CAPÍTULO 2: Compromiso y despedida
Los ruidos en su habitación trajeron a la pequeña Ann a la vigilia. Abrió los ojos lentamente, las cortinas de seda traslucían la luz de las lámparas de la calle donde reinaba un completo silencio, miró su reloj de muñeca, eran apenas las nueve de la noche. Las puertas de su armario estaban abiertas y podía oírse como en su interior abrían los cajones y movían sus vestidos ¿quién podía estar revolviendo sus cosas?. Ann se dio vuelta y apoyó su espalda entre almohadones. Al otro extremo distinguió la silueta de su madre, la reina Adela, que se movía entre las sombras y colocaba su ropa apresuradamente en una gran maleta. Adela se percató de la mirada de su hija, respiró hondo y se acercó hasta su cama ocultando el temblor en sus manos.
— Ann, debes alistarte. Hoy viajarás a Tyro con tus hermanos —dijo Adela y besó a su hija en la frente, se sentó a su lado y acomodó sus rizos negros detrás de las orejas.
—No quiero ir, que viajen Abel y Ares, yo quiero quiero estar contigo —respondió Ann y se frotó los ojos. Adela trajo a su hija contra su pecho en medio de un suspiro, percibió el olor a violetas de su cabello y continuó la conversación en un susurro.
—Será solo unas semanas, mi Ann, hasta que tu padre y yo podamos alcanzarlos. El emperador pronto restaurará la paz en el sur y podremos volver a casa—. Ann escuchó el corazón de su madre acelerado y frunció el ceño. Adela tomó aliento, no podía permitir que su perspicaz hija notara sus sentimientos desordenados—. El segundo príncipe, Valdrick, quien será tu futuro esposo, ha pedido por ti. Te acogerá en la ciudad sagrada hasta que Kuntur firme la paz con el imperio.
Una orden militar seguido por un coro de voces al exterior de la habitación hizo que el cuerpo de Adela se estremeciera, Ann con curiosidad se acercó a la ventana, y levantó con la yema de los dedos uno de los extremos de las cortina y observó el patio del palacio.
Mira a todos esos soldados —dijo Adela y observaron atentamente su marcha; un grupo rodeó el palacio y más de un centenar de ellos se dirigió hacia la avenida principal de Eridor con dirección a los laboratorios —. Han venido a protegernos, y velarán por la seguridad de todos los ciudadanos hasta que se restablezca la paz.
—¿Voy a conocer a Valdrick? —preguntó Ann volviendo la atención hacia su madre, soltó la seda y la penumbra volvió a la habitación. Adela asintió con una leve sonrisa.
—Es una gran fortuna, mi niña. Serás su emperatriz, la ciudad sagrada y todo el continente de Hamman será tu hogar, gobernarás los cinco reino. Desde sus altas torres, podrás ver los cinco reinos. En los días despejados, más allá del mar, se puede distinguir Eridor. Será como estar en casa.
Atrapada por la visión de su nueva vida, insistió en usar su mejor vestido. Adela, aliviada de haber convencido a su hija, la ayudó y cepilló sus rizos negros, mientras le permitía soñar.
Hacía cuatro días que el ejército de Hamman, apodado "Los Santos", había aterrizado en Eridor, la capital de Erio, conocida como la ciudad del eterno resplandor gracias al proyecto de energía de fusión nuclear. Su llegada fue una demostración de poder con más de un centenar de naves y mil soldados. Cada uno de ellos vestía una cinta amarilla en la cintura, símbolo del ejército del emperador.
Con el pasar de los días, la convivencia entre santos y erios se volvió hostil. Al caer la tarde, el general Valkran ordenó recluir a mujeres, ancianos y niños en el sótano del palacio, y exigió que los hombres se alistaran para la defensa de la ciudad. Eridor, sin desearlo, se convirtió en el centro de las fuerzas del emperador en el sur. Nadie fuera de Eridor conocía sus tácticas para usar a los ciudadanos como escudos y rehenes. A ojos del continente, los estaban protegiendo de un inminente ataque de Kuntur. Los Santos serían el escudo de todos.
