18 - Narimán Al-Hariz
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No soy consciente de cuándo es que los golpes cesan. Pronto, el retumbar contra mi espalda, que me hacía creer que me perforaría mis pulmones, y los ladridos insistentes de Syria han cesado. Ahora solo queda un silencio total que es shockeante y de los intensos crujidos y los alaridos ya no queda nada.
El silencio borbotea en mis oídos y creo que el horrible zumbido agudo me volverá loca. Sí, los chillidos embravecidos me ensordecían, pero el silencio va más allá: desquicia hasta la última fibra de mi ser y el pitido penetra en cada uno de mis huesos.
Luego de unos largos minutos, cuando creo que se han alejado lo suficiente y no están al acecho, me atrevo a abandonar mi posición. Por un instante, me dejo llevar por el dolor del entumecimiento que recae en mi cuerpo. He estado abrazada a mí misma por horas. Me obligo a creer que tengo suerte y que me dejarán en paz, que de seguro han encontrado otra cosa para entretenerse o que quizá han decidido volver a jugar con sus presas. Este último pensamiento se interna en mi mente como una daga filosa, y no puedo evitar pensar en la niña. Me siento repulsiva por la idea que acabo de tener y sé que, aunque no lo quiera, es altamente probable.
Guiada por la inercia y la autonomía de mis propias acciones, por fin me quito la mochila y hago tronar mi espalda, mi cuello y mis hombros. Luego, tras un suspiro que me sabe a eternidad, arrodillada, abro la mochila y tomo otro teléfono para iluminarme. Si hubiera sabido que serían mis linternas, hubiera traído más.
«Necesito cargadores solares», anoto de manera mental, pensando en visitar alguna tienda de campistas o ver qué puedo conseguir en alguna de tecnología cuando salga de aquí.
—Si es que salgo... —El pesimismo habla por si solo.
Enciendo el móvil y la luz inunda de manera sutil la habitación. El inmaculado blanco de las paredes me abraza de forma fantasmal. Me empiezo a agobiar, pero me convenzo de que puede ser peor. Me levanto y comienzo a caminar por la estancia. El abandono abrupto de este lugar aún perdura en el aire.
El cosquilleo en mi espalda es irritable, me molesta al caminar. Si huir y escapar se han convertido en mi nueva rutina, no duraré mucho. El cansancio me domina; el hambre y la sed se han quedado en segundo plano.
«Solo necesito dormir y, con eso, me sentiré mejor, ¿verdad?», pienso sintiendo las vibraciones del cansancio dentro de mi piel.
Si lo hago, estoy segura de que podré volver a pensar claridad, sabré cómo actuar. El sueño será el remedio perfecto y atenuará la falta que me hace haber perdido la sensación de seguridad. Ser consciente de que el peligro acecha en cada esquina, me entristece a nivel más allá que el espiritual. Estoy muerta por dentro.
«Pero aún sigo teniendo miedo», me digo a mí misma como respuesta. El miedo es de los sentimientos que más alimenta al cuerpo con sus sensaciones.
Quiero volver a mi vida anterior, despertar de esta pesadilla. Recuperar mis comodidades, la relación con mi madre, las peleas triviales a la hora de la comida, las citas con Gael, sus abrazos. Me consuela creer que ellos están seguros y... juntos. Pero ni siquiera sé cuánto de ilusión tiene esa idea, más aún cuando pienso en lo último que supe que le ocurrió a mi madre.
Cierro los ojos con fuerza y alejo todos esos pensamientos. No me sirve de nada que los tenga ahora en la mente, solo me terminan por dañar más. La locura es cada vez más cercana, pero no dejaré que me termine de enloquecer.
Frustrada, me paso las manos por la cabeza y me percato del frío que hace aquí abajo. Continuo mi inspección y decido mover un librero que tengo a mi lado contra la puerta, por si acaso. Es demasiado pesado por toda la cantidad de enciclopedias que tiene. Es caso de emergencia, creo que servirá como una especie de barricada para que nadie entre —y tampoco pueda salir—. No obstante, para mi desgracia, cuando ilumino la puerta que había empezado a cuartearse, noto que igualmente sin librero estoy atrapada aquí abajo. La puerta, desde este lado, tiene traba electrónica, y sin electricidad...
No quiero que la idea de estar atrapada me venza. No quiero ser consciente de que el aire se acaba o de sentir que otra vez estoy agonizando y que los pulmones me comienzan a quemar. No quiero revivir la escena en la cual el aire se escapa de mi cuerpo para sentir con claridad cómo es que me abandona. Que el oxígeno huye de mí y que mis labios se secan. Ni tampoco los posteriores efectos de la sed: los labios agrietados, la garganta ardiente, la necesidad de beber agua solo para calmar la creencia del posible ahogamiento. Que el pánico se apodere de mí y, por consiguiente, que solo pueda pensar en que me moriré aquí, por falta de aire. Que la asfixia se haga latente y que el sufrimiento se vuelva real. Porque el terror es verdadero y yo no soy lo suficientemente valiente como para enfrentarme a él.
—Un problema a la vez, Emma —me digo en voz alta.
Un problema a la vez.
Continúo con mi inspección y, al alumbrar las paredes, observo que hay diplomas. Cerca de una decena o más. Son demasiados.
—Física, química, bacteriología, medicina, matemáticas, cirugía, psiquiatría, farmacéutica...—comienzo a leer en un susurro, abrumada—. ¿Qué más pudo estudiar este hombre? —me pregunto al percatarme de que todos llevan el mismo nombre.
—Narimán Al-Hariz —leo en voz alta mientras continúo observando con tanto detalle como mi cansancio me lo permite—. Todo un genio.
Solo unos minutos de exhaustiva inspección me toman deducir que Narimán Al-Hariz es el director del Hospital Nacional de Montresa. Me llama la atención que un cargo público sea ocupado por un extranjero y no por un montreselino; pero supongo que es porque debe ser alguien naturalizado en el país o que ha nacido aquí y que tiene raíces árabes.
Más allá de eso, en las paredes no solo hay títulos que cuentan su basto historial académico, sino también diferentes tipos de condecoraciones y de medallas. Incluso en una vitrina cerrada hay decenas de trofeos y fotos. En muchas, veo cómo es que se da la mano con gente que parece igual de importante: hombres, mujeres, viejos decrépitos con pinta de sabelotodo o corruptos. Además, creo que el señor tiene una hija, porque en varias está con una niña pequeña que, con los años, se ha convertido en una hermosa mujer.
Sin embargo, mi atención sobre el anterior huésped de esta estancia me abandona cuando me encuentro con dos puertas. Una está abierta y, cuando me asomo, puedo ver un pequeño baño perfectamente equipado que incluso tiene bañera, y la otra a la espera de que la abra.
Resignada, y sin saber qué esperar, lo hago. No vacilo; ya estoy harta de las dudas.
Y me llevo una sorpresa.
Una sonrisa surca mis labios en cuanto veo una habitación que se parece a la de algún hotel de tres estrellas, con todas las comodidades que podría desear en este momento.
En la parte cercana a la puerta, como una ante sala en dónde solo cabe una persona, hay una especie de pasillo diminuto que tiene una alacenas superiores e inferiores, una cocina individual —que espero sea a gas—, e incluso un minibar. Pasando el pasillo, tras una puerta corrediza con la habitación que es más magnifica de lo que podría desear.
No puedo creerlo. Siento que acabo de encontrar el castillo de un rey, con trono incluido.
—Hoy dormiré en un colchón de dos plazas...
Y lo hago.
Pero las pesadillas se encargan de perturbar mi sueño.
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