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¿ACASO SOY MALIGNO?

               Desde mi casa puedo verlos a todos. La tenue y danzante luz de la vela que brota entre los árboles. En la casa del magistrado del pueblo, están cenando. ¿Cómo puede ese cerdo comer tan a gusto después de llevar a la hoguera a una madre?

               Mi madre sabía de yerbas, era curandera, no bruja. Pero; ¿cómo distinguirían los ignorantes una de la otra cuando son incapaces de ver más allá de sus narices? Simplemente, destruyen lo que no entienden para que su mundo tenga el sentido que ellos desean. Por eso les es muy sencillo arrastrar a una mujer inocente de su casa, despegarla de los brazos de su hijo y quemarla como si ello fuera a traer el cielo a sus puertas. Porque ellos, no soportan el peso de sus propios pecados, queman a otros, para pactar con el diablo y no los queme a ellos. Y peor aún, hacer que su hijo contemple. ¿Para qué? Para que aprenda a temer a Dios. Pero lo que hicieron es llevar a un niño a las puertas del infierno y dejaron salir el demonio de su propia destrucción.

               La espera fue agobiante y por momentos, estuve a punto de dejarlo pasar. Pero al volver al pueblo de Domme y verlos, tan prósperos por sus acciones. El magistrado Bourdeu, viejo gordo y arrogante que cree tener el control divino concedido por el rey y en consecuencia su autoridad "divina"; madame Mercier, que grande le queda ese trato de madame, la instigadora que acusó a mi madre. Monsieur Mercier, el cobarde causante de que viviera los siguientes veintisiete años sin mi madre; que no dijo ninguna palabra para defenderla, para probar su inocencia. Y el Padre Courtois, tan empeñado en encender la hoguera. Pero con su sucia boca lo ordena pregonando una sarta de palabras que hablaban de la misericordia de Dios; por eso fue el primero en morir.

               El padre que solía rezar en la capilla a oscuras. No le di tiempo de completar, porque si yo estaba ahí con él, era obvio que sus oraciones no fueron escuchadas. Tampoco su voz fue escuchada cuando con un mismo movimiento, le tapo la boca y deslizo el filo de la daga por su garganta. En la oscuridad, la sangre se esparció con rapidez. Le solté, y el viejo clérigo se arrastró haciendo ruidos guturales tratando de tomar aliento. Murió. Callado para que nunca más dé la orden de encender una hoguera.

               Monsieur Mercier, me hizo recordar como torturaron a mi madre a la orilla del lago. La sumergían en el agua hasta casi ahogarla y luego la sacaban para que supuestamente confesara. Pero; ¿quién puede hablar con claridad mientras acaba de salir del agua y busca desesperadamente aire? El esposo de la perra de Collette, la mujer que tan solo le bastó ver a mi madre hablar con él, para que en un arranque de celos la acusara. ¿Y él? Se quedó callado. No dijo ni una palabra. Y tampoco pudo decir palabra alguna mientras le sumergía en las frías aguas del lago. Cuanto se agitó luchando por su vida. Pero qué puede hacer un anciano contra la fuerza de un hombre más joven que le aprieta la cabeza contra el lecho bajo el agua. Cuando dejó de moverse, la calma regresó a los alrededores. Es curioso como el ambiente cambia en cuanto un maldito bastardo, es arrancado del mundo.

               Pero fue la perra de Collette Mercier, la más sencilla de acercar al ser tan fácil como una prostituta que me lleva a su casa para ofrecerse. Su cuerpo desnudo era un placer a la vista, pero no me interesó, pues yo sabía lo podrida que estaba por dentro; algo que pude comprobar al desmembrarla. Quedó tan sorprendida al ver su brazo caído en el suelo. Su mirada de desconcierto cambió rápidamente por la de horror viendo el hacha cayendo una vez más y acertando a su pierna desnuda que termina estrellándose contra la mesa con el té. Su rostro quedó tieso con el grito que nunca pudo salir de su garganta cercenada. ¿Y porqué no concluir el trabajo? Picada como rodajas de pescado o baguets. No seguirá disfrutando del fruto de sus propias mentiras. Condujo a una inocente a la hoguera para continuar mintiéndole al motivo de sus acciones, que irónico.

               Pronto vendrán por mí. Lo sé porque no fui cuidadoso. Ya no importa porque el último de la lista, se prepara para cenar en familia junto al pretendiente de su hija que es el respetable vecino viudo, dueño de tierras colindantes a Versalles. Su propia avaricia lo ha condenado. Un viejo, es fácil de dominar. Una señora anciana, es aún más fácil. La hija, tuvo pues que caer primero. Envolviendo a la sencilla familia con mis encantos, halagando a Madame Bourdeu por su cocina, exaltando los atributos justos del magistrado. Hasta llevarlo a la conversación que deseaba. Una, en la que fue obligatorio mencionar el nombre de mi madre. Su rostro me dijo que le recordaba, que sentía algo de lástima por aquella mujer sentenciada a morir en la hoguera, aunque siempre tuvo sus dudas, pero la presión del padre Courtois y la comunidad, eran demasiado. «Y en el año del Señor de 1697»; le digo, mientras le miro con una sonrisa que de seguro le heló la sangre.

               Tanto su hija, como su esposa, escuchaban en total confusión. «¿Se acuerda del niño que quedó huérfano esa tarde?» Mi pregunta, hecha sin dejar de mirar a su rostro, lo desfiguró en uno asustado sudando profusamente. Vio el cuchillo apretado con fuerza en mi mano. Vio a su hija, totalmente desconcertada por las declaraciones de su pretendiente.

               Me muevo tan rápido que nunca tuvieron tiempo de reaccionar. Un golpe seco contra el rostro de la joven. El cuchillo entra en el cuello del sirviente que trata de intervenir. La olla de la sopa que golpea a Madame Bourdeu dejándola retorciéndose del dolor en el suelo alfombrado. Y al valiente magistrado que intenta huir, le hago caer de bruces para luego arrastrarlo hasta la columna donde le ato del mismo modo en que ataron a mi madre al poste.

               Madame Bourdeu, suplica por la vida de su esposo y su hija. «Continúe madame, continúe»; le digo. «Suplique como suplicó ese niño en la plaza, esa tarde de 1697.» Las saco a ambas de la casa y rodeo las piernas del juez de mi madre con la madera de las patas de la mesa y con todo lo de madera que encontré.

               El fuego lo consume y no tardó en tener ampollas hinchadas en el rostro. Pues sus finas ropas de algodón de las Américas, se encienden con rapidez pasmosa. Ya han llegado por mí. No tengo salida y no espero salir. Y en el momento en que los gendarmes entran, salto a las llamas que ya consumen la mitad del salón con voracidad. Parado entre las llamas, veo a los hombres de la ley que se persignan con horror. ¿Acaso soy maligno? Si. Si lo soy. Porque el hijo de la bruja permanece de pie consumido por el fuego, por la locura del odio. Por vengar a su madre. 

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