Adela se negaba a creer que el emperador solo quisiera aprovecharse de su reino vasallo. Ella y su esposo Abdel siempre demostraron lealtad al emperador. Bajo sus órdenes, nunca consolidaron una fuerza militar, y centraron sus esfuerzos en proveer tecnologías vitales para el continente. Sin embargo, existía el rumor en el continente que Erio no necesitaba armas, muchas leyendas rodeaban a sus nobles de ojos grises; una característica física común entre las familias más antiguas y una obediencia casi religiosa a sus normas que incluso regulaban los matrimonios.
Neus, el emperador del continente, vivía en Tyro. Ofreció el matrimonio de su segundo hijo Valdrick con Ann en agradecimiento por la cooperación de Erio. Este compromiso resarcía el fallido compromiso entre Sibylle, su primera hija y el hermano mayor de Ann, el príncipe heredero de Erio, Abel. Para el continente, Ann había logrado una provechosa propuesta que se concretaría a sus dieciséis años.
Adela no le diría a Ann que el compromiso de su hermano mayor había fracasado debido a que la princesa Sibylle fue secuestrada por el líder militar de Kuntur, ni que los hijos del emperador eran polígamos a voluntad. No le diría que temía que esta fuera la última vez que la abrazaba, inventando mentiras para que Ann no se resistiera al viaje. Para Adela, era suficiente saber que Ann estaría segura en Tyro. Si sus hijos sobrevivían, habría valido el sacrificio y la política.
«Esta despedida es el precio que tenemos que pagar por haber amenazado el poder del emperador», pensó Adela. Lamentó no haber detenido a su hijo mayor, Abel, y sus proyectos de reemplazar el uso de la energita para la producción de energía. El energeum sostenía toda la economía y el poder político de Hamman y era extraído directamente de las canteras del emperador. Las ofertas de otros reinos para adquirir esos conocimientos despertaron los celos de Tyro. Adela lo sabía en su corazón: el ejército de los santos no solo conquistarían Kuntur, también destruirían su ciudad para sepultar sus descubrimientos en el fuego cruzado hasta las cenizas.
—Madre, estamos listos, debemos partir —dijo Abel con una serena voz al tiempo que abría la puerta de la habitación de Ann con cuidado de no incomodar el abrazo entre su madre y su hermana menor. Detrás de él se asomaba tímidamente Ares, el hermano menor de Ann. Adela se incorporó, se enjugó las lágrimas, tomó de la mano a Ann y su pesada maleta y salieron de la habitación.
—Está todo aquí —dijo, a lo que Abel puso una mueca de desconcierto—. Madre, eso es muy pesado, ni Ares ni Ann juntos podrán con ella.
Adela insistió en que debían llevarla, al tiempo que cosía al interior de la falda de Ann, entre las capas de su vestido, una bolsa llena de joyas hermosas y raras que conformaban el tesoro de la familia real de Erio.
—Ann, esto es para ti y tus hermanos. Si tardamos más de lo previsto en llegar a su encuentro, úsalo sabiamente —indicó Adela y Ann, obediente, asintió.
—Yo llevaré el equipaje de Ann hasta el puerto. Ares, por favor, lleva el nuestro —dijo Abel al tiempo que Ares asintió. Ambos hermanos tenían una maleta de la mitad del tamaño que su hermana. Adela se acercó a Ares y antes de que él tomara el equipaje lo abrazó con fuerza, atrayéndolo hacia ella. Ares intentó escabullirse.
—Madre —gruñó intentando zafarse avergonzado.
—Está bien, mi pequeño, vamos.
Adela llevaba a Ann de la mano y Ares seguía muy de cerca a su hermano mayor Abel, imitándolo en cada movimiento, aunque sus fuerzas aún no le fueran suficientes para cargar la maleta en sus hombros y tenía que tirar de ella. Adela los detuvo con un susurro.
—Por favor —dijo—. Antes de partir... —y su voz se entrecortó.
