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Gemas blancas

La guerra era algo que Thranduil conocía bien, aunque no se supiera su nombre por los actos heroicos realizados dentro del campo de batalla, sino por el sagrado cuidado que siempre tuvo en evitar que su pueblo derramara sangre sin necesidad.

Para personas como Thorin, Rey bajo la Montaña, era fácil interpretar esa pasividad como cobardía o egoísmo, y Thranduil era lo bastante soberbio para admitir que sus razones eran egoístas, pero nada de eso importaba cuando se trataba de la seguridad de su gente.

A diferencia de los Noldor, elfos de sangre guerrera que vivían para morir en batalla, Thranduil tenía sangre de los sindar; incluso era patiente del famoso Thingol, que sin importar cuales fueron sus decisiones en eras olvidadas, supo cuidar a su pueblo.

Pero no era Thingol la verdadera razón por la que Thranduil era tan obstinado con relación a la cautela, sino su propio padre.

Oropher había sido un rey maravilloso y un guerrero notable, pero algunos elfos aún lo recordaban como el caudillo que no pudo ser paciente. Recordaba con bastante claridad el día que su padre ignoró las advertencias del Alto rey Gil-Galad, llevando sus fuerzas al frente con mucha anticipación. También tenía fresca en la memoria la masacre que vino después. Los cientos de elfos que cayeron a su alrededor, incluido Oropher. Su rey. Su padre.

Aquel día marcó a Thranduil de muchas maneras diferentes, aunque no fue el único. Desde su niñez, ya había visto desfilar grandes desgracias. Había visto elevarse reinos que más tarde se desmoronaban como la arena. Había conocido héroes... Y les había sobrevivido.

Sí, Thranduil era egoísta, pero no un cobarde.

Se necesitaba mucho valor para vivir tanto tiempo y lograr que su gente viviera en paz.

Era algo que su hijo Legolas no entendía, no tanto por su edad, porque tampoco era joven, sino por un espíritu rebelde del que Thranduil se maravillaba a diario.

Pero ese fuego vibrante lo había llevado ahí, a ese camastro, herido de la cintura para abajo y con una sombra gris cubriéndole el rostro.

Muchos se preguntaban dónde estaba el rey elfo, porque era sencillo distinguirlo entre la multitud, tan alto y de cabellera brillante. Pero él no le había dicho a nadie que estaba ahí junto a su hijo. Una suposición evidente que nadie hilaría.

- Adar.

La palabra era apenas un suspiro, pero Thranduil la captó de inmediato y se acercó un poco más.

Se había quitado la armadura, pero aún su ropa de guerra cubría heridas superficiales.

- Aquí estoy, mel îon nîn. -Habló despacio, con una suavidad inesperada en alguien tan frío.

Legolas recordaba aquel cuidado de cuando era apenas un niño, aunque su padre jamás dejó de velar por él, aún cuando creció y se volvió salvaje e irreverente.

- ¿Tauriel?

- Ella está bien. -Le aseguró, sabiendo que su hijo estaría preocupado por ella antes que por sí mismo. Ojalá no fuera el caso. Thranduil parecía apenado y miserable, pero aún así acarició la frente de Legolas.- Ha salido sin un rasguño. Tú, en cambio, recibiste demasiado daño. Tu cadera...

- No pasa nada. -Suspiró el menor, atreviéndose a sonreír. Aunque carecía de esa chispa que lo caracterizaba.

Thranduil se sintió molesto por su indiferencia.

- Te has puesto en peligro mortal, por supuesto que importa.

Legolas abrió los ojos y miró a su padre.

Recordaba una época en la que eran más cercanos, cuando su madre vivía. Su padre expresaba mejor sus sentimientos y lo reñía con un afecto amoroso.

Y ahora, parecía bastante alterado.

- Adar... Lo siento.

Thranduil no se esperaba eso, y no supo cómo reaccionar. Habían cosas que los separaban, heridas antiguas y otras más recientes; y aunque algunos prejuicios estaban lejos de desaparecer, Thranduil sintió que no podría negarle nada a Legolas si éste se hallaba a salvo.

Ciertamente, se requería mucho valor para dejar de lado el orgullo y cuidar a quienes más se amaba.

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La noche llegó antes de que Thranduil se diera cuenta.

