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La frutería tenía una fragancia fresca y viva. El ligero aroma a campo se adentró por mis cavidades nasales con un hambre voraz que me llenó los pulmones al instante. Aquello era lo que más me gustaba de aquel sitio, el olor a libertad. La tripa me rugió con fiereza y opté por ir directa hacia la vendedora y dejar de observar los contenedores repletos de fruta que me envolvían. De todas formas, no tenía suficiente como para comprar nada más así que prefería no torturarme observando aquellos exquisitos manjares acuosos de colores vivos.

— Cuatro manzanas, por favor.

Puse ambas manos sobre el pequeño mostrador de mármol y miré directamente a los ojos a la mujer que tenía frente a mí. No era demasiado vieja, tendría casi unos cincuenta años y olía a cerezas. Su flequillo estaba poblado por canas de un color blanquecino, aunque aún se podía observar su tono de cabello natural recogido tras de si en una corta cola de caballo. Una mezcla entre rubio y castaño claro.

— Aquí tiene.

La mujer me pilló desprevenida observando con la boca abierta la caja de manzanas verdes que había a mi derecha. Ella, tras haber cogido las manzanas que le había pedido me entregó la bolsa con una sonrisa apenada. Comprendía la sensación que se adueñaba de mi estómago la mayor parte del tiempo. Ella también la sentía.

— Gracias.

Ella asintió y me sostuvo la mirada. Yo saqué unas monedas de mi bolsillo y las dejé caer sobre el mostrador con delicadeza. El estómago me rugió de nuevo. Me hubiese comido una de aquellas perlas verdosas, pero eran para el pastel de manzana que haría mi madre por el cumpleaños de Nick aquella tarde. Nicholas, mi hermano pequeño, cumplía 6 años.

La señora me miró con ternura al intuir lo que me estaría pasando por la cabeza, así que antes de que pudiera girarme y marcharme de la tiendecilla me cogió del brazo, frenándome.

- Espera – Dijo. Yo me quedé quieta y la observé sin comprender, pero entonces metió la mano en la caja y me entregó otra manzana. Primero me negué en rotundo, pero la mujer insistió — Vamos, sé que estas deseando pegarle un mordisco.

A pesar de no estar del todo de acuerdo le agradecí sonriendo, le pegué un mordisco a la manzana y me marché caminando, bolsa en mano, hacia casa. Las botas cada vez pesaban más a cada paso que daba. Aquel tipo de actos de caridad pocas veces sucedían. Aquella señora estaba perdiendo dinero, y por lo tanto también oportunidades de comer, por regalarme aquella manzana. La mayoría de personas estaban como yo, incluso peor aún. Desde ese instante me pareció que la señora de la frutería era un ángel caído del cielo.

Aunque siempre había muchísimas personas caminando a mi alrededor todos los días no conocía a mucha gente, ya que pasaba los días ayudando a mi madre en casa u horneando pan con mi padre para venderlo en la panadería. Con mis amigos del colegio ya apenas tenía contacto, aunque tampoco había sido nunca muy social que digamos. En el reino, el periodo de estudio era bastante más corto que muchos años atrás. Los niños comenzaban a estudiar a los tres años y acababan el colegio a los diez. A partir de ahí era misión de las familias comenzar a introducir a sus hijos en algún oficio. En mi caso era aprendiz de mi padre en la panadería. Por el contrario las personas que vivían en los alrededores del palacio, y que por supuesto eran de clase alta, estudiaban hasta los dieciséis. Aunque a veces había excepciones de personas que lo dejaban a los catorce. Yo hacía siete años que había acabado el colegio y apenas recordaba cómo se llamaban mis amigas. Supongo que no estábamos muy unidas al fin y al cabo. No sabía nada de ellas.

Si Tenía un amigo, Richard Wilson, o como lo llamaba yo: Rick. Nos conocíamos desde hacía años. Habíamos ido a la escuela juntos y nuestros padres se conocían desde que eran jóvenes. Por desgracia la madre de Rick había muerto cuando él tenía once años por culpa del cáncer. Pero ambas famílias nos seguíamos reuniendo para las fiestas y nos veíamos mucho.

Él me comprendía. Pasábamos las tardes juntos. Solía ayudarlo casi todos los días en la granja.O al menos le brindaba mi apoyo. Sin su madre,las tareas para él y su padre se triplicaron. Apenas podían respirartranquilos.

