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CAPÍTULO 9: El Limbo


El Limbo era un sitio de desolación. La falta de vida ponía en alerta a cualquiera, como si un peligro constante acechara en la sombra de los árboles podridos. El nerviosismo era constante, era difícil relajarse en el mundo de los muertos, donde la brisa contaminada de cenizas susurraba amenazas constantes. En definitiva, era la atmósfera de una película de terror y no importaba que Alma fuera un Gris, quería ignorar el hecho de que pasaría un mes en medio de esa pesadumbre.

—¿Estás bien? —Bautista preguntó a sus espaldas.

Alma se sobresaltó. Había tenido la mirada perdida en un punto fijo de la ventana que daba al bosque. Temía por el siguiente paso, temía por los siguientes días en un mundo desconocido.

—Quiero empezar cuanto antes —siseó y frotó sus brazos como si tuviera frío, aunque no se percibiera la temperatura.

Tan pronto como pudo, apartó su vista del vacío y caminó en dirección a la sala. La quietud la estresaba.

—Yamil está preparando lo necesario —dijo Bautista, siguiéndola—, sé que este lugar es perturbador, pero confío en que todo estará bien. Kiran es un viejo amigo, y sé que no haría esto en vano.

Alma estrujó sus dedos.

—El problema es que este procedimiento no se ha realizado antes —respondió ella con la vista en sus pies—. Me convertí en Gris casi por accidente, los salomónicos nunca nos dijeron cómo sucedió.

Bautista la tomó del brazo y la obligó a mirarlo a los ojos.

—No tienes que hacerlo porque crees que es lo correcto —le dijo—. Podemos parar, no eres la responsable de esto.

El deber moral era algo de lo que no podía huir, las frases clichés no podía doblegarla. Al ser la única persona en el mundo con la capacidad de salvar millones de vidas, Alma sabía que, si dejaba pasar la oportunidad, su consciencia la torturaría hasta el día de su muerte.

—Soy la única que puede intentarlo —Alma ansiaba que cualquier otra persona ocupara su lugar—. No daré marcha atrás —concluyó.

Ese era otro repertorio de palabras hechas. Debía engañarse a sí misma, repetirlo hasta creerse el papel de la heroína que no era. Ya no se trataba de seguir obligaciones familiares, o de querer salvar a su hermano, ni siquiera se comparaba con la necesidad de vengarse de alguien o de hacer bien su trabajo. Era su decisión moral y nada más.

Con una mochila en sus espaldas, Yamil aguardaba al lado de la puerta. La primera fase para obtener las habilidades skrulvever estaba por comenzar. Esta vez, Bautista debía quedarse junto a Kiran y Dalia en el viejo castillo.

Alma tenía que hacer un viaje a uno pocos kilómetros, traspasando el bosque de la desolación. Así lo llamaban los Skrulvevers, y el nombre le quedaba pintado. Caminar entre las viejas maderas generaba un suave chirrido que hacía eco a la distancia. Era como el susurro de algún muerto.

—Relájate, Alma —Yamil tomó a Alma de los hombros y los apretó con fuerza, como queriendo hacer un masaje—. No debes temer a los muertos, los que llegan hasta aquí son almas en pena que no pudieron trascender. Sirven de energía y son reciclados. No pueden dañarte cuando ni siquiera son conscientes.

Los dientes de Alma chirriaron, no quería indagar demasiado en el "después de la vida", no quería imaginar que en su lecho de muerte se iba a convertir en petróleo espiritual. Tampoco quería saber el significado de "trascender", ¿qué era? ¿Reencarnar? ¿Ir con Dios? ¿Ir a un lugar mejor?

—Si ese es el caso —dijo Alma—, ¿no podrían transportar a toda la gente a este sitio? Al menos durante el apocalipsis.

—No fue un capricho dejar a Gary atrás —respondió Yamil—, con mi poder, solo puedo traer a dos personas. Sería imposible traer a miles de millones, ni con la ayuda de todo el clan podríamos traerlos y mantenerlos. Y, de hacerlo, se generaría un desbalance energético que causaría el colapso de este plano.