Él no necesitaba dormir, pero se sentía agotado mientras veía a su hijo descansar a su lado. Contaba cada respiración de su pecho como un milagro, hasta que un sonido suave llamó su atención a sus espaldas.

Cuando se giró encontró a Bardo asomarse a la tienda, con esa peculiar timidez de los humanos cada vez que se les pillaba haciendo algo torpe. Sus ojos se adaptaron a la escasa luz del interior y, cuando vio al rey junto a su hijo, un brillo de entendimiento cruzó por sus ojos oscuros.

- Lo lamento. No quería... No sabía que estaba...

- Pasa, por favor. -Le pidió Thranduil, con una serenidad que hizo dudar al arquero. El elfo tuvo que contener una sonrisa y le hizo un gesto insistente.- Le he dado suficientes hierbas para dormir toda la noche, así que no perturbaremos su descanso. -Le explicó cuando lo tuvo más cerca.

Aún así, Bardo mantuvo una distancia prudente del camastro. Le parecía sorprendente que ese elfo joven y hermoso fuera hijo de ese otro elfo joven y hermoso. Con ellos era imposible calcular edad, pero podía ver el afecto en los ojos del rey.

- Lamento mucho que haya sido herido. -Comentó con profundo sentimiento y respeto.

- Tú tienes tres hijos. -No era una pregunta.- Según pude ver, uno de ellos es varón. Seguramente habrá tenido algún roce en la batalla.

Bardo se estremeció. Todavía sentía miedo por sus hijos, aunque el peligro ya había pasado.

- Sí, más de lo que me hubiera gustado. Aún es muy joven, pero tiene mucho coraje. Y no subestimaría a mis hijas tampoco.

Thranduil lo observó, y Bardo pudo decir que el tema de sus pequeños hijos humanos no sólo no parecía aburrir al elfo, sino que se veía interesado y curioso.

- Cuando mi esposa Mila murió, mi hija Sigrid tuvo que ocuparse de la casa en su lugar, y eso incluía cuidar a sus hermanos. -Le explicó, sonriendo inevitablemente. Echó un vistazo a Legolas y al verlo tan calmado, continuó.- Pero mi posición en la ciudad, mi... mi trabajo, mi constante esfuerzo por ayudar a los demás habitantes... Creo que fue egoísta de mi parte. Eso les hizo aprender cosas que quizás no debían.

- ¿Qué cosas? -Preguntó Thranduil, ladeando la cabeza.

Bardo pensó que era la primera vez que veía a un elfo con una expresión tan inocente.

- Aprendieron a mentir. -Admitió, apretando la mandíbula.- El arte del contrabando, las mentiras, las fachadas... Sabían cómo ayudarme con esas cosas. -Suspiró y se pasó una mano por la cara. Se sentía exhausto.- Ellos me ayudaron a introducir a los enanos a la ciudad. Me arrepentí tanto después, cuando supe quiénes eran y lo que harían en la montaña...

- No son las criaturas más sutiles que hay. -Murmuró el rey, claramente reservando sus peores opiniones para sí mismo.

- No, pero me hace pensar que suelo poner a mis hijos en riesgo muy a menudo. -Le dijo, levantando la mirada hacia él.- Lo de estos días fue... Fue mucho más de lo que les hubiera permitido vivir. Smaug, los orcos...

Bardo guardó silencio y Thranduil no trató de llenarlo con palabras. No había mucho que decir. Y ambos parecían pensar lo mismo mientras miraban a Legolas dormir, con esa respiración lenta y profunda de alguien que vive mucho más allá, en la tierra de los sueños.

Bardo consideró impertinente molestar a Thranduil con el tema de la piedra, pero antes de poder hablar, el otro retomó la conversación.

- Legolas es mucho mayor de lo que se ve. -Dijo, pasando una mano por el pecho de su hijo en un gesto puramente paternal.- Ha vivido más que muchos elfos que hoy cayeron en batalla. Pero... Verlo así, herido y frágil... -Frunció el ceño.- Creo que nada prepara a un padre para soportar que su hijo reciba daño, ni siquiera un rasguño. -Miró a Bardo con una expresión que el arquero no supo interpretar.- Siempre tendrás el temor de perderlos, de verlos siendo infelices, de sentirlos lejos de ti. Supongo que eso no cambia, siendo humano o elfo.

