16 - Hospital Nacional de Montresa
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Mis pensamientos se separan de mí. Han dejado de afectarme cada vez que los pienso. Ellos ya no son míos; yo soy la que les pertenece. Es como si yo no los pensara, no existen en mí. Pasan por mi mente y, tan fugaces como aparecen, se acumulan y comienzan a toponear algo que en algún momento estallará.
Y yo no quiero estar ahí cuando eso suceda.
Porque lo hará.
No hay de otra.
Funcionan igual que el gusanillo de la obsesión. Ese que sabes está ahí y, con una maldita incitación, punza para que hagas aquello que no quieres, aquello que sabes que está mal; pero contra toda lógica el gusanillo dice que es así.
Y obedeces.
Porque necesitas hacerlo. Porque la obsesión es más fuerte que uno. Porque si no lo haces, terminarás por enloquecer.
Los chillidos agónicos de Olaf taladran mis oídos. No puedo dejar de escucharlo por más que intente arrancarlos de mi carne.
Continúo caminando, sin siquiera detenerme a descansar. Una cobarde como yo no merece tanta piedad. Tendría que haber hecho algo para ayudarlo, pero no pude; me bloqueé.
Si a Syria le pasara algo, ¿sería igual de inútil? ¿Serviría para algo? ¿Podría ayudarla? ¿Acaso puedo ayudarme?
Lo único que logré hacer por aquel pobre animal fue entrar de nuevo en la estación y tomar la mantilla, hecha de cuadrados tejidos con lanas de diferentes colores que le regalan los niños de primaria cada año. Una vez que murió, se la arrojé encima. Ni siquiera fui capaz de arroparlo mientras agonizaba ya que temía que pudiera herirme.
Y, después de eso, solo caminé. Caminé hasta que me ampollaron los pies, hasta que se me entumecieron los músculos, hasta que no pude más, pero de alguna forma sí pude seguir.
Caminé hasta la mayor construcción de toda Montresa.
Dejo caer mi mochila a mis pies, totalmente exhausta. Aún no puedo creer que haya llegado hasta aquí tras caminar toda la noche, sin rumbo fijo.
Ahora, el Hospital Nacional de Montresa se alza ante mí como una mole de concreto, casi tan grande como los campus universitarios de las películas estadounidenses. Sin embargo, lo que alguna vez lo ha hecho ver majestuoso, ahora proyecta miedo y una imagen digna de pesadillas o de aquello que queda luego del caos en medio de un desastre natural.
Los primeros rayos de luz del amanecer me muestran que hay camillas tiradas hasta dentro del estacionamiento y, a medida que me acerco a la entrada principal, encuentro más rastros de lo que fue una evacuación frenética. Veo gasas mancilladas por un rosa, que en algún momento debió ser un rojo brillante. Veo ropa y bolsos de mano aplastados por las pisadas que se solidificaron tras las lluvias, veo basura y destrozos. Autos rotos e, incluso, un peluche que algún niñito debe haber perdido.
El corazón me da un vuelco y siento un terrible mal presentimiento.
«Dios... ¿Estoy segura de hacer esto?».
—No, no lo estoy —me respondo en susurro con un hilillo de voz.
Syria me observa con preocupación tras soltar un gemido, desconfiada. Imagino que mi actitud desconfiada debe de estar poniéndola nerviosa.
«No, yo tampoco quiero entrar, nena», pienso. Pero lo hago porque es el único sitio de la ciudad en donde es posible que encuentre gente o información concreta de la situación. Es probable que los médicos se hayan tenido que quedar con los pacientes más graves y...
«Han pasado dos semanas... Ese optimismo llega tarde», dice una voz pragmática en mi mente y yo no puedo evitar pensar en que tiene razón y que todo esto será una mierda en vano. Un gastadero de energía que, precisamente ahora, no me sobra. En otros momentos podría quejarme del tiempo, pero mi vida se ha estancado y de eso ahora tengo un montón.
—Entremos de una vez y salgamos cuanto antes, ojalá, con ayuda —le digo a Syria.
