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0 - Aquellos sin nombre

¡Bienvenidxs a SOLA! 


Espero que disfruten de la lectura. 💞 

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⚡ NaiiPhilpotts ⚡


Aquel grupo de personas cumple con su trabajo. No puede preguntar, solo acata órdenes. Es curioso ver que se mueven como hormigas perfectamente coordinadas con el único propósito de vaciar el nido que, de manera también curiosa, es subterráneo. Un laboratorio del que pocos saben de su existencia y algunos la sospechaban. Un mito urbano sobre la experimentación en donde la gente juega a ser Dios. 

Y no se equivocan.

Porque aquello no está bien.

Es peligroso.

Inestable.

Volátil.

Manipular lo que tienen allí es un error. Los humanos no deben jugar con cosas desconocidas para la mayoría: un simple error puede ser capaz de cambiar el curso de la actualidad y del mundo. Sin saberlo, o sabiéndolo todo, podrían generar una pandemia sin cura, guerras por recursos, el fin de etnias enteras.

No obstante, se hace. Hay mucho en juego.

Dinero, poder y más dinero.

—Señorita W, deme la llave para ingresar a la sala de contención —pide con desesperación R—. ¡Ahora! ¡Es urgente!

La mujer sonríe suspicaz. Su rostro no se inmuta cuando el hombre regordete de tez trigueña le habla. Se toma la libertad de perder varios segundos en mirarse con frustración la uña del dedo índice que se le está a punto de partir. Después de un momento que parece eterno, cuando ella lo considera pertinente, levanta la mirada y responde:

—Doctor R, no creo que eso sea posible. La evacuación comenzó exactamente hace cuarenta y siete segundos. —Se toca el reloj de oro que lleva en su muñeca y se lo enseña con un gesto afable—. Las reglas son las reglas. Debemos irnos para que así puedan destruir el lugar.

La voz monótona de la rubia le encrespa los pelos de la nuca al sesentón; él no puede entender cómo alguien puede estar así de tranquilo en una situación como la que están viviendo. R se toca las sienes mientras que con una mano se aprieta la caja toráxica, en un mero intento de controlar su frecuencia cardíaca. No funciona. Le está subiendo la presión y su cuerpo está comenzando a sentir los indicios.

—¡Por Alá, idiota! —grita—. Hazlo. Quiero la llave. Los valores de los compuestos están registrando datos sumamente anómalos. Hay que intentar una refrigeración de emergencia —explica y comienza a pensar en voz alta—. Necesito hacer algo. Quizá podríamos implementar el protocolo de congelamiento automático. Eso nos daría algo de tiempo. Sí, eso es lo que necesitamos. —Asiente con su rostro de manera frenética mientras se despeina el cabello entrecano que usualmente suele estar bien peinado hacia un costado—. Tiempo. Más tiempo. Es por el bien de todos. Sí, sí. Por el bien de todos.

»Tenemos que hacer lo posible para frenarlo. —R hace una pausa para pensar mientras mueve sus dedos como si tuviese un tic nervioso—. Someter a los compuestos a la congelación hará que algunos se vuelvan inertes, por lo que dejarán de actuar... Aunque también podríamos incinerarlos, pero eso podría ser contraproducente si...

R se encoge sobre un escritorio cercano y gimotea evaluando a una velocidad sobrehumana distintas opciones. Siente que está viviendo una pesadilla y que sus peores miedos se harán realidad, al igual que sus peores culpas. Ve que sus palabras no surten ningún efecto en la rubia, quien lo mira con una petulante lástima condescendiente. R le devuelve la mirada y se le revuelve el estómago mientras lanza al aire un fuerte chillido y arroja al piso las cosas que están sobre ese escritorio. Hojas, una taza que se haca añicos en cuanto toca el suelo, carpetas, folios y lápices caen el piso generando un estruendoso eco en el área de oficinas.

El catedrático pide clemencia, pero nadie le responde. Vocifera sobre el bien común y por el  bien de la humanidad, a pesar de haber participado en la creación de diecisiete armas químicas y  una biológica. Muchos de los presentes piensan que se trata de una situación bastante irónica cuando se considera todo el daño que R ha hecho y las muertes que ha causado; sin embargo, no dicen nada. Optan por el silencio.

