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El Barón

"Por fin en casa"; Pensaba Hilda mientras saca la llave magnética que abre la puerta. Esta es la tercera cosa que más disfruta, de su vida actual; entrar a su penthouse perfecto de dieciocho millones y respirar el ambiente de lujosos pisos perfectos, de mármol y sus muebles de piel perfectos y personalizados. Cruza la estancia para llegar a la isla de la cocina cubierta del mismo mármol del piso, es perfecta; y deja los paquetes de su última compra, la segunda cosa que más disfruta. Otros placeres vienen de tomar la copa de vino tinto español, mientras se asoma al balcón de la terraza con piscina decorada a su gusto con muebles de exterior modulares; perfecta. Una vista de la ciudad y más allá el océano atlántico con la forma algo difusa de Cayo Virginia a lo lejos. Pero todos estos placeres no estarían completos, sin la cereza del pastel; el atractivo e inmensamente rico esposo del que presume.

Roberto es todo lo que una mujer podría soñar. Rico, guapo, inteligente, exitoso en sus negocios y dedicado por completo a su esposa. El nunca llega tarde, la complace en todo, no duda. El "hombre perfecto". Incluso en la cama. Como le encanta presumirlo con sus amigas del club, como le encanta llegar a las galas colgada de su brazo con un hermoso traje rojo de Ortega Cova. Y aunque no fue fácil hacerse con esta joya de hombre, valió la pena tanto el proceso, como el costo.

¿Por qué no habría de serlo? "Hoy toca"; pensó en un suspiro. Mira a su alrededor y sabe, que es un sencillo costo por todo lo que tiene. La imagen de Mamá Aleila, sentada en su sillón fumando su apestoso tabaco rodeada de figuras, cráneos y yerbas. El recuerdo de ese momento le causa un poco de repulsión y de culpa. Pero ya sabe que luego del ritual, continuará disfrutando de su esposo, su penthouse y sus compras. "Ah, sí. Y de mi vino"; pensó sonriendo.

Tomó sus paquetes y subió las escaleras hacia la habitación. Se miró al espejo, complacida de lo bien que se ve a sus cuarenta. Curvas bien definidas, entalladas en su falda negra de lino; senos llamativos elevados por el sostén se ven modestamente notables en su blusa de seda. Está orgullosa de su rostro limpio y como de muñeca decorado con unos labios levemente pronunciados y suaves, ojos cafés que tienden a brillar con la luz correcta y todo el conjunto, coronado con su cabello negro, sedoso y del largo adecuado para una corta cola de caballo.

Miró el reloj y ve que aún tiene tiempo; así que decide tomar una rápida ducha para envolverse en el kimono blanco que tanto le gusta a Roberto; y comenzar el ritual. Luego de terminar las primeras dos partes de lo planeado, se acerca al tocador donde esconde, desde hace siete años, la caja del hechizo. En menos de una hora, completaría todo y con tiempo de sobra para esperar a su adorado esposo. Pero hoy, algo es distinto. Mete la mano y la caja que suele estar en lo más atrás de la gaveta no está.

Extrañada revuelve el contenido, pero no siente lo que busca. Como última alternativa, decide sacar; mas bien arrancar la gaveta entera de un tirón y todo el contenido de maquillajes, peines y cepillos queda desparramado por el suelo, sobre la alfombra persa. Nada. Estuvo a punto de caer en pánico, pero mantuvo la calma. "De seguro la dejé en otro lugar la última vez", se dijo.

El recuerdo de Mamá Aleila le llegó tan vívido que se quedó petrificada. La anciana negra de nariz grande, ojos hundidos. Su cabeza envuelta en un turbante gris claro, curtido y gastado al igual que su vestido negro de algodón decorado con encajes del mismo color. La sala de la pequeña casa en medio del bayú de Luisiana, estaba llena de velas de diferentes colores, figuras antropomórficas con grotescas formas, hechas de madera, barro, paja, papel; cualquier cosa moldeable. Esa habitación está rodeada por cuatro entradas oscuras y al centro. La anciana, sentada en su sillón, la mira con sus ojos arrugados, tan profundo, que, ante ella, Hilda se sintió completamente desnuda. "Lo que pide la señora, trae consecuencias"; le dijo mientras se levanta y camina hacia ella. Hilda sintió ganas de salir corriendo de allí viendo aquella figura encorvada acercándose.

—Diga su deseo con todas las ganas que tiene de que se cumpla —. Le dijo, entregándole una larga vela negra encendida.

Hilda permaneció callada un momento, mientras piensa en lo que va a decir. La anciana regresa a su sillón y se mece lentamente en espera, fumando un tabaco maloliente. La joven al otro extremo, tiembla mientras la vela en sus manos se consume y la cera derretida escurre.

