15 - Cadenas
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⚡ NaiiPhilpotts ⚡
El edificio de la comisaría está exactamente igual a como lo vi hace unos días. Sin embargo, la sensación de sobrecogimiento esta vez es mucho peor. Porque sé qué es lo que ha ocurrido, sé que no hay nadie y sé que solo con un milagro podré dejar la isla.
Agotada, me quito la mochila de viajero y la dejo en el suelo mientras hago tronar mi cuello. Tengo hambre y sed. Estoy muy cerca del ayuntamiento y pensar en las personas que vi allí me altera... ¿Seguirán vigilando la zona como dijeron? ¿Estarán aquí, en Montresa? ¿Habrán hallado una solución? ¿Cuánto tardarán en implementarla? Una parte de mí tiene urgencia de ir a la alcaldía para averiguar, y de paso tomar provisiones de las cajas que estaba acumulando, pero la otra...
—No —me regaño y Syria gime, porque piensa que ha sido contra ella. La acaricio entre las orejas y suelto un suspiro.
Sería un suicidio.
Vuelvo a colgarme la mochila a mis hombros y, sin aferrarla a mi cintura, subo la escalinata que da hacia la administración. Con la linterna en mano, muevo las pesadas puertas de madera para ingresar.
El interior de la estación de policía está más lóbrego que hace unos cuantos días. Las partículas de polvo flotan, casi translucidas a través del haz de mi linterna. La claridad que entra por las ventanas no es suficiente ni siquiera para iluminar el interior. La piel de mis brazos reacciona y se eriza, ocasionando que el escalofrío me recorra entera.
Me obligo a ignorar los nervios que se asientan en mi estómago a causa de la mala espina que me genera este sitio. Syria me acompaña, atenta a cada ruido y movimiento. Yo sé que ella nunca me fallará. En casa, ella avisó de que algo malo estaba ocurriendo, sin embargo, no le presté atención e ignoré sus ladridos por tener la música alta. Me arrepiento a cada segundo por eso.
«De todos modos, ¿qué podría haber hecho?».
Me vuelvo a reprender mentalmente, no es momento para lamer mis heridas y continúo avanzado. La estación de policía es un edificio enorme y ocupa más de media manzana. Solo entré aquí durante un par de excursiones que hice tanto en kínder como primaria, y no recorrimos ni siquiera la mitad.
Ahora, me da la sensación de que estoy siendo observada gracias a la oscuridad. Siempre le he temido; y ahora mis miedos se han acrecentado abismalmente.
Hace frío, por lo que me froto los brazos sin soltar la correa ni la linterna; no obstante, en cuanto lo hago, me arrepiento: la luz de la linterna bailotea de forma imprecisa por toda la estancia, generando sombras que a causa de mi imaginación causan estragos en mi mente.
Trato de enfocarme y, sin perder más el tiempo, me dirijo hacia donde creo que vi aquel botiquín cerca de la enfermería. Con la desesperación que cargaba ese día, no sé hacia donde fui o giré.
Paso saliva en seco y giro en el pasillo principal que tienen unas pocas luces de emergencia aún prendidas. Continúo avanzando y la punta de mi pie patea por accidente algo que sale rodando. El ruido repiqueteante me paraliza el corazón y todo mi cuerpo se pone en alerta.
Busco con los ojos qué es lo que pateé y me vuelvo a paralizar al notar que parece un explosivo de color negro.
«¡Por favor, que eso no funcione!».
Lo apunto con la linterna y noto que ha dejado un charco de líquido amarillento en el piso. Frunzo el ceño, confundida, pero no puedo evitar relajarme al saber que no volaré por los aires.
Syria y yo continuamos nuestro camino a la enfermería sin mayores problemas. Sin embargo, dentro, todo es un caos. ¿Las cosas estaban así de mal cuando pasé hace unos días?
Con los nervios punzantes y un mal presentimiento susurrando en mi nuca, tomo el maletín rojo de primeros auxilios. Lo abro y me doy cuenta de que no me vendría nada mal algo de acceso a internet, pues no tengo ni idea de para qué sirven la mitad de las cosas. Cierro las trabas de metal con un chasquido y tironeo la correa de Syria para ponernos en marcha. Doy un último vistazo a la enfermería, pero el hecho de ver sangre en la camilla y una máscara antigás me bloquea. Debo salir de este lugar cuanto antes; el aire amenaza con abandonar mis pulmones y mis dedos comienzan a temblar.