—Tenemos que actuar. Debemos pensar en todos y...

R se calla de manera estrepitosa cuando C, un hombre de unos setenta años con cabello blanco, entra en la habitación.
Pronto, los empleados comienzan a moverse más deprisa, quieren encontrarse haciendo cualquier cosa para evitar cruzar alguna  mirada con el viejo que acaba de entrar porque es uno de los jefes; no en vano está designado como la tercera letra del alfabeto. 
En Shapes, la jerarquía, primero, está ligada a las letras del abecedario, por lo tanto, C es una de las personas más importantes y uno de los cinco jefes. Luego de las letras, siguen los números hasta el 350; de esta manera designan a los empleados con tareas tanto administrativas, como de investigación o con cargos públicos relacionadas con la organización. Por otro lado, los nombres señalizados por un código alfanumérico determinan a las personas que realizan el «trabajo sucio» y los empleados de maestranza.  Por último, si el nombre está representado por una letra del alfabeto griego, significa que se es un benefactor de primer nivel.

—¿Así como usted pensó en la gente que se vio afectada en Iraq en el 2003? —menciona C con  un dejo de impaciencia, aunque se ve obligado a suavizar su voz para añadir—: No deberías volar tan alto, R...

El anciano se apoya contra un escritorio para acomodar el bastón, con incrustaciones de zafiro, que reposa entre sus manos; los signos visibles del Parkinson son más fuertes en una de ellas dificultándole el agarre del objeto.
C sonríe con sorna a pesar de su cansancio mental.

R levanta su mirada y la fija en el jefe. Su frente sudada lo obliga a detener sus cavilaciones por un momento y a tomar el pañuelo de tela que siempre guarda en su bolsillo. Nunca lo ha usado; hoy parece ser la excepción. Los segundos que tarda en secar su frente, los utiliza para pensar. No sabe cómo responder a algo que es cierto.

R suspira. De sus labios solo puede brotar un agónico silencio. No obstante, su callar pasa desapercibido puesto que, en ese mismo instante, todas las luces se tornan rojas y comienzan a titilar.

Las sirenas suenan con una insistencia atronadora y avisan que deben terminar de evacuar lo más pronto posible. El recinto está dejando de ser seguro por distintas fallas técnicas en los diferentes niveles dando como resultado que los generadores de emergencia comiencen a fallar. La electricidad amenaza con irse y por una milésima de segundo todo se queda a oscuras.  Las computadoras comienzan a reiniciarse de manera automática.

W no puede evitar pensar que las cosas se están saliendo de control más rápido de lo esperado. Quedarse ahí se puede convertir en un error muy costoso.
Pronto, las pantallas que tienen a un lado muestran que las anomalías de los compuestos han llegado a límites, literalmente, incontenibles. La imagen central cambia y pasa a mostrar la puerta del cuarto de contención del laboratorio, la cual parpadea avisando que la presurización de la cámara ha fallado.

El humo se desliza por alguna rendija que parece haberse generado  por un incendio interno.

R contiene la respiración y cree que en cualquier momento puede ser capaz de desmayarse.

Con su imponente voz —aunque notablemente fatigada por el nerviosismo—, C da una orden con una idea implícita entrelíneas que nadie puede refutar:

—Escuchen todos: terminen las actividades de limpieza. Estamos ante una emergencia no prevista —empieza y luego se voltea hacia los empleados de manteamiento del sistema—. Tienen un minuto para acabar con el backup y el resguardo de data. En tres, quiero estas oficinas vacías.

»Es de suma importancia que abandonemos el recinto. Somos los más expuestos ante un inminente contagio. Nuestro equipo de profesionales está evaluando la situación junto a varios estadistas.