Realmente él era mi único amigo, pero a su lado sentía que no necesitaba a nadie más a mi lado. Muchas noches antes de dormir cerraba los ojos y recordaba las viejas tardes de verano corriendo cómo locos entre el trigo, esperando a que llegara la caída del sol y el cielo se iluminara de tonos rosados. O las nubes que nos sobrevolaban y observaban cómo nos bañábamos en los charcos de lodo hasta ponernos perdidos de la cabeza a los pies. Recordaba el cabello rubio sudoroso pegado a la frente de un Rick de once años tras subirme a pulso a lomos de una de sus vacas. O los amaneceres tumbados sobre el tejado de los establos de la granja.

Rick era mi infancia entera y todo lo que mi memoria podía recordar. Sólo él, nadie más.

Llegué a casa. Pisé con cuidado el ruidoso suelo de madera de la primera planta y me deslicé por el descansillo de la entrada con sigilo, evitando que el suelo chirriara. No tenía intención de que nadie detectara mi presencia, mi intención era entrar, coger un par de cosas y desaparecer lo antes posible. De lo contrario, mi madre al ver que había vuelto a casa me hubiera dado más faena y no podría visitar a Richard.

Tras dar un par de pasos más dejé las manzanas en el mármol de la cocina y cogí una de las barras de pan recién horneadas que había en una cesta. La casa estaba muy silenciosa. Siempre solía haber bastante ruido, sobretodo causado por mi hermano, pero en ese momento había una extraña tranquilidad. No había moros en la costa, era la oportunidad perfecta para escaparme un rato más.

Cogí mi mochila e introduje el pan en su interior con una delicadeza extrema (básicamente para no romper la barra). Salí al rellano, y tras cerrar la puerta de la entrada de nuevo con llave me subí en la bicicleta y pedaleé calle abajo.

Frirtrejard, o lo que antes había sido la antigua Noruega, era un reino no muy grande. Y era más pequeño aún si contabas la parte que podíamos pisar. Nosotros, los de clase baja, solo teníamos derecho a vivir en un poco más de un tercio del reino. Mientras que los de clase alta — que eran la mitad que nosotros — ocupaban el resto. Estábamos todos sometidos a las reglas del SECMA, la institución que se había convertido en gobernadora y tenía el liderazgo. Tales como que cada persona poseía solo 10 prendas de ropa y lo que uno vistiese deberías llevarlo puesto hasta el día siguiente, fuera cual fuera tu trabajo. Solo estaba permitido lavar la ropa una vez a la semana por familia para que "no se malgastara la preciada agua del reino en bienes innecesarios". A penas disponíamos de un simple pijama de algodón blanco que debía servirnos durante tres semanas antes de poder lavarlo de nuevo. Reglas innecesarias y absurdas a mi parecer que no todos cumplían, pero que todos pagábamos por ello. Y ahí no acababa la cosa. Todos los eventos del SECMA debían ser ovacionados por nosotros y debíamos entregarles la mitad de la cosecha. De vez en cuando se organizaban celebraciones cómo el Día de la Gran Victoria o las fiestas del reino, y todos debíamos celebrarlo a pesar de que no nos hiciera gracia. Así eran las cosas en el reino. Unos tenían privilegios. Otros, simplemente sobrevivían al simple día a día como podían. Cualquier regla incumplida o revuelta era castigada con la muerte. Mi madre me había explicado que cuando ella estudiaba y era joven le habían explicado la historia de nuestro planeta, y según lo que ella me había contado, el modo de gobierno del reino me recordaba más al feudalismo de la edad media que a cualquier otro tipo de sistema político.

Una parte de los nuestros continuamente hacía revueltas para reivindicar nuestros derechos y repetir que nosotros somos más humildes y deberíamos llevar el liderazgo. El SECMA estaba regido por senadores de ambos bandos, pero el número de senadores de clase alta era bastante más elevado que el de clase baja. Y nosotros los ciudadanos no creíamos que fuera coincidencia que mayoritariamente los senadores que de vez en cuando aparecían muertos o eran asesinados pertenecieran a nuestra parte de la región. Por eso la gente más valiente decidía reivindicar sus ideas y decir lo que pensaban a cualquier precio. Aunque para mi el precio que valía la libre expresión era imposible de pagar. Esos días, cuando los pasos de docenas de guardias de seguridad y el estallido de las porrar chocando contra la carne humana se oían retumbar entre las paredes, me encerraba en casa con mi hermano. Siempre acababan con más de 10 cadáveres tirados en medio de la carretera. Una imagen bastante desagradable por cierto.

