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「20」 𝔡𝔢𝔞𝔯 𝔥𝔢𝔞𝔯𝔱

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CAPÍTULO VEINTE
querido corazón
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El Rey Aegon comenzó a convivir con su madre cada día, después de ordenar la muerte de Valerius. Después de que su alcoba se convirtiera en el mausoleo de los horrores. La bandera roja con sangre de la guerra anunciada.

Ese lugar estaba sellado. Una tumba con olores, gritos y ecos de lo sucedido siempre vivos allí. Tomando formas de sombras en la pared y crujidos en las tablas del suelo.

Arrugas inquietantes.

Alicent extrajo sangre del interior de su cuerpo, de diversas formas que recuerdan a su infancia, para castigarse a sí misma, para escapar de la terrible verdad que tiene forma de los monstruos que ordena desollar y torturar, como si de este modo pudiera extraerla de sí misma.

Porque perdió a su precioso hijo. Pero ganó un nieto y recuperó al faltante que se perdió en Pentos.

Aegon el Joven y Viserys estaban bajo su cuidado, ahora. Podía vestirlos, bañarlos, peinar sus coronas doradas, leerles sobre la fe. No podía alimentarlos, no podía compartir su vida con ellos y era un recordatorio brutal de que no procedían de ella. Pero la forma en que la seguían, buscaban su mano, su presencia, su sonrisa y el pequeño Viserys comenzaba a llamarla "abuela" casi llenaba los espacios vacíos y doloridos de su interior, llorando por la maternidad, sintiéndose desprovista de ella.

Tenía a Viserys en su regazo, jugando con él con una figurita de dragón, besándole el pelo y murmurando historias sobre caballeros y héroes. Aegon el Mayor estaba sentado junto a la chimenea, leyéndole a su tocayo, sobre la protección de la Doncella, las manos del pequeño ayudándolo a mover las páginas del pesado volumen, apurándolo, diciendo que sería más rápido que él.

Lágrimas grandes y cristalinas se deslizaban por las mejillas del único hijo vivo de Alicent mientras acariciaba los cabellos claros de su sobrino.

No puedo olvidar, no puedo perdonarte

— Mamá solía decir que tu padre y yo éramos la misma alma partida en dos y caminando a cuatro patas — susurró Aegon solo para los oídos del niño en sus brazos—. Parece antinatural nacer juntos y luego morir separados.

Porque ahora tengo miedo de que todos los que amo me dejen

El niño que Aegon tenía con él apretó su mano y comenzó a leer el libro en voz alta para que todos pudieran escucharlo.

Puedo correr, pero no puedo esconderme

Aegon el Joven empezó a juntar palabras en un galimatías risueño, arrastrando las letras con el dedo, fingiendo concentración erudita y dedicación, imitando a Valerius en su juventud sin saberlo.

De mi línea familiar

Los ojos del otro Aegon y Alicent se cruzaron por encima de su cabeza dorada.

Aquello se convirtió en ritual cada noche hasta que Aegon creyó completa su labor.

(Su sobrino mayor lo miraba.

—Tu pelo nunca queda plano, aquí. — Aegon el Joven le tocó la cabeza, justo detrás de la oreja. —Es como el de mi padre.

A Aegon se le erizó el cuero cabelludo donde habían estado sus dedos. —Lo recuerdo—admitió.

— A veces olvido que no eres él — su sobrino se sentó a su lado y apoyó su cabeza en el hombro de Aegon—. Te detesto por ello, es injusto — continuó con la voz rota y los ojos de Rhaenyra llenos de lágrimas —. Pero también te amo. Sé que lo sabes.

Aegon cerró los ojos. —Dímelo otra vez—murmuró.

— Te amo.

Era injusto que el renacuajo de Rhaenyra se pareciera tanto a él y a Valerius, pero no tuviera los mismos ojos que ellos.

— Otra vez.

Era un martirio que Jaehaera le hubiera robado los ojos a Valerius.)

Cuando Alicent salió de aquel cuarto por penúltima vez, le dejó a su hijo una pequeña botella con líquido transparente.

Y en la noche, el Rey vertió el veneno en su copa de vino, la última que tomaría en su vida y se miró al espejo. Atrás había quedado su aspecto galante y lleno de vida, ahora solo era un fantasma con el mismo rostro que su más grande amor. Un rostro demacrado, quemado y cansado. Estaba tan cansado.