»No sabemos cuántos serán los infectados ni cómo reaccionará esta liberación con el ambiente ni con los que tienen en la sangre el prototipo F.
Un silencio atroz recorre el centro de investigación. Los programadores, divididos en dos equipos continuaron con sus las tareas. Unos deben encargarse de borrar las base de datos mientras que envían órdenes remotas para la destrucción de los respaldos; otros, chequean que los backups sean solo físicos y estén correctos. Sin embargo, por otro lado, en ese grupo hay alguien que, sin ser detectado, recopila información clasificada  porque cumple con sus propias órdenes.

R no puede contener más su angustia y grita con desesperación. No puede resistir la impotencia, siente que va a morir si no hace algo por los ciudadanos inocentes; aunque también lo hará porque es su destino por la insubordinación  que acaba de comenter.  Tras soltar un largo suspiro, sabe lo que debe hacer: se reivindicará por sus errores y luchará para evitar, si es que es siquiera posible, lo sea que fuese a suceder.

—¿Cómo podemos hacerle esto a la población? Este país ni siquiera es nuestro, C —reclamó—. Dejaremos más bajas y secuelas de las que pudo haber dejado Chernóbil.  —Sus palabras salen llenas de rabia y dolor. Los efectos de la culpa, tanto pasada como actual, lo obligan a reaccionar—. ¡Juro que...!
—Discrepo. No hay análisis de que se eliminará ningún tipo radiación, por lo tanto la materia viva no absorberá sieverts —murmura W, impasible; si de ella dependiera, ya se hubiera marchado, pero debe esperar a C.

—Vete al infierno, W —escupe, venenoso.
—No crees en el infierno, porque siquiera crees en algo —contesta ella.

—¡Los demandaré! —anuncia R—. Muchas ONG  me apoyarán. Además, tengo contactos en la ONU, la OTAN, el FBI y la CIA  —amenaza con desesperación mientras saca su teléfono celular del bolsillo de su guardapolvo blanco; no obstante, perro que ladra, no muerde—, y puedo conseguir titulares en todos los países. Con solo apretar enviar, nosotros estaremos condenados. Aunque ya los estamos.

C lo escucha con atención y por un momento siente lástima por R; no obstante, aquel efímero sentimiento se disipa tan rápido como un parpadeo. Las lastimosas palabras del arábigo no logran conmoverlo. Sabe que sus «nuevos» pensamientos altruistas son para poder salvar su pellejo en alguna clase de «más allá».

Y, de hecho, está en lo cierto porque R solo es movido por el miedo y la culpa.
—Lo hubieras pensado antes de fallar a tu juramento hipocrático y aceptar experimentar con humanos para crear enfermedades nocivas —recuerda con dureza el psiquiatra de cabello entrecano—. De eso... ¿quiénes fueron los beneficiados? Ah, sí, nuestro amigos de las industrias farmacéuticas y , obviamente, tú.

»¿Cuántos gobiernos te quisieron de su lado? ¿Cuánto te pagaron los que elegiste? —suelta un bufido cansado—. La casa en Dubái, la mansión en Seychelles, el chalet de La Toscana y no olvidemos tu hermosa casa de montaña, en medio de los fiordos noruegos, no se pagaron solos.

—Y el helicóptero, no te olvides del helicóptero —agrega W, medio exasperada.

—Sí, y también podríamos enumerar las empresas de las cuales es accionista, pero si lo hacemos no terminaríamos más —finaliza C, aburrido.

—Pero ahora me arrepiento. Nada de eso vale. Venderé todo y donaré las ganancias —ruega, desesperado—. Lo juro. Pero debemos intentarlo. Nosotros podríamos estar infectados.

C levanta una de sus manos y hace una seña. Pronto, ingresan en el ala, dos hombres con ropa de protección contra agentes biológicos de cuerpo completo. Uno de ellos reduce a R  y le impide moverse con tanta facilidad que parece una coreografía ensayada durante meses. El otro hombre con traje de color gris oscuro le arrebata el móvil y lo coloca en una bolsa hermética que se la entrega a W.

—Señor, deben despejar el área. Ahora —habla el hombre que sostiene a R con voz casi robótica.

—En un momento te alcanzo —le avisa C de manera paternal a la mujer.