—Yo quiero... — titubea.

—Yo... quiero... — Acaba de notar que está sudando y la primera gota de la cera a alcanzado su dedo. Mamá Aleila, hace un gesto de fastidio.

—Yo quiero que Laura desaparezca de la vida de Roberto y se fije en mi —. Dijo al fin, Hilda casi gritando.

Las entradas que rodean la sala se iluminaron con una vela cada una. Mamá Aleila, se incorporó en su asiento prestando atención. Las velas de dos de estas entradas, se apagaron y quedaron dos. En una de estas, se encendió otra vela. Pero en la otra, fueron tres más, casi al instante. La anciana comenzó a susurrar unas palabras en Creole, parece que repite una frase y va subiendo el volumen de forma rítmica, hasta que las dos velas de uno de los nichos se apagan, quedando tan solo la que tiene cuatro.

Mamá Aleila, se queda mirando las velas con el rostro serio.

—Niña; ¿realmente es eso lo que desea? — pregunta la anciana.

—Si —. Responde Hilda con voz temblorosa. Con la respiración agitada por el susto de lo que acaba de ver.

Hilda regresa de su trance y reanuda la búsqueda. Bajo la cama con sábanas de seda, nada. En medio de su enorme colección de zapatos, nada. Registra sus abrigos finos de invierno, buscando en todos los bolsillos; nada. El pánico, comienza a apoderarse de ella y otra vez se siente embelesada en sus recuerdos.

—Barón Samedi respondió a tu deseo —, le dijo Mamá Aleila, con una seria y casi enojada mirada. Se vuelve a levantar y va camino a la entrada de las cuatro velas. Mientras le dice.

—El barón es caprichoso es un loa poderoso y cumplirá tu deseo... tal y como lo quieres... ¿me entendió, niña?

Hilda se limita a asentir, mientras la anciana enciende las velas restantes iluminando un altar formado con huesos y cráneos humanos. Al centro, una tela tendida con un emblema. Una cruz sobre una tumba, flanqueada por ataúdes a ambos lados. A un lado, la imagen de un hombre negro con la cara pintada de blanco en forma de calavera, con un sombrero de copa, sentado con un vaso de licor y fumando un tabaco. Hilda tuvo que dejar la vela sobre el altar y esta se quedó parada ahí sola. Realmente, ella esperaba que ocurriera algo espeluznante, pero nada ocurrió. Simplemente Mamá Aleila le indicó lo que habría de suceder. En siete días, su deseo se habría de hacer realidad y desde ese momento, y una vez cada año tendría que hacer el siguiente ritual.

La mujer en su kimono blanco y rojo, se arrastra por el suelo buscando con ansiedad la caja que le asegura la vida que ha estado disfrutando. El piso está frío, tan frío como el día del funeral de Laura, luego de un terrible accidente en el que su cuerpo quedó tan quemado, que no hubo manera en que se pudiera exhibir el cadáver. Al comenzar a llover en el cementerio, el mismo Roberto le ofreció a Hilda cubrirla con su paraguas. Desde ese momento comenzó la obsesiva atracción del hombre, por ella. Y así terminan casándose; y viviendo con las comodidades con que él ha estado dispuesto a colmarla. Hilda jamás esperó que la pobre Laura falleciera. Realmente, no la odiaba, pero si sentía una enorme envidia por tener lo que ella deseaba más que nada. Roberto, su amor secreto desde que lo vio por primera vez en la universidad, se apareció un día con ella en una noche de estudio y eso la trastornó. Y su obsesión creció al punto de llevarla a sacar la tierra de las masetas, en busca de su alianza con el Barón.

Se escucha la puerta, y Roberto ha entrado.

—¡Hilda! — La llama su esposo. "Dios; ¿cómo explico esto?" pensó ella.

—Cariño. Perdona he perdi...

Roberto no la dejó hablar más . Y sin mediar palabras le espetó un beso en los labios, con una pasión rabiosa y desesperada que, aunque la confundió, le agradó y termina rindiéndose. No pide la cena, no cuestiona el desorden, se limita a tomarla en brazos, cargarla escaleras arriba y dejarla caer sobre la cama. Cae sobre ella y la colma de besos por todo el rostro, la muerde en el cuello, le lame los labios. Hilda está aturdida por este espaviento pasional, el peso de su esposo la sofoca y trata de apartarlo un poco para poder respirar. El agarra las solapas del kimono, separándolas y se sumerge entre sus senos lamiendo, besando y mordiendo.