- No es muy alentador. -Sonrió Bardo con tristeza.

Y entonces escuchó un sonido mítico, sacado de leyendas absurdas que nadie creería.

La risa melódica del rey elfo.

- No, pero igualmente me siento orgulloso de él.

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Bardo salió de la tienda unos minutos después. Lamentaba no haber mencionado nada de la piedra del arca, pero con el rey tan preocupado por su hijo, le pareció un mal momento. Era la única vez que había visto debajo de la fría capa de disciplina del elfo, a quien sólo había visto de lejos en ocasiones formales.

Sentía que entre ambos había entendimiento, más por la similitud de sus vivencias que por su personalidad. Ahora las circunstancias los colocaban en una alianza de la que Bardo se sentía en desventaja.

Zigzagueando el campamento, llegó a la tienda abierta donde muchos refugiados trataban de calentarse junto al fuego. Bale era la opción ideal para escapar del frío invierno pero aún estaba cubierta de muertos. Nadie quería acercarse a los caminos del viejo mercado, donde elfos y hombres compartían su último descanso.

Vio a Sigrid repartiendo comida en compañía de tres elfos, con quienes parecía haber entablado amistad.

Bardo no se había dado cuenta de la facilidad que tenía su hija mayor en hacer amigos. Se le había ido la infancia cuidando a sus hermanos menores, pero ahora parecía brillar incluso entre los hermosos elfos.

- ¡Padre! -Cuando ella lo vio, corrió a saludarlo. Sonreía con alivio y los ojos brillantes por las lágrimas. Lo abrazó por el cuello y luego se apartó.- Bain y Tilda están cenando por allá. -Señaló un grupo de niños que Bain lideraba y tranquilizaba con historias- Pero los mandaré a dormir a una carpa cubierta apenas terminen de comer.

Sigrid parecía satisfecha con esto, pero Bardo pudo ver sombras bajo sus ojos azules. Esos ojos tan parecidos a los de su amada Mila.

Con una mezcla de orgullo y tristeza paternal, Bardo pasó una mano por la cara de su hija.

- Gracias, Sigrid. Pero quiero que te vayas a descansar ahora mismo. Yo me encargaré de tus hermanos.

Desconcertada, la muchacha se apartó del toque de su padre.

- Acabas de salir de de una guerra, padre. ¿Ya te ha revisado algún curandero? No. No, yo puedo ocuparme de...

- Sigrid.

Ella calló. Su padre rara vez utilizaba ese tono con ella. Pero a pesar de la autoridad en su voz, pudo ver la preocupación en sus ojos... Y algo más.

- No sólo yo peleé en batalla, ¿verdad? Incluso Bain... Incluso Tilda y tú. -Bardo tomó los hombros de Sigrid del mismo modo que hacía con Bain después de practicar el tiro con arco. Su sonrisa era casi dolorosa.- Me siento muy orgulloso de ti.

De algún modo, eso fue suficiente.

Sigrid conocía esas palabras y generalmente era feliz de verlas dirigidas a Bain, quien tanto peso llevaba en los hombros para ser un niño. Pero no supo hasta ese momento que ella también las esperaba, que ella las necesitaba tanto para poder descansar.

Rememoró el horror de los orcos y trasgos ahogando la marea de aldeanos en las calles de Bale, y cuando las lágrimas finalmente corrieron por sus mejillas, se halló acunada en los brazos de su padre mientras lloraba y sollozaba.

No le importaban las miradas de los hombres ni la incomodidad de los elfos.

Lo único que necesitaba en ese momento era el abrazo de su padre.

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Despuntaba el alba cuando Tauriel salió de la tienda de los enanos. Al menos media docena de ellos estaba descansando y recuperándose de las heridas de guerra, pero en medio de algunas miradas recelosas sólo le importaba el enano más joven.

Kili no había perdido el conocimiento durante las primeras horas después de la batalla, una buena señal de su estado, pero una vez que fue obligado a recostarse y se le extrajeron todas las flechas y sus heridas fueron suturadas, el cansancio lo venció.

Tauriel se había quedado con él un poco más, velando su sueño.