Alma pateó un pedazo de madera podrida. De una forma u otra parecía no haber escape.

—Fue estúpido preguntar —dijo, y de inmediato elevó su vista, ensanchado una sonrisa—. Bien, ¿cómo me convierto en Skrulvever?

Yamil señaló al final del bosque, pero del lado opuesto al castillo. No se distinguía más que una espesa niebla gris que cubría el horizonte en medio de una noche sin fin.

—La entrada al infierno es nuestra primera parada —dijo.



¿Cómo no amedrentarse en un sitio llamado "la entrada al infierno"? ¿Qué clase de imbécil le había puesto un nombre tan terrorífico a un sitio, de por sí, tan lúgubre.

<<Al menos es sensato>>, pensó Alma, deteniéndose en su lugar.

Por un instante, sostuvo su pecho como un acto reflejo para mantener su alma pegada al cuerpo al toparse con un desfile de oscuras formas antropomórficas que caían desde el negro cielo. Caían y caían en forma liviana, como si no pesaran más que una pluma. Eran sombras negras absorbidas por el Limbo que caminaban en una marcha interminable hacia las lejanías de la dimensión de los muertos.

Fantasmas de auras oscuras, de rasgos borrados, sin identidad.

—Aquellos que no pueden transcender son absorbidos por el limbo a esta tierra —explicó Yamil, y señaló al cielo—. Aquella es la entrada para los muertos.

Caían sin voluntad. Cada caída era un fallecido en el mundo real. Era deprimente terminar de ese modo.

—No temas —remarcó Yamil. El pavor de Alma se traducía en su expresión de espanto, en el subir y bajar de su pecho agitado—. Es horrible, pero no todos caen aquí, solo los que poseen auras oscuras.

Yamil cerró de inmediato su boca, había sido imprudente.

—No tiene nada de malo —agregó Yamil—, las almas están aquí para purificarse y continuar su camino como las demás.

El cuerpo de Alma se contrajo. Mateo siempre le había señalado lo oscuro en su ser, y si bien era algo reversible en vida, no tenía idea en qué situación se encontraba en la actualidad.

—¿Y a dónde van los demás? —inquirió Alma, tratando de aclimatarse—, los que tienen auras claras..., puras, o lo que sea —finalizó con un suspiro ronco.

—Todo va al Anima Mundi que ha creado nuestro mundo y es reciclado para una nueva encarnación —Yamil resopló—, tanto las auras claras como oscuras tienen el mismo fin. Este es un centro de purificación.

—¿Un Ánima Mundi creó nuestro mundo?

—Así llamamos a la creación en sí, la fuerza del todo. Mejor enfoquémonos en lo nuestro —pidió Yamil, ya de por sí era demasiada información en unos minutos.

Debían seguir un trecho más, hacia donde el desfile de almas se convertía en un afluente de negrura. Un ruido turbulento, como miles de gritos ahogados, les tapaban los oídos sin llegar a aturdirlos. No eran voces que escapaban de las gargantas, eran los ruidos de los espíritus chocando unos contra otros, hundiéndose en un profundo pozo y convirtiéndose en parte de un océano de desolación.

—Debes nadar hacia lo profundo del río.

—¡¿Otra vez?! —Alma se sobresaltó, sorprendiendo a Yamil—. Lo siento, recordé mi iniciación con Luca. Debía ir a lo profundo del río, me negué a hacerlo por no saber nadar.

—No te ahogarás —explicó Yamil—, no es agua, son almas en pena. Sin embargo, no será fácil. Cuando te sumerjas, sentirás su dolor, su desesperación. Sentirás que se consume tu propia alma, pero no debes dejarte vencer, debes guardar tus fuerzas para tu verdadero objetivo.

—¿Verdadero objetivo? —Alma apretó sus brazos—. Yamil, deberías evitar las descripciones si quieres que siga con esto.