Nuestra parte iba reduciendo el número de habitantes y los marcadores se disparaban cómo escopetas. Era algo alarmante, aunque nadie parecíapercatarse de ello.

En nuestra zona había dos tipos de trabajadores: Los de labores humildes, cómo nosotros, y los que debían servir al SECMA. Estos últimos eran los únicos que podían pasar la frontera que dividía a las dos clases. Era la pared que separaba dos mundo completamente distintos.

Se dedicaban a ser los sirvientes personales de los consejeros reales y en muchas ocasiones eran tratados como basura. También eran contratados como mayordomos y sirvientes para las grandes casas. Era ilegal cometer el asesinato de cualquier ciudadano de nuestro reino, pero aun así algún que otro de los nuestros que trabajaba de sirviente prefería estar muerto a soportar a su amo un día más. Si nos centrábamos en la gran torre de control de la ciudadela las cosas simulaban ser diferentes. Algunos de los consejeros eran de clase baja para que hubiera un equilibrio. Estos no necesitaban sirvientes ya que defendían a los de su clase y se valían de sí mismos para mostrar que no necesitaban a nadie. Para ellos la diferencia de clases no era el dinero. Lo que los diferenciaba era que unos eran amables, humildes, y los otros eran egoístas y ególatras. Aunque esto no lo decían a los demás porque se jugaban el cuello. Aunque se sobreentendía.

Llegué a un pequeño rancho cerca de la frontera. Aparqué la bici, me eché la mochila al hombro y corrí a adentrarme en la pequeña granja.

El tacto de las plantas chocando contra mis brazos y el aire chocando contra la piel pálida de mi rostro hizo que las rodillas me temblaran en un escalofrío de placer. En los establos que ya tan bien conocía me esperaba alguien. Un chico de cabello rubio estaba sentado sobre un taburete ordeñando una vaca de pelaje marrón. El cabello liso rubio de él se desparramaba por su frente de forma alocada. Cada cabello parecía apuntar a una dirección diferente a los demás. Me acerqué a él sin que se percatara y cuando estuve lo suficientemente cerca me tiré sobre su espalda y lo abracé por el cuello. Asustado, se giró.

— ¿Qué dem...?— Soltó de golpe, sorprendido. Noté como los músculos de la espalda se le contraían, en tensión al tacto. Al descubrir de quién se trataba se relajó — Ah, eres tú. ¿Qué tal pequeñaja?

Me despeinó el cabello oscuro y yo reí alegre. Cuando era pequeña siempre me molestaba que comentara algo sobre mi altura cuando nos veíamos, aunque sabía que no lo decía para hacerme daño. Ahora me parecía de lo más adorable y me hacía sonreír. Siempre había sido de baja estatura, y por el contrario Rick siempre me había sacado un par de cabezas y adoraba verme rabiar cuando él se burlaba de mi altura. Al final me acostumbré e incluso acabaron gustándome los diminutivos que solo me dedicaba a mí. Sentía que era una cosa solo nuestra. Conversamos divertidos durante un par de minutos. Entonces con una mano saqué de la mochila la barra de pan y se la entregué.

— ¡Oh, no, no puedo aceptarlo! — Negó rápidamente con las manos y la cabeza. Estaba siendo modesto, como de costumbre. No le gustaba que le ofrecieran ayudas, aunque él por el contrario adoraba ayudar a los demás.

— Ayer me diste una botella de leche — Proseguí — Cómetela con tu padre, seguro que de tanto trabajar estaréis exhaustos.

Sonrió.

— Gracias enana — Se pasó la mano tras la espalda y se rascó la nuca, avergonzado. Luego frunció el ceño —  Si, hoy llevamos un día duro. Entre la lana de las ovejas, la cosecha y las vacas uno tiene ganas de que se acabe el día para ir a dormir.