Ninguno de los enanos heridos, ni sus curanderos, le impidió estar a su lado, pero no dejaban de mirarla como una víbora venenosa.

Durante aquellos últimos momentos en la madrugada, se permitió pensar en lo que sentía por Kili. Recordaba las palabras de su rey y la triste determinación que los llevó a la pelea. Supuestamente sus bandos ya no estaban en guerra, pero de todos modos tuvo que ver a Kili siendo acribillado por flechas, convirtiéndolo en un alfiletero. También le habían dado un golpe duro en la cabeza, aunque él le restó importancia.

"Soy un cabeza dura, ¿recuerdas?", le dijo con esa sonrisa encantadora y arrogante que siempre la detenía a medio camino.

No podía negar que la compañía del enano le gustaba, que sentía una afinidad con él que no había tenido con nadie más. Si acaso, podía compararse a Legolas, quien la conocía mejor que nadie más. Pero esto era diferente... Y por mucho que lo pensara, no entendía lo que era el amor.

Sintiéndose un poco molesta con esta confusión y mezcla de sentimientos, decidió volcarse en su trabajo, en lo que mejor se le daba. Porque cuando comandaba a los guardias del rey, podía olvidar todas las añoranzas de su corazón.

Lo que no esperaba era encontrarse a otro enano fuera de la tienda.

Fili le devolvía la mirada de un modo extraño que no supo interpretar.

A diferencia de otros enanos, no tenía una expresión malhumorada o fiera, salvo cuando tenía que proteger a su hermano menor. Fili tenía un aire humano, casi reflexivo, como si tuviera el don de la visión y del arte.

- Tu hermano está bien. -Fue lo primero que ella dijo.- Está durmiendo. Todas sus heridas han sido tratadas y solo necesita mucho descanso e higiene para terminar de sanar.

Fili no respondió de inmediato, pero Tauriel juraría haber visto una sonrisa debajo de esos bigotes rubios.

Suponiendo que querría entrar a cuidar de su hermano, la silvana lo rodeó para alejarse como era su plan en un principio, pero sintió que algo la retenía del brazo.

Fili de verdad estaba sonriendo cuando lo miró de vuelta, con una calidez asombrosa en los ojos azules.

- Salvaste a mi hermano... Más de una vez.

Tauriel dudó.

- No tienes que decirme nada. -Le dijo Fili, soltándola.- Pero sabes lo que Kili siente por ti. Y no lo culpo, puedo ver que eres amable y valiente. Tan solo...

- Entiendo lo que me quieres decir. -Le interrumpió Tauriel con la mirada baja. Recordaba otra conversación similar sólo unas semanas atrás.- No debería alentar a Kili si no estoy segura de mis sentimientos.

Fili hizo un gesto de dolor, pero no dijo nada porque eso era exactamente lo que quería decir.

Después de un momento de vacilación, Tauriel levantó la mirada con una expresión seria.

- No puedo prometer no herir a tu hermano, pero no le daré falsas esperanzas. -Sus labios temblaron.- La próxima vez que lo vea, mis sentimientos habrán sido aclarados y yo le tendré una respuesta sincera.

Fili volvió a sonreír, aunque había cierto pesar en su mirada.

Creía que la elfa era una mujer honorable, algo que se escapaba de todo lo que le habían enseñado sobre los elfos. Pero sabía que incluso si ella hacía lo correcto, su hermano recibiría una herida mucho más certera que todas las flechas que le habían dado al cuerpo.

Porque Kili tenía una capacidad de amar asombrosa y envidiable... que podía romperle el corazón.

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El día siguiente a la batalla de los cinco ejércitos, el silencio predominaba en la falda de la montaña, en los campos y en Bale. No había voces ni cantos ni festejos; no había llantos ni súplicas ni gritos. Sólo hubo un silencio eficiente mientras cada hombre, mujer y niño, cada enano y elfo, trabajaban en recuperarse.

Bilbo observaba el movimiento junto a la quieta compañía de su amigo Gandalf, sabiendo que su esfuerzo por ayudar podría traer más problemas. Se sentía agotado en muchas diferentes maneras y su estómago no resistía ver los cuerpos ser llevados de un lado a otro.

En cierta forma, era como un niño.