—No te preocupes —Yamil sonrió y tomó las manos de Alma, apretujándolas con ímpetu—. La mayoría de los Skrulvever sobrevivimos a esto. En el fondo del océano de almas se hallan los "errantes" —Yamil tomó una bocanada de aire, pensaba sus próximas palabras para no espantar más a su única esperanza—. Son entes que se han desarrollado a partir de la ingestión de las almas más oscuras. Han adquirido una consciencia primitiva y son agresivos. Hay mucha similitud con los entes que infectaban a los centinelas, que, luego de absorber energías negativas recobraban consciencia. La diferencia es que los errantes no necesitan poseer un cuerpo.

—¿Y qué debo hacer? —preguntó Alma, preocupada.

—Debes asesinar a uno —dijo Yamil—. Cuando muera, debes devorarlo y obtendrás la capacidad de desarrollar nuestras habilidades.

—¿Estás bromeando? —Alma sonó alterada—. ¿Debo, literalmente, comerme un monstruo del inframundo?

Yamil desvió su vista a un lado. No existía una forma amable de decirlo, no podía disfrazar la forma en la que un Skrulvever se convertía en parte de su clan. Él lo sabía bien, era demasiado para una persona con tratamiento psicológico, una persona como Alma, una persona que solo quería una vida tranquila pero que llevaba el peso del mundo en su hombros.

Alma miró al océano de almas, parecía no tener fin. El ruido sordo iba a volverla loca, así que, estirando sus brazos y piernas, descendió por el acantilado que los separaba de su objetivo.

—De algún u otro modo vamos a morir —dijo ella—, lo mejor que podría pedir es una muerta épica en el Limbo.

—No puedes morir, Alma —dijo Yamil, con la voz impostada—, si mueres tú, mueren todos. La Orden se saldrá con la suya.

—Sí, sí, más presión para mí —rumió Alma, ya sin mirarlo—. Empiezo a cuestionarme el sentido de todo esto si es que reencarnamos. Al fin y al cabo todos terminamos en el océano de las almas caídas para ser parte del todo. Nada tiene sentido.

—¡Te esperaré! —exclamó Yamil, viéndola partir con el paso decidido a su muerte—. ¡Lo lograrás!

Antes de responder, Alma se detuvo frente a la negra inmensidad, y de un salto se sumergió en las almas oscuras y su desdicha.

Yamil dejó caer su cuerpo al borde del abismo. Agotado y a la espera de una buena noticia.

—¡Yamil! —Una gruesa voz lo llamó a sus espaldas.

Yamil se levantó de sopetón con la cara pálida. Se trataba de un miembro del Clan Skrulvever, un hombre maduro que vestía los coloridos trajes tradicionales y llevaba el cabello largo y trenzado, pero la mirada era ceñuda.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Estoy meditando, Anand —musitó Yamil.

Por solo un segundo se salvaban de ser descubiertos.

—Se han detectado anomalías en la zona —dijo Anand, elevando una ceja—, casualmente estás tú. Sabes que los líderes te tienen vigilado por tus ideas, deberías guardar recato y quedarte en el clan.

—No hago nada malo —dijo Yamil—, propuse la idea de crear un Ánima Mundi y la rechazaron. Ya está, la Orden asesinará a todos y no hay nada más que podamos hacer.

Anand fijo su vista en el océano de almas, podía jurar que la viscosidad negra se agitaba más de lo normal, pero no tenía intenciones de sumergirse y comprobarlo por sí mismo, ya que eso significaría ser quemado por los pecados ajenos y ese era un dolor que prefería olvidar.

—La Orden no asesinará a todos, el clan prevalecerá —dijo Anand—, ahora es mejor que vengas conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Yamil. No quería dejar a Alma a solas, debía recibirla en caso que ganara su batalla.

—Explícale tú a los líderes que estabas meditando —Anand tronó los dedos de sus manos, listo para llevárselos a la fuerza.

