CAPÍTULO 5.1: Los príncipes de ojos grises
—Quisiera estar a tu lado cuando tu poder se manifieste. No sabes cuánto lo lamento —dijo Abel a su pequeño hermano Ares y lo sostuvo contra su pecho y sintió el latido acelerado del corazón del niño. La brisa marina soplaba con fuerza, trayendo consigo el salitre y el eco de las olas rompiendo en la orilla. Abel cerró los ojos, tratando de grabar en su memoria este último momento juntos—. Debo pagar un alto precio por mi ambición. Espero que algún día puedas perdonarme —añadió, sin poder evitar que su voz temblara en las últimas palabras.
Ares levantó la vista hacia Abel sin comprender su tristeza, para él, a sus ocho años, su hermano mayor era alguien que no cometía errores. Abel cerró los ojos, guardó silencio e intentó contener las lágrimas. La brisa del mar sopló con fuerza, se oía el rítmico sonido de las olas rompiendo en la orilla. Parecía una pesadilla interminable. Ares, con los ojos grises más claros de todo Erio, símbolo del gran poder que habitaba en su sangre, miró fijamente a su hermano y con una voz tan suave como un susurro imploró:
—Abel, ven con nosotros, por favor—. Fue la primera vez que contradijo a su hermano mayor, por quien tenía una gran devoción.
A unos diez metros, sentada en la cabina del yate, acompañada por dos sirvientes, Ann no dejaba de llorar y se cubría el rostro. Se sentía traicionada por la decisión de Abel, quien anunció en el último momento su decisión de permanecer en Eridor. Ann era demasiado orgullosa para ir hasta él, abrazarlo y despedirse.
Abel se agachó hasta que pudo mirar a Ares directamente a los ojos.
—Kuntur viene hacia Eridor, Ares. El ejército de nuestro emperador no logró la victoria. Eridor estará en la línea de fuego pronto. Debo permanecer aquí y resistir por todos. Es mi deber y podré cumplirlo sabiendo que ustedes estarán a salvo.
Abel dio un último abrazo a su hermano, luego se dirigió a los controles de la nave y programó el sistema de navegación automático de su yate personal, que tenía por nombre Oceano-00. Explicó algunos detalles a los sirvientes y a sus hermanos. Ares siguió a Abel en todas las tareas con obediencia. El frío metal y la interfaz de la nave hicieron que Abel se enfocara nuevamente en su misión: poner a sus hermanos a salvo y unirse a su ejército personal que se agrupaba en la orilla. Registró las coordenadas de la ruta desde el puerto familiar en Eridor hasta Tirio, revisó toda la documentación que les exigirían antes de su ingreso, sobre la cual dio detalladas indicaciones a los sirvientes encargándoles además la supervisión de los controles de Océano-00. Cuando finalmente acabó, se dirigió hasta su hermana Ann, quien giró su rostro y evitó su caricia. Abel ignoró su desdén, se agachó, besó su cabello y ordenó sus rizos en el hombro. Finalmente partió rumbo a babor para desembarcar. Ares fue tras él; los sirvientes despidieron al príncipe con un reverencia, luego verificaron nuevamente cada detalle de la embarcación y sus provisiones. Ann continuó ignorando todo a su alrededor en su asiento al interior de la cabina.
—Ares, Ann, mantengan la ruta a Tirio. Inicien un hogar seguro lejos de aquí, la corte del divino Valdrick, el segundo hijo del emperador los recibirá. Nada de esto es su culpa, recuérdenlo —dijo Abel al tiempo que el dispositivo de su muñeca empezó a vibrar con nuevos mensajes. El heredero de Erio los leyó rápidamente y su semblante se oscureció—. Debo partir. Nuestros hombres me esperan, debo ser su líder. Compréndanlo.
Abel giró su rostro hacia la orilla, y divisó una veintena de nobles, portaban una cinta púrpura, símbolo de su linaje, ceñida a la cintura. El príncipe desembarcó del yate, y observó a sus hermanos desde el muelle. Los sirvientes le confirmaron que todo estaba listo para partir. Abel dio la orden de encender las turbinas.
—Ares, no debes temer tus emociones, pero nunca decidas con ellas. Es el precio que cargamos los príncipes de Erio —dijo Abel a su hermano que se negaba a volver a la cabina. Todo estaba listo, esperaban por él; era la despedida final.
