PARA SIEMPRE...CONMIGO
"¡Entiéndelo! ¡Tu... eres ... mía!". Con cada palabra, las manos de Carlos cerraron el cerco sobre el cuello de Ana. La furia irracional en la mente del hombre inseguro, le hizo pensar que apretar era semejante a sostener. El miedo de perderla, superó incluso su miedo a la muerte y le cegó. Nubló su vista de lágrimas, ensombreciendo su cabeza. "Estarás...para siempre...conmigo". El cuerpo de Ana luchó lo que debió haber luchado antes. Sus piernas se mueven tratando de huir hacia donde debió haber ido mucho antes. Sus brazos, se sacuden y se aferran a sus brazos, tratando de hacer caer en razón al hombre que una vez abrazara. El cuello de "su mujer", por fin cede, la tráquea se hunde con su última exhalación. El sonido en su garganta de apenas un hilillo de aire se escapa por la boca abierta en desesperado rigor.
Ese leve sonido, fue el que despertó a Carlos de su inconsciente acción. Al llegar, como siempre tarde, las autoridades hallaron al hombre aún abrazando y besando el cuerpo inerte de la mujer lleno de moretones. Le había lavado la sangre de los labios y del pómulo partido he hinchado y le pedía perdón llorando, posando su brazo sobre él para sentir su abrazo.
Fue necesario la fuerza de cuatro oficiales de policías para separarlo del cadáver de Ana. Él, inútilmente les gritaba que la amaba mientras lo sostienen para esposarlo. La oficial Riascos, le gritó "¡mentiroso!" propinándole sendo golpe en el pómulo que se le hinchó y partió. Los demás oficiales la miraron con sorpresa y el sargento Arias pronuncia las palabras que le ahorran problemas a Riascos y mucho papeleo a él. "Se resistió al arresto".
El ingenioso abogado de Carlos, incluso usó el testimonio de la oficial Riascos y otros, para conceder y permitir que fuera llevado a una institución mental. Diez o doce años y estaría libre. El acusado fue retirado de la sala y aunque andaba con la cabeza baja en señal de arrepentimiento. La oficial, estaba segura de haber notado el conato de una sonrisa en él.
Se libró de la pena de muerte, mas no del encierro. Las pastillas le mareaban y la monotonía de la prisión mental le hicieron aún más daño. Bajó de peso, se debilitó en apenas los tres días que permaneció atado a su cama de plástico atornillada al suelo sin cabecera ni piecera; más semejante a un ataúd que a un lecho con un colchón tan fino, que su presencia era apenas perceptible.
La primera vez que la vio, estaba parada en medio del arco que conduce a la sala. Allí estaba Ana, radiante y hermosa como la conociera, sonriéndole con dulzura con el ramo de flores silvestres que él recogiera para halagarla. Se levantó de su silla y trató de llegar a ella como si no existiera nada más a su alrededor. Por eso se sorprendió de sentir la mano de la enfermera de cabello negro y sonrisa radiante en su uniforme azul y con el nombre K. Vélez, bordado. "Karla, déjame pasar", le dice tratando de apartarla de su camino. La respuesta fue un apretón en su hombro que por su debilidad lo lastimó. "Auch, me lastimas". La enfermera, tiró de él; "No más de lo que has lastimado tú", le susurró. Carlos miró tras ella y Ana ya no estaba.
La segunda vez, Ana se paseaba por el patio de noche con el rostro triste tomándose del brazo en el que un moretón se asoma, una mancha negra de bordes violáceos. Carlos se puso agresivo, pegando en la ventana y gritándole desesperado para que se acercara a él. Esto provocó que los demás pacientes formaran un escándalo poco habitual en el pabellón.
Dos enfermeros corpulentos le izaron separándolo de la ventana, dejándole caer sobre la cama para de nuevo atarle. "¡Está viva, está allá afuera dejen que hable con ella!"; "¡Ana! ¡Anaaaa!" El calmante hizo su magia y apenas perceptible puede pronunciar palabras. "Anaa. Ana tu eres mía."