Seguimos hablando durante un rato más. Rick era un chico muy simpático, siempre había tenido esa cosa a su alrededor que me hacía sentirme a gusto cuando estaba con él. Tenía una sonrisa encantadora, unos ojos color chocolate muy brillantes y era un manitas. Se le formaban hoyuelos al sonreír. Era el chico más responsable que conocía, tanto que a veces por culpa de eso se olvidaba de cuidarse a si mismo. Y ahí es donde entraba yo.

Al final la hora de la comida se hizo presente y tuve que irme, aunque para nada me apetecía tener que despedirme de él. Quizá me volviera a pasar por la tarde, si me padre no necesitaba ayuda claro. Nos despedimos y me marché para casa. El camino de vuelta fue algo borroso. Iba perdida en mis pensamientos y no hice más que seguir el camino que tantas veces en mi vida había recorrido.

 Al llegar encadené la bicicleta en la entrada y antes de abrir la puerta observé algo inusual. Una carta sobresalía del buzón. Por norma no solíamos recibir muchas cartas, normalmente eran de publicidad o del banco. Observé el destinatario de la carta y fruncí el ceño. Ponía mi nombre. 

No me esperé a entrar en casa  y la abrí sin miramientos. Mis ojos poco a poco fueron abriéndose cada vez más a medida que iba leyendo la carta. Para nada me esperaba que me transmitieran un mensaje como aquel en toda mi vida.

"La primogénita, Kailee Woods, ha sido convocada para una actividad creada por el gobierno de Frirtrejard. Por favor, la citada deberá acudir hoy mismo a las cinco de la tarde al a la Sede Central de la fuerza del SECMA para comentarle sobre el acto al que está invitada. La familia Woods deberá sentirse orgullosa de que su hija haya sido convocada para esta reunión. Le proporcionaremos nueva información sobre un gran plan de futuro. Gracias y buenos días."

Extrañada entré a casa. Mi madre había llegado de trabajar. Bajaba las escaleras con gracia y elegancia. Mi madre siempre había sido una mujer muy guapa e inteligente. Siempre había querido dedicarse a algo relacionado con la ciencia, pero al ser de clase baja nunca podría acceder a ese tipo de empleos asi que acabó trabajando de costurera de confección de ropa en un taller cercano.

— Mamá, te he traído las manzanas. Pero creo que tendremos que esperar para tomar el pastel.

— ¿Qué? ¿Por qué?

Le mostré la carta. Su expresión se ensombreció e incluso releyó la carta tres veces antes de devolvérmela. Se había tapado la boca con la mano y sus cejas se habían curvado hacia abajo en señal de desconfianza. No solían llegar noticias del SECMA directamente a nuestra casa. No sabíamos si esto era bueno o malo.

Mientras tanto yo comí, se tomó su tiempo en retener toda la información y proferir algún tipo de respuesta.

— Oh, dios mío. — Objetó al fin. Realmente ni ella ni yo sabíamos qué decir. No entendíamos de qué iba el asunto, por lo que no teníamos mucho que discutir. Nos miramos a los ojos durante unos instantes, en una especie de conexión psíquica madre e hija. Finalmente prosiguió con su respuesta — Tienes que ir. No queremos que te pase nada por no obedecer. Debe ser algo importante para que te hagan ir hasta allí — Se movió por toda la cocina con movimientos bruscos y alterados — ¿Qué hora es?

Miré el reloj de la pared. — Las 15:37.

— Tienes que irte ya. Debes ser puntual. Ven, cogeremos el tren — Por fin encontró lo que buscaba, su chaqueta, y tiró de mi mano para venir conmigo pero yo la detuve.

— Mamá, puedo ir yo sola, tengo 17 años. Ya no soy una niña.

Pareció pensárselo dos veces. Frunció el ceño de nuevo, sabía que aquel gesto me venía de familia. Mi madre y yo nos parecíamos más de lo que yo pensaba. No le parecía bien dejarme ir sola hasta allí, pero después de unos segundos de lucha interna acabó cediendo.

— Tienes razón. ¡Ten cuidado cariño, te quiero!

Me dio un fuerte abrazo y un beso en la frente. Me mostró los dientes blancos al sonreír, aunque vi que estaba preocupada por las arrugas que se le formaron en la frente.

— ¡Yo también!

Cogí mi chaqueta marrón del perchero y salí por la puerta. Me despedí con la mano antes de irme, en los ojos de ella podía ver que esperaba ansiosa que nos volviéramos a ver a la hora de cenar.