Salgo, nerviosa, mientras me sostengo el pecho con ambas manos. El botiquín se resbala y cae mientras genera un estruendo enorme que no me ayuda a enfrentar cómo me siento. Intento enfocarme en algo, en lo que sea, para no perderme a mí misma en un ataque de pánico y lo consigo al fijar mi vista en una puerta entreabierta. La observo con fijeza, como si me hipnotizara.
Con una confianza que no tengo, vuelvo a tomar el botiquín y avanzo hacia ella sin pensarlo; parece ser una oficina común y corriente. Al entrar, lo primero que se roba mi atención es que en el escritorio principal hay dos cajas. Me dejo guiar por la curiosidad de ver el botín de algún allanamiento, pero me llevo la decepción de ver bolsas cerradas al vacío. Un centenar de ellas. Con desconfianza, tomo una y en la etiqueta, dibujado con rotulador, veo que el mapa de una manzana urbana y con el nombre de las cuatro calles que la rodean. Sigo mirando un poco más y opto por pensar que es información de maleantes, ya que dentro hay cédulas de identidad, carnets de conducir y...
Pasaportes.
«Es imposible que todo esto sea de un robo, ¿no? ¿Y si acaso estas son falsificaciones y encontré lo que quedó del operativo?», pienso con la ilusión de que no sea la drástica idea que comienza a formarse en mi mente hiperactiva.
Me quito la mochila y continúo buscando, sin darme cuenta del tiempo que estoy perdiendo, hasta que doy con calles conocidas: las de Gael.
Abro la bolsa hermética y, dentro, veo que hay tres fajos de objetos separados por ligas elásticas. Primero, los pasaportes, luego, las licencias y, por último, las cédulas de todos los vecinos de Gael, incluso, las de algunos a los que solo he visto unas pocas veces y ni siquiera sé sus nombres. Voy pasando las cédulas y las coloco una detrás de otra; encuentro las de mis suegros, la de mi cuñada y la de... mi novio.
Mis pensamientos se disparan y no puedo atraparlos. ¿Por qué demonios esto está aquí? ¿Por qué quitarles su identificación a las personas? ¿Qué es lo que harán con esto? ¿De qué serviría? ¿Será para evitar hacer un conteo de enfermos?
«O peor... de muertos», finalizo en mi mente.
Aparto las lágrimas que se arremolinan en mis ojos y abro la segunda caja: es exactamente igual. Paso saliva en seco y me concentro en seguir investigando la oficina, que al final resulta que es más bien un depósito amplio, repleto de cajas y con tres armarios. Con terror, alumbro las cajas que están tras el escritorio, pensando que encontraré más papeles, pero solo hay teléfonos. Cientos y cientos de ellos.
Comienzo a mover las que están más alto y también las abro. Hay cámaras de fotos, portátiles, tabletas y smarthwatches.
Me siento e intento encender un teléfono: no prende por no tener batería. Repito la acción una treintena de veces hasta que comienzo a dar con algunos que tienen carga y a investigarlos en busca de información.
El rasguño lejano se hace más cercano. Es insistente y perturba mi sueño. Pronto, al rasguño lo acompaña una serie de golpeteos y un crujido.
Mis ojos no se despegan hasta que un ruido mucho mayor me obliga a abrirlos de repente. Observo para todos lados, y me encuentro en la completa oscuridad. El terror comienza a acechar en mi cuerpo y me desespero. Palpo en busca de la linterna y la encuentro a un costado de mis piernas, entre el mar de cajas que estaba revisando antes de quedarme dormida.
Intento encenderla, pero está muerta. Se ha quedado sin baterías y yo, como imbécil, me dormí sin apagarla. Preocupada, tomo uno de los móviles que estuve mirando y me fijo en la hora.
—¡Mierda! —El reloj marca las 2:33 de la madrugada. Han pasado más de seis horas desde la última vez que miré la hora (y dos semanas desde que comenzó todo esto).
Enciendo la linterna del aparato y me levanto. El ruido no cesa y está logrando ponerme nerviosa. Syria, en alerta, no deja de observar el pasillo. Mis ojos tardan un momento más en acostumbrarse a la claridad y, sin dudarlo, tomo mis cosas dispuesta a salir.
Con rapidez y sin hacer una buena selección, en mi mochila y dentro del botiquín guardo unos cuántos móviles y tabletas para continuar revisando. He encontrado mucha información perturbadora que, más tranquila, me gustaría analizar. Ni siquiera sé cómo es que fui capaz de dormirme luego de todo lo que vi.
Quisiera llevarme todo lo que contienen las cajas, pero no podría cargarlo. No me llevo láptops por una cuestión de espacio, pero sí tomo también los primeros smartwatchs que veo. No me vendrá mal estar al tanto de la hora, además ellos duran meses encendidos; los móviles no.
