo de confirmación.
—Okey. Derecha será.
Comienzo a girar hacia la derecha y avanzo aproximadamente por unos veinte minutos en línea recta. Siento que estoy en un laberinto que no tiene recovecos, en un camino sin fin. Nada me determina que puedo bajar en un sitio y estar a salvo. Me detengo cada tanto y alumbro por fuera de la ventilación para ver a través de las rendijas. Podría jurar que fuera está más oscuro que en este cubo de metal.
A veces, siento que alguien me vigila. La oscuridad es tan abrumadora que me lleva a pensar en las cosas más irracionales —o quizás ya no tanto— que podría imaginar. Sin embargo, me obligo a traer la poca coherencia que me queda.
—Aquí no hay nada —me obligo a decir en voz alta y centro mis ojos en la luz de la linterna mientras chequeo la hora en uno de los relojes inteligentes que me quedé para mí.
Dos horas.
Dos horas han pasado desde que estoy aquí adentro.
No lo puedo creer. ¿Es acaso una broma? ¿Se desconfiguró la hora?
Desesperada, abro la mochila para chequear en alguno de los tantos celulares que me acompañan, pues desprender la cinta del que aferré y oficia de linterna no es opción.
Paso saliva en seco.
Dos horas.
Quiero apresurarme. Bajar y salir corriendo. La derecha no fue buena opción.
Mi respiración se torna pesada. Me sofoco. Me siento encerrada. ¿Se ha achicado el tubo o yo soy más grande? ¿La paredes me aprisionan? ¿Estoy teniendo otra visión, como cuando imaginé que mi brazo se volvía cenizas, aunque ahora parece que moriré aplastada?
Cierro la mochila y me agarro la cabeza. No puedo seguir así. Me obligo a regularizar mi respiración. Arrastro mi trasero otros tantos centímetros e intento imaginar que acabo de dar una zancada gigantesca. Sin embargo, no es así. Pronto, mi respiración me aturde y palpita en mis oídos, ensordecedora. Cada mísero crujido del metal me hace tiritar. Me siento como si estuviera adentro de un barco antiguo, los crujidos son similares a los de las películas de terror náuticas.
Yo no estoy en ningún barco, pero la parte del terror ya la tengo.
Me seco el sudor de la frente y lo decido: tengo que bajar cuanto antes.
La morgue se eleva ante mí y sus cientos de puertas metálicas me observan indemnes. Respiro solemnidad, parquitud y miedo. Mis pulmones se han congelado al ver dónde es que he caído. Pues, no ayudó que lo que creía era un escritorio se trataba de una mesa de disección metálica que resonó como los mil demonios cuando cayó la rejilla de la ventilación.
«Derecha», recuerdo con una amarga sonrisa.
Mi caída tampoco fue grata.
La oscuridad habita en el lugar que aún huele a antiséptico. Temo que las puertas se abran y de ellas salgan zombies, pero sé que lidiar con ellos podría ser más fácil que con los primates salvajes. Alumbro con la linterna y noto que hay algunas abiertas de par en par. Paso saliva en seco y tengo que obligarme a no salir disparada de aquí.
«No hay muerto», pienso, «si los hubiera, se sentiría en el ambiente. Se olería».
Y es cierto. Mi ropa que huele a humedad es lo único que de verdad apesta. Además, sin electricidad, esos congeladores hubieran hecho una sopa con los cadáveres. Me niego a pensar qué es lo que ha pasado con ellos, cómo se los llevaron o si los tiraron a una fosa común o cremaron. ¿Habría muertos por contagio?
Una gota de sudor nervioso comienza a transitar por mi columna vertebral. No es hora de pensar. Por lo que, sin perder un segundo más, me cuelgo la mochila al frente y, aún subida en la mesa, insto a Syria a bajar.
—Vamos, nena, por favor. —Animo con la luminiscencia verde del cartel de «Salida» reflejada en mi rostro—. No me hagas esto, linda. Nos vamos, ven, ven... —Palmeo mis piernas. Cada vez que hago un ruido, pienso que tengo los segundos contados; hablar entra en el juego—. ¡Vamos, Syria! ¡Haz saltado cosas así de altas o más!
Recuerdo las veces que se subía al árbol del jardín por su complejo de gato, o cuando decidió obviar todos los escalones de la escalera de casa.
Ambas, oímos un ruido. No sé si es un alguien, un algo o el mismo edificio que nos insta a salir de sus entrañas. Pero es suficiente para que la testaruda de Syria entre en razón.
—Vamos. —Me aferro a su correa como a mi misma vida—. Vamos, nena.
En cuantos tocamos el piso, echamos a correr por el pasillo señalizado como la salida. Mi pecho arde, mis músculos arden, pero nada de eso importa. Serpenteamos la inmensidad del pasillo que lleva a la morgue y subimos por el camino especial y sin escalones que de seguro usaban los enfermeros para llevar las camillas hacia la habitación que dejamos atrás.
Corremos, corremos como si nuestras vidas dependieran de ello, porque dependen, hasta que nos topamos con la entrada para las ambulancias en la guardia de emergencias.
¡Sí! Esta parte la reconozco.
No tengo ni que tironear la cuerda de Syria para que se mueva rápido, pues es hasta más rápida que yo y por momentos temo que me deje atrás.
Nos acercamos a nuestra siguiente «salida» y mis manos empujan con furia contenida las puertas en cuanto las tengo frente a mi nariz y...
Se abren.
El sol matutino brilla en lo alto del cielo y las lágrimas comienzan a surcar mis mejillas.
Por fin, el hospital ha quedado atrás. ⚡
🟡 ¿Cuál creen que será el siguiente paso de Emma?
🟡 ¿Qué es lo que harían ustedes?
✨ Yo creo que buscaría un spa y comida. De ahí no me sacan hasta que se acabe el mundo.
¡Los leo!
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