*****

Al llegar a la estación de tren pedí un ticket para la parada más cercana a la sede del SECMA. El tipo me pidió algún tipo de justificante para ir allí. Los de mi clase teníamos prohibido cruzar la frontera, así que no me sorprendió el interrogatorio por parte del guardia de la estación. Le mostré la carta y al ver el sello me dio el ticket y me dejó pasar.

Muy poca gente viajaba a esa zona, por lo que no me extrañó que mi vagón estuviera vacío. Quizá hubiera alguien más en los 7 vagones restantes, aunque lo dudaba mucho. Miré por la ventana. Las nubes comenzaban a tapar el cielo azul que poco a poco iba perdiendo los rayos de sol para pasar a convertirse en un cielo de un tono más lúgubre. Seguro que al volver caería un chaparrón. Pensé en Nick, desde aquella mañana cuando habíamos jugado al escondite no le había vuelto a ver. Por la noche le explicaría la locura de tarde que había tenido. Seguí con la vista el trayecto del tren y al poco me quedé dormida.

Al despertar, el tren estaba a punto de llegar. Lo noté por los exóticos edificios que envolvían al tren. No eran como nuestras pequeñas casas, la mayoría eran grandes rascacielos de colores y materiales variados. Miré la hora en el reloj digital del tren. Había tardado 20 minutos en llegar a la parada andando, y 50 minutos en trayecto de tren. Por lo tanto eran las 16:47 p.m. Aún tenía que llegar al edificio y jamás había estado en aquel lugar, por lo que no tenía ni idea de dónde se encontraba.

Pero tardé bien poco en ubicar el edificio y al bajar del tren corrí a toda prisa dirigiéndome a la base principal del SECMA. No había estado nunca allí pero a simple vista podías distinguirlo. Era una gran estructura, similar a la entrada de un teatro. Era el rascacielos más alto de todos. Todo en él parecían ventanales, los cristales eran de un verde intenso. Era como una perla esmeralda en medio de una ciudad de luz.

Recorrí un par de callejones con los nervios a flor de piel. A penas vi un alma en la calle. Al estar subiendo las escaleras, apunto de abrir la puerta, vi que por la entrada a mi derecha pasaba un chico moreno un año mayor que yo, estaba claro que era de donde yo vivía porqué lo había visto alguna vez. Creo que se llamaba Kenzo. Fruncí el ceño como tan bien sabía hacer. Quizá a él también lo habían convocado.

Decidida a no esperar más para saberlo abrí la puerta y di un par de pasos. Al principio me costó adaptarme al cambio de luz, allí dentro todo estaba más oscuro. Las paredes de vidrio eran opacas, por lo que le daban un aspecto extraño a la entrada. Cuando miré bien el sitio donde estaba, me fijé en la gente que me rodeaba y vi a más personas.

No sabía distinguir muy bien a quién tenía delante, jamás los había visto antes. Había algunos chicos que serían de clase alta, unos cuantos niños más pequeños, más adolescentes cuyos rostros no me eran nada familiares... En una de las columnas de la sala, un chico de ojos azules me observaba con los ojos entornados. Tenía una mirada calculadora, probablemente me estuviera estudiando de la cabeza a los pies. Yo me abracé a mi misma inconscientemente, intentando refugiarme de las miradas de los extraños. Pero todo comenzó a torcerse cuando al girar la cabeza mis ojos se abrieron de par en par.

— ¿Rick? ¿ Pero qué ...? — Intenté decir. La muchedumbre de la sala empezó a alzar la voz. Yo no estaba muy segura de lo que estaba ocurriendo. Richard se puso pálido al verme allí, junto a él.

— ¿Kailee, qué estás...?

Antes de que pudiéramos acabar si quiera una frase la sala se llenó de una niebla de humo blanco. En cuestión de segundo mi vista comenzó a nublarse y sentí que pedía el equilibrio. Me vi obligada a apoyarme en la pared. Alguien exclamó un: "¡¿Qué demonios?!" Muy audible. Todos comenzamos a toser. Sentí que me faltaba el aire. Mis pulmones me abrasaban, noté un dolor latente en la cabeza.

Intenté buscar a Rick, pero el gas era tan denso que a penas podía ver nada. Antes de dar un paso más, choqué contra alguien y me desplomé en el suelo. Luego todo se volvió negro.

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