No era momento para generar una batalla inútil, así que Yamil lo siguió, dejando a Alma sumergida en su misión.



En cuanto se zambulló lo sintió. Miles de recuerdos tortuosos atravesando su mente como un castigo sin final. La angustia estrujaba su cuerpo, el dolor paralizaba sus ser. Era el infierno en carne propia. Una a una, las memorias ajenas contaminaban su psiquis con traumas irreproducibles.

Ahogada en un sentimiento de total desasosiego, Alma dio brazadas hacia abajo, cada vez más abajo, y cada vez lo soportaba menos. El ahogo era mental y la iba a matar luego de la agonía.

No quería seguir, no podía seguir.

¿Qué sentido tenía salvarlos a todos? ¿Qué sentido tenía seguir sacrificándose por una sociedad enferma?

El mundo era un lugar horrible y esas almas, que conformaban el gran océano, eran la prueba de ello. El horror, el mal, todo era culpa de los humanos y del mundo creado por los centinelas.

A lo mejor, terminar con ese mundo era la respuesta.

A lo mejor los salomónicos tenían razón.

La canasta de frutas estaba podrida y agusanada. No había forma de purgar el mal sin destruirlo todo.

Alma dejó de nadar y cerró sus ojos. Con fuerza, tomaba su cabeza mientras se hundía más y más.

Entre los gritos de los difuntos, los recuerdos seguían atravesándola. Muerte, tortura, y cualquier aberración. El cuerpo humano perdía la voluntad ante un suceso de emociones de extrema intensidad que se vivían como propias, se debilitaba. Iba a enloquecer antes de encontrar a un errante.

Las situaciones traumáticas se repetían en su mente, la cual había entrado en un estado de shock. Su cuerpo no era un alma en pena, era de carne y hueso, su consciente e inconsciente seguían ahí, manifestando su suplicio en cada fibra de su ser.

<<No quiero morir aquí>>, era el único pensamiento en su mente.

De ninguna manera podía soportar la purga del Limbo. No. Tenía que huir y solo tenía una salida.

Alma volvió a abrir sus ojos, y aunque solo vio la negrura de las energías, empujó su cuerpo hacia abajo, sintiendo su carne quemarse, queriendo ignorar aquello que pretendía derrumbarla por completo.

Llegar a al fondo era un tramo que parecía no tener fin. Con la noción del tiempo perdida, creyó haber estado nadando durante días, pero tan solo había sido la hora más larga de su vida. Y, justo cuando creyó no tener salida, sus brazos atravesaron las almas y su cuerpo cayó a un suelo duro y polvoriento.

Cuando elevó su vista, las almas negras seguían corriendo como el agua, pero en el cielo. Como si el mundo se hubiese dado vuelta, como si la gravedad se hubiera invertido.

El cuerpo agotado de Alma se recargó un instante en el suelo hasta que logró sentarse. Miró a sus laterales, distinguiendo oleadas de polvaredas, pero la quietud era inusual y amenazadora. Hacía un instante su mente casi se detonaba por el ruido y las imágenes, y ahora la ansiedad se acrecentaba con el profundo silencio.

Como acto instintivo, miró sus manos y las cubrió con el hielo de su siddhi. Ser un Gris era una gran ventaja cuando la desestabilización carcomía su cabeza, al menos contaba con un arma de defensa. Ni siquiera tenía tiempo para asimilar lo que acababa de vivir que ya debía buscar a un "monstruo" llamado errante.

Con pasos temblorosos avanzó en el vacío, y ni siquiera tuvo que preocuparse por alejarse y perderse cuando oyó un gruñido que provocó un eco en todos los alrededores.

El hielo de Alma estalló en mil cristales que cubrieron su circunferencia como un escudo.

El suelo vibró, el polvo del aire se convirtió en una bruma enceguecedora. Una silueta corría hacia su dirección lanzando un feroz chillido.

¿Un toro? ¿Un demonio? Quizás ambos, quizás ninguno.