Su madre entró y le besó la coronilla cuando se desplomó en la cama.

Se estaba muriendo y nadie podría pararlo.

—Le dejaré el trono al hijo de Valerius, debes cuidar de él y de Jaehaera. Deseo que se casen —le dijo al fantasma de su madre que lo miraba con ojos marrones, ya no con odio o desprecio, sino que con profundo dolor.

Alicent besó su mejilla y susurró un último secreto: — Tu hermano le puso tu nombre porque te amaba.

-— No me mientas — suplicó Aegon mientras sus párpados comenzaban a cerrarse.

— Solo es la verdad.

El platinado conjuró en su mente al niño que destruyó. Valerius, sonriendo mientras los chocolates se desdibujan en sus manos. Sus ojos morados se iluminaban al verle cada mañana. Ven por mí, dijo. Valerius, perfilado contra el cielo, volando sobre Fuegohielo y sonriendo. La espesa calidez de su aliento somnoliento contra el oído de Aegon cuando eran un par de mocosos. Te amo, te amo, te amo. Los miedos olvidados en el puerto de marfil que eran sus brazos.

Los recuerdos vinieron, y vinieron. Su madre lo escuchó, mirando fijamente sus ojos hasta que ningún sonido salió de su boca.

Aemond fue quien lo recibió del otro lado.

Era su hermano con un rostro joven y rebosante de vida. Pequeñas pecas adornaban sus mejillas redondas y su cabello le llegaba un poco más abajo de la mandíbula. Y más importante aún, tenía dos ojos color violeta. No había ningún parche a la vista y lo más raro hasta el momento: lucía feliz y sin pena alguna.

—Te he extrañado—murmuró. Al principio Aegon no lo entendió. Pero entonces vio la tumba y las marcas que estaban rayadas en la piedra. VALERIUS, se leía. Y al lado, AEGON. —Ve —dijo Aemond. —Él te espera.

Y entonces, Aegon giró.

Valerius estaba ahí, envuelto en un halo de luz. Había docenas de flores pálidas que brillaban en su cabello de carbón y estaba envuelto en una túnica blanca. Su brillo de alegría, como estrellas de ojos color púrpura y esa sonrisa, hicieron que sus rodillas parecieran gelatina y todo su cuerpo se estremeciera de nostalgia. Él era tal como lo recordaba, desprovisto de toda la angustia en sus rasgos en su última agonía que había retorcido el encuentro. Aegon creyó ver lágrimas brillar en las mejillas de su hermano, pero estaba demasiado delirante para decirlo, y luego sus huesos se solidificaron y corrió hacia él.

En la oscuridad, dos sombras se extendieron a través del desesperanzador y pesado crepúsculo. Sus manos se encontraron, y la luz se derramó en un torrente como cien urnas doradas derramándose del sol.

Y ahora había un hoyo en el corazón de Alicent en donde sus hijos deberían de estar, entendió que era una mujer terrible, egoísta por quererlos a todos de vuelta.

Dicen que los hijos necesitan a sus padres.

Pero qué podía hacer Alicent con los tres niños a su cargo además de amarlos.

Coronó a Aegon III Targaryen.

El mejor de los tres.

Soy tan bueno diciendo mentiras... eso viene del lado de mi madre

Aegon era el enojo de su madre en sus palabras, las palabras en su silencio.

Dios, tengo los ojos de mi madre, pero los de mi padre cuando lloro

Era el dolor de Valerius en sus lágrimas, el fantasma en su sonrisa.

Valerius era el dolor en su corazón, el temor en sus huesos.

Rhaenyra era la voz en su cabeza, las garras en su mente

Así que Alicent dejó de usar el color verde y colocó una corona en aquel niño de ojos lavanda y cara robada.

Los ojos eran de Rhaenyra.

Pero la cara era de su padre.

Ladrones todos ellos, decidió Alicent.

Los caireles color crema de Jaehaera eran de Helaena.

La cara de Aemond era un bonito reflejo en la de Viserys... sus hoyuelos eran de Daeron.

Oh, todos sus hijos estaban juntos de nuevo.

BREN'S NOTE: disculpen, voy a llorar.

posdata: ¿quisieran aclaraciones sobre algo o prefieren este final semi abierto?

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