La señorita W toma su bolso de primera marca —que vale alrededor de siete mil dólares— y se dirige a la salida. Luego del largo pasillo y después de los ascensores, sabe que le tocará desnudarse y entregar todas sus cosas para pasar por la cabina de desinfección que acaban de terminar de instalar pisos más arriba. Frunce el ceño con desagrado, no está muy convencida con esa idea, pero sabe  que es absolutamente lógica.

Los programadores, cargados de cajas, imitan a la mujer al igual que las señoras V y 2. 176, 234 y 348, los encargados de los registros manuales, los siguen de cerca; ya han terminado con sus tarea de recopilación de documentos importantes y han separado con minuciosidad los archivos que C, con ayuda de George Strandford, y un grupo de empleados deben revisar antes de ser incinerados.

Sin embargo, aunque una parte considerable de su organización desaparezca, Shapes no lo hará. Un percance no anticipado es insuficiente para que años de investigación terminen siendo inútiles. No. Algunos ya están planeando las tapaderas que seguramente serán perfectas e insospechables.

Shapes no desaparecerá ni aunque destruyan la vida de cientos de miles.

Ni aunque cambien el curso mundial de manera drástica.

Ni aunque cerca de un millón de personas deban ser trasladas como refugiados  y solo disponga de tiempo limitado para sincronizar una movilización de esa magnitud.

Ni aún sabiendo que la nocividad que hay albergada en ese pequeño laboratorio es capaz de cambiarlo todo. De acabar con las relaciones mundiales, de desbaratar la economía global y dejarla pendiendo de hilo, de colapsar los sistemas de salud, de tener la capacidad de desatar guerras por la supervivencia humana.

De destruir la entera sociedad globalizada.

Pronto Montresa, el pequeño país costero en donde está erigida una de las sedes más importantes de Shapes, sería borrado de los mapas. Nadie podría acercarse a sus costas ni a sus alrededores sin tener riesgo a algún tipo de contagio. Tendrían que buscar la forma de contener lo que se esparciría. Pero... ¿sería posible antes de desatar el caos mundial?

Pandemias, muertes, contaminación; pero ningún antídoto, ninguna cura. La catástrofe seguiría siendo catástrofe, seguiría siendo inevitable, incontenible. Eso es lo que ganarían las personas por un puñado que juega —y seguirá jugando— a ser Dios con cosas que escapan de cualquier tipo de comprensión y ambición.

Según los cálculos que los estadistas de Shapes están ajustando, las personas enfermarían sin saber por qué ni de qué. Hay un 96 % de probabilidades de que surjan nuevas enfermedades debido a una posible mutación y fusión de diferentes virus. Virus nuevos, virus desconocidos, virus incurables. Virus con los que  seguirán trabajando, claro está, porque su existencia como mole de la industria farmacéutica no es solo una fachada.

También, se prevé hacinamiento de población para los primeros meses luego de la caída de Montresa. Las pestes se extenderían por contagio directo e indirecto. A su vez, eso implicará ir movilizando a más comunidades. En sí, los rescatados irían a regiones ya pobladas, por lo que se deberá buscar diferentes medidas para evitar el hacinamiento en los campos para refugiados que ya se están preparando. Luego, la muerte hará lo suyo durante los  siguientes meses y quizá, luego de tres años de un lento recuperamiento, podría todo comenzar a recuperar su rumbo.

No obstante, esos números son solo las estadísticas preparadas por puro protocolo en caso de catástrofe inminente. Cabe la posibilidad de que los resultados reales terminen siendo más esperanzadores o, tal vez, todo lo contrario.

Un minuto después, en las instalaciones más profundas de Shapes, solo quedaban C, R y los dos hombres que realizaban parte de lo que se conoce como el «trabajo sucio» de la organización.

—Siéntete orgulloso, R —agradece C con una sonrisa casi invisible—. Ahora, veremos cómo actúa lo que está escapando de esa celda en una persona relativamente sana. No tendremos en cuenta tus problemas de presión arterial para los datos, ni el hecho de que tomas medicinas para el corazón. —C hace un gesto con la mano y los dos hombres se internan con R en el pasillo que da  hacia la cámara de los experimentos—. Ni que los resultados variarán ampliamente porque serás expuesto a una cantidad incalculable de agentes contaminantes
»Pero, insisto, ponte feliz —continúa hablando en voz alta en el comienzo del pasillo—. Al menos, nadie sufrirá lo mismo que tú ya que las sustancias se diluirán en el aire... ¿o en el agua? Espera, no lo recuerdo; creo que será por contacto directo. Tendré que volver a releer el informe que me acaban de entregar sobre qué sucederá si todo lo nuestro se va a la mierda.