Ese pensamiento me acongoja... ¿Cuánto tiempo más estaré aquí, atrapada?
—Syria, ven —la llamo y ella accede a regañadientes. El ruido que estamos escuchando a ella le gusta tan poco como a mí.
Me dirijo al pasillo y giro sin quererlo en un sitio que nunca antes había visto. Aquí, el ruido es más fuerte. Mis piernas se paralizan y alumbro con frenesí las paredes, pronto leo que es el cuarto de entrenamiento. Es inútil intentar buscar un mapa de la estación, tardaría más intentando ubicarme que corriendo sin ningún sentido en específico.
He agarrado más cosas de las necesarias, mi cuerpo se siente pesado y mi corazón martillea con euforia. Viro sobre mis talones en dirección hacia el ruido y, en cuanto lo hago, escucho un gruñido terrorífico.
No soy capaz de gritar un insulto que esté a la altura de la situación. Pienso en esconderme en algún cuarto, pero la puerta golpeada comienza a ceder. ¿Qué demonios está ocurriendo?
Temblorosa, alumbro en dirección hacia la puerta y puedo observar que debajo de esta se ha comenzado a filtrar un líquido oscuro.
«¡¿Acaso eso es sangre?!».
Syria empieza a aullar, desconsolada. El miedo cae sobre mí como un balde de agua helada. Y, de forma instintiva, comienzo a correr hacia donde creo que está la salida.
La puerta cae y los goznes se quiebran haciendo un ruido brutal. El «eso» que la voltea no está en sus cabales.
Syria se frena y se voltea para ladrar con ferocidad y así ahuyentar a nuestro perseguidor. Me giro lo suficiente como para tirar su correa y decirle que siga corriendo, sin embargo, eso basta para que sepa que es Olaf el que quiere nuestras cabezas.
Sus pasos retumban detrás de nosotras y un ruido metálico, como de cadenas que se arrastran, lo acompaña. Mi pecho quema y mis músculos tironean por el esfuerzo, sin embargo, no me detengo. Vuelvo a girar en un pasillo y pronto me descubro de nuevo en un área conocida. La puerta está cada vez más cerca.
Trastabillo con la especie de granada que pateé cuando entré, y el teléfono y el botiquín se me caen de las manos. Quiero insultarme por mi torpeza, pero solo atino a recuperar el maletín de primeros auxilios, dejando atrás mi única fuente de luz.
No sé cómo, pero Olaf no logra alcanzarnos a pesar de los valiosos segundos que acabo de perder.
Sin detenerme, serpenteo entre los cubículos de los oficinistas y continúo escapando mientras intento entender cómo es posible que un perro de catorce años de edad me quiera como su cena y esté actuando como una bestia salvaje.
Pronto, diviso la entrada principal y, en cuanto la cruzo, un crujido de huesos, seguido por un chillido sordo, me paraliza. Miro hacia atrás: el pastor alemán lleva una gruesa cadena anudada a su cuello, que se ha enganchado con uno de los muebles y ocasionado su ahorcamiento.
Sin embargo, a pesar de estar agonizante, él continúa furioso. Noto que estoy llorando; mis mejillas están perladas por el sudor y mis lágrimas. No entiendo qué es lo que sucede con Olaf; él siempre ha sido dócil y tranquilo, es más, de tan viejo, leí en las redes sociales que ya ni podía pararse. Decían que pasaba su tiempo acostado sobre sus almohadones mientras esperaba algún que otro mimo —y golosina— que pudieran darle los visitantes.
Jubilado y con honores por haber prestado sus servicios a la policía, ¿cómo es que había terminado así?
Doy un paso hacia él y noto que una de sus patas está en carne viva, pues creo que se había empezado a comer así mismo.
—Olaf... —murmuro con dulzura—. Estoy aquí. Tranquilo, no estás solo. —Intento estirar la mano para acariciarlo entre sus orejas triangulares; no obstante soy incapaz de terminar el movimiento ya que intenta atacarme.
Por el susto, doy un paso hacia atrás. Syria se enfada y quiere defenderme, pero yo la detengo. Mi alma se parte al verlo en esas condiciones. Suprimo una arcada y escucho sus últimos gruñidos sin poder siquiera hacer algo para que se sienta mejor.
Sea quien fuese el culpable de esto, también me había privado de la compañía de Olaf.
¿Y ustedes? ¿Cómo reaccionarían en el lugar de Emma? ¿Podrían afrontar la situación?
¡Los leo! 🤓💗
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