- No hay vergüenza en la sensibilidad de un niño, mi querido Bilbo. -Le dijo Gandalf, como si le hubiera leído la mente. El hobbit lo miró, incluso demasiado cansado para sorprenderse. Gandalf fumaba de su pipa, aunque si la memoria no le fallaba, la hierba se había acabado mucho antes de Smaug.

- Pero no soy un niño.

- No, pero tienes el corazón de uno. Y ojalá más hombres pudieran conservarlo. Verían maravillas en este mundo.

Bilbo miró hacia una pendiente, un camino que ascendía hacia Bale donde no dejaban de pasar elfos cargando los cuerpos de sus compañeros caídos.

La tristeza de los elfos era tan profunda como su belleza. Un lamento etéreo y silencioso, caminando sobre la nieve sin apenas hacer ningún ruido.

- No creo estar viendo nada maravilloso. -Respondió al mago, apartando la mirada. Sentía un nudo muy desagradable en la boca del estómago.

- Oh, Bilbo. Rara vez las maravillas son sólo alegres. La sensibilidad que posees sobre la muerte y la guerra te permite ver todo lo demás. -Gandalf dio una profunda calada y sopló algunos aros al viento helado.- Lamentablemente, algunos de nosotros ya no vemos más allá de la muerte.

Bilbo quería preguntarle a Ganfald por qué se incluía a sí mismo dentro de ese grupo, pero supo que las respuestas del mago siempre estaban teñidas de misterio. Con el tiempo había terminado aceptando que no conocía tan bien a su amigo como creía, pero eso no cambiaba el afecto que le tenía.

Apenas se dio cuenta que el sol volvía a caer en el horizonte del oeste cuando un sonido se cayó desde una de las torres de Bale que aún se mantenían en pie.

Una flauta... O tal vez una ocarina.

Las notas flotaban y caían sobre la falda de la montaña, a lo largo de todo el campamento. Alcanzaba a hombres, elfos y enanos por igual.

Más que un sonido imprudente e incómodo, parecía la balada del sentimiento reunido de los que seguían moviéndose en silencio al anochecer.

Bilbo jamás había escuchado aquella canción, pero tampoco intentó ponerle letra. Decía suficiente con aquellos silbidos suaves y melancólicos.

No invitaba a perderse en la música, sino a seguir trabajando. Acompañaba a quienes servían comida y a quienes recogían a los muertos; a quienes descansaban de sus heridas y a quienes dormían plácidamente bajo las estrellas; a quienes meditaban el futuro de sus pueblos y quienes se reunían con sus familiares.

Fue en verdad una canción hermosa que duró hasta que no hubo más luz de sol. Sólo las estrellas y la luna como una uña de plata.

Aún desde su posición, vio que un enano se movía desde el camino entre los campos, aquel que venía de Erebor. Y aunque la distancia fuera enorme, Bilbo reconoció la figura robusta, el cabello negro y abundante y un ligero cojeo que delataba su mal estado.

- ¿Qué demonios hace levantado? -Masculló, saltando de la piedra donde había estado sentado y corriendo colina abajo.

Gandalf, muy tranquilo en su lugar, se echó a reír.

- Que maravillosa vista la de los hobbits.

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Tardó unos minutos corriendo entre filas de gente enorme, pero más allá de algunas miradas, nadie parecía tan sorprendido de ver a un diminuto hobbit corriendo como si la vida se le fuera en ello.

Se detuvo a unos metros, con el pecho ardiendo por el esfuerzo. Debía recordar que él también había sufrido magulladuras, pero ninguna tan mala como la del rey bajo la montaña.

El estúpido rey bajo la montaña.

- Sabía que no debería haberte dejado solo. -Le recriminó al enano, pero este sólo le devolvió la mirada como si volviera de comprar leche.

- No, no debiste.

- ¿Qué, en nombre de todo lo delicioso, era tan urgente para ir hasta la montaña tu solo cuando deberías estar descansando?

Cuando Thorin llegó a su altura, volvió a dedicarle una mirada, pero luego pasó a un lado y siguió caminando.

Molesto y curioso, Bilbo hizo un gesto impaciente y lo siguió.

- ¿Ahora no vas a decirme?

Thorin guardó su silencio y siguió avanzando. Por primera vez fue fácil para Bilbo mantener su ritmo, pues su herida no le permitía ir muy rápido.