»¿O mejor esperamos para ver qué sucede con los ciudadanos de este país que se convertirán en nuestras «ratas» de laboratorio? ¿O mejor te pregunto a ti qué crees que sucederá? Sí, eso es más fácil. Total, tú fuiste el que lo teorizaste hace un par de meses y sin pensar en los posibles afectados.

»Porque tú R, eres él que más sabe de lo que sucede en ese laboratorio —grita—. O sabías.

C se acerca a las pantallas y sobre una de ellas teclea un código que solo unos pocos saben. Un chillido avisa que las puertas dobles para ingresar al área de laboratorio han sido desbloqueadas de manera remota. Por las pantallas, ve cómo lo empujan ahí dentro. El anciano carraspea, satisfecho, y se dirige hacia la reciente área de descontaminación. Sin un atisbo de duda, deja a los empleados para continúen con su trabajo. Sabe que lo cumplirán y no fallarán.

A escasos metros del laboratorio, R comienza a llorar. Las últimas palabras del exacérrimo soviético drenaron las pocas esperanzas que le quedaban.

—Lo lamento —menciona el hombre que lo sostiene de los brazos, con verdadera pena.

El otro, en cambio, lo empuja ante las puertas presurizadas del laboratorio. R cae en el piso de manera brutal y su cabeza golpea las cerámicas blancas e impolutas. El empleado lo observa con pena, gesto que queda oculto tras su máscara; no tiene nada en contra del médico, pero debe seguir órdenes.

—No, no... ¡No! Por favor, ¡no me dejen aquí! —Se incorpora y corre hacia los hombres que ya están por terminar de salir del recinto—. Por favor.

R toma uno de los pies de los empleados y se abraza a él. Sabe que si lo suelta, está acabado. El sujeto lo patea con fiereza para que lo suelte; ellos también deben apurarse. La cara del doctor comienza a hincharse y un dolor agudo inunda sus sienes. Pequeñas gotas de sangre manchan el traje de los hombres y adornan el suelo, pero sigue luchando por salir vivo de ahí.

—Llévenme con ustedes... Se los imploro —gimotea el arábigo con voz nasal a causa del tabique fracturado—. Por favor.

Pero lo único que recibe como respuesta es que el compañero del hombre al que le secuestró el pie, lo agarre como si fuera un trapo sucio y lo arroje hacia las puertas del laboratorio. R no lo puede resistir más y, aunque no lo quiera, cede.
Las puertas del ala se cierran mientras las lágrimas y la sangre surcan sus mejillas.

R se levanta, enérgico, y comienza a golpear de forma frenética el vidrio blindado de las puertas.

Y, aunque sabe que su accionar es inútil, lo hace hasta que se desgarra sus nudillos y los pellejos de la piel desaparecen en una masa rojiza y pegajosa. Está desesperado; pero intenta centrarse arrancándose unos cuántos mechones de cabello. Las puntadas de dolor lo ayudan a despejar la mente y pensar con mayor claridad.

Decidido, voltea y comienza a caminar hacia las puertas del laboratorio. Deja que el escáner de retina lo identifique e ingresa en el laboratorio una vez que la cámara presurizada se abre. Tal vez, pueda ayudar.

O empeorar todo.

En cuanto pone un pie dentro, el ruido de un centenar de cabinas de seguridad microbiológica fallando, le resulta exasperante. Las conoce a la perfección, son como sus hijas, pero ellas se han vuelto contra él y contra todo el mundo. Turbado, se acerca a las cabinas más cercanas en su larga vida como hombre de ciencias estuvo constantemente relacionado con agentes mutagénicos, pero lo que sus ojos ven en estos momentos lo considera como la peor de las locuras. Los tubos de ensayo, que él mismo preparó horas atrás, están cristalizados como simple reacción química natural.