Se encontraban al final del corredor central que conectaba a sus habitaciones familiares con el hall principal desde el cual se podía acceder a cualquier sección del palacio. Al centro colgaba una lámpara de cristal maravillosa con muchas cuentas que bajaba hacia el piso inferior del espacio a doble altura. Los cristales reflejaban una luz limpia y clara que habían logrado en Erio como si fuera la luz de una despejada mañana, la cual se repetía en infinitos reflejos y colores en la geometría de las cuentas.
A pesar de su firmeza, Adela se sentía tambalear por dentro. Mientras veía a sus hijos a puertas de partir, sentía cómo se le partía el corazón; sabía que ese era su último momento juntos y flaqueó al temblor de sus rodillas hincándolas en el piso. Ares, sorprendido, se acercó hacia ella.
—Madre, ¿qué ocurre? —preguntó, dejando la maleta a un lado.
Adela miró a su hijo, luchando por controlar sus emociones. Los claros ojos grises de Ares se fijaron en los de su madre y con su expresión comenzó a comprender el peso de una despedida que no se podía trasmitir en palabras.
—Ares, llevas contigo el legado de Erio en tu sangre. Hay una misión en tu destino que supera cualquier amor que puedas concebir. Cada pálpito de tu corazón es nuestra historia; debe prevalecer y recordarte tu deber con tu gente y tu tierra—. Adela se acercó a su hijo y susurró —debes volver a tu hogar y recuperarlo.
—Ann, protege el corazón de tu hermano. Ares, cuida de tu hermana, es demasiado astuta e inteligente. Pronto el mundo les pertenecerá, pero deben actuar con cautela y confiando el uno en el otro.
Abel, aunque distante, seguía con una mirada amorosa la despedida de su madre y sus hermanos. Conocía su papel. No podía permitirse la debilidad, no con la responsabilidad que cargaba sobre sus hombros. Mantenía su postura alerta, observando cualquier amenaza que interrumpieron la intimidad del momento.
—Madre, debemos irnos ya —dijo con seriedad Abel, aunque su voz traicionaba un dejo de tristeza.
Adela asintió, poniéndose de pie.
—Lo sé, Abel. Pero antes de que se vayan, recuerden: "Los sentimientos del corazón nunca gobiernan el bien común de los hombres".
Sin poder soportarlo más, Abel se acercó y abrazó a su madre.
—Gracias y por favor, perdóname —fue todo lo que pudo decir.
Ares y Ann memorizaron cada detalle del momento sin comprender las implicancias que tendrían en su futuro.
Así, con un último abrazo y palabras de despedida, Abel guió a sus hermanos fuera del palacio; en la puerta, los santos de Tyro ofrecieron resistencia a su salida. Abel les recordó que era una orden directa del emperador Neus y que desacatarla sería traición. Los hombres, a regañadientes, aceptaron su salida tras confirmar la orden con su general y verificar que los reyes Adela y Abdel permanecían en el interior y serían recluidos junto a las mujeres, niños y ancianos.
Los reyes Abdel y Adela, previendo la despedida, habían delegado el poder político de sucesión del reino de Erio a su hijo mayor, el príncipe Abel, y le entregaron los emblemas de la familia real para que fuera reconocido en todo Hamman luego de asentarse en la ciudad sagrada de Tyro. Los santos no permitieron a los hermanos despedirse de su padre. La hostilidad entre ambas partes no hacía más que incrementarse.
Ann y Ares dieron los primeros pasos a la oscuridad de la noche, seguidos por su hermano mayor, y abordaron un pequeño vehículo que Abel conduciría. Las calles estaban desiertas. En su recorrido, hermosas lámparas los acompañaban a ambos lados de la avenida como si fueran gotas de lluvia o estrellas al alcance de la mano, iluminando la oscura noche. Adela, desde el segundo piso, seguía la ruta del automóvil tocando los cristales de las mamparas hasta que desapareció al doblar siguiendo su camino hacia el puerto. Ann se giró inmediatamente antes de doblar la calle para mirar hacia el edificio en el que se encontraba su madre. Adela alzó la mano en señal de despedida. Ann respondió el saludo. Ares y Ann no lo sabían en ese momento, pero jamás volverían a reencontrarse con sus padres.
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