Entonces una idea horrible pasó por su mente.

- Sigues... Sigues molesto por lo de la piedra, ¿verdad?

Eso fue mucho más efectivo para detener al rey enano, que le dio la espalda unos instantes.

La música se había desvanecido y la noche se había llenado de un coro de voces suaves. Pero ellos dos estaban suficientemente alejados para mantener una conversación en privado, sin nada más que la luz de las estrellas en el cielo y las antorchas en el campamento.

Estaban quietos, muy quietos, salvo sus respiraciones. Bilbo podía notar la tensión en los hombros de Thorin y pensó que debía haberlo considerado antes.

Era cierto que Thorin le había perdonado la vida después de su arrebato de ira, pero la mirada de traición y dolor era algo que no desaparecía fácilmente.

Después de la batalla había asumido que entendía sus razones para hacer lo que hizo, pero para Bilbo, nada era más difícil de soportar que el silencio de Thorin.

Ese enano al que había llegado a conocer tan bien en un año de viaje, en una aventura a la que se había visto tan renuente en aceptar.

Ese enano valiente, terco, orgulloso, mezquino y terriblemente leal.

"Por favor, Thorin, di algo".

- Supongo que entiendo por qué lo hiciste. -Fueron las palabras que recibió primero, pero Bilbo notó que había una profunda decepción en su voz. No sé equivocaba al pensar que el rey bajo la montaña no había sanado aún del todo su orgullo, pero temía más por su amistad.

El hobbit sentía los ojos picantes por las lágrimas, pero no se atrevió a llorar. La aventura lo había vuelto lo bastante fuerte para contener las ganas y tomar un respiro.

- En el fondo de mi corazón... Aún duele pensar que fueras capaz de mentirme en la cara. -Continuó Thorin, y Bilbo se obligó a escuchar en silencio aunque fueran como puñaladas en el estómago.- Ese momento, a las puertas de Erebor, me hizo reconsiderar muchas cosas sobre mí mismo, sobre el significado de la lealtad y la amistad.

Oh.

Por la Dama Verde, eso era demasiado. Esperaba sus reproches, pero esto era cruel e inhumano. Bilbo nunca se había sentido tan culpable y miserable en toda su vida.

Pero entonces vio que Thorin se daba la vuelta. No lo miraba a él, sino a algo brillante en las manos.

Por un momento supuso que era la piedra del arca. Esa maldita piedra que había llegado a odiar con tanta saña. Pero eso que el rey sostenía no era una piedra, sino un collar.

Mientras Bilbo ajustaba la mirada en torno a la joya, pensó que Thorin había atrapado un colgante de estrellas. Era el collar más hermoso que había visto, una mezcla de elegancia y luz que sólo podía ser de naturaleza efica.

- No pensé que tuviera razones legítimas para entregar esto al rey elfo. -Le dijo, obviamente renuente a llamar a Thranduil por su nombre.- Sin embargo, quiero replantear esos conceptos contigo más tarde, y para ello necesito un poco de paz.

Luego levantó la mirada y Bilbo se encontró con sus ojos azules tal como los había visto después de la batalla en las faldas de las Montañas Nubladas, cuando pelearon contra los huargos. Agradecimiento, cariño y respeto. Sentimientos que creyó no volver a recibir de Thorin.

Por un momento no pudo hablar, pero luego decidió seguir el ejemplo del enano y lo abrazó con fuerza.

Thorin lo recibió en brazos.

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Thranduil observaba el collar en sus manos como si tuviera escrita la historia de Arda en su totalidad.

En términos humanos, eran sólo diamantes. Una bonita joya diseñada por elfos y esculpida por enanos. Un objeto de gran valor, pero no lo suficiente para ir a una guerra.

Salvo que para Thranduil, significaba mucho más que eso.

- Adar. -Oyó la voz a sus espaldas. Legolas finalmente había despertado y, salvo una calma anormal en su carácter, parecía totalmente recuperado.- Eso es...

- Sí.

Thranduil acercó a su hijo las gemas de estrellas, que se escurrían entre sus dedos mientras las posaba en sus manos abiertas.

La mirada antigua de Legolas fue familiar para el rey elfo, y su sonrisa reconfortó su alma.

- El collar de mi madre.

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