R sabe que es tarde para intentar cualquier actividad de contención. Fallaron.

Furioso y desesperado, arremete contra varios de los experimentos. Uno a uno va tirando al suelo a los más cercanos. Es tarde, tarde para todo.

Tembloroso, se seca el rostro y camina hacia la entrada del ala. Allí se desprende de su bata de laboratorio y trata de cubrirse el rostro en un nulo intento de evitar seguir respirando ese aire nefasto. Una gota de sudor —¿o quizás otra lágrima?— cayó en sus manos.

—¡Ayúdenme! —grita—. Quizá tenga una esperanza... —Mira con terror por el vidrio de las puertas—. Tengamos...
R nota con dolor que está solo y una súplica agónica se hace paso por su garganta. No hay nadie. Se han ido. Las lágrimas caen con fervor de sus ojos cuando ve que fuera no queda rastro alguno de los agentes del FBI, mejor conocidos en Shapes como UA122 y YN123.

De pronto, piensa en su padre y en la religión que lo marcó en su niñez y de la cual se alejó  hace más de cuatro décadas. Quizá todavía está tiempo de unirse al 'Asr que, según su reloj, comenzó hace apenas unos momentos. Dobla la bata, ahora manchada por la sangre de su rostro, y trata de orientarse con dirección hacia La Meca; bajo tierra le es difícil saber dónde está.

A continuación, apoya la bata sobre las cerámicas blancas y se arrodilla sobre ella; procura que se vea limpia puesto que la utilizará como tapete simbólico. Intenta visualizar la Kaaba, sin embargo, es en vano. No puede recordarla con exactitud ni tampoco pensar. Es consciente, o al menos eso cree, que comete un error al rezar de esta forma. No obstante, quiere creer que El Profeta no lo juzgará por sus fallos.

Porque R es un ser empírico y en el fondo opina que no existe. Sus actos son solo un nulo intento por aferrarse a algo antes de morir.

As-Salamu Alaikum —dice una vez terminada su oración en completo silencio; pero no se da cuenta de que no lo pronuncia en voz alta, pues su psicomotricidad ha comenzado a fallar.
Mira al piso blanco y nota pequeñas salpicaduras carmesí en las cerámicas. Intenta tocarlas y falla. Tropieza y se levanta. Frunce su entrecejo y se lleva la mano a su labios. Percibe que le sangra la nariz en un goteo continuo e intenso.

Y que le sangra la boca, pero no puede sentir el sabor metálico de la sangre.

Y  que su piel tostada se está poniendo muy clara.

Y que le arden los ojos al punto de sentir que le escuecen.

Y que algo le chorrea de su oídos y gotea por su cuello.

Pronto, R se ahoga con los fluidos de su boca y empieza a toser. Se está quedando sin aire. Entre arcadas, sin siquiera hacer un esfuerzo por vomitar, expulsa un líquido negro y espumoso acompañado de bilis y su cena de la noche anterior. Su respiración se torna  errática y su corazón da sus últimos latidos. R sabe que ya no puede moverse, por alguna razón sus extremidades dejaron de funcionar y le duelen como si hubieran sido arrancas sin anestesia. No obstante, una serie de convulsiones lo obligan a hacer lo que su cuerpo ya no puede y se mueve preso del frenesí.

R aún está consciente de todo. La agonía se extiende a lo largo de unos minutos más y él es capaz de precisar cada cosa ocurrida en su cuerpo, cada dolor, cada síntoma.

No obstante, pronto, las luces de su brillante cerebro terminan por apagarse llevándose consigo todo rastro de sufrimiento.





Nota de la autora:

Nueva versión, nuevo capítulo cero, sin embargo la esencia es la misma aunque hay varios ajustes. ¿Los detectaron? 😎

Me siento cómoda con esta nueva versión ya que se asemeja más a mi estilo actual.

Gracias a los lectores viejos por seguir acá. ✨♥️

Gracias a los nuevos por darme una oportunidad. 💚☣️

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