Desde entonces, la ve casi a diario. Su cabeza se asoma por el marco de la puerta mirándole con el ojo morado y un hilo brilloso de las lágrimas que se escurren de este. La brisa que atraviesa los barrotes en el comedor, le trae su perfume en medio del olor ferroso de la sangre y la comida le es inolora. Está seguro haberle visto entrar a su habitación a la vez que era llevado al patio. La ve, pero no la tiene.
El psiquiatra, le ha advertido que son alucinaciones. Sus sentimientos de culpa se reflejan en estas, el medicamento lo haría sentir mejor. "Comenzaremos con Haloperidol y observaremos su progreso". El doctor le habla sin una certeza de que el paciente le esté escuchando. Su mirada perdida se fija en un punto, adonde el galeno no ve nada más que el ciprés y la vegetación del patio. Pero Carlos ve más. Ve a Ana apoyada del árbol tosiendo sangre y agarrándose el vientre.
La noche que tocó a la puerta de la habitación, se pegó a esta llorando y pidiendo perdón, le prometió flores, le prometió regalos, le prometió amarla para siempre y cuando quedó en silencio, un sonido similar al de un quejido que busca aire, llegó a sus oídos.
"Probemos con Olanzapine" declara el doctor y los ojos hundidos de Carlos se sumieron en una nada sin brillo. Entre puntos blancos flotantes, el rostro de Ana con el labio roto y ojeras pronunciadas se asoma para mirarlo con temor y desprecio, pero él era incapaz de hablar por miedo a ser rápidamente reprimido.
En la penumbra de su habitación, con la débil luz de la lámpara de techo, los medicamentos no fueron suficientes para evitar que se levantara a ver a Ana parada frente a la puerta. Su mirada de desprecio era fiel a un sentimiento de odio. "Perdóname", musitó a la visión de la mujer que igual de hermosa y lozana llegó hasta él sin moverse y lo empuja sobre la cama con violencia. Cuando se incorpora, ella le tomó del cabello y a sus oídos llegan palabras. "¿Dónde carajo estabas?"; Carlos sintió el tirón tan real, que se quejó. También sintió el bofetón en su rostro. "¿Qué hacías hablando con esa mujer?".
Apenas comienza a responder cuando recibe un golpe tras otro. Jalado por su cabello, siente que le pega la cabeza contra cama. Suficiente para que sienta dolor. El enfermero escuchando los golpes se asoma por la claraboya de la puerta y logra ver a Carlos azotando su cabeza y nada más. Algo muy común en los pacientes psicóticos, por lo que cierra la claraboya y continua con su ronda.
Aún tomado por el cabello Ana lo levanta y le empuja contra la pared. Le pega con el puño cerrado y le insulta con la violencia con que los recuerdos de los golpes que él mismo propinara a la mujer, le asaltaban la mente. "Déjame, déjame en paz", gritó huyendo al baño donde se refugia en una esquina tembloroso y angustiado de que entre. Luego de un tiempo, que le parece infinito, se levanta y se lava las manos y la cara, sintiendo el ardor de las heridas en el rostro. El espejo de acero inoxidable le presentó lo que temía.
Un hombre con los ojos hundidos, el pómulo hinchado, el labio partido y ambos sangrando con moretones en el cuello, le miró en el reflejo con una mirada de angustia. Se atrevió a salir del baño y encontró a Ana sentada en la cama que dulcemente le indica que se siente a su lado, obedeció. "Yo te amo"; le dice el susurro fantasmal, ofreciéndole flores silvestres recién cortadas.
De pronto, el tierno rostro de Ana se ve exactamente igual a como la vio la última vez. El cuello hundido, con la huella de sus manos marcadas en la grisácea piel. Su boca abierta en un grotesco desespero por un aliento que no llegó. La lengua hinchada y violácea y los ojos desorbitados. Le tomó del cuello y apretó lenta, pero firmemente. "¡Entiéndelo! ¡Tu... eres ... mío!". "Estarás...para siempre...conmigo".
No era extraño que un paciente se golpeara, tampoco que intentara arrancar el espejo empotrado. No era raro que se lamentara o se sacudiera violentamente en la cama. "Pero por todos los santos; ¿de dónde sacó la correa?"
Te dedico este cuento de horror a ti, por la inspiración. La premisa que usé fue, "¿Qué habría sucedido si Jane no hubiera huido?" Con una leve mención de Karla... mi duo favorito...
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