Me limpio el sudor de mis manos en mis pantalones y me hago un moño alto y desastroso. Me gustaría cepillarme el cabello, pero el cepillo que tengo está en algún recoveco de la mochila que ahora no quiero revolver. Cada vez que me pongo a descansar, ocurre algo que me hace salir disparando. Cualquiera que me viese en este momento pensaría que soy una campista que la ha pasado muy mal y necesita volver a conectarse a WiFi, y no una chica que ha sido tragada por una especie de apocalipsis perturbador.
Mi corazón late con más fuerza a medida que me voy acercando a la entrada. A cada paso que doy, puedo ver menos señales de que aquí quede alguien y más chances de ganarme un cupón para una vacuna antitetánica por la posibilidad de terminar herida con alguna de las cosas que hay arrojadas por ahí.
El Hospital Nacional de Montresa es el edificio más grande del país, una megaconstrucción que siempre es elogiada por todas las revistas de arquitectura del mundo. Hasta los turistas vienen aquí por fotografías ya que, la primera vez que lo ves, te impacta el tamaño de la construcción.
«La primera... y ahora, porque verlo abandonado es doscientas veces peor...».
La picazón en mi nuca se extiende y me advierte de que esto es una locura. Me aferro a mis pensamientos y a lo que leí en el teléfono de, al parecer, un empleado de la comisaría: los enfermos serían los últimos en trasladarse y formarían un campamento para los rezagados que quedasen sin ser contabilizados por las siguientes 72 horas al hecho.
No obstante, ya habían pasado más de diez días de eso. Era casi imposible que siguiesen aquí. No hay voces, nadie ha intentado detenerme —o atacarme—, las carpas de contención que han armado en los patios delantero se han desarmado con las tormentas recientes. No sé por cuánto tiempo más permaneceré en esta pesadilla en donde me encuentro sola.
Hago a un lado las ganas de gritar y cuento los números hasta el diez para calmarme poco a poco y recuperar la compostura. Clavo las uñas en las palmas de mi mano —o lo que queda de mi manicura— y a través del dolor intento canalizar lo que siento.
Tengo que tratar de estar bien o no llegaría entera hasta..., ¿hasta dónde? ¿A la siguiente ciudad?, ¿a mi rescate?, ¿o a mi captura?
Es que... ¿Qué se supone que tengo que hacer?
Las preguntas se agolpan en mi mente y no me dejan avanzar. Estoy atrapada dentro de mis propios pensamientos.
—¡Por eso es que no quiero pensar! —Me dejo caer de rodillas en el suelo mientras las ganas de llorar que me son ya tan familiares me hacen compañía—. ¡Porque nada tiene respuesta! Si pienso... si pienso...
«Me vuelvo una inútil sin un propósito. Me bloqueo y, cuando el llanto comienza, no lo puedo frenar».
Intento controlar mis sentimientos y vuelvo a levantar mis muros mentales, aislando así cada una de las preguntas que me atormenta y no me deja en paz. Porque al ignorarlas, no sufro... tanto.
Vuelvo a dar un vistazo a mi alrededor mientras me seco las lágrimas con disimulo. Doy un paso y luego otro. La palabra desolación es lo que describe mejor el panorama que tengo a mi alrededor, sin embargo, adquiere un tinte que se queda en extremo chico para cuando observo los interiores.
El aire se escapa de mis pulmones al entrar por una puerta corrediza que no se ha vuelto a cerrar, y soy recibida por una enormidad que me apabulla. Los olores se funden en mi cerebro y no puedo identificar qué es lo que estoy oliendo: encierro, antisépticos, lluvia y polvo.
Sin embargo, lo peor son los ruidos que se oyen por todas partes del hospital. Siento que el edificio entero está vivo y, por un momento, no me hace sentir sola.
No sé si eso es mejor o peor.
La estructura entera cruje. El metal, el concreto, las cosas de vez en cuando retumban a los lejos.
«¿Serán animales?».
Me pregunto qué tan malo sería gritar un «hola» y esperar por alguna respuesta. Suspiro y tomo aire como para hacerlo, pero me encuentro con la garganta seca. Lo tomo como una señal y guardo silencio. No volveré a tentar al destino. No al menos hasta que descanse.
Decido que el lugar es demasiado escalofriante por sí mismo como para ponerme a jugar con el eco...
«Y con la cordura».