Hilda tan solo llega a musitar "Roberto" de un modo tan quedo que apenas ella misma se escucha. Roberto se deshace de su chaqueta, se arrancó la camisa Armani y el sonido de los botones suenan rítmicos sobre el suelo. Besos, lamidas y mordiscos en el pecho y senos. La hebilla de la correa tintinea al borde de la cama. Las manos de Hilda le abrazan la cabeza, se ha sometido a la salvaje pasión de su marido. Las manos de Roberto se deslizan por sus muslos y se juntan en su entrepierna, mientras sus labios le han capturado un pezón que succiona violentamente. La humedad entre sus piernas la excitan tanto que ya ha olvidado la caja, el ritual, el compromiso. De seguro jamás le hizo falta.

Solo quiere sentir a su hombre, de pronto él se detiene, se incorpora. Le esta halando el cinto del kimono y con este, le ata las manos al cabezal de la cama. Despeja las telas y se da cuenta que está expuesta, desnuda e inmovilizada. El enloquecido Roberto reanuda sus besos, lamidos y mordiscos, esta vez por aleatorias partes de su cuerpo. La excitación la enloquece, quiere consumar, lo quiere dentro de ella, ya. Roberto llega hasta su entrepierna e Hilda pierde la razón entre los espasmos del orgasmo al que la ha llevado. Y de pronto recibe una bofetada en la cara, tan fuerte que la aturde. Antes de que pueda decir algo, otras bofetada la sacude de tal forma que solo llega a gritar de dolor. El le toma los senos y lo aprieta con violencia, ella siente como dos prensas se cierran en sus pechos y el dolor se vuelve insoportable. Desesperada. Trata de librarse, pero sus manos están atadas y sus piernas atrapadas bajo el peso de Roberto. ¿Es Roberto?

Apenas se está recuperando del dolor en sus pechos, cuando siente el falo de su esposo entrando en su sexo, arremetiendo con violentas estampidas. Siente como la mitad inferior de su cuerpo se eleva y la penetración se torna dolorosa, provocando que grite desesperada. Las muñecas de sus manos le arden en su vano esfuerzo por liberarse. Hasta el momento ha mantenido los ojos cerrados pues de todos modos la habitación estaba oscura. Siente que su amante, se detiene y escucha el inconfundible sonido de un fósforo encenderse. Así que abre los ojos y nota una luz sobre la mesa de noche. Una vela que antes no estaba ahí, brilla apoderándose de la oscuridad, y ve el fósforo saltar de esta y dirigirse a hacia el rostro de Roberto, que enciende un tabaco hala chupa del brillo del puro encendido dejar ver un rostro diferente.

Hilda se petrifica del terror. El hombre negro, delgado y alto reanuda su violación. Se recuesta dejando que la luz de la vela le ilumine el negro rostro pintado de blanco formando una calavera y sonriendo se le acerca al oído para susurrarle "bon gou". Enloquecida, la mujer grita a todo pulmón. La voz de Mamá Aleila, le llega desde las sombras de su desmayo; "A Barón Samedi, le gustan las mujeres bonitas, no deje de hacer el ritual, porque si no lo hace, cobrará su pago y hará la justicia."

Hilda despierta arrodillada junto a la maceta con las manos aún en la tierra, su esposo, Roberto la tiene tomada de los brazos, llamándole y reacciona con terror y trata de retroceder, Pero su esposo no la deja, la obliga a mirarlo para que le reconozca.

—¿Cómo pudiste hacer esto? — Le inquiere con el rostro compungido. La tristeza parece que le parte el alma.

—Te juro, Roberto... yo — Hilda creía que estaba excusándose por la escena que había vivido en la habitación.

Pero para su sorpresa, Roberto le muestra lo que estuvo buscando todo ese tiempo. En las manos de su esposo la pequeña caja de madera con el emblema de la cruz flanqueada de ataúdes y dentro los mechones de cabello, entrelazados con el hilo de lana, apestados a ron y tabaco. Hilda trató de agarrar la caja, pero él se la apartó. La toma del brazo y ante el asombro de la mujer, con el cinto de su kimono se ata a ella. Estrella la cajita contra el suelo, que se hace pedazos y la abraza llorando de rabia.

—Yo la amaba —. Dijo. —Yo amaba a Laura.

Nunca la había mencionado antes.

—Querías que estuviéramos juntos para siempre, ¿no?

Luego de decir esto, Roberto la carga estando atada a él y corre directo al balcón. Los gritos de Hilda fueron inútiles para hacerlo recapacitar. Y al momento en que se sintió caer por el borde del balcón de su penthouse perfecto, atada a su esposo perfecto, ve al Barón Samedi con su rostro pintado, su larga gabardina negra; parado en medio de su sala perfecta, que le saluda con su trago de ron y su tabaco en la mano.

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