Cuernos largos, brazos delgados y terminados en filosas garras que llegaban al suelo, piernas de animal, quizás una cabra. Totalmente negro, como si hubiese caído a un recipiente de petróleo. Cinco ojos rojos y decenas de dientes saliendo de una enorme boca.

Con un movimiento ligero, Alma acrecentó su hielo. De pronto, otros dos más siguieron al errante.

—¡No puede ser, mierda! —gritó con todas las ganas, aterrada. Olvidando sus traumas para luchar por su vida.

Su corazón palpitaba.

Tenía a las bestias golpeando y arañando su armadura, despedazándola. Debía actuar.

Con un salto, se elevó en una montaña de hielo, los picos crecieron desde el suelo, lastimando a los demonios, pero no lo suficiente. Era una buena noticia, no se preocupaban por cubrirse, pero comenzaban a escalar su tarima con velocidad.

Alma hizo aparecer una montaña más, y otra y otra, iba saltando de una en una para no ser atrapada mientras los errantes la seguían, cada vez más enfurecidos y ella les lanzaba estacas de hielo.

Cada vez que los atravesaba, una humareda negra salía de sus heridas, dificultando la visión.

—¡Puta mierda! —Abanicando con sus manos, Alma trató de disipar la nube negra, sin advertir que un errante había corrido a ella.

De un bestial salto, el errante se abalanzó sobre Alma, tirándola al piso, destrozándole el pecho y los brazos con sus garras. Alma gritó, horrorizada. De inmediato se cubrió de una espesa capa de hielo. La sangre brotaba a borbotones. Su cuerpo temblequeaba a punto de derrumbarse. Sin pensarlo demasiado, y sabiendo que nadie podría salvarla, suturó sus heridas con hielo, hasta que su piel el sangrado se detuvo.

Ella miró hacia arriba, los errantes insistían en destrozar su domo.

—Piensa, Alma, piensa —se dijo a sí misma.

No podía perder con esas bestias tan grotescas, no siendo la campeona en una batalla contra Sebastián, un chico que planeaba cada movimiento, un experto en la lucha. Hasta ahora, esa estúpida herida era producto del miedo. Debía deshacerse del miedo a los errantes, porque el verdadero terror estaba en otro lado.

—¡Muéranse! —Alma hizo estallar el domo, los cristales de hielo atravesaron a los errantes, y sin dejar un respiro, les lanzó estacas de varios metros de largo, que los atravesaban y los anclaban al suelo.

El humo negro se acrecentaba. Los errantes se retorcían y chillaban. Alma no dio oportunidad de un segundo round. En sus manos se formaron finas cuchillas, y, uno a uno, los decapitó.

La humareda fue ascendiendo al cielo, en donde corría el océano de almas caídas.

—No termina aquí —murmuró con la vista en un cadáver—, debo engullirlo.

La victoria tenía un desagradable sabor. Lo que quedaba del cuerpo del errante se reducía a una pasta agria y áspera. Quería vomitar con cada bocado, pero el motivo por el cual no lo hacía era porque sentía estar fuera de su cuerpo. Era una desconexión de la realidad que le ayudaba a sobrellevar su estadía en el Limbo.

Una vez acabado su platillo, miró a sus lados, los otros dos errantes se habían reducido hasta desaparecer. Lo único que quedaba de ellos era una mancha negra en el suelo. Alma se levantó y miró sus manos teñidas del mismo color, trató de limpiarse en sus ropas, sin resultado alguno. Tan pronto como pudo, volvió a cubrir sus manos de hielo en cuanto vio a otro errante. Éste no corrió hacia ella, tan solo la ignoró. Fue en ese instante que Alma pudo cerciorarse que algo había cambiado en ella, pero aún no sabía qué.

Con la mirada agotada, vio hacia arriba. Era momento de volver, y debía realizar el mismo camino de regreso. Insegura de si sobreviviría al viaje de vuelta, Alma se elevó con el hielo de su siddhi y se sumergió en la oscuridad.

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