Miro hacia mis costados y pronto diviso un gran mapa del hospital. Intento memorizarlo para saber en qué parte estoy, sin embargo, el sitio es tan grande que no me fio de mí misma. Tomo uno de los móviles y lo enciendo; maldición, extraño la linterna. ¿Cómo pude ser tan imprudente? Pienso que necesito encontrar baterías para la linterna con urgencia y lo anoto en mi lista de quehaceres mental.
Comienzo a avanzar por la recepción que, por suerte, se encuentra iluminada por sus grandes ventanales. Pronto me doy cuenta de que todo está casi intacto. No hay destrozos, ni sangre, ni avisos de carteles tenebrosos como los que se ven en las películas de terror. Sin embargo, cuanto más empiezo a avanzar el casi es imposible de ignorar.
Una barricada hecha con sillas y escritorios se extiende en el medio de la sala de espera, cortando el acceso a la parte central del edificio, aquella que te permite llegar a todas las áreas. Me rasco el cuello con incomodidad; la picazón otra vez.
Pronto, el típico frío de un escalofrío se adueña de mi cuerpo y con un resquemor creciente, empiezo a caminar hacia allí. Me recuerdo que he correteado por estos pasillos desde que tengo uso de razón y que me es un lugar conocido. Cientos de veces he venido a este sitio; me es conocido a causa de mis tratamientos constantes por las alergias que me atacaban de pequeña.
—Por allí estaba el consultorio de la doctora... ¿Cómo era que se llamaba? No lo recuerdo. —Giro sobre mis talones adoloridos—. Y por allí estaban los baños, luego, abajo, los laboratorios. Y allí, mucho más adentro, había un jardín interno en donde papá me dejaba tomar siestas, y mamá...
Lanzo un suspiro, intentando alejar los recuerdos que me asaltan de mi niñez y que incluyen a mis padres aún juntos, y sigo caminando. Suficiente autoflagelación por un día, o semanas.
Sin embargo, mis piernas tiemblan y tengo que admitir que estoy más que asustada; lo que le sigue al susto. Noto que el brazo con el que tengo el móvil ha comenzado a temblarme y eso solo me complica las cosas.
Maldición. Soy una idiota. Recordar es solo una excusa para perder mi tiempo. Con una seguridad que no tengo ni idea de dónde está pujando, camino hacia los mostradores centrales en busca de alguna pista.
«Harta, harta, harta».
Quizá pueda encontrar información de a dónde se han ido todos o una aclaración de qué mierda es lo que está ocurriendo. Necesito saber. La ignorancia me está matando.
Sin embargo, es complicado hacerme la valiente cuando el sitio de por sí solo exuda terror. Inalterable, inmutable, los cambios son mínimos; si no estuviera la barricada frente a mí, solo parecería que el lugar está siendo víctima de algún apagón imprevisto o que los grupos electrógenos independientes han fallado.
Tironeo a Syria del collar y la obligo a avanzar, aunque ella no se ve del todo convencida. Me gustaría poder estar durmiendo en una cómoda cama y despertarme exclusivamente para beber chocolate caliente en mi taza favorita. Usar un sweater suavecito y que alguien me de un abrazo.
Con el cansancio a flor de piel y la emociones tambaleando, me llevo la decepción de que en el mostrador principal no hay nada. Se han llevado todos y cada uno de los papeles. Solo quedan folletos, formularios sin completar y listas de tareas que han quedado inconclusas.
—«Llevar a la oficina del director del hospital...» —leo en voz alta y una idea, que pesa tanto como una afirmación, se gesta en mi mente.
Alumbro el pasillo a mis espaldas y me adentro en él. Muevo el haz de luz hacia todos lados, en busca de nada en particular, y me dejo engullir por la oscuridad de la nueva área.
Hola 💖
Espero que les esté gustando el rumbo que está tomando esta historia. ✨💖
Estoy intentando mantener las actualizaciones semanales prometidas, así que espero que puedan dejarme sus comentarios y opiniones ya que es la única manera que tengo para saber que ustedes siguen aquí. 👀
1) ¿Ustedes hubieran ido a buscar ayuda al hospital? 🏥
2) ¿Dónde irían o qué harían? 🏠
3) Para los lectores viejos, antes de la versión 2018, ¿se acuerdan de los capis ÉPICOS en el hospital? 😱🤯
Gracias por su apoyo. 😘
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