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Sobre el amor y las revoluciones

Desde bien pequeña comprendí que no era un hombre el que me estaba destinado y ahora, con Madame la guillotine a punto de caer sobre mí, no he cambiado de opinión. Los hombres no me han traído más que problemas.

Mi padre, primer hombre de mi vida, era un lord inglés. Puede que fuese lo suficientemente encantador como para que mi madre, una noble tan francesa como yo, se enamorase de él nada más verlo. Sin embargo, aquello cambió después de la boda y cuando yo nací no quedaban de aquella época más que historias demasiado fantásticas para ser ciertas. Tenía siete años cuando mi padre pegó a mi madre por primera vez.

Corría el año 1780 y las Trece Colonias inglesas se encontraban en plena guerra contra los británicos por su independencia. Francia se había metido de lleno en el bando de los americanos y mi padre, siendo inglés en territorio francés, recibía reproches tanto de su familia como de nuestros amigos. Empezó a llegar a casa borracho cada vez más a menudo hasta que un día escuché a mi madre gritar. Mientras lo veía todo a través de una rendija, llegué a la conclusión de que no quería casarme. Es más, no quería tener nada que ver con un hombre en lo que me quedaba de vida. Las ideas liberales estaban de moda entre muchos vecinos burgueses y yo había oído hablar de mujeres que decidían estar con otras mujeres. En su momento, me pareció una idea prodigiosa convertirme en una de ellas.

El verdugo lee en voz alta los crímenes de los que se me acusa. Ojalá hubiera seguido mis instintos; me habría ahorrado muchos problemas.

Crecí con un padre maltratador y una madre ausente. Aprovechaba las horas del día en las que él no estaba y ella se limitaba a estar sentada y llorar para escapar. Primero, lo hice leyendo todos los libros que mi padre me tenía prohibidos. Después, con pequeñas incursiones fuera de casa. Andábamos escasos de dinero incluso teniendo en cuenta nuestra nobleza y mis padres no tenían suficiente para pagarme una educación. No tenía institutriz que me controlase y mi madre estaba demasiado ocupada compadeciéndose de sí misma como para percatarse. Además, nos habíamos mudado a la ciudad en un intento de desmarcarnos del resto de nobles que tan mal se lo estaban haciendo pasar a mi padre. Pasaba el tiempo y yo necesitaba conocer, así que aprendí a escuchar.

Cuando me escapaba, cogía las ropas viejas de un hermano mayor que murió cuando yo tan solo contaba con dos años. Vestida de chico como estaba, nadie se fijaba en mí más de lo necesario. Gracias a ese aspecto podía escuchar conversaciones entre adultos que de otra manera habrían estado prohibidas. Me enteraba de la política y la actualidad a través de distintas opiniones; era apasionante. A veces incluso escuchaba hablar de economía o religión. Si pudiese elegir un momento de mi vida al que regresar, volvería a este sin dudarlo.

Todo era perfecto hasta que conocí a Antoine Demines.

Tenía once años y me empezaba a resultar complicado disimular los pechos bajo una ropa que cada vez me quedaba más pequeña. En aquel instante, una conversación acerca de un cargamento hundido y las pérdidas que eso conllevaba me tenía abstraída y tal vez por eso no vi al muchacho acercarse hasta que lo tuve encima, tapándome la vista de mi objetivo.

—¿Qué haces?

Intenté analizarlo igual que analizaba las palabras y los números, pero fui incapaz de concentrarme con esos ojos castaños clavados en mí. En realidad, no tenían nada de especial, pero a mí me pareció que brillaban con una intensidad fuera de lo normal. Creo que me vi reflejada de alguna manera en ellos, no lo sé. O quizá me estuviese comportando como una idiota porque era la primera vez que hablaba con alguien de mi edad en muchos años.

—¿Qué?

—¿Por qué espías lo que dicen los demás? Te he estado observando y llevas así un buen rato.

Enrojecí de ira.

—¡Y a ti qué te importa! —exclamé—. ¿No me estabas espiando tú acaso?

Él se estiró y sus mejillas se arrebolaron.

—Para tu información mis investigaciones son puramente científicas. No soy ningún cotilla.

—¿Y te crees que las mías no? Solo estaba...

Me asomé por encima del hombro del chico, pero ya no había ni rastro de los hombres del cargamento. No pude ocultar mi frustración y le pegué un empujón.

—¡Por tu culpa se han ido y ahora nunca me enteraré del final!

Empecé a pegarle puñetazos en el pecho, mucho más ancho y fornido que el mío, pero era tan débil que lo único que le causé fueron cosquillas y un ceño fruncido. Entrecerró los ojos antes de preguntar de nuevo.

—¿Cuántos años tienes?

—Once.

—¿No eres un poco pequeño para tu edad?

Enrojecí de nuevo y le pegué otro puñetazo. Estaba dispuesta a irme pero su voz me detuvo.

—Yo tengo doce —dijo con resolución—. Me llamo Antoine Demines, ¿y tú?

Antes de desaparecer en un charco de lágrimas, mi madre me enseñó modales por lo que me vi obligada a responder.

—Louis.

—¿Louis qué más?

—Solo Louis.

—¿Eres huérfano? ¿Por eso no puedes comprar ropa más grande?

—Algo así.

Antoine esbozó una sonrisa de disculpa. Sus ojos me miraban risueños y fui capaz de detectar en él las mismas ganas de aventura que había en mí. De repente no solo no quería irme, sino que quería quedarme. A poder ser durante toda la vida.

—Muy bien, Louis —declaró—. Ven conmigo, te voy a enseñar un sitio increíble donde puedes aprender cosas.

Aquella sensación estúpida que me embargó debió de ser bastante fuerte, porque lo seguí a través de las calles de París como una idiota impresionable. Sus pasos me llevaron a una casa situada en una de las mejores zonas del Barrio Latino. Después de todo lo que había escuchado, intenté no sentir miedo cuando bajamos al sótano. Antoine era grande, pero no parecía peligroso, ¿verdad?

Todas mis dudas desaparecieron cuando abrió la puerta y tuve ante mí el paraíso. Estanterías llenas de libros cubrían las paredes de arriba a abajo. Había mesas, algunas ocupadas por hombres y mujeres que bebían café o fumaban mientras debatían acaloradamente sobre los temas que tanto me apasionaban. No vacilé un segundo en aceptar la mano que Antoine me ofreció para entrar. Me condujo hasta una mesa alejada de la puerta donde una pareja leía en silencio.

—Maman, papa —dijo Antoine, y ellos levantaron la cabeza—. Esta es Louise.

Al escucharle me volví hacia él con los ojos como platos.

—¿Cómo...?

—Se te nota mucho. Y mientes fatal. —Se dirigió de nuevo a sus padres—. La he encontrado espiando a la gente cerca de la Universidad. Aquí enseñáis cosas a la gente y he pensado que ella también puede aprender.

Su madre sonrió y yo supe que aquel iba a convertirse en mi segundo hogar. Aún no sabía cómo iba a ser capaz de sostener todas mis mentiras sin que me explotasen en la cara, pero pensaba luchar con uñas y dientes para conseguirlo.

A partir de entonces, vivir aventuras con Antoine se convirtió en mi rutina. Mis padres seguían demasiado preocupados con sus problemas como para ocuparse de una hija y nuestra casa pasó a ser poco más que una posada a la que escapaba a veces para no levantar sospechas. Intentaba mantener el secreto ante Antoine porque sabía lo que sus ideales liberales opinaban de los nobles. No pude evitar sus miradas, pero al menos nunca fueron más allá.

Los años se pasaron volando. Cumplí dieciséis un frío día de marzo en el que hasta los más valientes evitaban salir de casa. Como cada mañana, el camino que me separaba de Antoine se me hizo eterno, pero mereció la pena solo por ver su cuerpo inquieto esperándome. Sonreía con los ojos brillantes y sin poder evitarlo yo también sonreí.

—¡Louis! ¡Felicidades, mejor amigo!

Antoine bromeaba de vez en cuando con mi fallido intento de ser un chico. Al principio, yo me enfadaba, pero nunca por mucho tiempo. Con los años, aquellas bromas habían pasado de ser una molestia a resultarme deseosas. Aquel día, cuando me envolvió entre sus brazos, suspiré contra su pecho. ¿Cuándo había dejado de evitar su contacto físico para buscarlo incluso en cada roce? Insistía en negar lo evidente, pero lo cierto es que Antoine me volvía loca en todos los sentidos. Antoine y sus bromas pesadas, Antoine y sus discursos contra la nobleza y los privilegios injustos, Antoine aprendiendo, siendo inocente, riendo, viviendo.

Me gustaba todo de él. Había tenido la oportunidad de conocer a otra gente y aún así lo elegiría a él mil veces antes que al resto. Mi deseo infantil de enamorarme de una mujer parecía lejano y estúpido comparado con todo lo que él podía ofrecerme.

Nos separamos, pero yo todo lo que quería era acercarme más.

—Ven. Tengo que enseñarte algo.

Me cogió de la mano, como el día en que nos conocimos, y me condujo hacia el interior de la casa. Para mi sorpresa, no fuimos al sótano, sino a la azotea, pasando por un millón de estancias que casi nunca tenía la oportunidad de ver. Una vez allí, nos sentamos con una hermosa vista de París a nuestros pies.

—Ten.

Antoine me tendió un paquete que abrí con ansias. Ni siquiera me detuve después de rasgar un poco el papel del libro que contenía: El contrato social, de Rousseau. Miré a Antoine con la estupefacción pintada en la cara. Él se encogió de hombros.

—Te he visto leerlo mil veces en nuestra biblioteca. Es tu favorito, ¿no?

Me lancé sobre sus brazos mientras susurraba mil gracias, pero está vez él no me correspondió. Me aparté extrañada.

—¿Pasa algo?

Antoine me pasó una mano por el hombro y me atrajo hacia él.

—El precio del pan está subiendo. Nosotros somos burgueses, pero pronto los pobres o los huérfanos como tú no tendrán que llevarse a la boca.

Reí irónicamente.

—Y mientras el rey atiborrándose en su palacio.

Él asintió.

—He oído rumores. La gente empieza a hablar de revolución, de acabar de una vez con la monarquía.

—Antoine...

—Si es así yo quiero unirme a la lucha.

El corazón me dio un vuelco.

—¡Por Dios! ¡No seas ridículo! ¡Mírame!

Me zafé de su abrazo para coger su cara entre mis manos con los ojos desorbitados.

—¿Sabes lo peligroso que es eso? ¿Por qué crees que todavía no se ha hecho? —le pregunté, pero él no estaba escuchándome.

Alzó las manos y también tomó mi cara entre ellas mientras me acariciaba una mejilla con el pulgar. Estoy segura de que mi expresión era la de una idiota, aunque él no se dio cuenta porque solo tenía ojos para mis labios. Antes de ser consciente de lo que hacía, me incliné para besarlo.

Las predicciones de Antoine se hicieron realidad el catorce de julio de aquel año 1789. El Tercer Estado se hizo con la Bastilla, con Antoine y yo entre ellos.

Tras nuestro beso me volví aún más estúpida si cabe. Le seguí a todas sus reuniones revolucionarias durante los siguientes años, presencié todas las ejecuciones públicas en la Plaza de la Concordia y grité contra los privilegios como la que más. Y todo porque aquel primer beso fue seguido por muchos más. Besos fugaces, besos robados, besos apasionados, besos entre risas. Si antes Antoine me volvía loca ahora estaba completamente demente, tanto como para marcharme al fin de casa. Ojalá todo hubiese seguido así para siempre.

El pasado enero de 1793, el rey Louis XVI fue ejecutado. Antoine y yo fuimos con unos cuantos de sus amigos a celebrarlo en el sótano de sus padres. No sé muy bien cómo pero después de un par de copas acabamos besándonos en su habitación. Sus labios acariciaban los míos con una pasión que nunca antes había visto en él más que para hablar de revolución. Estaba mareada y me dolía la cabeza. Fuimos dando tumbos hasta su cama, donde seguimos pegados el uno al otro. De repente, sentí sus manos jugueteando con los cierres de mi corsé. Me aparté de él con los labios hinchados y Antoine me acarició la cara.

—Te quiero. ¿Confías en mí?

Me atrajo hacia sí para juntar nuestros labios, pero yo lo detuve. Sus palabras me habían hecho sentir culpable. Si quería confiar en él por completo no podía seguir con aquella farsa.

—Espera. Antes tengo que contarte algo.

—¿No puede esperar?

Se mordió el labio y tuve la tentación de decirle que sí.

—No soy huérfana —solté de golpe—. Soy hija de los Woodgate, condes de Montmartre.

Ya estaba dicho; ahora sí podíamos hacerlo. Sin embargo, Antoine me apartó de un empujón. Apenas pude contenter el llanto mientras maldecía al alcohol.

—¿Qué? ¿Me has estado mintiendo todo este tiempo?

—Hace años que no veo a mis padres —protesté—. Nunca he sido una noble de verdad así que, ¿qué más da?

—¿Que qué más da? ¡Pues que eres una embustera! —explotó Antoine—. Eres como todos los demás nobles, te has aprovechado de mí. ¡Te dimos techo y comida y tú solo nos mentiste!

Las lágrimas corrían ahora por mis mejillas como una cascada.

—¡Pensé que no te importaría! ¡Me acabas de decir que me quieres!

Su cara desfigurada por el dolor se calmó un poco.

—Y te quiero, pero entiéndeme. Te matarán si se enteran. —Se mordió el labio—. Ven aquí.

Se aproximó de nuevo para abrazarme y me cobijé en su pecho. Nos quedamos tumbados hasta que el sueño nos envolvió a los dos.

Dos semanas después, me detuvieron.

No sé cuánto tiempo he pasado encerrada. Puede que hayan transcurrido meses antes de que esta mañana me escoltasen hasta aquí. Parece mentira que estuviese más nerviosa como público que como protagonista del espectáculo. Examino todas las caras que hay ante mí. Algunas me gritan, otras me escupen y los más valientes me lanzan objetos. Es humillante.

Quiero llorar, estar triste, compadecerme de mi situación como haría mi madre. Mi madre. Ojalá me hubiese quedado a su lado cuando me necesitaba. Juntas habríamos podido contra mi padre. Ante todo, quiero sentirme culpable. Quiero que los delitos de los que me acusan sean ciertos. Morir por una causa. No obstante, mi único delito es el de haber sido demasiado curiosa como para ser prudente. Hoy, la curiosidad matará al gato.

Entonces lo veo. Antoine se abre paso entre la multitud. Al verlo llorar, uno de mis deseos se hace realidad y yo también lo hago.

—¿Por qué? —quiero gritar—. ¿Por qué lo hiciste si tanto me querías? ¿Por qué lloras ahora?

¿Qué culpa tengo yo de haber nacido privilegiada cuando jamás hice uso de mis privilegios? La misma que tienen los pobres de haber nacido pobres. Esto no es una revolución a favor del pueblo, esto es un golpe de estado para que ahora sean otros los que nos opriman. No son estos los valores que me enseñaron. Yo luchaba por un mundo más justo para todos, no solo para el Tercer Estado.

De repente, el verdugo calla y con él lo hace toda la Plaza de la Concordia. Antoine alcanza la primera fila y no está solo. Lo acompaña su mejor amigo, Philippe. Están cerca y los escucho hablar.

—Hiciste bien —murmura Philippe—. Puede que fuese una espía o algo peor. Si queremos que la revolución funcione tenemos que librarnos de todo lo que nos ate a nuestro pasado, sin excepciones.

Antoine no contesta, pero asiente. Sus ojos se encuentran con los míos y le envío una súplica silenciosa. No me escucha, ya no. Se gira hacia la plaza y grita. El resto de gente repite sus palabras.

Liberté. —La que me han robado—. Égalité. —La que no existirá a menos que paren esta locura—. Fraternité. —La que no tienen con los que son como yo.

Antoine se arrepiente en el último momento. Intenta alcanzarme. No tiene qué temer, yo ya lo he perdonado.

—¡Por favor! ¡Espera! ¡Louise! ¡Lo siento! ¡Parad, por favor! —grita.

Lo quiero. Lo quiero mucho y sé que el también lo hace, pero no puedo culparlo por querer a la Revolución más que a mí. En el fondo, siempre he sabido que lo hacía.

La guillotina cae y yo cierro los ojos para siempre. Todo se vuelve negro.

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