Las abrazaderas que sostenían el navío empezaron a soltarse, dejando un camino de agua entre el muelle y Océano-00. Abel, desde el muelle, se sostuvo de una columna, inclinó su cuerpo hacia su pequeño hermano y extendió hacia él un desgastado cuaderno que sacó de su morral. Su hermano menor se asomó al borde del yate para recibir el regalo con ambas manos. Por un instante, la distancia entre el muelle y el yate desapareció, uniéndolos en un último legado. El cuaderno era pesado; las tapas eran duras y estaban forradas de cuero repujado. Ares pudo seguir con los dedos las líneas semi curvas paralelas en toda la cubierta; se trataba del símbolo de la familia real de Erio, los Esquistos. Abel vio complacido el cuidado y la atención que Ares mostró sobre su cuaderno.
—Ahí están mis sueños, Ares. Son para ti. Por favor, resguárdalos —dijo Abel con una cálida sonrisa y su hermano asintió. Su voz apenas se distinguió en medio del ruido de las turbinas encendidas. Ares dejó que los sirvientes lo condujeran hacia el interior, el viento del oeste arrastraba la niebla hacia el continente y agitó el vaivén de las olas.
Abel se irguió y miró hacia la playa nuevamente, una pequeña escolta se acercó a él. Sus hombres comenzaban a demostrar impaciencia. No podía tardar más. El noble más corpulento del grupo hizo una reverencia y abrió para él una maleta. Ares pudo distinguir desde la cabina que vestían a su hermano con un pectoral blanco y envolvían su cintura con un manto índigo que colgaba por la espalda hasta la altura de las rodillas. Luego, el príncipe se colocó unos guantes metálicos que le cubrieron desde las manos hasta los hombros. Cuando Abel manipuló los monitores del equipo en sus antebrazos, delgados hilos de luz brillaron a lo largo de su cuerpo. Los hombres en la playa vestían también esos artefactos; y solo esperaban a su príncipe.
«Jamás pensé que llegaríamos a esto» pensó Abel cuando terminó de ajustar la programación de su armadura, finalmente verificó en el monitor de brazo derecho sus signos vitales. Los latidos de su corazón estaban acelerados; respiró de manera rítmica y profunda e intentó calmar sus emociones para concentrarse en la misión. Sus hombres abrieron para él una maleta más pequeña; Abel la miró con curiosidad, en su interior sobre un terciopelo índigo se encontraba la corona de oro blanco que pertenecía a su padre, Abdel el rey de Erio. Abel en silencio tomo el semi círculo con ambas manos; sintió el frío metal entre los dedos, y acarició con los pulgares los extremos donde el sencillo semicírculo se ramificaba como si fueran circuitos que se asían a la cabeza.
El hombre más anciano de su escolta le pidió el honor de colocársela y Abel asintió inclinándose en una reverencia ante el anciano. Su padre había dado la orden a los nobles de concederle todos los poderes a su hijo mayor. Abel había imaginado el momento de mil maneras diferentes y con la mirada perdida en el movimiento del agua aceptó la breve ceremonia de reconocimiento. Cuando se irguió nuevamente pudo ver a todos los hombres en la orilla y el Yate en la posición de firmes con el brazo derecho a la altura del corazón y la palma extendida hacia el suelo en un saludo militar. Abel devolvió el saludo a sus hombres.
Ann y Ares siguieron en silencio la ceremonia de investidura de su hermano desde la cabina. La última imagen que tuvieron de Abel fue la de un joven rey que, con elegancia, caminó firme seguido por su escolta hasta la orilla. Abel pudo contar en su recorrido a más de una treintena de nobles que esperaban por él y su escolta en la posición de firmes . Detrás de él, los propulsores de Oceano-00 alcanzaron su máxima energía. Al interior de la cabina, Ares se apoyó en el brazo de Ann y buscó el calor de su hermana sentada a su lado.
—Llegaremos a Tirio en nueve horas, Ares. Estos ruidos del mar y Océano-00 son normales, no te quites el cinturón. Recuerda tus días de pesca con Abel, será igual—. Dijo Ann y extendió uno de sus brazos sobre los hombros de Ares, recibiéndolo en un abrazo, luego giró su rostro hacia el mar; la niebla empezaba a borrar la línea de la costa, apenas si se distinguían las luces de los edificios más altos—. Volveremos a casa, Ares te lo prometo, son solo unas vacaciones.
Abel no volvió la vista atrás y centró su mente en las estrategias de batalla. Océano-00 partió a gran velocidad; las ondas y la estela luminosa que dejó a su paso se desvanecieron lentamente en el agua. La nave desapareció en la niebla de la noche, al igual que las dudas que atormentaban su mente. «Es hora», se repitió una vez más en silencio.
Artista: https://www.instagram.com/synthidm/
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro